El Cid, héroe de la España plural

Rescatar al Cid de la apropiación franquista

El Cid fue un hombre de su tiempo, una época violenta. Mató, saqueó. Claro que sí. Pero debemos medirlo en función de las coordenadas en las que tuvo que vivir, no de las nuestras.

El Cid en la conquista de Valencia. Grabado de D. J. de Méndez.

Dice un sabio consejo que no se debe tirar el agua sucia con el niño adentro. Pues bien: eso es lo que la izquierda ha hecho con el Cid Campeador. En lugar de limpiar su figura de la apropiación indecente del franquismo lo ha relegado al ostracismo como si la dictadura tuviera razón, como si Rodrigo Díaz de Vivar no pudiera ser otra cosa que un bruto nacional–católico. Se deja así el campo libre a que la derecha imponga su relato, con su sentido patrimonial de España.

Primero, José María Aznar se disfrazó del Cid mientras era presidente de Castilla y León. El ultraderechista Santiago Abascal también ha echado mano del supuesto salvador de la patria, interpretado con sus muy particulares anteojos de extremismo reaccionario. ¿Nos encontramos, tal vez, ante un héroe irrecuperable para la democracia?

Vayamos despacio. En El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra (Madrid: Desperta Ferro, 2019), David Porrinas dedica un esclarecedor capítulo a las diversas interpretaciones que se han dado de su figura con el correr de los siglos. Comprobamos así que muchos progresistas reivindicaron su nombre por diferentes motivos.

Ya en 1820 los liberales que cantaban el Himno de Riego se referían, en términos admirativos, a los “hijos del Cid”. Más tarde Joaquín Costa, el famoso teórico regeneracionista, diría que había que echar siete llaves al sepulcro del Campeador. ¿Intentaba, quizá, denigrarlo? Contemos la historia completa: rechazaba al guerrero porque no deseaba que la nostalgia de los viejos relatos épicos confundiera a sus compatriotas. Había pasado el momento de luchar contra enemigos exteriores, era la hora de arrimar el hombro para construir un país mejor. Por eso, Costa convocaba a un Cid distinto del que repartía mandobles en los campos de batalla. Había que fijarse en el personaje incómodo que, en Santa Gadea, fiscaliza al rey Alfonso VI y le hace jurar que nada ha tenido que ver con la muerte de su hermano.

Antonio Machado también veía a un héroe popular. El Poema del Cid, en su opinión, reflejaba la pugna “entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria”. Otro autor republicano, León Felipe, se preguntó por qué la izquierda había dejado en manos de los franquistas la historia de España.

Rodrigo Díaz, por tanto, sería un hombre que se atreve a desafiar al poder, un héroe que permanece vigilante para evitar sus abusos. El Cid, desde esta óptica, encarnaría valores democráticos. Como bien señala Porrinas en su libro, Costa “proponía reutilizar viejos símbolos para generar nuevas fuerzas, imprescindibles para el progreso de España”.

Antonio Machado también veía a un héroe popular. El Poema del Cid, en su opinión, reflejaba la pugna “entre la hombría castellana y el señoritismo leonés de aquella centuria”. Otro autor republicano, León Felipe, se preguntó por qué la izquierda había dejado en manos de los franquistas la historia de España, como si el Cid, lo mismo que don Quijote, no fueran también patrimonio de los luchadores demócratas.

Rafael Alberti tampoco fue insensible al mito cidiano. Por eso trazó un emotivo paralelismo entre el destierro del fiel vasallo, tratado injustamente por su señor, y el de tantos republicanos obligados a abandonar su hogar, a los que también se les habían cerrado todas las puertas. La compañera de Alberti, María Teresa León, compartió este interés por el soldado medieval. Le dedicó un libro en el exilio y otro a su esposa, Jimena, otra víctima del tremendo drama de la expatriación.

Ahora la prensa repite, como si se tratara de un gran descubrimiento, que el Cid lo mismo luchaba del lado de los cristianos que de los musulmanes. En realidad eso ya lo sabía Modesto Lafuente en el siglo XIX y antes el jesuita Francisco Masdéu, un historiador crítico con el guerrero burgalés, hasta el punto de que llegó a dudar de su existencia. ¿Consistirá la reescritura de la Historia en que cada generación descubra el Mediterráneo? Lafuente y Masdéu criticaban a Rodrigo Díaz porque, a su juicio, no hizo bien en guerrear del lado de los árabes. Nosotros, por suerte podemos ver los hechos de otro modo. Si el Cid no tenía prejuicios a la hora de luchar con gentes de otra religión… ¡bien por él! Eso quiere decir que supo moverse en un mundo plural y hacer amigos o deshacerlos, no en función de criterios de fe sino de motivos mundanos. Eso lo hace moderno, próximo a nosotros.

Podemos insistir en mirar a nuestro personaje como la personificación de las supuestas esencias castellanas, como la encarnación del rancio centralismo. O podemos mirarlo como un hombre que salió del centro para abrirse a la realidad multiforme de la periferia. Lo encontramos en Andalucía, en Zaragoza, en Valencia, en Cataluña… Una hija suya, María Rodríguez, llega a casarse con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III. Es cierto que en sus múltiples aventuras no faltaron conflictos, pero… ¿desde cuándo los hermanos no se pelean?

Hay que distinguir, por supuesto, entre el Cid histórico y el Cid del poema épico medieval, pero el segundo también puede ser admirado desde el progresismo y la multiculturalidad. Si tan cerrados eran los castellanos medievales, no se explica que su gran héroe tenga por buen amigo a un musulmán, Abengalbón. En cambio, los infantes de Carrión, católicos, apostólicos y romanos son grandes y cobardes villanos que maltratan a las hijas de Rodrigo. Es decir: tal vez no debamos fiarnos de todos los que pertenecen a nuestra tribu y tal vez debamos acoger al extraño, al que posee otras costumbres, otra cultura, pero no por eso es menos capaz de ofrecernos los mejor de sí.

En el mundo moralista, por no decir puritano, en que vivimos, basta un solo error para que los guardianes de lo correcto se lancen a abatir la reputación de cualquiera. Seamos adultos. No juguemos a la Santa Indignación. Los héroes y las heroínas están hechos del mismo barro que los demás mortales, pero, pese a todos sus defectos, hay en sus vidas una grandeza que escapa a las existencias comunes y que mueve a admiración, ese valor que hoy cotiza a la baja porque lo creemos, erróneamente, poco democrático. El Cid fue, obviamente, un hombre de su tiempo, una época violenta. Mató, saqueó. Claro que sí. Pero debemos medirlo en función de las coordenadas en las que tuvo que vivir, no de las nuestras. ¿Es tan difícil? ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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