El miedo a la furia sexual femenina

Black Swan, de Darren Aronofsky

Filmada con pulcritud, con un estilo al mismo tiempo intimista y descarnado, plagado de close-ups dramáticos y con toques de hiperrealismo, expansiva en los interiores, acentuados por la dualidad dominó de acabados, ambientes e iluminación, con su sexto largometraje Darren Aronofsky ha logrado hacer una cinta que será alabada por el gran público durante mucho tiempo.

Con fundamento en el arco tripartita clásico que lleva al héroe (en este caso, heroína) de un punto de partida determinado al clímax transformador y, de éste, al desenlace que lo arroja modificado ante los ojos del espectador, asistimos a la transformación vital de Nina Sayers (Natalie Portman). No obstante, justo el desarrollo cinematográfico de ese arco es donde la película ecuentra su problema mayor, puesto que con innegables miras de hacer de ésta un éxito de taquilla, el director flaqueó en sus fortalezas y enfatizó sus debilidades.

Si el tema subyacente era la construcción socio-patológica de la mujer histérica con su concomitante camino sin salida en busca de su liberalización sexual y mental (que desde los trabajos de Michel Foucault sabemos que ha sido un enclave represivo del sistema de control de los cuerpos y las consciencias de corte sexista y elitista), el trabajo del cineasta estadounidense queda sólo en fuegos de artificio. La razón de esto se halla en que los elementos del terror reflexivo ante la atracción instintiva del impulso sexual del personaje principal (bailarina clásica en el trance de lograr el pináculo de su carrera al interpretar a los personajes centrales de El lago de los cisnes), representados magistralmente por el monstruo onírico/dramatúrgico del cuervo negro, detentador del torbellino fálico masculino y sus ecos de súcubo paradójico, que bambolea entre el deseo incontrolado y la repulsión visceral, quedan relegados a un segundo plano, cuando no a una mera anécdota de tantas en el filme.

Mismo destino tuvo el acierto inicial de tejer la visualidad del filme con momentos clave de la vida mental trastornada de la heroína, que incluyen alucinaciones sexuales y ejercicios de automutilación.

En cambio, Aronofski decide dar peso a una vulgar historia de iniciación sexual con elementos trillados y banales como el deseo por un hombre maduro (el director de la puesta, Thomas, interpretado por Vincent Cassel), la masturbación ocasional, una noche de borrachera, la edulcorada y festiva experimentación con drogas leves (se subraya que el efecto sólo dura unas horas) y una cacareada escena de atracción y sexo lésbico con su compañera de ballet, Lily (Mila Kunis), que al final resulta ser una simple fantasía del personaje. Es decir, los elementos pedestres que cualquier universitaria promedio vive en el momento de la despedida de la adolescencia y que puede uno ver en cualquier comedia universitaria estadounidense de quinta categoría. Pero el realizador tuvo que construir este puente de inteligibilidad para que la audiencia tuviera un anclaje convencional en la recepción fílmica.

Mismo destino tuvo el acierto inicial de tejer la visualidad del filme con momentos clave de la vida mental trastornada de la heroína, que incluyen alucinaciones sexuales y ejercicios de automutilación. Si bien después de Lost Highway (Lynch, 1996), el envite de poner en cuadros fílmicos un mundo cerebral anómalo es muy grande, el también director de Pi cumplió aceptablemente su cometido, pero lo dejó romo al hacer intervenir con poca pericia la figura de la madre asfixiante y castrante. De manera didáctica (y, por lo mismo, chocante), el personaje materno es un monumento al cliché: neurótica, frustada, controladora, se niega a aceptar la madurez sexual de su hija al tiempo que intenta reivindicar en ella la frustación de su propia carrera dancística mediocre.

Que el desenlace desembocara en el suicidio de la protagonista central era predecible. Es parte del efectismo intencionado que Aronofski buscó para dar gusto a las masas. Ese tópico falso pero apreciado por el gran público de que, en el arte (dancístico en este caso), la cima se consigue con la fuerza de la implosión subjetiva. En torno al camino que lleva a este trágico y consabido final el cineasta tuvo en sus manos, pero echó a perder, un elemento gótico excepcional y perturbador, que pudo haber convertido la cinta en un trabajo memorable a rabiar: la mutación visual de Nina en un monstruo que fusiona al cisne negro y a la joven fémina. Si hubiese vinculado este ser fantástico con su contraparte masculina, el cuervo fálico, pudo crear una semiosis fílmica en la que lo abominable y lo sublime se mezclaran para engendrar un flujo arquetípico trastocado en el que el íncubo inicial (Nina) pasara a ser un súcubo agresivo, consciente de sí y dueño de su destino y sus placeres. No cabe duda de que la fuerza transgresora de esto puso a temblar al director y sus afanes de complacencia a la Academia estadounidense.

Si esta bestia portentosa hubiera ocupado más tiempo y prolijidad en pantalla y no hubiera concluido con su auto sacrificio, lo que Aronofsky hubiera construido sería una poderosa alegoría cinematográfica de lo que tanto sigue temiendo el establishment occidental: la furia sexual femenina, vigoroza, afirmada y autosuficiente. Pero ello no le hubiera dado ni tantas nominaciones hollywoodenses, ni tantos elogios de la audiencia ni tantos dividendos en taquilla. ®

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Publicado en: Cine, Febrero 2011

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