El lúgubre territorio de las epidemias

Los pobres mueren primero

La gran pregunta que el sistema de salud debe hacerse es ¿quién debe morir y quién no en el caso de una epidemia local, regional o global? En la circunstancias actuales del sistema-mundo, y muy especialmente en las circunstancias reales de los países periféricos como México, la terrible respuesta es: los más pobres serán los primeros y más abundantes en morir.

© Albany Álvarez

Una de las propuestas fundamentales del espléndido technothriller de 1990 de Michael Crichton, El Parque Jurásico,1 era que la tecnología, con su pléyade de instrumental electrónico, cibernético y guerrero, no estaba capacitada para controlar la dinámica de un entorno vivo desconocido. En otras palabras, que un sistema lineal o variable predictivo no podía dar cuenta de un sistema no lineal o caótico. La incompatibilidad entre uno y otro es tan grande que el solo hecho de pensar que el primero es capaz de controlar al segundo fue un sueño desencaminado destinado a terminar en catástrofe. Justo como ocurriera con el Parque Jurásico, una isla high-tech que acabaría sucumbiendo ante la lógica irrefrenable del biosistema prehistórico echado a andar en ella.

Sin entrar en los detalles ecuacionales que sólo un matemático competente podría establecer con puntualidad, es posible no obstante sentar una cadena conceptual que nos ayude a comprender fenómenos reales como el planteado de manera alegórica por el doctor Crichton. Un sistema caótico es un sistema dinámico con numerosas condiciones iniciales. Es decir, una estructura, un agregado de individuos, un flujo o un conjunto de objetos que desde el momento mismo en que inicia su devenir tiene múltiples opciones de modificación. Por lo general, son tantas las opciones que determinarán su comportamiento en un momento posterior al punto cero que es muy difícil hacer predicciones sobre su configuración futura. De antaño, los meteorólogos y quienes salimos con paraguas cuando hace un sol esplendente o sin éste cuando cae un aguacero (esperando en ambos casos lo contrario), lo sabemos: el clima es uno de esos sistemas con múltiples condiciones iniciales.

Una epidemia presenta este tipo de dinámica. Hay una razón de fondo para ello: los microorganismos, entre los que destacan los virus y las bacterias, pueden llegar a presentar un comportamiento caótico una vez iniciada la cadena de contagio, o sea, un sistema con una multitud de variables iniciales. En pocas palabras, un virus o una bacteria con potencial epidémico tiende a difundirse entre una población determinada abruptamente y con gran celeridad.

Una de las características primordiales de los virus, por ejemplo, son los vehículos de  diseminación que utilizan. Por una parte, dependen de un flujo de sistemas vitales individuales; por otra, del flujo celular al interior de éstos. Los sistemas vitales individuales o animales que infectan para difundirse son de muchos tipos, pero destacan los mamíferos por la cantidad de sistemas celulares que poseen, propicios para la replicación viral. En general, las poblaciones zoológicas que los virus infectan poseen rangos medianos de movilidad y convivencia que permite la efectiva expansión de esos microorganismos.

Pero de todos los animales que pueden infectar, ninguno como el hombre posee un rango tan alto de movilidad y convivencia. Debido a que utiliza elementos exoorgánicos para trasladarse y a que crea parámetros de convivencia que nada tienen que ver con las tendencias naturales en el resto de los mamíferos, el ser humano propicia una sinergia peculiar al entrar en contacto con los virus: lo que el cibernetista japonés Magoroh Maruyama ha identificado como las dinámicas propias de la cibernética de segundo orden.2

De todos los animales que pueden infectar, ninguno como el hombre posee un rango tan alto de movilidad y convivencia.

Esas dinámicas están marcadas por la realidad de los sistemas caóticos que hemos mencionado ya. Dado un sistema dinámico, un inicio nimio de su devenir puede dar como resultado cambios drásticos en la forma del sistema, muchos de los cuales son impredecibles. Maruyama nombra a esta tendencia la amplificación de la desviación del estado de equilibrio de un sistema determinado. Se ha observado que esto ocurre cuando dos sistemas entran en un ciclo de mutua retroalimentación positiva de tal desviación o apartamiento de las condiciones iniciales que los relacionaron en un principio.

