El martirio de Hank Rhon

Es inocente, por eso lo soltaron…

Lo apresaron y lo soltaron, previsiblemente. Su liberación fue motivo de fiesta para mucha gente a las puertas del centro penitenciario del Hongo, en Tecate: políticos y amigos, acarreados, pedigüeños y beneficiados. Aquí, la crónica de esa noche.

Es muy probable que a Jeremy Bentham, quien conceptualizó la prisión moderna, se le hubieran caído los largos mechones blancuzcos de haber estado en mi lugar la madrugada del 14 de junio del 2011. Lo digo con la mayor de las ironías y sin incurrir en dramatismos. El también promotor de la igualdad de sexos y del bienestarismo en Inglaterra se hubiera ido de espaldas, y un siglo antes del escritor checo y tuberculoso hubiera entendido plenamente las transfiguraciones de lo kafkiano.

La madrugada del 14 de junio debía, como editor de un periódico de cuarta en Tijuana —donde tampoco existe periodismo de primera ni de segunda—, quedarme hasta las tres de la mañana a esperar la notificación que pusiera en libertad o encarcelara al matón, hijo del profesor que acuñó la frase “un político pobre es un pobre político”, y dueño de casas de apuesta, Jorge Hank Rhon 1. Decidí, junto con el jefe de información, escribir dos notas: en una la juez lo liberaba, y en la otra lo embutía a proceso por acopio de armas. Era como escribir una carta de amor a mi mujer y otra más a mi amante.

De esa forma nos librábamos de vegetar en la redacción de uno de los tres diarios de más circulación en Tijuana, propiedad de Vázquez Raña, que también es dueño de otros pasquines de la misma ralea. El jefe de información, Andrés, mi compinche y a veces mi patiño, iría a tomar unos vodkas con su ex mujer y yo me iría con un nalgatorio que había conocido mientras pontificaba en mi cátedra de criminología que imparto en una de tantas universidades ínfimas y privadas de Tijuana. Nos preocupaba Hank, es cierto, pero nunca más allá de lo periodístico.

Por supuesto, lo periodístico es inasible y es pretexto de muchas interpretaciones, y cuando desvestía a la mujercita marcó a mi radio el jefe de información, eufórico: debíamos ir, era toda una fiesta, según le dijeron otros reporteros que estaban ahí; que era algarabía y había cientos de personas; tenemos que tomar la carretera rumbo a Mexicali, pasar Tecate, tenemos que estar ahí, hay crónicas que escribir, ladró. Historias impresentables en los papiros simuladores de Hankilandia. Intenté persuadirlo por pereza, más que por urgencia sexual. Me ofreció cerveza, pagar las casetas y disponer de su auto. Sabía que acabaría pagando yo, pero le dije que sí, que me diera media hora. Eso me tomaría despachar a mi amiga, supuse, aun cuando en realidad me tomó mucho menos…

Los otros medios tiraban de la misma carreta, y entre compromisos de publicidad, compromisos con varios esbirros importantes del mafioso, y el talento de folívoro de los reporteros, las voces que arengaban el asunto por completo eran los priistas, los besamanos y el populacho acarreable o voluntarioso que el jueves de la semana pasada habían tomado un bulevar principal para afirmar, categóricamente, que Todos Somos Hank.

Hank Rhon había sido tema absoluto de la semana. Día tras día hubimos de sortear el servilismo del director del diario, quien entre sus muchos compromisos editoriales tenía el de rendir pleitesía velada al excéntrico ingeniero. Los otros medios tiraban de la misma carreta, y entre compromisos de publicidad, compromisos con varios esbirros importantes del mafioso, y el talento de folívoro de los reporteros, las voces que arengaban el asunto por completo eran los priistas, los besamanos y el populacho acarreable o voluntarioso que el jueves de la semana pasada habían tomado un bulevar principal para afirmar, categóricamente, que Todos Somos Hank. Yo deseaba, asqueado, zanjar la noticia, mientras descubría que en realidad el grueso de los tijuanenses deseaba ver al millonario en la cárcel, sólo que jamás tomarían las calles para exigirlo al gobierno, como los otros que demandaban su libertad.

El trayecto empezó en la salida de cuota hacia Tecate, y mientras la pagaba mi buen amigo abrió una cerveza y me preguntó a rajatabla si recordaba el libro de Poniatowska, La herida de Paulina; asentí, lo recordaba, lo había leído, me volvió a preguntar con risa socarrona sobre la posterior pifia que protagonizó la autora por el asunto de Paulina, la niña violada, y el libro2. A veces rendir cuentas de lo justo o lo injusto puede transformarnos en bufones dicharacheros, me dijo. Y avanzamos con las luminarias lejanas de Tecate a lontananza, y más allá todavía, apareciendo y ocultándose entre cerros y chichones de tierra y piedra, las luces rutilantes del centro penitenciario del Hongo.

