Por mucho que sea exaltado y utilizado como símbolo de la revolución, cuando se hace un recuento serio de sus múltiples despropósitos, de sus frases posteriormente rescatadas, entre la marea de escritos devocionales, pletóricas de desprecio por el prójimo, de su gusto morboso por el asesinato, es muy posible que surja en la superficie el verdadero sentido de la existencia del Che.
Apenas un día después de cumplirse los cuarenta y siete años de la muerte del Che en la Quebrada del Yuro, jóvenes normalistas de Chiapas se manifestaban en contra de la masacre de estudiantes en Iguala, Guerrero, llevando una enorme pancarta con otra reproducción más de la foto de Korda. Sus legítimos reclamos al gobierno, la exigencia de resultados expeditos en la solución de la crisis, una vez más se volvían a adornar con un mito que, al menos en el imaginario de la revolución, simboliza la lucha por la justicia y la paz.
La mistificación del Che Guevara en sí misma ha accedido a planos ya prácticamente incontrolables. No sólo se volvió un producto de cuantiosa mercadotecnia en los bazares revolucionarios, o de espantosos ridículos como el de Aleida Guevara subida a una carroza en el carnaval de Florianópolis, Brasil, sino que entre las discusiones sobre mitos y realidades se ha ido perdiendo el eje central de la existencia misma del Che Guevara como personalidad mundial. Se ha ido perdiendo una noción tan sencilla como que Ernesto Guevara no habría trascendido en absoluto ni se habría convertido en una fábula, para unos perturbadora, para otros ejemplar, sin la mano directriz del verdadero y único cerebro de la revolución cubana. Pocas veces nos detenemos a pensar en que el Che Guevara fue únicamente una pieza necesaria en la dramaturgia que Fidel Castro iba tejiendo, paso a paso, buscando un resultado óptimo en la épica operática de su epopeya.
El personaje que faltaba a la revolución
Uno de los recursos a los que Fidel Castro echó mano desde el comienzo de su gran aventura fue la homologación desfachatada entre su inminente revuelta y las viejas luchas por la independencia de Cuba. Comprendió que nada funcionaría mejor que equipararse a los grandes próceres inmaculados, arrimándose con especial denuedo a la figura del más grande de todos, el más altruista y humilde, el que mayores votos de confianza popular recibía entre los cubanos, al apóstol José Martí. Con ello la nueva lucha llevaría el sello de la continuidad, deslindándose de la politiquería republicana y retomando los viejos valores de la liberación nacional.
“Charlé con Fidel toda una noche. Y al amanecer ya era el médico de su futura expedición. En realidad, después de la experiencia vivida a través de mis caminatas por toda Latinoamérica y del remate de Guatemala, no hacía falta mucho para incitarme a entrar en cualquier revolución contra un tirano”.
Pero necesitaba de otros íconos para sostener su pedestal. Por ello escogió a Ernesto Guevara después de conversar con él una madrugada completa aquel julio de 1955 en la casa de María Antonia González en México, y tras darse cuenta de que el argentino estaba lo suficientemente enardecido como para seguirle los pasos con total fruición, ardiendo en deseos de ser parte de alguna —¿cualquier?— escaramuza revolucionaria. Él mismo lo escribió así en una carta a sus padres: “Charlé con Fidel toda una noche. Y al amanecer ya era el médico de su futura expedición. En realidad, después de la experiencia vivida a través de mis caminatas por toda Latinoamérica y del remate de Guatemala, no hacía falta mucho para incitarme a entrar en cualquier revolución contra un tirano”.
Como no hacía falta mucho para hacer explotar al argentino con la mecha tan corta que ya traía, la providencial aparición de aquel delirante nuevo guerrillero no cubano le dio a Fidel Castro el matiz que necesitaba para adornar su expedición con el detalle del internacionalismo proletario. Por una parte, todavía estaba fresca la memoria de los brigadistas internacionales que desde 1936 habían participado en la lucha por la II República española. Cubanos como Pablo de la Torriente Brau se habían inmolado en la península, y ello ofrecía un tono de solidaridad humanista digno de imitar en el espectáculo político que estaba a punto de inaugurarse. Por otra parte, las luchas independentistas habían contado con un líder extranjero: el dominicano Máximo Gómez, un verdadero caballero en los campos de batalla y, a tenor de sus elevados méritos, consecuentemente amado por el pueblo cubano.
Por la capacidad del yate Granma sólo pudieron subir a bordo, en Tuxpan, 82 expedicionarios. Ya eran demasiados para una embarcación tan pequeña, pero dejar en tierra a algún que otro connacional, favoreciendo al médico extranjero —médico según su palabra, porque a estas alturas todavía nadie ha visto su título— se presentaba como un requisito demasiado seductor como para dejarlo pasar. Así que al sobrevivir Guevara a la despiadada fumigación que recibieron al desembarcar, con apenas doce supervivientes, de inmediato se ubicó —si es que ya no lo estaba— en el círculo de poder más selecto de la futura rebelión.
Al posicionarse ya como una fuerza militar en la Sierra Maestra, debilitado y desmoralizado el ejército de Batista, en el verano de 1958 Fidel tuvo otra idea brillante en el escenario de su revolución: recrear la invasión de oriente a occidente que, en dos columnas mambisas, llevasen los próceres Antonio Maceo y Máximo Gómez (el extranjero), en 1895, contra el poder español. Darle al guerrillero foráneo el mismo personaje del dominicano significó un detalle dramatúrgico de notable impacto en la gesta. Camilo Cienfuegos interpretaría, por su parte, al Titán de Bronce, siendo una figura de profundo arraigo popular.