Una sinergia así se ha verificado en los casos de infecciones virales en poblaciones animales, particularmente en poblaciones humanas. Entre más conviven los seres humanos, más se propagan los virus. Entre más utilizan medios móviles exoorgánicos (es decir, los medios de transporte tecnológicos por todos conocidos), más se diseminan los agentes infecciosos. Entre muchas otras consideraciones, una de primera importancia es la tendencia observada en los microorganismos (virus, bacterias) a realizar lo que llamaremos usurpación de estructuras. Es decir, utilizan en su propio provecho medios de traslado que no fueron concebidos para ello. Las aves migratorias son un modo de usurpación de estructuras de diseminación natural, pero los más importantes por su capacidad de volumen y velocidad han sido los medios de transporte mecánico de los hombres. Aviones, autobuses, trenes, metro, colectivos, etcétera.

Todas estas consideraciones de fondo, que a un epidemiólogo o a un matemático sin duda le resultarán elementales, están en la base de las medidas sanitarias internacionales de prevención, contención y mitigación de las epidemias. Incluso de manera intuitiva la población en general puede percibir la anormalidad de brotes de este tipo haciendo un ejercicio mental muy sencillo (que películas como Epidemia de 1995 han utilizado para su trama): piénsese en la manera en que se disemina un catarro invernal común y corriente; en lugar de catarro póngase el nombre de una enfermedad poderosa y potencialmente mortal, y en vez de restringirla al invierno ubíquesela en cualquiera otra estación del año. Tenemos ahí la peligrosa lógica expansiva de una epidemia que puede devenir con suma facilidad en una pandemia letal.

La probabilidad de que un brote infeccioso anómalo se salga de control en un periodo corto es muy alta. A diferencia de los sistemas dinámicos convencionales, las condiciones iniciales no pueden ser estimadas por su brevedad o por su bajo impacto, sino por su potencial expansivo. Esa es la razón por la cual de ninguna manera debe pensarse que 20, 90 o 300 personas infectadas son “muy pocos” o “fácilmente controlables”. Un acontecimiento real es el que ofrece la doctora Laurie Garret en un ensayo sobre el brote de influenza humana en México: durante la semana de inicio de la epidemia de influenza española de 1918 habían muerto 68 personas; cuatro meses después ya eran 125,862 las defunciones.3

Por supuesto, en el caso de que esta dinámica siguiera su curso natural (es decir, sin medidas externas de contención), la interacción virus-humanos por medio de la infección tenderá a una ulterior estabilización negativa: al morir un número suficientemente grande de personas (en el orden de los cientos de miles o de los millones) el virus mitigará al disminuir drásticamente la cantidad de huéspedes posibles en los cuales alojarse.

En términos simples, la gran pregunta que el sistema de salud mundial debe hacerse constantemente es ¿quién debe morir y quién no en el caso de una epidemia local, regional o global?

Tal fue la circunstancia en la ya referida gran pandemia de influenza española de 1918-1919. Éste es un resultado desastroso que nadie vería con buenos ojos. Dada esta lógica azarosa de las expansiones microbióticas epidémicas, el moderno sistema sanitario mundial se halla en medio de una encrucijada que, por una parte, apela a los más altos valores de la ciencia médica, marcados por el respeto a la vida, la ética práctica y la precisión científica, y, por otra, se enfrenta con la realidad pragmática ligada a los recursos reales (financieros, humanos, científicos) con los que cuenta para hacer frente a la masificación de las enfermedades.

En términos simples, la gran pregunta que el sistema de salud mundial debe hacerse constantemente es ¿quién debe morir y quién no en el caso de una epidemia local, regional o global? En la circunstancias actuales del sistema-mundo,4 y muy especialmente, en las circunstancias reales de los países periféricos y semiperiféricos, México incluido entre los primeros, la terrible respuesta es: los más pobres serán los primeros y más abundantes en morir.

Observemos un caso cercano y que tuvo gran impacto mediático: el brote con potencial epidémico de influenza humana o H1N1 en México en la primavera del 2009. En principio, y dadas las circunstancias de sorpresa, azoro, desconocimiento científico del virus y el potencial expansivo de éste, las autoridades federales y locales mexicanas actuaron de manera correcta. Como lo dijo un experto mexicano en epidemias, el doctor Jesús Kumate: al momento en que el virus tomó por sorpresa a las autoridades políticas y sanitarias mexicanas no había otra opción más que la reacción rápida, así fuera desmesurada.5

No obstante, existió un modificador oculto: el sistema reaccionó sin opciones y con el riesgo de cortocircuitarse. Las autoridades actuaron de manera correcta dada la realidad del sistema de salud nacional. Es decir, la contundencia de las medidas se encontraba en una situación prácticamente univalente, sin opciones. O impedían de la mejor manera posible la expansión de la enfermedad o el sistema de atención médica colapsaría en unos pocos días. Con esto se abría la posibilidad de una resquebrajadura mayor en el sistema social entero.

