«El entorno vital de los seres humanos fue la gran barrera modeladora del modo de ser social de los primeros asentamientos superiores de la antigüedad. Imbricados con ella, diversos impulsos, tendencias y estructuras inherentes al hombre recibieron su forma final.»
1
En su obra La carretera,1 novela-elegía del hombre en la Tierra, Cormac McCarthy presenta un planeta devastado por la guerra nuclear definitiva; con mucha de la fauna desaparecida, los enclaves metropolitanos reducidos a ruinas y cenizas y el mundo de los seres humanos hecho jirones; moteado aquí y allá por grupúsculos de individuos que, a lo largo y ancho de “una tierra cauterizada” [p. 145] están más preocupados por utilizar a sus semejantes como ganado de subsistencia que por intentar reconstituir la malla social, ahora reducida a ralas hebras moviéndose al viento radioactivo, sin dirección ni concierto.La historia narra el periplo de un padre y un hijo en busca de tierras cálidas frente a los mares del sur, huyendo del invierno nuclear2 que ha comenzado a azotar buena parte del planeta. El trayecto, sobre los restos de una inmensa carretera interestatal, resultará lo mismo un vía crucis con pálidos momentos de redención, que un viaje hacia la nada; vano esfuerzo de autoengaño que los llevará a unas tierras bajas igual de frías y devastadas que todo lo demás. Al encuentro de un océano “Frío. Desolado. Sin aves” [p. 160] y “sin asomo de olor a mar” [p. 164], inhóspito como el resto del planeta.
En algún momento de su andar, encuentran una presa, imponente artilugio de la civilización que fue:
Abandonaron la carretera y fueron a sentarse a un banco y contemplaron el valle que se perdía a lo lejos en la niebla arenosa. Allá abajo un lago. Frío y pesado y gris en la escobillada cuenca de la campiña.
¿Qué es eso papá?
Una presa.
¿Para qué sirve?
Así se formó el lago. Antes de que construyeran la presa ahí abajo sólo había un río. La presa utilizaba el agua que pasaba por ella para hacer girar unos ventiladores grandes llamados turbinas que generaban electricidad.
Para tener luz.
Sí. Para tener luz.
¿Podemos bajar a ver?
Me parece que está demasiado lejos.
¿La presa seguirá ahí mucho tiempo?
Eso creo. Está hecha de hormigón. Probablemente aguantará centenares de años. Miles, incluso.
¿Crees que podría haber peces en el lago?
No. En el lago no hay nada [pp. 20-21].
Al ser animales grupales instintivamente jerárquicos, el andar de los hombres en el planeta ha requerido controles de mando y timoneles; el barco y su capitán, y tantas veces el barco y su pirata.
El pasaje es revelador y escalofriante. McCarthy realiza el alto contraste entre la fragilidad de las especies animales ante el poder de destrucción del hombre, por una parte, y, por otra, la solidez de las obras fastuosas de la humanidad; su perennidad incluso en el vacío, aun cuando el sentido de su razón de ser se haya perdido sin remedio. En un mundo ya sólo con polvo de humanidad, con la especie entera el día antes de su último aliento, la monumentalidad de una presa inútil, realza el poderoso sentido oculto del andar terrestre de los hombres: ser creaturas gregarias que conforman equipos colosales para obtener resultados sorprendentes que, sin embargo, son inmensamente reducidos en cantidad y en proporción al número de elementos individuales generacionales que ha requerido llevarlos a cabo.
La afirmación sobre la durabilidad centenaria, e incluso milenaria, de una obra descomunal como la presa de hormigón del relato, hace reverberar un dato inquietante, profundo y transversal del paso del homo sapiens por el planeta: la futilidad de las masas de individuos y la perdurabilidad de sus resultados grupales. Como si la sola razón de ser de la historia fuera la consecución del particular conjunto de obras notables que en ella se han producido. Obras que lo mismo han sido inmensas moles cúbicas (de la pirámide de Giza a los rascacielos de Dubai), que los más acabados productos lingüísticos, simbólicos y conceptuales propios de la sensibilidad y la racionalidad humanas (de los Diálogos de Platón a los rejuegos socio-lingüísticos de Thomas Pynchon).3
La realización de tales obras implica asimismo el orden indispensable para haberlas erigido y consumado. El mismo tipo de esfuerzo masivo para obtener logros impresionantes, pero escasos contrastados con la amplitud social histórica cotidiana, ha sido necesario para generar timones y pilotos. Al ser animales grupales instintivamente jerárquicos, el andar de los hombres en el planeta ha requerido controles de mando y timoneles; el barco y su capitán, y tantas veces el barco y su pirata.
