Emilio Uranga, conciencia vigilante de la república

Entrevista a José Manuel Cuéllar Moreno

Uranga fue un apóstata de la academia; un devoto del existencialismo y, más tarde, de Marx; un columnista implacable —rayano en lo majadero—; un lector asiduo; un analista lúcido de la condición mexicana, y consejero de presidentes.

José Manuel Cuéllar. Foto: cortesía del autor.

En 1960 el presidente de México, Adolfo López Mateos, hizo en Guaymas una declaración en la que, en medio de diversas luchas y protestas sociales, pretendió dar una definición de su gobierno: “Dentro de la Constitución, de extrema izquierda”.

A darle contenido a aquella frase dedicó sus esfuerzos uno de sus asesores, un brillante filósofo que había integrado el grupo Hiperión, cuyos miembros intentaron desentrañar los misterios del mexicano. Se trataba de Emilio Uranga, discípulo de José Gaos y quien había realizado estudios en Alemania.

Uranga formuló, desde el existencialismo, una suerte de teoría para sustentar y justificar al régimen del PRI frente a sus opositores, especialmente los provenientes de la izquierda. Así, identificó a la Revolución mexicana con la Constitución y declaró el carácter inconcluso de ese proceso histórico.

Al análisis de aquellas ideas del pensador y asesor de varios presidentes priistas, José Manuel Cuéllar Moreno dedicó un libro, titulado La revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI (Ariel, 2018), el que revisa críticamente sus posturas desde su análisis del mexicano hasta sus consideraciones sobre la democracia y las izquierdas mexicanas de los años cincuenta y sesenta.

Cuéllar Moreno escribe en el libro sobre el personaje que estudia:

Uranga fue un apóstata de la academia; un devoto del existencialismo y, más tarde, de Marx; un columnista implacable —rayano en lo majadero—; un lector asiduo; un analista lúcido de la condición mexicana, y consejero de presidentes como López Mateos, Díaz Ordaz, Luis Echeverría y López Portillo. Su vecindad con la política extendió una sombra de sospecha sobre su producción teórica y le ganó el título de “intelectual orgánico del despotismo priista”.

Platicamos sobre ese libro con Cuéllar Moreno (Ciudad de México, 1990), quien es doctor en Filosofía por la UNAM. Fue residente de la Fundación Antonio Gala y becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha obtenido los premios nacionales de novela Luis Arturo Ramos por El caso de Armando Huerta (2009), y José Revueltas por Ciudademéxico (2014). Ha sido editor de Herir en lo sensible. Ensayos y artículos de crítica literaria de Emilio Uranga y de La exquisita dolencia. Ensayos de Emilio Uranga sobre Ramón López Velarde. Acaba de publicar su libro La razón pendular de Emilio Uranga. Una historia del existencialismo mexicano (2025).

—¿Por qué un libro como La revolución inconclusa, acerca de Emilio Uranga, este “energúmeno mexicano” que había sido muy ignorado, con una leyenda negra por haber sido una suerte de ideólogo del PRI?
—Desde hace años vi que había una penosa laguna en nuestra historiografía y en nuestra filosofía, que no habían documentado suficientemente bien esta etapa de oro que va de 1947 a 1952 y más allá en el caso de Uranga. Me di cuenta de que era un personaje que sigue dando incomodidades y tocando fibras sensibles, lo que, desde luego, a cualquier investigador le atiza la curiosidad.

Yo estudié Filosofía, y mi primer acercamiento a Uranga fue a través de su libro de 1952 Análisis del ser del mexicano, e inmediatamente me di cuenta de su trabajo periodístico, los artículos que escribió especialmente en los años sesenta, sobre todo cuando era asesor de Adolfo López Mateos. Allí dejaba ver una personalidad y un estilo de “energúmeno”, inclemente, que no solamente nos cuenta las verdades sino que las apoya. Uranga era el personaje que estaba buscando para que me mostrara todo el México del siglo XX y lo convertí en mi Virgilio.