© Albany Álvarez

El espejo del manejo del brote de la misma enfermedad en Estados Unidos arroja luz sobre el particular: en aquel país decidieron tratar a la influenza A de manera similar a la estacionaria, con la salvedad de tener presente su mayor agresividad. Por lo demás, el bajo número de casos (relativos, por supuesto, a la densidad poblacional total), la disponibilidad de medicamentos eficaces y la difusión sostenida de la sintomatología a amplios sectores de la población abonaron tal decisión de las autoridades sanitarias estadounidenses.

La percepción de que las medidas gubernamentales locales y federales mexicanas fueron exageradas puede ser correcta, pero en el momento del primer brote de importancia, sin saber el nivel real de biopeligrosidad del virus y su patrón de expansión epidémica, no había otra opción. El razonamiento fue claro: cargar con la menor cantidad de muertes posibles, impedir nuevos decesos y controlar la expansión caótica o exponencial del virus. La única manera de lograrlo era encerrar a todos en sus casas, de preferencia por las buenas. En otras palabras, no había manera de impedir más muertes por otras vías; el sistema sanitario nacional estaba y está incapacitado para impedir que eso ocurra en la circunstancia de un advenimiento infeccioso masivo en territorio nacional.

En su momento, algunos reportajes de investigación (en especial del New York Times y del semanario Proceso) destacaron ciertas peculiaridades en las disposiciones conductuales de la población mexicana ante las enfermedades infecciosas y los servicios médicos disponibles. La automedicación como un hábito arraigado, la suspicacia ante las medidas sanitarias federales y locales, la falta de confianza en la eficacia de clínicas, hospitales y consultorios médicos públicos, así como el reflejo condicionado negativo ante años de apatía, negligencia e incluso malos tratos por parte del personal de salud (médicos, enfermeras, trabajadores sociales, administrativos, etcétera) de esos centros sanitarios.

Todo eso es cierto. Es parte del horizonte anómalo del sistema de salud nacional con las concomitantes conductas perniciosas que su actuación (o falta de ella) ha fomentado entre el grueso de la población. Pero de ninguna manera son el problema central. Tampoco se habla aquí de un condicionamiento biunívoco, sino de una predisposición que se acopla con múltiples carencias cognitivas en las grandes masas. Sin duda importantes y de interés analítico en sí mismas, son con todo meras manifestaciones de superficie de un estado de cosas mucho más profundo, arraigado y sin dinámica de resolución en el horizonte. Es en la razón de ser del actual sistema-mundo donde yacen los inexorables vectores riesgosos de irradiación sostenida de los peligros materializados en forma de catástrofes para amplios sectores poblacionales, aunque no para todos los sectores poblacionales, sino en primerísimo lugar para los excluidos del sistema.

Niklas Luhmann diferenció en su obra Sociología del riesgo6 entre peligros y riesgos. Los primeros son eventos cuya lógica es ajena al control humano. Son sucesos naturales que acaecen en el entorno del sistema social y que tienen el potencial de afectarlo de manera catastrófica. Maremotos, huracanes, deslaves, enfermedades, etcétera. Los segundos, en cambio, pertenecen a la esfera de la acción humana. Implican agencia e intervención decisoria, aunque también pueden realizarse de manera involuntaria, lo que matiza la apelación a la decisión pero no a la mediación antropogénica. Incendios, explosiones, contaminación, choques, etcétera.

En el Tercer Mundo las masas aguantan más el hambre que el duelo.

En la circunstancia de la emergencia sanitaria mexicana debida a la irrupción y expansión del virus de la influencia A H1N1, en la primavera del 2009, riesgo y peligro estuvieron a punto de colapsar (y sólo la fortuna biológica, lo sabemos hoy a destiempo, salvó a la población de que esto ocurriera: el virus no es tan letal ni es tan expansivo, aunque sí es muy peligroso en ciertas circunstancias). El horizonte del peligro, alejado por naturaleza, recortó distancias en relación con el sistema social y éste se encontró con que no tenía más que un mínimo de alternativas de movimiento que básicamente se redujeron a dos, ambas perniciosas: dejar que el peligro siguiera su curso natural y esperar un posible colapso sistémico, o impedir con medidas drásticas que esto ocurriera y apechugar el quebranto del subsistema económico. Juiciosamente las autoridades eligieron lo segundo. En el Tercer Mundo las masas aguantan más el hambre que el duelo.