2
Al llegar al estadio de las primeras civilizaciones, la auto generación humana experimentó un viraje de gran magnitud. Con fundamento en el doble impulso de la necesidad y el deseo, comenzó un sostenido proceso de bifurcación en su interior. Encontrándose ante la constancia y la intensidad medioambiental, con sus inmensos retos para la supervivencia y el sedentarismo, la especie humana hizo valer, por medio de refinados instrumentos voluntariosos, su connatural latencia jerárquica.4 Deseó imponerse al medio y encontró la mejor manera de hacerlo en su propia estructura gregaria: formando hombres diferentes de los demás. Más aptos, más fuertes, más clarividentes, más iluminados, más arrojados.El entorno vital de los seres humanos fue la gran barrera modeladora del modo de ser social de los primeros asentamientos superiores de la antigüedad. Imbricados con ella, diversos impulsos, tendencias y estructuras inherentes al hombre recibieron su forma final. La interacción con el medio ambiente hizo que en los tiempos prehistóricos los humanos se cohesionaran en esferas auto contenidas cuyos sólidos límites eran el lenguaje y las actividades comunes de subsistencia. En la época de las culturas superiores, esa misma disposición, basada en fuertes arraigos naturales y tradicionales, se reprodujo, sólo que ahora en contraste con otras esferas humanas similarmente constituidas.
Fue en ese momento cuando la predisposición para dividir jerárquicamente a la organización social se hizo más apremiante que nunca. Fue preciso marcar una clara línea de actividades a realizar por diversos tipos de personas, establecer una cima bien diferenciada, reducida y espectacular, dotándola con atributos que, a lo largo del tiempo, beneficiarían a la esfera entera. O, por lo menos, esa fue la pretensión y ese el deseo de los primeros mandamases que pisaron el planeta. Con el advenimiento de los grandes enclaves civilizatorios comienza lo que Sloterdijk ha denominado la era de los megalópatas:
En el primitivo pensamiento imperial de los egipcios, los babilonios, los persas —como en la filosofía griega de la polis—, se elabora una nueva forma de alma, que podría denominarse atletismo estatal. Los atletas de Estado: son aquellos individuos de la antigüedad del Oriente y del Occidente, en parte conocidos con nombre y apellidos, que desde su juventud se entrenan para convivir con lo grande, a modo de un levantamiento de pesas mental, y no en los gimnasios y los estadios, sino en academias filosóficas, escuelas de oradores, consejos principescos, seminarios, asambleas populares y cosas parecidas.5
Este intenso trajín intelectual, con fines prácticos, de aquellos individuos singulares, ese contacto cotidiano, intenso, voraz, con los más refinados instrumentos y productos de la mente humana, esa exquisitez del pensamiento reservada únicamente para unos cuantos, prontamente hizo que aquellos que ya de por sí habían sido preparados para la cima —es decir, para la dirección política de una comunidad: “el Estado quiere decir la cúspide de la comunidad” (ibídem)—, solidificaran ese estar en la cima. Desde ese lugar elevado, desde el pináculo de su formación extraordinaria, podían ver en plenitud al resto de sus comunitarios. Su labor, entonces, sería definida como de “pastoreo”, “crianza”, “cosecha” de la comunidad sobre la que se erigían.
El entorno vital de los seres humanos fue la gran barrera modeladora del modo de ser social de los primeros asentamientos superiores de la antigüedad. Imbricados con ella, diversos impulsos, tendencias y estructuras inherentes al hombre recibieron su forma final.
La conformación de la esfera de la comunidad formal, aquella estructurada a la manera de una “hiperhorda política”, constó de una doble tensión sobre sus bordes. Por una parte, la tensión en su interior, que tuvo como fundamento el refinamiento de los rasgos comunitarios erigidos al cabo del tiempo de las hordas protopolíticas: lenguaje, sentimientos, territorio, magia. Por otra, una tensión exterior, establecida por medio de la relación paradójica con el entorno medioambiental; pero sobre todo, a través de la diferenciación respecto de otros grupos humanos. Allá afuera estaba el peligro de los otros; la posibilidad de que destruyeran o se apropiaran del territorio, el lenguaje, la magia. Entonces se hizo posible la ciudad, la ciudad-Estado, el Estado al fin.
