El lado oscuro de la civilización

Del progreso a la armonía, de Susana Herrera Lima

A lo largo de la historia de las exposiciones universales la autora relata cómo los grandes intereses económicos y financieros han impedido privilegiar el equilibrio y la sustentabilidad ante la necesidad de continuar promoviendo el dominio y la explotación de los recursos naturales.

Un letrero explica el accidente nuclear de la planta de Three Miles Island, Pensilvania. Fotografía © Andrew Harrer/Bloomberg.

Koyaanisqatsi significa “vida desequilibrada” en lengua hopi; es el título de una película del estadounidense Godfrey Reggio filmada en 1982 —y parte de una trilogía llamada Qatsi: vida. Se trata únicamente de imágenes de la naturaleza y de los terribles efectos del progreso y la civilización en ella: contaminación, devastación, destrucción. El uso de la cámara lenta y el time–lapse, más la música obsesiva y minimalista de su amigo Philip Glass hacen de este vertiginoso experimento fílmico una pieza poderosamente hipnótica que mueve a la reflexión.

Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. El crecimiento de las ciudades y la proliferación de fábricas ganan terreno a selvas y bosques, y la contaminación de ríos, lagos y océanos parece imparable. Que haya basura en el fondo del mar y la haya también en la cima del Everest habla de lo mal que lo hemos hecho.

Las ciudades hace tiempo que dejaron de ser comunidades ordenadas y racionales —si alguna vez lo fueron— para dejar paso al desequilibrio, la neurosis y la violencia de las megaurbes actuales.

En Del progreso a la armonía —libro y sitio web publicados por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, ITESO—, Susana Herrera Lima narra una historia fascinante, a un tiempo maravillosa y aterradora: cómo la idea del progreso occidental dice buscar la prosperidad y la felicidad, pero también de cómo en el camino ha producido verdaderas catástrofes ambientales —una grave responsabilidad que comparten la desaparecida Unión Soviética —remember Chernobyl— y la ex China comunista, hoy una fiera nación ultracapitalista.

Tarjeta postal de la Exposición Universal de París, 1900.

Como una buena novela, este agudo ensayo —y encomiable esfuerzo teórico— de Susana Herrera empieza “bajo el cielo luminoso de París, en el año 1969, cuando”, dice, “de la mano de mi padre y al pie de la torre Eiffel lo escuchaba hablar de las exposiciones universales, del París del siglo XIX, de la Ciudad Luz y las ideas que iluminaron al mundo, de los sueños de un siglo en el que todavía se creía que el futuro prometido estaba por irrumpir”. La historia finaliza, como en una buena novela, en la exposición de Shanghai, en 2010, ahora de la mano de su hija. Era la primera vez que entraba a una feria universal, “en medio de la celebración espectacular de un proyecto que se colapsa y se resiste al derrumbe. Ahora que los sueños de aquel siglo se han desvanecido y sabemos con certeza que ese futuro no llegará”.

El objeto de estudio de Susana Herrera son los 160 años de exposiciones que han dado cuenta de los enormes avances de la tecnología y la ciencia aplicadas —de la corriente eléctrica, el fonógrafo, el kinetoscopio, la locomotora, el teléfono y la televisión a la energía nuclear, el Internet y la computación cuántica—; la manera en que el capitalismo industrial temprano entendía la naturaleza y cómo debía dominarla y transformarla; el progreso y la civilización ligado a la noción de la superioridad de los países blancos y protestantes, al consumo y a la ganancia; pero también a la feroz competencia entre aquellas potencias, que llegó a las confrontaciones bélicas más fatídicas de la historia, y al dominio militar o económico de la mayoría de las naciones del hemisferio sur. Y, de manera paralela, el avance de la ciencia en el estudio y la comprensión de la naturaleza. En suma, el análisis de un modelo de sociedad —industrial colonialista— y de naturaleza “que se construye desde las naciones colonialistas y que instaura y difunde formas de saber y dominación legítimas”.

