El dictaminador

¿Dónde está la buena literatura?

En mi experiencia —dice la autora—, la mayoría de las obras que obtienen una alta valoración comercial salen muy bajas en cuanto a calidad literaria y viceversa. Supongo que no es difícil adivinar por cuál de estos dos puntajes se inclinan las balanzas editoriales.

I.

Fue quizá a mediados de los años cincuenta, en el departamento de producción del Fondo de Cultura Económica, cuando surgió por primera vez en la historia editorial de nuestro país la necesidad de elaborar un dictamen literario. Mientras Editorial Porrúa, a cargo de Felipe Teixidor, y la UNAM se dedicaban a la publicación y divulgación de la literatura del siglo XIX, el FCE amplió su catálogo de literatura actual con la colección Letras Mexicanas. Publicar en esa colección, en la que aparecieron los primeros textos de autores como Carlos Fuentes y Rosario Castellanos y por supuesto las grandes obras de Rulfo y Arreola, significaba, en palabras de Vicente Leñero: “la consagración anticipada para los autores jóvenes”. El mismo Leñero enviaría al Fondo de Cultura un manuscrito de su novela Los albañiles que después de varios meses sería rechazado debido a un dictamen negativo del célebre Emmanuel Carballo. Él y don Alí Chumacero pueden ser considerados los primeros dictaminadores de nuestra literatura. Al final, Joaquín Díaz-Canedo, que recién había fundado Joaquín Mortiz, publicó la novela de Leñero en Seix Barral sin más necesidad de dictamen que su palabra.

Algunos años después, el crecimiento del FCE demandaría la colaboración de más técnicos (en ese entonces aún no se llamaban editores) abocados a las diferentes áreas de publicaciones y hubo quienes se dedicaron mayoritariamente a elaborar dictámenes. Desde ahí y no desde la redacción de Sábado, donde rechazaría a un joven Bolaño, Huberto Batis comenzó a forjar la leyenda que hasta la fecha lo acompaña como hacedor y deshacedor de autores. Muchas otras grandes plumas de la época, entre ellas la de Salvador Elizondo, colaboraron elaborando dictámenes literarios para el Fondo de Cultura y para las nuevas casas editoriales que comenzaban a afianzarse en el país, como Jus y Grijalbo.

Con el paso del tiempo y el acelerado crecimiento de la industria editorial en México, una de las principales de América Latina, los editores dejaron de dictaminar los manuscritos que llegaban a sus oficinas y comenzaron a contratar lectores especializados que se dedicaran exclusivamente a redactar informes de lectura sobre los cuales ellos decidirían si leer o no la obra completa. En la actualidad, la mayoría de las editoriales manejan un formato de dictamen estándar en el que se incluye una síntesis del manuscrito y una valoración personal del dictaminador donde se considera tanto la calidad literaria como el valor comercial de la obra.

Esta última parte, la del valor comercial, exige al dictaminador estar enterado de los movimientos del mercado literario o por lo menos tener una idea de las preferencias de los lectores en la actualidad. En mi experiencia, la mayoría de las obras que obtienen una alta valoración comercial salen muy bajas en cuanto a calidad literaria y viceversa. Supongo que no es difícil adivinar por cuál de estos dos puntajes se inclinan las balanzas editoriales.

II.

A principios del siglo pasado André Gide, siendo lector para Gallimard, rechazó el manuscrito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust porque le parecía insufrible leer treinta páginas en las que no se narraba otra cosa que la dificultad del personaje para conciliar el sueño. Esta historia se ha vuelto célebre entre los escritores que consideran al dictaminador el culpable de que sus obras maestras no lleguen a publicarse. Nada más alejado de la realidad.

Así como un día me vi obligada a aceptar que la literatura hacía mucho que había tomado un camino muy lejano al de la academia, así hoy afirmo con total conocimiento de causa que la buena literatura existe, pero su lugar no está en una pila de una oficina editorial esperando un dictamen.

En primer lugar, el dictaminador literario únicamente emite un reporte con una valoración general de la obra, aunque el editor es quien decide y no siempre con base en el dictamen, si vale la pena ya no digamos publicar el manuscrito sino leerlo siquiera. La mayoría de las veces el editor ordena dictaminar una obra que de antemano sabe que intentará publicar únicamente por cumplir con el protocolo. Es decir, un dictaminador ha dejado de ser un epígono de Emmanuel Carballo preocupado por encontrar verdadero talento literario y se ha convertido en un burócrata. Y digo que el editor intentará publicar porque tampoco para él es tan sencillo como darle el visto bueno y mandar a corregir las pruebas. La mayoría de las decisiones editoriales pasan por el departamento de ¿adivinen? Pues claro, Marketing…

Por otro lado, y ésta es la parte que más me pesa aceptar, dudo mucho que un manuscrito como En busca del tiempo perdido o ya de plano Los albañiles se halle extraviado en los procedimientos burocráticos de una editorial o siendo rechazado por un dictaminador que tuvo un mal día. Al menos en mi experiencia como dictaminadora (y en la de varios de mis compañeros) en un promedio de dos años dictaminando de uno a tres libros a la semana, es decir, cerca de trescientos manuscritos, acaso sólo un par de veces vez he tenido la impresión de estar frente a una verdadera obra literaria cuya publicación vale la pena defender hasta el final. Lejanos están los días en los que un joven Vicente Leñero llegaba con una novela pidiendo una oportunidad. Me ha tocado, eso sí, leer novelas de vampiros adolescentes que avergonzarían a Stephanie Meyer pero harían morir de la risa a Anne Rice, montones de memorias personales, guiones que con gusto filmaría Emilio Larrosa, la explotación ad nauseam de la frontera y el narcotráfico y una segunda parte de Blade Runner, cuyo autor jamás se imaginó que estuviera basada en una novela.

Así como un día me vi obligada a aceptar que la literatura hacía mucho que había tomado un camino muy lejano al de la academia, así hoy afirmo con total conocimiento de causa que la buena literatura existe, pero su lugar no está en una pila de una oficina editorial esperando un dictamen. ®

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Publicado en: Agosto 2012, Ensayo

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