El dilema

Cada tanto había fiestas en el gran salón, pero nunca me invitaron. Por eso tampoco puedo decir quiénes asistían. Yo me limitaba a tratar de dormir, porque, eso sí, cuando los patrones se enfiestaban era para largo. Desde temprano comenzaban a llegar chicas. Sus perfumes las delataban. También llegaban hombres, claro. Todo lo iba adivinando a partir de los sonidos y aromas que llegaban hasta la jaula.

Residencia

Se lo he dicho una y otra vez a los agentes: no sé nada. Pero no me creen. Insisten, insisten, insisten. Afirman que tengo información privilegiada y que si no suelto la sopa lo voy a pasar mal. Muy mal. Yo prefiero no imaginar cosas: suficiente tengo con lo que contaban entre ellos los patrones para darme una idea de cómo me va a ir si me llevan al cuarto de torturas. Y aunque la vida no me ha tratado bien —o no al menos hasta antes de llegar a la casa—, no creo poder soportar una de las rutinas de tehuacanazos o de inmersiones en inmundicia.

No lo voy a negar: estoy muy agradecido con los patrones. La vida en el pantano era difícil. O me resignaba a comer mal o peleaba a muerte por una buena presa, cosa que siempre me dejaba golpeado y adolorido. Por si fuera poco, también era necesario cuidar, y a veces defender, la comida. Y las peleas, cuando se vuelven rutina, son siempre aburridas. Sobreviví porque soy fuerte, pero la verdad es que lo pasaba mal. Nunca me identifiqué con esa vida: horas y horas con el hocico abierto para pescar algún animal pequeño o batallas carniceras para comer algo más decente.

Pero la vida cambia. O al menos la mía lo hizo: un día en que tenía una flojera descomunal, y mientras permanecía con el hocico abierto para ver si caía algún pájaro, sentí un piquete en la nalga. Comencé a ver todo borroso. Pensé que algún animal ponzoñoso había hecho de la suyas y que era el fin. En poco tiempo no supe más de mí. La muerte, pensé en un último segundo de lucidez, había llegado a mi puerta.

Cuando desperté estaba entumecido. Supuse que había pasado muchas horas en la misma posición. Me costó trabajo abrir los ojos y, cuando lo logré, confirmé mis sospechas: estaba muerto. Sólo así se podría entender el gran trozo de carne cruda bañada en sangre que estaba frente a mí y que devoré rápidamente. Una vez que di cuenta del bulto, reparé en lo demás: estaba a la orilla de un estanque con agua limpia y rodeado de muchas plantas. Salí con cuidado y comprobé que estaba solo. Tenía sueño y dormí una siesta que se prolongó por horas.

Con el paso de los días caí en la cuenta de que estaba en una jaula. Lejos de incomodarme, el cautiverio me sentó bien: tenía un estanque bonito, una vida tranquila y comida segura. Subí de peso. Me volví un holgazán. Empecé a vivir.

Dormía siestas prolongadas echado al sol, para luego comer y después seguir durmiendo. En los días calurosos el agua del estanque era garantía de un chapuzón fresco y pronto comencé a olvidar las inclemencias que sufría cuando era “libre”. Lo digo en ese tono porque, si bien no estaba encerrado en una jaula, era un esclavo condenado a la supervivencia. Todo eso se esfumó.

La casa donde estaba mi jaula tenía actividad constante. Las camionetas entraban y salían todo el día, había gente armada en patios y jardines y hasta el tipo que me traía la comida portaba un rifle que siempre vi con recelo. Aunque nunca me amenazó, los accidentes pasan. Yo, precavido, prefería mantenerme a distancia para no tentar al diablo. Mi vida era demasiado idílica como para perderla por una bala disparada accidentalmente.

Aunque siempre fui testigo del amplio movimiento que había en la casa, nunca supe a qué se dedicaban los patrones. Soy sincero cuando digo que me tenía sin cuidado: salvo las precauciones que tomaba cada que llegaba mi alimentador, mis únicas preocupaciones eran la comida y estar bien. ¿A quién le importa qué pase a su alrededor cuando se vive tan plácidamente? A mí no. Y les aseguro que a ustedes tampoco les importaría. El problema es que ustedes no viven tan plácidamente.

Cada tanto había fiestas en el gran salón, pero nunca me invitaron. Por eso tampoco puedo decir quiénes asistían. Yo me limitaba a tratar de dormir, porque, eso sí, cuando los patrones se enfiestaban era para largo. Desde temprano comenzaban a llegar chicas. Sus perfumes las delataban. También llegaban hombres, claro. Todo lo iba adivinando a partir de los sonidos y aromas que llegaban hasta la jaula. Conforme avanzaba la noche, los sonidos se iban diversificando hasta llegar a esos ruidos sobre los que es mejor echar un velo de pudor. Aunque no lo crean, soy más bien tímido en lo que tiene que ver con las cuestiones sexuales. Debe ser porque mi actividad ha sido más bien poca. Como sea, el caso es que los bacanales terminaban siempre en orgía.

Mi paraíso terrenal duró cerca de un año. Hasta ayer, cuando los agentes federales entraron dando de gritos. Arrestaron a algunos, pero los patrones, Dios los proteja siempre, estaban de viaje. A estas alturas, dudo mucho que vayan a regresar o que nos volvamos a ver.

Con las primeras averiguaciones me he enterado de que estoy en una casa de la delegación Álvaro Obregón de la Ciudad de México. Esos nombres me dicen más bien poco, pero siempre es bueno estar ubicado en el espacio. Hasta mi jaula han bajado en tres ocasiones los agentes para interrogarme, y ya me cansé de decirles que no sé absolutamente nada. Por lo que dijo el último, ellos también se están cansando. En el último interrogatorio me dijo que, si coopero, me trasladarán a un zoológico en Guadalajara. Que mi vida no va a cambiar mucho. Pero para que eso pase necesitan información. Datos. Nombres. Me dijo que el león, la leona y el tigre albino ya cooperaron y que el papeleo para su traslado avanza. En cambio, el macaco prefirió guardar silencio y lo pasó mal, muy mal. Debe ser por eso que hace horas no escucho sus gritos.

“Tú decides cabrón”, fue lo último que dijo el agente antes de salir. Advirtió que regresaría en una hora. Faltan cinco minutos. No quiero ir al cuarto de torturas, pero les debo lealtad a los patrones. Mi dilema es grande. Sólo de pensar en lo que pueda pasar se me eriza la piel. No aguanto esta situación.

Al final de cuentas, soy sólo un cocodrilo. ®

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Publicado en: Febrero 2013, Narrativa

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