La doble tensión constitutiva del espacio esférico comunitario presionó hacia arriba la jerarquía decisoria. Más que nunca, la repartición de las tareas se hizo indispensable para mantener girando aceitada la dinámica social que daba vida al conjunto humano común y lo mantenía despierto y alerta. Igualmente, se hizo indispensable que existieran los sabios, los mesurados, los eficaces. Tenía que haber un subconjunto de individuos capaces de dirigir el entramado social por las peligrosas aguas de la amenaza de los otros y la presencia salvaje del entorno. La necesidad hizo de la separación en la cima una realidad interiorizada, indispensable, encomiable.
Así planteada, la conformación jerárquica de la sociedad tuvo dos tensores poderosos: la naturaleza estratificada de la especie y las ventajas pragmáticas que su actuación garantizaba a la totalidad del conjunto humano en el que operaba. Su constancia milenaria hizo posible a la raza humana realizar las más impresionantes obras que su capacidad cerebral y social les permitió: el planeta se pobló de exquisitas moles de piedra y el lenguaje alcanzó numerosas capas de sentido; de las matemáticas a la poesía, la labor referencial primaria de éste mutó en una inigualable herramienta que no sólo abría el mundo, sino que lo conformaba: un hiperespacio de construcción permanente de la mente humana.
No obstante, este testarudo orden de las cosas sociales se fundamentó desde el principio sobre una paradoja. A medida que más se avanzaba, mayor se hacía la brecha entre la cúpula y la base. La estratificación fue solidificando con el paso del tiempo hasta volverse una férrea estructura prácticamente inquebrantable. El resulto antropogénico de ello ha sido de la mayor magnitud:
El carácter abstracto de lo grande da seriedad a los rasgos del Estado… Pero si la política siempre ha sido un sistema para el reparto de crueldad desde un centro de abstracción (el gobierno), entonces podemos temer lo peor para los usuarios finales de esas crueles distribuciones… Sobre lo que quisiera llamar la atención de momento es sobre la catástrofe antropológica de la cultura superior, que parte en dos la evolución del homo sapiens: una línea de grandes oportunidades y otra de depauperación. La “humanidad” se escinde aquí en grupos que crecen por el esfuerzo y grupos que se estancan en el sufrimiento… ahora, a la secesión respecto a la vieja naturaleza le sucede una secesión de los hombres respecto de los hombres.6
La diferenciación entre los grandes hombres y todos los demás se fue transformando de una necesidad bienvenida a una cicatriz supurante. El mundo del hombre se convirtió en una trama de jerarquizaciones en la que, inevitablemente, unos se hacían con todo y la mayoría poseía casi nada. La justificación para ello fue natural y social. Después de todo, sin la capacidad de los que estaban en la cima, un estado de acefalismo directivo hipotético tarde o temprano traería como resultado la desintegración social, y a juzgar por los enormes saltos evolutivos que la escisión en la cima hizo posible, más valía reivindicar los derechos de aquellos que los habían comandado. No obstante, esos saltos evolutivos eran justamente de la cima, por la cima y para la cima, y sólo a manera de cuentagotas llegaban al grueso de la sociedad (si es que lo hacían):
Mientras en las sobrecargadas bases de las llamadas culturas superiores surgen civilizaciones raquíticas que tratan de componérselas con una supervivencia de miseria crónica, en los grupos exonerados se produce una segunda formación insular. En esta última continúa fluyendo la corriente principal de la evolución humana, el movimiento hacia propiedades cada vez más desmesuradas y lujosas para los ejemplares recién criados en ese grupo.7
La evolución de la razón humana corrió plena por la senda de los privilegiados, y sus resultados continúan hasta hoy a la vista de todos. Los alabamos y los arropamos como muestra de la capacidad de la especie para la conformación de productos, dinámicas, artilugios y técnicas cuasidivinos, pero casi nunca se observa el proceso en profundidad que los hizo posibles. La caja negra de la historia sigue siendo un misterio para la generalidad del mundo; ya que es obnubilante la fastuosidad de los outputs en contraste con lo magro de los inputs.
