El amor está en otra parte

Ambos son solteros: él recientemente y ella desde hace año y medio. Los dos echan de menos la certeza de sexo y compañía, así que se conceden también los domingos. Son amantes pero no se aman.

Cuadro de Susy, secretos del corazón.

Bianca despierta sin la habitual sensación de mariposas aleteando en sus venas ni las palpitaciones enloquecidas en el pecho que surgen después de un beso. No le cabe en la cabeza su falta de emoción, ni el hecho de que sus pensamientos esperanzadores no hayan vuelto de ella un tecolote insomne durante la madrugada. Es su cerebro hastiado del corazón y sus patéticas sacudidas el que se impide la liberación de dopamina, eso o que el beso hubiera sido realmente malo. Pero no. El beso fue sustancial, rebosante de mil deseos y pasión casi palpable.

La noche anterior eran casi las diez y Mauricio conducía de vuelta a la ciudad. Alrededor de su muñeca un smartwatch se iluminaba con cada cambio de canción. “Hey brother”, de Avicii, se escuchaba fuertemente en el estéreo y rebotaba en la cabeza trasnochada de Bianca.

—Odio la música a todo volumen —Bianca se inclinó para minimizar el sonido y el tirante del vestido se resbaló grácilmente de su hombro—, siento como si no pudiera pensar claramente.

—¿Y eso? —Mauricio observó el hombro desnudo de su copiloto alumbrado por la pantalla del estéreo, sus clavículas y el inicio de sus senos presionados por el encaje.

—Mejor pon a Queen —Bianca percibió su mirada y la dejó ser junto a la caída del tirante.

Mauricio cazó todos los movimientos de Bianca durante la ceremonia. Con ojos ansiosos observó su vestido color granate de chiffon francés meciéndose al paso del viento, sus piernas moldeadas traslúcidas por el sol y exhibidas el resto de la noche por los reflectores del escenario. Se prendió de la sonrisita coqueta que le lanzaba cada que asumía el papel de dama de honor y corría a retocar el maquillaje de la novia. Ansiaba arrastrarla hasta las faldas del cerro y ponerla también a su servicio, saltarse el cortejo fúnebre al espíritu y cumplir con los besos del preámbulo para al fin tener a la niña de veintitantos bajo su mano de treinta y cinco.

Las miradas se arrastraron hasta el final de la fiesta, después él insinuó llevarla a su casa y ella aceptó sin titubeos. En el camino, además del aire silenciado por los vidrios del auto y los coros de Freddy Mercury, se escuchaba la respiración entrecortada de Bianca. Había otro sonido que sólo Mauricio percibía: su saltarina exasperación por ya desplumar al pajarito silvestre que canturreaba a su lado acerca de quién sabe qué tema.

—¿Crees en el matrimonio? —preguntó Bianca.

—¿Ya vas a empezar con tus amarguras? —después de diez años de conocerla Mauricio se sabía de memoria todas sus radicalidades.

—Sé que tú tampoco, pero tarde que temprano cederás a las boberías de una mujer que te cace.

—Es parte del show, otro escalón para ascender en la vida. Luego vienen los hijos, una casa nueva, un mejor empleo y demás. No puedes escapar de eso.

—Pues una boda de falsas apariencias claro que te la puedes ahorrar —Bianca no discute acerca de lo demás; todos asuntos de la hipócrita modernidad.

—Mejor dime cómo te va en la universidad.

Bianca le habló de sus clases y del futuro que casi llegaba. Parecía levitar sobre espumosas fantasías de las que después se retractaba con un desesperanzador “pero mejor ni me ilusiono” que él asentía. Aunque él conocía los pormenores de un recién graduado, le causaba ternura la pelea interna de Bianca.

Cuando la ciudad y sus muchas luces se dibujaron a los costados del camino y a los dos les pareció que la conversación no pasaba a la acción, un golpe sacudió el auto mientras aguardaban el semáforo en verde. La tez ya de por sí rubicunda de Mauricio se encendió.

—¡Va a chingar a su madre si le hizo algo al carro! —gritó, antes de brincar y salir iracundo a la calle.

Bianca resolvió su agitación por el impacto y después le causó una gracia burlona que Mauricio se preocupara por el auto antes que por su seguridad. “Es un abogado, no se puede esperar más”, pensó. Lo anunciaba todo su aspecto; el traje gris satinado que vestía, sus zapatos de lujo y el carro de agencia en el que andaba. Por eso no le tomaba por sorpresa la reacción; incluso le agradaba su materialismo inculto y descarado. Al final resultaba más sincero que su exnovio comunista que bebía Jack Daniel’s.