Así, “la innovación tecnológica derivada del desarrollo científico tiene como espacio privilegiado de presentación pública a las grandes exposiciones universales”. Estas grandes ferias mundiales no han sido más que escenarios en que la modernidad se celebra a sí misma, desde la primera de ellas, en Londres, en 1851: “The Great Exhibition of the Works of Industry of All Nations”, en el fabuloso Crystal Palace de Hyde Park, que se construyó expresamente, con una duración de cinco meses y medio y que tuvo seis millones de visitantes. Esta primera gran feria marca el tono de las siguientes, pues se propone a sí misma “como un elemento grandioso y novedoso, atractivo y fascinante, que promueve y difunde el conocimiento universal, que congrega a todas las naciones, exhibe los grandes beneficios y promesas de la modernización para el mundo entero, y que coloca en el escenario internacional el protagonismo del desarrollo científico y tecnológico para la dominación y el control de la naturaleza”. Apenas tres años antes Carlos Marx había publicado, en Londres, El Manifiesto comunista, que proponía también una visión científica de la historia, la naturaleza y la sociedad.

El imponente Crystal Palace, construido en el Hyde Park, de Londres, con motivo de la Gran Exposición mundial de 1851.

Aquí es donde comienza una historia que ha mantenido su presencia durante más de un siglo y medio en escenarios imponentes y privilegiados, con proezas arquitectónicas y de diseño, para la propagación del discurso de la modernidad, una majestuosa puesta en escena de “cierto orden mundial, con la consecuente legitimación de las relaciones de dominio de unos actores sobre otros, sustentadas en la idea de progreso”.

Debe decirse que en estas grandes exposiciones también se han discutido, sobre todo a partir de los años setenta, los temas relacionados con una conexión armónica con la naturaleza, el cuidado del ambiente y la necesidad de un desarrollo sustentable, con energías renovables y tecnologías amigables —pues en el siglo XIX no se consideraba incorrecta ni inmoral la depredación ambiental, ya que se hacía en nombre del progreso. Susana Herrera se detiene particularmente en estas exhibiciones y los temas que se privilegiaban: Londres, 1851: “La gran exhibición de los trabajos industriales de todas las naciones”; Buffalo, 1901: “La Exposición Panamericana”; Chicago, 1933: “La Exposición del siglo del progreso”; Nueva York, 1939: “Construyendo el mundo de mañana con las herramientas de hoy”; Osaka, 1970: “Progreso y armonía para la humanidad”; Spokane, 1974: “La Exposición Internacional sobre el medio ambiente”; Sevilla, 1992: “La era de los descubrimientos”; Hannover, 2000: “Humanidad–Naturaleza–Tecnología: llega un nuevo mundo”; Aichi, 2005: “La sabiduría de la naturaleza”; Zaragoza, 2008: “Agua y desarrollo sostenible”; Shanghai, 2010: “Mejor ciudad, mejor vida”.

Paisaje industrial.

No obstante, nos hace ver Susana Herrera, los grandes intereses económicos y financieros internacionales han impedido privilegiar el equilibrio y la sustentabilidad ante la necesidad de continuar promoviendo el dominio y la explotación de los recursos naturales. Por esa razón seguimos viendo cómo grandes extensiones de selva amazónica son arrasadas, y tantas otras afrentas graves e irreparables en nombre de una civilización que se resiste a renovarse o enderezar el camino.

¿Es esto posible en estos días de terrorismo, de extremismos ideológicos y nuevos totalitarismos, de un rampante desdén por la democracia y por la ciencia y la tecnología que operan a favor de la salud, de la educación, de la investigación, de la producción de alimentos: las vacunas son nocivas, el cambio climático no existe, dice Trump, el cáncer se lo provoca uno mismo y la tierra vuelve a ser plana otra vez?

Un árbol en una zona deforestada de la selva amazónica. Fotografía © AFP PHOTO / Raphael Alves.

Es en Occidente —habría que ver dónde empieza y dónde termina, dado que Japón, Corea del Sur y Singapur, por ejemplo, se han vuelto un tanto occidentales— donde han surgido la democracia y las libertades más esenciales, los derechos humanos, el feminismo, prensa y medios críticos —y otros no tanto—… pero también las peores aberraciones. Por eso tenemos instituciones —que a veces no funcionan como debieran—, universidades, movimientos ambientales, por la justicia, contra la violencia, contra la discriminación. El panorama puede parecer apocalíptico pero cada vez hay menos pasividad, más inconformidad y más gente decidida a cambiar el estado de cosas.

No puede negarse que muchos de los productos del progreso han mejorado la calidad de vida de millones de personas, pero tampoco que millones más han quedado excluidos. Así, ¿cómo redefinir los conceptos de progreso y civilización? ¿Cómo concebir ahora el futuro? ¿Será como el que nos muestran las distopías cinematográficas, o aún estamos a tiempo de construir uno mejor? ®

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Publicado en: Medios

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