Es innegable que todos y cada uno de los avances antropológicos de la humanidad tiene en su interior la desquiciante resonancia de ecos mortuorios ante el abismo, como afirmara Nietzsche en su momento y en su contexto: “¡… todos esos privilegios y suntuosos ornatos del hombre: qué caros se han hecho pagar, cuánta sangre y crueldad hay en la base de todas las ‘cosas buenas’!”8
La conformación de la esfera de la comunidad formal, aquella estructurada a la manera de una “hiperhorda política”, constó de una doble tensión sobre sus bordes. Por una parte, la tensión en su interior, que tuvo como fundamento el refinamiento de los rasgos comunitarios erigidos al cabo del tiempo de las hordas protopolíticas: lenguaje, sentimientos, territorio, magia.
Poco antes de que este inquietante y provocador pensador germano lanzara sus puyas contra el modo de ser occidental, un oscuro abogado de Renania finalmente había ya dado cuenta, de manera prolija y prolífica, de lo que ocurría al interior de la caja negra de la historia. Todo lo que había ocurrido en el transcurrir de las culturas superiores del hombre tenía como fundamento la dominación material de unos cuantos sobre muchos. La institución de la propiedad privada era el pilar de ese dominio y la fuente de toda explotación a lo largo del tiempo histórico.
Diagnosticó que el mal era constante en el transcurrir humano civilizado, pero que se había recrudecido sin remedio en la era del capitalismo industrial. De acuerdo con su penetrante visión de las cosas, era sólo cuestión de tiempo para que las aporías que la erección civilizatoria centenaria sobre esas paradójicas bases la hicieran caer por el peso de sus contradicciones. O existía también la opción de acelerar el proceso, jalonar la historia hacia adelante por medio de la destrucción voluntariosa de todo eso. El tiempo de la revolución y la reivindicación de la comunidad sobre los escindidos había llegado.9
3
“La patria de la electricidad”, cuento de Andréi Platónov, abre de la siguiente manera:
Transcurría el verano caliente y seco de 1921, en los días de mi juventud. Durante el invierno estudiaba electrotécnica en la escuela de artes y oficios, y en verano trabajaba en la central eléctrica de mi ciudad. El trabajo llegaba a extenuarme porque no había ningún motor de reserva en la central, y el único turbogenerador funcionaba sin descanso día y noche por segundo año consecutivo. La máquina debía ser atendida con tanta precisión, delicadeza y atención, que en ello se iban todas las energías de mi vida. Al anochecer no me unía a los jóvenes que paseaban por las calles de la ciudad, sino que regresaba a casa cayéndome de sueño. Mi madre me había preparado patatas hervidas, y comía al tiempo que me quitaba la chaqueta de trabajo y las alpargatas, para cuando acabara de comer estar lo más ligero de ropa posible e irme de inmediato a la cama.10
Habla (el personaje) y escribe (Platónov) un desencantado de la Revolución. Por medio de un encadenamiento de paradojas, la breve obra maestra de quien permaneciera en la buhardilla del sistema cultural soviético por décadas da cuenta de la crudeza de un proyecto de tecnología social condenado al fracaso desde su incepción: la supuesta revolución proletaria que se verificó en la Rusia protocapitalista y postfeudal de principios del siglo XX. Ejemplo paradigmático y arquetípico de los poderes colosales del Estado a través del tiempo, así como de la incubación de su propio destino desintegrador.De esta manera, la narración continúa con el viaje del protagonista a la patria profunda, agraria, miserable, envuelta en los misteriosos sueños revolucionarios del progreso forzado como destino de la humanidad en abstracto, lejos del hambre real, de la cotidianidad, de las creencias y costumbres enraizadas por centurias en la mente de las personas que, irremediablemente, no comprendían cómo era posible que el mundo se transformara por la mano del hombre de la noche a la mañana, cuando eso sólo había sido reservado, en el inicio de los tiempos, al soplo de Dios sobre sus creaciones. Sin embargo, abrigaron el proyecto confeccionado en otra parte, por otras personas, con otra agenda: en Moscú, por los sabios del poder central. Lo aceptaron como aceptaron sus antepasados en su momento la creencia en la divinidad y todos sus avatares. Se reza por costumbre, se celebra el progreso como una nueva religión:
