EL INFIERNO

Una visión caricaturesca de la narcocultura

La polémica cinta de Luis Estrada explora un tema evadido por el cine mexicano: la narcocultura, pero el tono picaresco que ha caracterizado al realizador reduce este fenómeno a una desgastada caricatura.

En el México contemporáneo, el enigma clave a descifrar es la narcocultura. Conocer sus causas e implicaciones psicosociales más allá de la absurda guerra calderonista se presenta como un reto, más que necesario, urgente. Por ello extraña la casi total evasión del cine mexicano frente a este problema. El infierno, de Luis Estrada, surge como una controvertida excepción.

El cine de Estrada ha tenido un acertado timing político. En 1999 La ley de Herodes contribuyó a la caída de la corrupta maquinaria priista y, en el polémico 2006, Un mundo maravilloso criticó la lógica neoliberal del gobierno panista. Ahora, El infierno pone sobre la mesa el tema de la narcocultura incomodando el tono festivo del Bicentenario (“México 2010: Nada que celebrar”, sentencia su eslogan).

A pesar de ser quizá la cinta más trágica en la carrera del realizador, el estilo picaresco que ha dominado la estética en el cine de Estrada reduce el complejo problema del narcotráfico a una imagen burda y simplista. Benjamín García, el “Benny” (Damián Alcázar), es un inmigrante deportado de Estados Unidos que después de veinte años regresa a su pueblo natal San Miguel (N)arcángel. Pronto se da cuenta de que el narcotráfico se apoderó del lugar y de que su hermano murió por involucrarse en este negocio.

A pesar de ser quizá la cinta más trágica en la carrera del realizador, el estilo picaresco que ha dominado la estética en el cine de Estrada reduce el complejo problema del narcotráfico a una imagen burda y simplista.

El “Benny”, ni tardo ni perezoso, decide conquistar a la viuda de su hermano, una guapa prostituta de cantina (Elizabeth Cervantes) y hacerse cargo de su sobrino, un adolescente delincuente que busca ser “tan chingón como mi apá”. Pero para mantenerlos decide seguir el camino de su hermano y entrar al cártel de don José Reyes (Ernesto Gómez Cruz) por medio de su viejo amigo, el “Cochiloco” (Joaquín Cosío). Así comienza en su vida una espiral de violencia, dinero y mujeres que lo va consumiendo.

Que el poblado ficticio elegido como microcosmos de la crisis nacional esté al norte del país sugiere que la narcocultura se rige por lo “norteño”, es decir, por la cultura del patriarcado explícito —el “macho” con sombrero, hebilla y pistola incluidos, tipo Mario Almada (quien, por cierto, aparece en la cinta)— que lleva implícito un matriarcado tras bambalinas —la mandona María Rojo interpretando a la férrea esposa maternal señora Reyes. El narco, se sugiere, es aquel varón que se vuelve “machito” para agradar a su madre. Este guiño es quizá una de las lecturas de la narcocultura más atinadas de Estrada.

Pero el tratamiento general de la película repite aquella vieja tendencia mexicana a ver cómicamente las desgracias propias haciendo un reductio ad absurdum del problema. La narcocultura, pues, vuelve planos sus rasgos y se representa, para lograr ser parodiable, como excéntrica y kitsch.

El tratamiento general de la película repite aquella vieja tendencia mexicana a ver cómicamente las desgracias propias haciendo un reductio ad absurdum del problema.

Así, la representación caricaturesca del problema hace que las crueles descripciones y la estructura social que se critica (la tragedia del narcotráfico, la “guerra” del gobierno federal, etcétera) aparezcan sólo como fundamento a su desgastada visión cómica (“Estamos ganando la guerra, aunque no lo parezca”, se repite irónicamente ante cada calamidad apelando a la sonrisa del espectador).

A El infierno se le recordará como una película que respondió a su época pero que optó por representar las contradicciones que la aquejaban mediante identidades acartonadas y desde rasgos y clichés propios de un malogrado sketch de cierta comedia mexicana ya desgastada. ®

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Publicado en: Cine, Octubre 2010

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