De manera que no es casual que los países que tomaron las medidas más drásticas para impedir que la enfermedad se instalara en sus territorios tienen todos una característica en común con México: carecen de sistemas sanitarios eficientes. Sin duda alguna, Bolivia, Ecuador, Perú y Argentina, y ahora ha quedado más que claro que también es el caso de China y Cuba, más allá de la cháchara ideológica autoritaria que ha esparcido una leyenda en contrario.

En su momento se criticó mucho la falta de tacto diplomático, la imposición unilateral de medidas de control sanitario y el atropello de los derechos individuales en busca del bien mayor por parte de esas naciones. En realidad no hicieron más que reproducir en el plano internacional lo que México hizo en el nivel doméstico. Erigir medidas rigurosas e impopulares para paliar el posible descontrol del sistema social ante la eventualidad de un peligro viral caotizado. Con ciertos matices, que incluyen el desordenado y explosivo crecimiento industrial chino (que de ninguna manera implica beneficios reales en otras áreas del sistema social de ese país allende la productividad), todas estas naciones se encuentran bien afianzadas en la periferia o en la semiperiferia del sistema-mundo.

En relación con el decurso de los manejos epidemiológicos en las diversas esferas del sistema-mundo capitalista, podemos rastrear en el tratamiento que diferentes especialistas han dado al tema de las epidemias virales —ya sea de manera general, ya de manera específica— los intersticios ocultos de la lógica sistémica. Tomemos a tres de ellos, todos ubicados en el Primer Mundo, para observar en los subtextos de sus sugerentes dichos el fondo del problema que presentan:

(1)    En el ya mencionado artículo “The Path of a Pandemic”, la doctora Laurie Garrett asevera que “Estamos en un mundo extraño en el que miles de millones de animales son concentrados en mínimos espacios, las remesas para la crianza vuelan a sitios productores en todo el mundo y trabajadores migrantes subpagados son expuestos a animales infectados… Esta es la ecología que, en los casos de cerdos y pollos, promueve la evolución viral”.

(2)    En el ensayo “Preparing for the Next Pandemic”7 el médico y profesor Michael T. Osterholm afirma que “el H5N1 [virus de la influenza aviar] continúa evolucionando en el virtual laboratorio de reordenamiento genético proporcionado por el inédito número de personas, cerdos y aves de corral en Asia. La explosión demográfica en China y otros países asiáticos ha creado una increíble vasija mezcladora para los virus”.

(3)    En entrevista con el semanario Proceso,8 referente al brote del virus de la influenza humana en México, el epidemiólogo estadounidense Marc K. Siegel dice que “Es un virus débil y no tan mortal por una simple y sencilla razón: la transmisión de la enfermedad se debilita diariamente porque el virus pierde consistencia conforme se transmite de humano a humano. Por eso las personas padecen fiebres moderadas que se puede controlar con medicinas si se tratan a tiempo”.

© Albany Álvarez

Garrett tiene razón al mencionar la insalubre masificación de las granjas para el sacrificio animal. Osterholm acierta al ver en China la compleja y perniciosa mixtura de seres humanos y animales. Siegel es certero cuando indica las altas posibilidades de éxito que posee un sistema sanitario rico y eficiente. Todos fallan en ver en esto cualidades universalizables del problema epidemiológico global. Sus posturas deben los defectos a una anomalía de visión. Centran sus proposiciones en la realidad vista en sesgo desde el Primer Mundo.

Lo cierto es que la lógica inherente al sistema-mundo capitalista ha exacerbado peligros reales e independientes del sistema que podrían haber permanecido confinados a eventos aislados si no fuera por su expansión desmedida. En este sentido, sigue siendo una bendición que el virus del ébola o su variante ligeramente menos violenta, el marburgo, hayan surgido al mundo en regiones no del todo ocupadas por la incesante penetración del capitalismo global.