El mecánico de la planta eléctrica, el hombre sentado en el sidecar, no prestaba atención a la realidad que lo rodeaba. Con aire pensativo y penetrante imaginaba el fuego, el elemento desencadenado en los cilindros de la máquina, y con mirada apasionada escuchaba, como lo haría un músico, la melodía del torbellino de gas disparándose a la atmósfera […] Me asombró que los aldeanos dieran gustosos el trigo de la cosecha del año anterior para la máquina, cuando este verano la cosecha había sido mala por la sequía.11
Las consecuencias de la Revolución son plasmadas a ras de pasto, con su estela de incongruencias, padecimientos y resquebrajamientos sociales en nombre de un ideal que, en el mejor de los casos, funcionó como motor para una industrialización forzada y el apuntalamiento de una feroz competencia entre un emergente capitalismo de Estado y un fortalecido capitalismo de monopolios de posguerra; en el peor, fue un volcán incandescente que dejó a la vera de su erupción algunos de los sistemas sociales más férreos, cerrados y sanguinarios que la Modernidad haya conocido jamás; chisporroteante lava de incandescencias trágicas del siglo XX.
Fue la era de las grandes hambrunas, de la colectivización forzada del campo, de la deportación de cientos de miles de personas a los campos de trabajos forzados, de la unidireccionalidad del partido único, del avance imparable de una élite política peculiar en la dirección de la nación, del proceso sostenido de acumulación del poder por parte del secretario general del PCUS, del encumbramiento al fin de una sola persona al mando de millones; del culto al individuo en el mando político del Estado. La era del poder ilimitado de José Stalin.12
La era de Stalin, en el cruce del fin/inicio de época que Sloterdijk ha llamado el fin de la era agraria y el inicio de la hiperpolítica,13 marca con crudeza los desarrollos evolutivos extremos del quehacer cupular. Con base en el uso indiscriminado de la ideología marxista sobre el progreso reivindicatorio de la “sociedad sin clases”, el estalinismo levantó un subimperio militarizado e industrializado en menos de una generación; maravilla europeo-oriental que provocó un géiser de jolgorio en generaciones de personas bienpensantes a lo largo y ancho del planeta. Pero ese imperio regional, prodigio de la voluntad humana lanzada hacia adelante, fue edificado sobre el sacrificio sistemático de cientos de miles de personas: “En nombre de la idea del bien social bajaron a la fosa millones de inocentes”.14
La desmesura de la “crueldad funcional” que se procura “un rostro noble y en lo posible aceptable, bajo nombres como razón de Estado, bien común, justicia o planificación”,15 aunado al manejo ideológico sin cortapisas, solidificó la “zona de poder sin control”16 inherente a toda formación estatal antigua y moderna. El funcionamiento sin contratiempos de los mecanismos de poder y control social de esta guisa, que tantas veces han desconcertado a los comentaristas, tiene como fundamento la legalidad amañada de la ideología al uso.
Porque la ideología no sólo es un macroengaño concertado, un adoctrinamiento forzoso o una distorsión malintencionada de la realidad —que sí lo es—, sino que es también un horizonte de sentido, principio de cohesión social y encauzamiento de la acción individual y colectiva.17 Por eso se llevaron a efecto los objetivos soviéticos de reforma social con mínima disidencia por parte del grueso de la población en general. A pesar de que por debajo de los nobles ideales de la “revolución proletaria”, la “justicia social” o el “beneficio intergeneracional” operara un encarnizamiento sistemático sobre la población por parte del sistema político, las masas obedientes decidieron que lo único que ocurría en su país era que “se sacrificaba el presente en pos de una utopía futura”.18
Que la paradójica coexistencia de una ideología humanista con un Estado completamente deshumanizado19 se verificara de manera exitosa durante tanto tiempo va más allá de los usos propagandísticos y de la coacción policiaca estatal. Hunde sus raíces en la inveterada aceptación de la escisión en la cúpula y su subsecuente pastoreo del resto de la comunidad. La tragedia humana de la Unión Soviética estalinista manifiesta con toda crudeza la ambivalencia del modo de ser humano. La ya mencionada consecución de logros espectaculares y la futilidad de las vidas individuales, que sirvieron de madera de trituración para que aquellos fueran conseguidos.