A su vuelta Mauricio le dijo que todo se arregló con un intercambio de números y le preguntó al fin cómo se encontraba. Ella dijo que algo asustada; él condujo un poco hasta que se estacionó y se quejó de un dolor de cuello, a lo que ella respondió con un masaje inmediato y una apacible respiración sobre su oreja.

Él prefirió darle otra solución a su furia y la besó impaciente. Bianca cedió al beso francés con escala en su sien y el cuello, enardecida por sus bocas sin huecos y envueltas en un beso fuerte y sin pausa. Mauricio olía a perfume caro amarinado, azulado. Su piel no sólo tenía color carmesí, ardía y quemaba la de ella.

En medio de la opera de “Bohemian Rhapsody” Mauricio navegó en el eterno chiffon y encontró sus piernas radiantes, satinadas, temblorosas a sus caricias insistentes.

Para el abogado, Bianca es inocencia y corrupción, delicada mariposa y leona dominada; concedida y reservada, renuente y seducida… todo al mismo tiempo. Intrigante pero estéril, sin agua, estrellas, piedras, verde ni vida. La piel de ella es eterna tierra quemada, sin desviaciones hacia fosas, pozos, cuevas o infiernos de una posible alma paralela, más que a la perdición de su sexo.

Pronto se anunciaron las doce con su domingo, los besos terminaron y ambos se despidieron frente a la casa de ella, bajo la luz del alumbrado público que castañeaba sobre el difuso camino hasta su puerta.

Horas después Bianca despierta y pasa el resto de día entre páginas de tareas pendientes y un bestseller de supermercado. Almuerza un guiso de chicharrón que su madre cubrió con un molde para tartas y después regresa a la computadora. Intenta concluir un ensayo de quince cuartillas, pero el acrílico en sus dedos entorpece el tecleo, así que se lo arranca de un tajo con los dientes y llora lastimosa al verse las uñas peladas y teñidas de rojo. Luego las cubre con esmalte azabache mientras se jura no volver a caer en las garras de la vanidad desmedida.

Consulta su celular y cae en cuenta: Mauricio no se pronuncia, y le importa que no le interese en lo absoluto. Todas las citas, besos y agasajos medianamente buenos que experimentaba eran razón suficiente para entregarla a una vigilia de sueños descarriados, con los ojos hacia el techo, la puerta o al bulto de ropa que nunca doblaba.

Bianca recuerda la boca anterior a la de Mauricio, la de un cuarentón intelectual que besaba como rey y por el que todavía suspira. Aquella caricia a su alma ingenua surgió tras vidrios empañados y lluvia de fondo, en otra ciudad y otro año.

A diferencia de aquel beso inmortal, el de Mauricio no se aviva en sombras de aliento sobre su boca. Poderosa y dueña de sí misma se percibe Bianca, alegre de encontrarse insensible y ajena a las emociones del engaño. El control resultaba un alivio, sin nubes espesas de bobas ilusiones ni esperas largas por la ausencia de llamadas, mensajes y demás declaraciones de interés y afirmaciones de autoestima. Sin asaltos a su sueño esa noche ni las siguientes.

Mauricio y Bianca se conocían desde que ella era una adolescente y él un estudiante de leyes. Sus familias eran amigos de vecindario, así que se veían las caras siempre, durante las fiestas de la cuadra y al salir de sus casas, de camino a la universidad y a la secundaria.

Aunque Mauricio no comenzó a verla como mujer hasta la boda, la sangre de Bianca ya hervía por él y su aspecto reluciente incluso en deportivos. Se lo imaginaba bestia y vulgar, sin los adornos del dinero y el estilo. Pobre y ordinario como en realidad era.

Una semana después Mauricio recoge a Bianca en la universidad y conduce hasta su departamento de soltero para que ambos se concedan al capricho. Él no se toma en serio las cosas que ella le cuenta mientras bebe un latte doble en el asiento del copiloto. Su falda fucsia le cae plisada sobre las piernas y contrasta —junto a sus vivaces labios— a la tapicería de cuero gris que reviste los asientos del auto.

—El café no sabe a café —se queja Bianca después de darle un trago largo al vaso mediano de unicel.

—Pero lo pediste doble —se sorprende Mauricio.