Para llegar hasta la puerta del penal es menester salir de la carretera y manejar a través de diez kilómetros de pavimento, pero en la bocacalle estaban atravesadas tres patrullas de la policía estatal, con sus matones encapuchados. Llegar a la prisión era irrelevante, la fiesta estaba ahí: a ambos lados de la carretera, a lo largo de medio kilómetro, estaban estacionados casi doscientos vehículos, entre autos particulares, camiones y calafias. La gente tomaba café, pero también atisbaba fogatas y mezclaban tragos y abrían cervezas. Señoras gritonas y plañideras jalaban y exhibían frente a las patrullas que impedían el paso la misma manta blanca con letras rojas: Yo estoy con Hank. Mientras se desgañitaban en consignas, atrás de ellas: los políticos. Engominados, inconfundibles, adustos con barriga y chamarras o suéteres de marca. Delegados, regidores, directores y jefes de departamento. Hacían círculo y comentaban o urdían. Vi fotógrafos, camarógrafos, todo el medio reporteril paseando sus ínfulas ridículas de sabueso tras la primicia, tras la mejor foto. Esto está lleno de payasos, y hemos venido a engrosar el retablo.

Pronto estaba ajustando el obturador y el flash de la cámara mientras hacía posar —con la mayor de las naturalidades, por favor— a familias que reposaban con su café con piquetito y una docena de ambulantes que habían llegado a ganarse unos pesos en el evento. A mí me invitó el delegado de la Presa, dijo una, y en lo que va de la noche ya me hice de mis buenos quinientos pesitos; ojalá liberen al señor porque la verdad siempre nos ayuda, como ahorita. A un lado de su puesto, siete choferes de calafias hablaban, alrededor de unas sillas que ardían como fogata, de incendiar un camión de carga con pacas de pastaje estacionado a cincuenta metros en caso de que no liberaran a Hank. ¿Tanto así lo apoyan?, pregunté con sorna. Ni madres, dijo uno: sólo queremos hacer desmadre.

Supongo que por eso congenié y gané su confianza, y tras darles detalles puntillosos aunque exagerados de la tipa con la que había estado hora y media antes, me invitaron una cerveza y se abrieron, en sentido figurado, completamente de capa. Nos vamos a abrir de capa, carnal, pero nomás no lo publiques.

Ellos fueron el inicio de una difícil sinceridad que brotó entre chascarrillos, cerveza, tequila, café con mezcalito o simple y llano impulso por la verdad, del cínico que padece la comezón de soltarla. Ellos habían venido con la promesa de 400 pesos y la posibilidad de pegarle pira a lo que fuera si acaso Hank tuviera que ordeñar barrote. Cuando mudé de grupo acabé fotografiando a un cuarteto de vejestorios, mujeres como salidas de un atareado gallinero donde roban huevos y descabezan pollos, y una de ellas fue a colgarse del cuello del delegado de Centenario, para exclamar alegre: A mí me dijo mi delegado que Hank sabe agradecer a los que lo quieren, y yo quiero cinco mil pesos para un puesto de tacos dorados. El rostro avergonzado del funcionario, y el de la venerable, cambiaban de tono azul a rojo, estrellados por las torretas de las patrullas que resguardaban el paso al penal.

Los únicos que parecían estar ahí sinceramente, con el garbo inconfundible del que sabe esperar, conspirar y medir, eran los correligionarios de partido, los empresarios de transporte y sus empleados de confianza, que miraban con suspicacia sutil a los reporteros mientras posaban para el fotógrafo o el camarógrafo, en ese amor habitual que tienen por su imagen y su aversión por la verdad y las preguntas.

Yo estoy seguro de que saldrá, dijo un tal Miguel Ángel Badiola, encargado de relaciones públicas del hipódromo, concesionado por segunda vez a Hank por Salinas de Gortari, y sus ojos se pusieron turbios de esperanza. Este maricón va llorar, pensé. Fue el mismo Badiola que al día siguiente, mientras la comitiva de esbirros y lamebotas hacía barrera humana al salir Hank de su último encierro, un arraigo fallido, lloró y abrió los brazos a su hermoso patrón y éste le espetó un tiranísimo y sádico “No llore, aguántese como los hombrecitos”, enfrente de todos, para que quede constancia que al Hombre le gustan tan viriles como él.

Eran ellos, los políticos, los funcionarios de primer nivel, sus directores y jefes de departamento, bien vestidos, perfumados, relucientes, los únicos que parecían aguardar con el candor de quien ama y no juzga, cualidad sine qua non de una mujer enamorada, especialmente en un país como el nuestro, donde ser hombre parece tratarse de acumular defectos o aristas. Hank y sus mujercitas, sus animales favoritos, dijo alguna vez.