Al respecto, Immanuel Wallerstein ha sido claro y contundente: i) el sistema-mundo capitalista contemporáneo está llegando a la etapa del desarrollo desmedido, marcada de manera primordial por el inaudito acrecentamiento y la solidificación de la insalvable brecha entre los que tienen demasiado y los que tienen demasiado poco; ii) desde siempre, pero de manera recalcitrante en nuestro tiempo, el sistema necesita para operar que grandes masas poblacionales se encuentren relegadas de los beneficios que gozan plenamente las personas del Primer Mundo y parcialmente las del resto del sistema; iii) como parte inherente a su funcionalidad, el sistema-mundo capitalista opera con base en la sobrexplotación de recursos naturales, la masificación orgánica (animales, cultivos, personas) y la minimización de costos de producción; por ejemplo, evitando controles sanitarios y de deposición de desechos, y iv) el sistema ha entrado en una fase en la que pequeños cambios iniciales producen grandes modificaciones a medida que se dinamizan; es decir, un periodo de inestabilidad y de severos reacomodos sociales en su interior.9

Una cuestión que se difundió poco pero que fue decisiva en el brote infeccioso mexicano de abril y mayo del 2009 fue la cantidad de muertes relacionadas con una mala atención médica o con una absoluta carencia de sentido común sanitario, o con ambas.10 Es decir, la mayoría de los decesos estuvo relacionada con las carencias estructurales de las zonas periféricas del sistema-mundo capitalista. En este sentido, el sistema presenta una configuración homológica entre lo macro y lo micro. Lo que ocurre en el nivel global ocurre en el nivel nacional.

Enormes grupos poblacionales nacen, se desarrollan y mueren en la nefanda zona de flotación que los hace oscilar en un permanente estado de ingreso/exclusión del sistema.

Si en la estructuración sistémica global necesariamente grandes grupos de naciones tienen que quedar relegados de los excedentes de producción y de la acumulación incesante de capital, flotando en la oscura zona de la miseria irreparable y de la esperanza de que los flujos de capitales se muevan, así sea como dádivas, hacia su esfera vital, lo mismo ocurre al interior de los Estados. Enormes grupos poblacionales nacen, se desarrollan y mueren en la nefanda zona de flotación que los hace oscilar en un permanente estado de ingreso/exclusión del sistema. Por periodos consiguen empleos remunerados, por periodos no. En ocasiones logran conectar con mínimas prestaciones sociales, como los servicios sanitarios públicos, en ocasiones no. Existe poca o nula motivación para acceder al sistema educativo público, y en la mayoría de los casos se hace sólo en el nivel primario, secundario a lo más, y con pésimos resultados académicos. Etcétera.

Es una zona lúgubre y pantanosa en la que las personas se encuentran en medio de un avasallador impulso hacia la exclusión social. Son lo que en el viejo marxismo se denominó el “lumpen proletariado”11 y que Wallerstein ha rebautizado como el “sustrato clasétnico”.12 Por fuerza, las masas poblacionales ancladas en este espectro vital nefando tienen preocupaciones más acuciantes que la salud. Sólo necesitan la mínima indispensable para seguir subsistiendo. No poseen la estructura cognitiva que les permita diferenciar entre una sintomatología benigna y una potencialmente fatal; mucho menos la información para discernir que algo extraño puede ocurrir, en el nivel microbiótico, de golpe y sin aviso. Muchos de ellos esperaron hasta que la invasión viral de sus organismos era irreparable. De ahí que en la epidemia de influenza humana “los muertos los puso México”, como plásticamente dijera una comunicadora televisiva en alguno de los programas monotemáticos dedicados en la primavera del 2009 a la irrupción de la influenza A en nuestro país.

Pero las características anómalas del sistema sanitario nacional y de la gran mayoría de la población en relación con los asuntos sanitarios no son ni contingentes ni remediables. Son necesarias e irresolubles. Son parte de la lógica del sistema-mundo. Para que los países del centro del sistema (es decir, el Primer Mundo) puedan acceder a los beneficios de una estructura sanitaria global de primer nivel tiene que haber naciones (la mayoría) que no puedan acceder a éstos. Algo tan contundente como la capacidad mundial para producir vacunas de la influenza estacionaria, por ejemplo. Las grandes remesas de una producción limitada siempre se hallan apartadas para el centro del sistema, con Estados Unidos a la cabeza.

Mucho se ha hablado en este sentido acerca de la necesidad de que países como México inviertan más en investigación y desarrollo científicos. Pero, ¿cuánto más? Lo más probable es que con la inmensa cantidad de problemas sociales a los que se tiene que destinar los cada vez más escasos recursos del Estado, la posibilidad de realizar un aumento real, constante y sostenido en materias como la investigación microbiológica, epidemiológica e infecciosa, es muy escasa.