—Es que tú no sabes tomar café —lo dice porque recuerda todas las tazas de agua azucarada que tintó con minucias de café soluble durante las muchas reuniones vecinales.

—No seas hipócrita, que en tu casa el café que compran es Folgers —se defiende Mauricio con una carcajada en la boca.

—Café gringo es lo que hay —responde ella con indiferencia.

—Fruto de la explotación del pueblo guatemalteco.

Bianca responde que sí, al igual que el azúcar, el jarabe de arce que Mauricio vierte sobre sus panqueques por la mañana y los zapatos de piel italiana que sostienen su paso. Lo que abre un debate acalorado por todo el camino y que después se pausa en medio de un calor de otra clase, al cruzar los dos el complejo de apartamentos y luego subir escalones altísimos a sus pies ansiosos, enseguida un cerrojo que se traba y una puerta que se abre, luego otra que se cierra y la cama sobre la que ambos retozan efervescentes, ya en el debate de dos cuerpos semidesnudos y sin palabras.

Áridas sensaciones colman con plomo el corazón de Bianca, que asciende a su cabeza y espanta el canto de los pájaros ilusorios. Para ella un corazón pesado que sube es tan ilógico como las caricias de Mauricio sobre su piel y sin efecto en su ser.

Mauricio le dice sus derechos y su cuerpo gotea sobre el torso de Bianca. Ella sonríe, fetichista, pero resistida al cliché del “Sí, señor, soy culpable”. La cara roja de él resalta bajo el cielo blanco del techo expectante y su sonrisa que es signo de placer resulta una carcajada de su mente autora y soberbia que orgullosa mira a la joven experta e inexperta, ingenua y cultivada, mujer y antimujer: de labios magneta y sustancia dualista.

Para el abogado, Bianca es inocencia y corrupción, delicada mariposa y leona dominada; concedida y reservada, renuente y seducida… todo al mismo tiempo. Intrigante pero estéril, sin agua, estrellas, piedras, verde ni vida. La piel de ella es eterna tierra quemada, sin desviaciones hacia fosas, pozos, cuevas o infiernos de una posible alma paralela, más que a la perdición de su sexo. El acto no es de amor. No hay pieles que se funden en una, vínculos espirituales o caricias al corazón, y la única sinfonía que se escucha es la de dos cuerpos que suben y bajan en una conexión literal.

Después ella se recuesta (por tradición) sobre el pecho lampiño de Mauricio que todavía resuelve su agitación. Al hombre sobre el que ella reposa le encanta conversar de sí mismo. Le habla acerca de una chica que corteja y Bianca no siente celos o repudio, solamente una tierna comprensión por su amigo prescindido. Aunque para ella el sexo fue un placer a medias, el hecho de no experimentar mieles emocionales le resulta una novedad vacía pero colmada, intrigante, caprichosa y sin consecuencias.

El encuentro se repite. Cambian café por hamburguesas para llevar y Mauricio pide refresco de naranja sin que le guste porque sabe que Bianca continuará con el suyo al beber precipitada el propio, y ella cede a los antojos de él, que se reducen casi siempre a comida rápida y grasosa.

Las conversaciones se vuelven extensas mientras ríen de sus desventuras, malas citas y se confían sueños e inseguridades. No hay simulaciones en sus encuentros nocturnos y a puerta cerrada. No le temen a la desnudez; a Bianca le despreocupa la reunión de rollitos que se forma en su vientre cuando jinetea el torso de Mauricio. Lo que él piense acerca de sus formas y texturas no la vulnera, y tampoco recurre a máscaras de oscuridad que oculten la voluptuosidad de su cuerpo, y a sus pezones erguidos después de que ambos azoten en la cama desnuda cuyas sábanas al suelo no subirán mientras el colchón sostenga al par de complacidos.

Mauricio se acuesta bocabajo y exhibe sin temores la multitud de granos enterrados y espinillas henchidas que se aglomeran en su espalda volcánica. La mirada serena de Bianca lo deja ser; no hay pista de sentencia en sus ojos ni gestos involuntarios de desprecio en su rostro apiñonado.

Ambos son solteros: él recientemente y ella desde hace año y medio. Los dos echan de menos la certeza de sexo y la compañía, así que se conceden también los domingos.