A pesar de que por debajo de los nobles ideales de la “revolución proletaria”, la “justicia social” o el “beneficio intergeneracional” operara un encarnizamiento sistemático sobre la población por parte del sistema político, las masas obedientes decidieron que lo único que ocurría en su país era que “se sacrificaba el presente en pos de una utopía futura”.
Críticos, humanistas, filósofos excepcionales y posmodernos apocaliptistas se devanan los sesos para contener el nihilismo inherente a todo esto, al inquebrantable modo de ser de la especie, del cual nadie como Nietzsche diera cuenta desde su atalaya hipercrítica;20 nihilismo que se hace corrosivamente patente en los designios de la historia para con el hombre y sus obras. Cuenta Jean Meyer cómo en el inicio de las grandes purgas del PCUS, bajo la dirección de Stalin, valiosas mentes partisanas cayeron en desgracia, como el insigne matemático y economista Nicolai Kondratiev y el escritor Alexander Chayanov:
Kondratiev y Chayanov no salieron vivos de la cárcel y del campo y la persecución de los “especialistas” siguió muchos años. Esa gente participó con los campesinos deportados en la construcción, a mano en granito, del famoso canal del Mar Blanco, en Carelia, obra faraonesca realizada en veinte meses por 500 mil hombres a un costo superior a las cien mil vidas.21
El destino nihilista de la humanidad marca así su impronta aborrecible; cuando el recuerdo de esos hombres se borre sin remedio, cuando, como en la novela de McCarthy, todas las bombas hayan caído y no quede más nadie quien contar ni quien rememorar, la herida de la tierra del Mar Blanco, el surco que parte las aguas, seguirá siendo visible incluso a muchos kilómetros sobre la atmósfera calcinada y radioactiva del planeta. ®
Notas
1 Barcelona: Mondadori, 2007. Traducción de Luis Murillo Fort del original The Road.
2 “Invierno nuclear” es un término que refiere al desastre ambiental que algunos científicos creen que ocurriría tras una guerra nuclear a gran escala. De acuerdo con esta teoría, los efectos acumulativos del calor, la explosión, la radiación y el polvo lanzados al aire en un intercambio bélico así, destruirían la capa de ozono y bloquearían la luz solar necesaria para calentar la Tierra. El efecto sería global y tal vez tendría como resultado la extinción de la mayoría de formas de vida en la Tierra. Véase Eric A. Croddy y James J. Wirtz (eds.), Weapons of Mass Destruction, Santa Barbara, ABC-CLIO, 2005, volumen 2: Nuclear Weapons, p. 267. La traducción es mía.
3 En otra narración apocalíptica, aunque ésta en tono de comedia, Richard Rorty destaca que lo más valioso que de Occidente quedaría tras su hipotética destrucción cataclísmica serían justamente sus productos literarios y simbólicos: “Supongamos que las naciones que componen eso que denominamos ‘Occidente’ se desvanecieran mañana, borradas de la faz de la Tierra por una hecatombe nuclear. Supongamos que tan sólo el Asia oriental y el África subsahariana permanecieran habitables y que en esas áreas geográficas la reacción a la catástrofe consistiera en una campaña feroz de desoccidentalización; un intento bastante exitoso de destruir el recuerdo de los últimos trescientos años. Pero imaginemos también que, en medio de semejante campaña, unas cuantas personas, principalmente en el ámbito universitario, trataran de salvar de la quema, en forma de libros, revistas, pequeños artefactos, reproducciones de obras de arte, películas, cintas de video, etcétera, tantos recuerdos de Occidente como les resultara posible…”, véase Richard Rorty, “Filósofos, novelistas y comparaciones interculturales: Heidegger, Kundera y Dickens” en Eliot Deutsch (ed.), Cultura y modernidad, Barcelona: Kairós, 2001, p. 19.
4 Sobre ello, puede verse John H. Milsum, “La base jerárquica para los sistemas generales vivientes” en Bertalanfy, Ross Ashby, Weinberg et al., Tendencias en la teoría general de sistemas, Madrid: Alianza, 1987, pp. 168-218. Para un panorama general de los estudios sobre biojerarquía, especialmente en la persona de Edward O. Wilson, véase Tom Wolfe, “Digibabble, Fairy Dust, and the Human Anthill”, en Hooking Up, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2000, pp. 66-88.
