Diminuta historia de las quesadillas sin queso

Claves para desentrañar un diferendo entre chilangos y provincianos

¿De dónde viene la palabra quesadilla? ¿Por qué estamos tan obsesionados con su contenido? Un brevísimo panorama de nuestras necedades lingüísticas.

Quesadillas azules de Metepec. Foto © AnimalGourmet.

La mejor quesadilla que he probado la pedí en un puesto sobre la Avenida Insurgentes de la Ciudad de México. Era una tortilla de maíz azul, colocada en un comal apenas barnizado con aceite, una calientita quesadilla de huitlacoche. Era 2009 y yo, provinciano recién llegado a la capital, la esperaba rellena de queso.

No. La mejor quesadilla que he probado era de flor de calabaza. Fue el año pasado en Jocotitlán, un municipio de 50 mil habitantes camino de Atlacomulco. La tortilla era rojiza, supongo que hecha a partir de un nixtamal casero, elaborado con granos de elote rojo de la cosecha más reciente. Después de ocho años de vivir en la Ciudad de México, esperaba que no tuviera queso. Por supuesto, el relleno era una mezcla de flor y quesillo.

Cuento esto a propósito de la pasada guerra de memes que se desató entre chilangos y provincianos —signifiquen estos términos lo que signifiquen. Las armas utilizadas por las partes en conflicto incluyen variadísimas quimeras: un pay de queso al que le faltaba el relleno (¡costra pura!), unas enfrijoladas sin frijoles, un lonche tapatío y un “chocomil” de fresa.

Confieso que la cuestión me angustia desde que llegué a “México” (entonces De Efe). En más de un mal sueño llegaba a La Casa de Toño en busca de quesadillas (“¡de queso!”, enfatizaba; lo recuerdo bien), pero en el plato que me entregaban había sólo, horror de horrores, lechuga en tiritas.

Como antídoto a mi neurosis me dediqué a rastrear el término “quesadilla” en fuentes escritas. Quizás allí, pensaba entonces, encontraría la respuesta a nuestros malentendidos regionales.

Primera clave: desplazamiento

En sus Minucias del lenguaje (1992) José G. Moreno de Alba señala el desplazamiento semántico que hoy desata las proclamas apasionadas de ambos bandos, lacteopuristas y lacteopragmáticos por igual:

En esta capital, sin que deje de haber quesadillas de queso, las hay también de todo tipo de relleno: picadillo, huitlacoche, flor de calabaza, sesos, papas, etc. Con la mayor naturalidad, un capitalino, en esos improvisados merenderos de las esquinas, puede pedir que le sirvan, por ejemplo, una quesadilla de sesos. Evidentemente se ha producido un desplazamiento semántico, nada infrecuente por otra parte en la lengua, en el significado del vocablo quesadilla, que pasa a designar ya no necesariamente algo que contiene queso —como su nombre parece indicar—, sino otro tipo de relleno.

Pero esta entrada no aclara el motivo del desplazamiento. ¿Por qué las quesadillas dejaron de llevar queso? ¿Y cuándo?

Segunda clave: historia

¿Desde cuándo existe la palabra quesadilla? El corpus en español del Ngram Viewer de Google no se remonta más allá de 1800, pero una de las entradas registra el siguiente uso de Don Francisco de Quevedo:

Destierros puños pajizos,
Que hay damas pastelerías,
Que traen en puños y en manos
Roscones y quesadillas.

Este cuarteto aparece en El parnaso español y musas castellanas (edición de 1866), pero el contexto nos permite afirmar que Quevedo se refiere, más bien, a cuestiones de repostería. Es la acepción más antigua para “quesadilla” dentro de los más de setenta diccionarios históricos del Nuevo tesoro lexicográfico. En su Diccionario muy copioso de la lengua española y francesa, publicado en París en 1604, Juan Palet registra: “queſadilla, Vne tartelette”. Quevedo, como muchos de sus contemporáneos, usa “quesadilla” para referirse al pastelito dulce, relleno de almíbar o de frutas en conserva. Un diccionario posterior, de 1737, muestra que se vendían a cuatro reales por libra, el mismo precio por libra que las castañas.