Con todo, existe la posibilidad de plantear un horizonte de mejora mínimamente aceptable de esta circunstancia a todas luces problemática: dentro de las características crepusculares del sistema-mundo que Immanuel Wallerstein ha señalado, y que se resumen en la inminencia de un cambio estructural fundamental que traerá “tremendas perturbaciones”, también es, a juicio del pensador neoyorquino, la oportunidad para intentar pensar y edificar una mejor sociedad, ya que en los periodos de transición histórica del sistema social existen las condiciones de reblandecimiento estructural propicias para introducir cambios sustanciales en su dinámica.

Junto con las reformas estructurales profundas en los sistemas político y educativo, una de las grandes modificaciones que pudieran llevar a fundar una mejor sociedad futura pasa por el sistema de salud global y su centro neurálgico que es el hospital. Después de todo, si ha habido un desarrollo que ha sustentado la razón de ser de la tecnología y la ciencia moderna como paradigma del avance del conocimiento y la mejora de la raza humana, ése ha sido la ciencia médica. En su reconfiguración, el que ha sido el máximo logro de la Modernidad puede provocar la expansión del bienestar, la solidaridad y el compromiso común con un fin que afecta a todos por igual: la salud y la calidad de vida de los seres humanos.13

No obstante, también es posible (y quizá sea lo más probable) lo contrario: que como muchos logros sociales de la Modernidad, la salud universal haya sido una ganancia provisional. Que en el mediano plazo, junto con un amplio conjunto de seguridades que la civilización postiluminista pensó como necesarias y acabadas, los avances de la ciencia médica y la pragmática de salubridad mundial sufran un quebranto irreversible, minados sin remedio por la avaricia de la industrias relacionadas con la medicina, la desintegración sostenida de los Estados, las dinámicas poblacionales violentas y el advenimiento de un nuevo oscurantismo anticultural que ha comenzado ya a retrotraer al mundo civilizado a una nueva era de barbarie y disolución social.14 En este orden de ideas, los primeros en caer serán los países que están fuera del centro del sistema-mundo. El futuro inmediato decidirá, así, entre un nuevo renacimiento o el reinado sin remedio de la caotización en todos los niveles de la vida en sociedad. ®

Notas
1 Barcelona: Plaza y Janés, 1991.
2 Véase su ensayo “The Second Cybernetics: Deviation-Amplifying Mutual Causal Processes” en American Scientist 5:2, junio de 1963.
3 Véase su artículo “The Path of the Pandemic” en Newsweek, número doble especial, 11-18 de mayo de 2009.
4 Sobre las particularidades del sistema-mundo capitalista véase Immanuel Wallerstein, Análisis de sistemas-mundo, México: Siglo XXI Editores, 2005, y Conocer el mundo, saber el mundo, México: Siglo XXI Editores-UNAM-CIICH, 2007.
5 “Hubo diez casos probables y uno de defunción, y lo que no se dijo es que no eran defunciones probadas como consecuencia de este virus de influenza, pero mala fe no hubo, ni retardo en dar a conocer la información. En el momento en que se descubrió que era un virus nuevo, se alertó a la población. Estados Unidos tardó dos días en dar la alerta, México uno. Puede discutirse si cerrar restoranes estuvo o no justificado, pero es algo menor”, en “La enfermedad de la pobreza”, Letras libres nº 126, año IX, junio de 2009, entrevista con Arnoldo Kraus, p. 25.
6 Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1992.
7 En Foreign Affairs, julio-agosto del 2005.
8 “Pandemia mediática”, entrevista con Jesús Esquivel, nº 1697, 10 de mayo del 2009.
9 Véanse sus obras Conocer el mundo, saber el mundo, ya citada, y Utopística o las opciones históricas del siglo XXI, México: Siglo XXI Editores-UNAM-CIICH, 2003.
10 Así, por ejemplo, Marcela Turatti lo plasmó en su reportaje “Los muertos del sistema” en Proceso nº 1696, 3 de mayo de 2009.
11 Véase Karl Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Barcelona: Ariel, 1985.
12 Véase su libro Impensar las ciencias sociales, México: Siglo XXI Editores-CIICH, 1998.
13 La argumentación al respecto se halla en su obra Utopística…, ya citada.
14 Contundente sobre el particular ha sido Peter Sloterdijk; véase su obra Normas para el parque humano, Madrid: Siruela, 2006.
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Publicado en: Destacados, Octubre 2010, Sanos, enfermos y locos

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