5 Véase Peter Sloterdijk, En el mismo barco, Madrid: Siruela, 2004, p. 43.
6 Ibid, pp. 54-55.
7 Ibid, p. 56.
8 Confróntese Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Madrid: Tecnos, 2007, p. 103.
9 Véase Karl Marx, On Society and Social Change, editado por Neil S. Smelser, Chicago: University of Chicago Press, 1973.
10 Véase Andréi Platónov, La patria de la electricidad y otros relatos, Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999, p. 55.
11 Ibid, pp. 61-63.
12 La historia es contada con maestría por Jean Meyer, véase su Rusia y sus imperios, México: Fondo de Cultura Económica-CIDE, 1999.
13 “En la medida en que la política, en su concepción clásica, ha significado el arte de la copertenencia en las ciudades y los grandes reinos de los tiempos agrarios, la ‘muerte de Dios’ anuncia su hora crítica. Las concepciones del espacio de la Edad Media, una época marcada por las labores de la tierra, ceden ante el nuevo espacio mundial sincrónico, que se da a conocer ya de modo creciente. Los jugadores del nuevo juego mundial de la nueva era industrial ya no se definen a sí mismos por la ‘patria’ y el suelo, sino por medio de los accesos a estaciones de ferrocarril, a terminales, a posibilidades de enlace. El mundo es para ellos una hiperesfera conectada en red” (En el mismo barco, op. cit., p. 68), y el nacimiento de esa hiperesfera ha sido resultado del advenimiento de la era poshumanista o posmoderna: “Con el establecimiento mediático de la cultura de masas en el Primer Mundo, a partir de 1918 (radio) y de 1945 (televisión) y, más aún, con las grandes revoluciones de las redes informáticas, en las sociedades actuales la coexistencia humana se ha instaurado sobre fundamentos nuevos. Éstos son —como se puede demostrar sin dificultad— decididamente post-literarios, post-epistolográficos, y en consecuencia post-humanísticos […] las sociedades modernas sólo ya marginalmente pueden producir síntesis políticas y culturales sobre la base de instrumentos literarios, epistolares, humanísticos”, Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, Madrid: Siruela, 2006, p., 28.
14 Véase Rusia y sus imperios, op. cit., p. 226.
15 Sloterdijk, En el mismo barco, p. 54.
16 Confróntese Susan Buck-Morss, Mundo soñado y catástrofe: Madrid: Antonio Machado Libros, 2004, p. 26.
17 Al respecto, siguiendo a Clifford Geertz, véase Paul Ricoeur, Ideología y Utopía, Barcelona: Gedisa, 1999: “Debemos integrar el concepto de ideología entendida como deformación en un marco que reconozca la estructura simbólica de la vida social. Si la vida social no tiene una estructura simbólica, no hay manera de comprender cómo vivimos, cómo hacemos cosas y proyectamos esas actividades en ideas, no hay manera de comprender cómo la realidad puede llegar a ser una idea ni como la vida puede llegar a producir ilusiones; éstos serían hechos simplemente místicos e incomprensibles… Por eso, busco una función de la ideología más radical que la función de deformar, de disimular. La función deformadora sólo comprende una pequeña superficie de la imaginación social, del mismo modo que las alucinaciones o ilusiones constituyen solamente una parte de nuestra actividad imaginativa en general”, p. 50.
18 Mundo soñado y catástrofe, op. cit., pp. 47-48.
19 “… la dimensión tecnológica de esta sociedad tiene como resultado su propia forma de máquina de guerra, puesto que la transformación socioeconómica se concibe en términos militares y una noción de ingeniería social trata a los seres humanos como material que, como el metal, ha de volverse a fundir…”, ibid, p. 48.
20 “Junto con el miedo hacia el hombre hemos sacrificado también el amor hacia él, el respeto hacia él, la esperanza en él, y aun la voluntad de él. En adelante, la visión del hombre cansará…, ¿qué es hoy el nihilismo sino esto?… Estamos cansados del hombre”, La genealogía de la moral, op. cit., p. 84.
21 Rusia y sus imperios, op. cit., p. 228.