Una tarde miran una película de superhéroes y comparten una bolsa de ruffles —porque él odia los doritos que ella adora y ninguno quiere ceder el gusto—. Mauricio observa la cara de Bianca iluminada por reflejos de colores brillantes y armaduras metálicas. Mira su boca grande engullir las papas onduladas y el sándwich de queso manchego que preparó para ella. Sostiene la comida con sus manos tersas y dedos largos. Son las manos de una mujer que no hace nada, ni cocinar, lavar o planchar. Imagina de pronto que Bianca es su mujer, una que se levanta a las once de la mañana y sólo sabe preparar el café (demasiado amargo para su gusto). Una mujer que va a marchas pro aborto, sin gracia ni dulzura ni tapujos. “Jamás”, piensa Mauricio, que vuelve a ver la película. Él no es sexista, sólo quiere a una mujer sencilla que facilite su vida y lo haga feliz, no al revés.

Al igual que él, Bianca continúa saliendo con otros hombres. Un sábado tiene una cita con un tipo de su edad bastante atractivo cuya impresión trata de ganarse con sus célebres labios rojos y rizos relajados a la espalda. Los nervios la dominan y entorpecen, así que se autocensura y el chico termina llenando los huecos incómodos de la conversación con un monólogo de sí mismo. Bianca reafirma entonces su odio a los efectos del corazón. El amor le parece confuso, una maquinación de los absurdos ideales, un agotador tira y afloja, ficción lenta y estudiada que se inicia con sonrisas sin dientes y finaliza en medio de los celos o el engaño.

Por eso disfruta de los momentos sin esfuerzos ni mentiras que pasa con Mauricio. Lo abraza como buscando una pizca de afecto, pero nada surge ni la devora. Él desata todos sus demonios sexuales y ni una chispa en su corazón. El luto es confortable pero sinsentido, y se pregunta si eso es todo, si el hombre a su lado no la embriagará o si sus venas no sentirán el aleteo de tercas mariposas al tocarlo, igual a aquellas caricias, en aquel auto, en aquella ciudad y con aquel viejo amor de cuarenta y tantos. Se pregunta si dentro de ese abogado con el que tanto goza habrá sustancia que la inspire a amarlo.

Debajo del techo pulcrísimo que lo vio todo y de la colcha negra que presenció el acoplamiento de sus cuerpos yacen Mauricio y Bianca entrelazados, en medio de un juego de miradas y sonrisas. Él masajea con sus manos inmensas la espalda grácil de ella. Deshace los nudos de su cuello y acaricia el contorno recto de sus paletas. Sabe que esa piel no es eterna a sus manos que se irán, cualquier día que aparezca la mujer de sus sueños, quizá una abogada con las mismas metas de casa inmensa de tres habitaciones para los niños que tendrán. La joven frente a él, en cambio, es una soñadora sin pies ni cabeza, inestable y alérgica a la razón, que además no lo quiere, por más bonito que lo mire y se lo coja.

—Con ninguna mujer puedo hablar acerca de tantas cosas como contigo —confiesa Mauricio.

Ella se turba y sonríe nerviosa sin hablar. Bianca se siente aterrada por la ausencia de convulsión en su corazón, impotente y engañada, pues el amor se burla y le falla cuando más ansía querer. Acomoda un mechón de pelo castaño tras la oreja con sus dedos largos de uñas negras. El aroma de su champú de fresa hechiza al hombre a su espalda.

—Yo soy la peor feminista cuando estoy contigo —Bianca somete su orgullo y recuerda todos los cafés, la comida, los condones y las decisiones que él tomó y pagó.

Mauricio también se queda sin palabras. Prefiere mordisquear la oreja de duende que toca su aliento, y viste a sus almas desnudas con picardías y alborozos.

Después los dos emprenden el camino al mundo exterior. La puerta que vio hacia la cama colmada se cierra y los despide. También azota la que se asoma a la calle, y sus pies bajan lentos los escalones cortísimos. Parece el camino de una pareja estable. En el auto ya no habitan los silencios incómodos y la música no vibra en las bocinas; solamente se escucha una conversación casual sobre los casos de él y las clases de ella.

En el estacionamiento de la universidad ella le sonríe y Mauricio la mira con rendición. Bianca abre la puerta y saca un pie, luego se acerca hacia él con mucha naturalidad y los dos se conceden un beso de pico, calmo y cotidiano, que de inmediato petrifica sus rostros. Los azora la normalidad con que sus labios se unieron; ella sin experimentar lo que las nociones acerca del amor dictan, y él por querer tanto a quien no debe.

Después ella se va y ambos vuelven a soñar con ese amor y esa vida que se supone deben de sentir y tener. ®

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Publicado en: Narrativa

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