Pero la primera aparición que hallé del término “quesadilla” no fue ésa, sino uno de los 250 millones de registros del Corpus diacrónico del español. En 1490, dos años antes de la invención del Nuevo Mundo, Alfonso de Palencia escribe para su Universal vocabulario en latín y en romance: “Artocrea es empanada de carne, como artotira es empanada de queso, que dezimos quesadilla”. Esto descartaría las versiones de que “quesadilla” es un término prehispánico. Porque, claro, añadir el sufijo tzin y una t intermedia a la raíz “queso” es lo único que se necesita para fingirse experto en etimologías mesoamericanas. Nuestros improvisados ciberlingüistas no son los pioneros en esta rama, por cierto, tienen su precursor en Luis Becerra Tanco, el sacerdote taxqueño que creyó ver una evidente etimología nahua en la palabra “Guadalupe”. Vaya, al menos Becerra Tanco tuvo a bien consultar a nahuatlatos cuando propuso la raíz “Tecuatlanopeuh” como origen de “Guadalupe”. ¿Alguien podría tomarse en serio el término quetzaditzin como origen de “quesadilla”?

El caso es que la quesadilla, de origen, lleva queso, pero eso no necesariamente significa que una quesadilla con queso “sea lo correcto”. Contra los criterios demasiado prescriptivos y esencialistas, me adhiero a una versión zapatista de la lengua: es de quien la trabaja.

Tercera clave: desplazamiento

Quizá la mayor influencia en el desarrollo de la gastronomía mexicana durante el siglo XIX, el Cocinero Mexicano es una obra maestra. La edición que poseo se extiende más de 900 páginas, en un solo tomo, y es un facsimilar de la publicada en 1888. Además de ésta, existen otras dos ediciones, la primera de ellas compuesta de tres tomos y publicada en 1831. Está disponible en línea en la biblioteca de la Fundación Hérdez. Al comparar las ediciones de 1831 y 1888 podemos entender los grandes misterios de nuestro vocabulario gastronómico. ¿Se dice huitlacoche o cuitlacoche? ¿El guacamole debe su nombre al aguacate? ¿Jitomate siempre se ha escrito con jota o alguna vez, como México, llevó una libre y soberana equis?

La primera mención de las quesadillas aparece en la edición de 1831 en la sección segunda del tratado cuarto, bajo el subtítulo “De los alimentos ligeros, dispuestos con tortilla o masa de maíz”. Se trata de un platillo llamado “Quesadillas de prisa”:

Se hacen o se compran tortillitas chicas y suaves, y doblándolas por la mitad se rellenan con queso añejo o fresco, o con el de cabra echándole un poco de sal: se cosen con un hilo de escobeta o pita, o se prenden con tres popotes limpios, y en seguida se ponen sobre las brasas o comal hasta que se derrita el queso. Se les quitan los hilos y se comen acabadas de hacer, porque si no, se endurecen y se ponen feas. Algunos las fríen o las untan con manteca quemada, rociándolas con sal.

A continuación se enumeran otras dos clases de quesadillas; a una de ellas le falta el ingrediente que ha causado tanto encono entre chilangos y provincianos. Dice la receta:

Quesadillas de Chicharrón, de Sesos, etc. Con la masa sin cernir se forman tortillitas y después de echarles el medio de chicharrón molido, sal, hepasote picado y pedacitos de chile ancho o pasilla tostado, se doblan y fríen como las anteriores […]. También suelen rellenarse con ahuautle molido, que con rebanadas de chile verde y la sal correspondiente se echa en huevo batido, y esta masa se pone en la tortilla, que se dobla y se fríe como las antecedentes.

Ya se ve: la quesadilla sin queso, desde 1831, viene siendo una especie de licencia poética. Como conserva la forma de la quesadilla de queso, una tortilla doblada y con cualquier relleno también puede ser una quesadilla por medio de la metonimia (es decir un desplazamiento semántico).

En 1888 el Cocinero… se publicó por tercera vez con una clara visión editorial, ahora en forma de diccionario para facilitar la búsqueda de recetas. En su introducción los editores declaran sus razones para expurgar algunos guisos e incluir otros, y explican la conveniencia de un solo tomo, la elección tipográfica y los motivos para incluir estampas litografiadas.

Quizá como forma de aclarar lo que veían como ambigüedad de la edición primera, bajo la entrada “Quesadillas” anotaron:

Aunque este nombre indica una preparación dispuesta con queso, se llaman quesadillas a muchas en que para nada entra el queso, y solo en la forma o en los dobleces se parecen a las que se hacen con tortilla de maíz. Hay quesadillas de vianda y de dulce, y la manipulación de todas se indica en los artículos siguientes. En España llaman quesadillas a una especie de pastel que se hace por carnestolendas, y está comprendido entre los pasteles explicados en su lugar.

Clave última: ¿el motivo?

Hoy, la definición de quesadilla en el Diccionario del Español de México es la siguiente: “Tortilla de maíz o de harina de trigo doblada por la mitad, rellena de diversos alimentos como queso, papa, hongos, picadillo, chicharrón, flor de calabaza, etc, cocida en comal o frita”.