Eran ellos, los políticos, los funcionarios de primer nivel, sus directores y jefes de departamento, bien vestidos, perfumados, relucientes, los únicos que parecían aguardar con el candor de quien ama y no juzga, cualidad sine qua non de una mujer enamorada, especialmente en un país como el nuestro, donde ser hombre parece tratarse de acumular defectos o aristas. Hank y sus mujercitas, sus animales favoritos, dijo alguna vez. Hank y sus animalitos. Y para un hombre que tiene 600 caballos y los mantiene, tener un puñado de priistas, empresarios y empleados es lo mismo. ¿También lo amarán sus caballos y animales exóticos? Cuando pensé eso, en medio de mi estupor alcohólico, mi teléfono vibró y era Laura Sánchez, reportera que había conseguido llegar hasta el penal luego de andar los diez kilómetros que lo separan de la autopista: Es oficial, Manuel; ya lo soltaron.

Y de inmediato —o al poco tiempo si debo sincerarme yo también— la algarabía: los vejestorios, los choferes, los jóvenes y treintones con las camisolas del equipo de futbol, Xolos, desdoblaron la manta blanca en letras rojas y gritaron Sí se pudo, sí se pudo. Una señora exclamó: Es inocente. Sí, dijo otra: ya no hay duda de que es inocente porque lo soltaron. Mi estupefacción me bajó la pequeña borrachera que paseé desde Tijuana hasta la nueva sucursal del imperio hankista, El Hongo.

El hombre había entrado a la cárcel, y como si hubiera purgado cada uno de sus crímenes —que son muchos, vayamos reconociendo— salió reivindicado, perdonado ante los ojos de sus admiradores y pedigüeños que convirtieron seis días de cárcel en ochenta años de prisión, suficientes para hacerle cambiar la testa a cualquiera, escribiría Bentham, el humanista, el utilitarista.

Pero no, su libertad no llegaría en ese momento todavía. Todos los ingenuos que quisimos que la simulación del momento fuese al menos fructífera, sin importar el motivo o conspiración, recibimos una segunda oportunidad, y del penal lo trasladaron a un arraigo que duró apenas horas. Hank salió del hotel de arraigos, uniformado en tela gris, pelo a rape, barba de varios días, como el Barrabás que necesitaba el PRI, sus besamanos y sus mendigos. ¿Quién podría juzgar a Barrabás por segunda ocasión? A juicio los que le aprehendieron y a juicio los que le soltaron. El hombre es un santo. La cárcel, ese instrumento de control y vigilancia, una de tantas instituciones de control —dijo Foucault, que se murió de sida sin conocer esta nueva posibilidad de la pena corporal—, se había trasmutado en un templo de purificación, porque ¿qué mejor prueba de mi inocencia que mi libertad? Y con eso basta para la reivindicación, esta vez superlativa, de quien se ha movido en una impunidad que trasciende a la de cualquier capo de nuestro catálogo nacional. ®

Notas
1. Jorge Hank Rhon, polémico millonario, político nacional y ex alcalde de Tijuana, así como el hijo más joven del profesor Carlos Hank González, quien amasó su fortuna al cobijo de la impunidad y la corrupción, fue detenido por medio centenar de soldados la madrugada del sábado 4 de junio, mientras dormía en su mansión, debido a una denuncia anónima que culminó con su arresto y el decomiso de 88 armas de diferente tipo y nueve mil cartuchos. Luego de más de una semana de averiguaciones y declaraciones judiciales, la juez federal Blanca Elvia Parra lo liberó debido a las inconsistencias del informe militar y la mala integración del expediente por el ministerio público federal. Luego de ser liberado del penal del Hongo fue arraigado en el mismo sitio por autoridades estatales, por su presunta autoría intelectual en el homicidio de una novia de uno de sus catorce hijos. Fue liberado también, esta vez por un juzgado estatal, por falta de pruebas que justificaran el arraigo, convirtiendo el caso Hank Rhon en otra pifia política y jurídica para México.
2. Elena Poniatowska, una de las vacas sagradas de la literatura y el periodismo mexicanos, escribió un libro sobre una adolescente mexicalense llamada Paulina, que fue violada en 1999 por su padrastro y otro hombre, embarazada y obligada por el panismo bajacaliforniano a tener el producto cuando el ministerio público le negó su derecho a abortar. Luego de publicado el libro, Paulina se desdijo y “confesó” que el padre de la creatura había sido un muchacho. En una declaración que evidentemente fue forzada y obtenida con sobornos, la autora acabó transformando su libro crítico en un trabajo de cuasi ficción.
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Publicado en: Apuntes y crónicas, Junio 2010

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