El infierno es una cinta autopromocionada como crítica, y claro, es tan crítica como los mexicanos suelen serlo: antes de nada y después de todo va un chiste. Y el gag mexicano es tan deudor de la comedia chespirita que todo se vuelve caricaturizable, banal, efímero: Tele-risa.
Con El infierno Luis Estrada ha construido la película más tarantinesca de la historia del cine mexicano y con ello ha revirado en homenaje a la estética del cine de los Almada y Valentín Trujillo —en remix con el de Héctor “Milusos” Suárez— pero sin parafernalia sangrienta, acaso sólo como un refrito jocoso en el que lo más relevante es el comentario tragicómico sobre una realidad social en plena descomposición.
El infierno es una cinta autopromocionada como crítica, y claro, es tan crítica como los mexicanos suelen serlo: antes de nada y después de todo va un chiste. Y el gag mexicano es tan deudor de la comedia chespirita que todo se vuelve caricaturizable, banal, efímero: Tele-risa.
En la cinta lo que no es comedia es obviedad: la narcoviolencia es producto de una querella familiar en la que no existen diferencias sino ambigüedades, y en la que los involucrados lo hacen de manera inconsciente y sin mayor remedio. Se trata de una violencia en la que predomina la corrupción generalizada de un gobierno inexistente y en la que el ciudadano es narco o no es nadie, en una historia circular que parece no tener fin.
En su cine Estrada asimiló todos los clichés del provocador a medias, por lo que sus comentarios sobre la actual crisis sociopolítica y económica son tan reiterativos como poco emblemáticos. Su sustento yace en la caracterización de un personaje ahora imprescindible para el siempre-nuevo cine nacional: El Cochiloco (Joaquín Cosío), en quien humaniza el estereotipo de la narcoexistencia mediante sentencias dramáticas rebuscadas y un hálito del deber ser arraigado en la paternidad y el tradicional orgullo familiar. ®