Como ocurre muchas veces con los fenómenos, ya sean lingüísticos, biológicos, psicológicos, es imposible establecer exactamente cuándo se da el cambio. En The Ecological Thought Timothy Morton propone un experimento mental: en el continuo evolutivo chimpancé <—> homo sapiens, ¿es posible establecer exactamente cuándo uno de nuestros ancestros dejó de ser chimpancé para convertirse en homo sapiens? La idea no es de Morton, sino de Darwin, a quien cita: “En una serie de formas que van graduando insensiblemente de una criatura similar a los monos al hombre como existe hoy, sería imposible fijar un punto definitivo en el que el término ‘hombre’ debería usarse”.1

Ya se ve: la quesadilla sin queso, desde 1831, viene siendo una especie de licencia poética. Como conserva la forma de la quesadilla de queso, una tortilla doblada y con cualquier relleno también puede ser una quesadilla por medio de la metonimia (es decir un desplazamiento semántico).

Del mismo modo, fuera de conclusiones forzadas a posteriori, ¿es posible saber exactamente cuándo las quesadillas dejaron de llevar queso? ¿Es posible encontrar esa única quesadilla, la quesadilla primigenia (la ur–quesadilla, aventuró un amigo mío), aquella que por vez primera ya no, nunca más, jamás en la capital llevaría queso?

Sospecho que esta batalla de memes tuvo que ver, sobre todo, con nuestra capacidad para lidiar con la ambigüedad. ¿No es posible aceptar que tenemos quesadillas con queso y quesadillas sin queso, trolelotes y esquites, chiles en nogada capeados y sin capear? Tanto los defensores como los críticos más recalcitrantes de las quesadillas de queso adoptan esa postura porque perciben una amenaza. Quizá sea una reacción visceral, de resentimiento, en un país tan centralista. ¿No pueden los capitalinos dejar de apropiarse de lo nuestro y además echarlo a perder? Pero me parece que lo que está en juego es un asunto de estatus. En lugar de “¿Las quesadillas llevan queso?”, en realidad se discute “¿Cuál es la quesadilla culta?” Se trata de uno de los mitos más comunes sobre la lengua, como ha señalado Juan Carlos Moreno Cabrera en un fantástico ensayo dentro de El dardo en la Academia (2011): el “mito de la lengua perfecta y el carácter universal de esa lengua”. Para muestra un ejemplo capitalino: cuando en casa decimos “me voy a hacer una quesadilla” damos por sentado que lleva queso. Pero si la pedimos en un changarro o restaurante nos sentimos obligados aclarar “de queso”. ¿Inconsistencia? No me lo parece. La introducción de la edición de 1831 del Cocinero lo dice mejor: “…por esta misma razón, usamos como masculino el nombre sartén, que es femenino; pero que nadie entre nosotros lo tiene por tal, y el uso general es el director y maestro de la locución”.

Ocho años después de iniciada la búsqueda sólo puedo concluir lo siguiente: la mayoría de las entradas de un corpus lingüístico vienen de registros producidos en las grandes ciudades (como ocurre en el Diccionario del Español de México y en el Nuevo cocinero mexicano en forma de diccionario). En las ciudades existe mayor capital para producir textos o, dicho de otro modo, las estructuras económicas influyen en gran medida en el lenguaje. Pido (u ofrezco) disculpas por el desliz marxista, pero mi teoría es que la producción cultural en forma de diccionarios, y su distribución en la Ciudad de México, permitieron que se ampliara la definición de quesadilla. Así nacieron las quesadillas sin queso dentro de los diccionarios, que los capitalinos citan a diestra y siniestra a forma de defensa. Sí, quizá sea una visión muy provinciana y algo envidiosa de mi parte (me habría gustado que Querétaro tuviera impresores como Mariano Arévalo, o lexicógrafos y lingüistas como Concepción Company Company y Luis Fernando Lara), pero a pesar de ello y con temor a equivocarme, pediré una quesadilla de queso cuando esté en “México”; asumiré que lleva queso cada vez que haya de regresar a “provincia”. Y si en un descuido olvidara la condición sine qua non de las quesadillas en los pueblos, ustedes disculpen, es que por ahora hablo chilango. ®

Gracias a Raúl Díaz, bibliotecario de la Fundación Hérdez por dirigirme hacia la edición de 1831 del Cocinero.

Notas
1 No cuento con una traducción de la obra de Darwin, así que la traduzco aquí al español para ganar en claridad. Discúlpeseme el atrevimiento.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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