La propia epopeya de la invasión, como desde el desembarco lo había sido la lucha revolucionaria en pleno, era hiperbolizada y redimensionada por los lentos medios de comunicación de entonces, la dinámica interna de la sociedad cubana que ya no aguantaba más al autoritarismo batistiano, pero sobre todo, por el fino manejo de la realidad que, desde un cómodo cuartel en la montaña, componía Fidel Castro. Él ofrecía entrevistas a la prensa extranjera y mostraba un ejército pujante que diezmaba a las poderosas tropas de la dictadura.
Los soldados batistianos estaban ya hartos de pelear por su impopular alto mando, y ni siquiera dispararon un solo tiro, con lo que la supuesta captura del tren blindado, en el mítico ataque del Che, también quedaría en entredicho.
Al producirse la célebre Batalla de Santa Clara los titulares del New York Times anunciaban “Mil muertos en cinco días de violentas luchas callejeras”, contando como “el comandante Che Guevara pidió una tregua a las tropas de Batista para retirar los cadáveres de las calles” […] “Guevara volteó la marea de esta sangrienta batalla y acabó con las fuerzas de Batista, compuestas por 3000 hombres”… La realidad, y muy a pesar de las versiones al calor del momento que ofreciese Jayson Blair, fue mucho menos elevada. El propio Che señala en su diario que su columna sólo sufrió una baja, la del oficial conocido como “El Vaquerito”, en tanto otros relatos de testigos refieren la muerte de entre tres y cinco hombres. Los soldados batistianos estaban ya hartos de pelear por su impopular alto mando, y ni siquiera dispararon un solo tiro, con lo que la supuesta captura del tren blindado, en el mítico ataque del Che, también quedaría en entredicho. Su famoso brazo enyesado, tal y como aparece en la estatua de su monumento en Santa Clara, no tuvo nada que ver con los enfrentamientos. Pero vaya si se veía bien en su caracterización.
Personaje en hybris
Cuando un personaje en las tragedias griegas, según Aristóteles, caía en el error trágico que llamaban “hybris”, tenía ya muy pocas posibilidades de sobrevivir al castigo de los dioses. Y eso fue lo que le pasó al Che. Sus excesos en Cuba después del triunfo revolucionario sobrepasaron cualquier límite. No sólo fracasó estrepitosamente en todos y cada uno de sus proyectos económicos, sino que continuó amenazando la hegemonía de popularidad internacional que ostentaba el máximo líder, enviándose a sí mismo a empresas revolucionarias de dimensiones globales, soñando con guiar a Latinoamérica y al mundo en una nueva revolución universal.
No podía menos que molestar a Fidel Castro que uno de sus inmediatos subalternos, además de pretender sobrepasarle en fulgor, se pusiera a denostar del poder soviético en pleno proceso de apadrinamiento económico. Cuando Guevara visitó, en 1964, a su buen amigo Ben Bela en Argelia, llegó a decir en un discurso que la Unión Soviética era “cómplice de la explotación imperialista”. Con su regreso a Cuba, que coincidió con la vuelta de Raúl Castro de Moscú (y donde el discurso de Argelia había causado un revuelo inusitado), el Che encontró las líneas telefónicas de su casa cortadas. A partir de ahí todo fue de mal en peor para un personaje que nunca había gozado de identidad propia. Su escapada al Congo, para enredarse en guerras prácticamente tribales e inextricables a favor de Laurent Kabila, y de la cual salió vivo de puro milagro, no sólo señalan el fin de su subtrama en el libreto de la revolución, sino que ponen en evidencia su desesperación por iniciar algo a lo que hoy llamaríamos el spin-off de la aventura fidelista.
Cuando se embarcó en el episodio de Bolivia, creando en la turbulencia de su cerebro un nuevo mundo en el que florecería su academia de guerrillas y todos los países del continente aceptarían sus enseñanzas y estrategias para liberarse del imperialismo, ya el Che no era un elemento vivo de la historia, sino sólo un eco esquizofrénico del muñeco diabólico que Fidel Castro había comenzado a construir en 1955.
Paradójicamente, fue en 1967 cuando estalló el mito entre los sectores progre de todo el mundo, y el “sacrificio” del “guerrillero heroico” se volvió un ejemplo recurrente para todos aquellos que creyeron en la posibilidad de derrocar al poder imperialista por la vía de las armas. Lo irónico fue que ni siquiera hubo tal sacrificio, al menos de manera consciente. “No disparen, soy el Che Guevara. Valgo más vivo que muerto”, fueron sus poco valientes palabras al ser capturado en las agrestes praderas bolivianas.
Telón
Por mucho que sea exaltado y utilizado como símbolo de la revolución, cuando se hace un recuento serio de sus múltiples despropósitos, de sus centenares de fusilados en La Cabaña, de sus frases posteriormente rescatadas, entre la marea de escritos devocionales, pletóricas de desprecio por el prójimo, de su gusto morboso por el asesinato, es muy posible que surja en la superficie el verdadero sentido de la existencia del Che. No una pieza de la revolución, no un ejemplo, no un prócer de origen extranjero integrado de manera orgánica a la guerra necesaria, sino sólo un muñeco fabricado por el único y verdadero artífice de la gran falacia, posteriormente desechado y, no obstante, convenientemente aprovechada su aureola redentora en el maquillaje de un proceso político de por sí teatral, bufonesco y fallido. ®