El barbero y el dentista

Cuando el peluquero te sacaba la muela

En otros tiempos, ya muy lejanos, el barbero también ejercía el pavoroso oficio de dentista.

En la barbería. Old Book Illustrations.

Seguramente le ha pasado. Un par de noches maldiciendo y sin poder dormir. Al final me decido, acudo al dentista porque el dolor de muelas es insoportable. Ya en el lugar el aroma a consultorio me pone inquieto. Sentado, veo cómo mi pierna salta nerviosamente mientras escucha el torturador zumbido del aparato que, desde el otro lado de la pared, taladra los caninos, incisivos y molares del paciente que me antecede en ese rudimentario ritual en el que uno se deja sangrar la boca sin siquiera poder meter las manos. Entiendo que tiempo atrás este trabajo lo realizaban los barberos, éstos atendían no sólo los cabellos, los bigotes y las barbas de los caballeros que se asomaban a sus locales en busca de una imagen pulcra en tiempos en los que la horca y las pistolas se encargaban de zanjar la honra mancillada.

Eran tiempos salvajes, como ahora. Por ello las soluciones a los problemas más personales eran igualmente bárbaras. El caballero se sentaba en la silla del peluquero, atado por precaución, supongo, mientras que con la herramienta más perversa el cortador de cabellos y barbas se convertía en cortador de belfos y dientes. Imagine la escena, el otrora peluquero haciendo palanca con sendo martillo o pinza, o ambos, librando una batalla contra una muela encaprichada en no desarraigarse. Un jalón, luego otro, el individuo torturado retorciéndose en la silla como chinicuil en comal ardiente, luego la sangre a borbotones, la mentada subrepticia y demás groseras imprecaciones salidas desde el más sincero de los lamentos.

Está por demás decir que ahora a estos centros, otrora de demostraciones cavernícolas, acuden señoras y hombres que son atendidos, la más de las veces, por personas que se empeñan en “cambiarles la imagen” que tienen por una “de moda”.

Al final, después de la latosa extracción, los vendajes ensangrentados eran colocados afuera del local sobre un tubo con la finalidad no sólo de que se secaran, sino para que se supiera que ahí se realizaban esta clase de esforzados trabajos. De ahí que con el paso del tiempo esta imagen se transformara en los enormes “caramelos” que adornan la entrada de las peluquerías. Está por demás decir que ahora a estos centros, otrora de demostraciones cavernícolas, acuden señoras y hombres que son atendidos, la más de las veces, por personas que se empeñan en “cambiarles la imagen” que tienen por una “de moda”, y les ofrecen, además del refresco y la revista chismosa, una charla plagada de ligereza y exacerbada chirigota de mal gusto. Sin pujanzas ni sangre de por medio, estos jóvenes manos de tijera han trocado los vigores, el sudor y la lucha de las extracciones dentales por cortar flequillos, quitar orzuela y dar consejos sobre qué chiles untarse en el cuero cabelludo para evitar la calvicie.

Como suele decir la gente de la tercera edad, los tiempos eran otros. Y cómo no, si antes bastaba con buscar en la caja de herramientas un clavo, calentar la punta, tomarlo de la cabeza para después colocarlo cautelosamente sobre el diente afectado, sentir el fuego del acero, esperar hasta escuchar el tronido del nervio que indicaba que ya no había raíz de por medio y sacar finalmente el incisivo, canino o molar que no había dejado dormir, comer o hablar los días anteriores. En un santiamén el dolor se alejaba para dejar paso al bufo nominativo de chimuelo.

El caso es que ahora, en este momento, no hay ni barberos de antaño ni clavos ardientes como los del Señor para quitarme el dolor de muelas. Sólo ese desagradable aroma aséptico que inunda la sala y una mujer con bata blanca que, sonriente, me dice que ya puedo pasar. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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