—De su revisión del libro Análisis del ser del mexicano me llamó mucho la atención lo de “nepantla”, estar en medio, y cómo lo interpretó Uranga, además de la zozobra. También es muy importante su planteamiento de la accidentalización, que opone el humanismo que él postulaba con el europeo. ¿Cómo basó Uranga su concepción política sobre sobre estas ideas de 1950?
—Ese capítulo no es mi última palabra sobre la filosofía de Uranga, sino la que está en mi más reciente libro, La razón pendular de Emilio Uranga, aunque en La revolución inconclusa ya estaban apuntadas las ideas centrales de su Análisis del ser del mexicano.

A Uranga y a los miembros del grupo Hiperión se les suele catalogar como filósofos de lo mexicano, lo cual es correcto porque formaron parte de esta corriente, una de las más robustas de la filosofía mexicana y que hizo suya la cuestión de qué es el mexicano. Es una pregunta aparentemente obvia, pero de una enorme complejidad, incluso hasta nuestros días.

De ello, sin embargo, se deduce erróneamente que Uranga y los hiperiones eran nacionalistas, que a lo que se dedicaban era a observarse el ombligo y a cortarle las antenas a la filosofía para que renunciara a su vocación universal. Esa lectura es falsa: lo que querían hacer era un nuevo humanismo en el paisaje desmoralizador de la posguerra.

Uranga retomó la pregunta de qué es el mexicano y le dio una respuesta existencialista. Para él no hay una esencia ni una definición del mexicano, sino que lo mexicano es un sentido que le tenemos que imprimir a nuestras vidas de manera colectiva, un quehacer del cual todos nos tenemos que responsabilizar.

De ese modo, en aquel momento de profundo recogimiento nacionalista que fue la época de Miguel Alemán, Uranga vino a ser la voz cínica, un aguafiestas de la gran fiesta mexicana que decía que lo mexicano en realidad no es nada. En sentido estricto, no hay una esencia del mexicano.

Había otra palabra que le cosquilleaba en la lengua, la que extrajo de la lengua náhuatl: “nepantla”. Éste es un enorme mérito: introdujo en la discusión filosófica uno de los términos más fecundos hasta la fecha porque ha suscitado muchos estudios. No tiene traducción en ningún idioma occidental porque es una palabra que nos permite pensar la ambigüedad, la encrucijada, la incertidumbre…

Tenemos que ver en la filosofía de lo mexicano una filosofía de la liberación, ferozmente anticolonial, la que pasaba por una filosofía del lenguaje. Uranga estaba en combate con el lenguaje y quería dar con palabras nuevas para pensar lo nunca antes pensado, para pensar nuestras particularidades.

Extrajo de la tradición poética la categoría de zozobra; un libro de Ramón López Velarde de 1918 se tituló precisamente así para destacar el temple afectivo, la atmósfera sentimental desde la cual ordenamos el mundo en la Ciudad de México y en todo el país. Pero había otra palabra que le cosquilleaba en la lengua, la que extrajo de la lengua náhuatl: “nepantla”. Éste es un enorme mérito: introdujo en la discusión filosófica uno de los términos más fecundos hasta la fecha porque ha suscitado muchos estudios. No tiene traducción en ningún idioma occidental porque es una palabra que nos permite pensar la ambigüedad, la encrucijada, la incertidumbre, habitar el intersticio.

Esto es propiamente lo que define no solamente la existencia del ser del mexicano, sino del ser humano: lo que une a los seres humanos no es un color de piel ni una lengua, sino, para utilizar un verso de López Velarde, el dolor fluyente de nuestros penados corazones.

Un humanismo auténtico tiene que poner en primer plano la verdad incómoda, pero verdad a fin y al cabo, de que todos estamos nepantla.

—En esta primera etapa de 1950, ¿cómo pensaba él a la Revolución mexicana? Es decir, antes de su partida a Friburgo. Se puede observar, por ejemplo, una reivindicación del cardenismo y desprecio por el alemanismo.
—Sí, absolutamente, y allí también hay varios equívocos y confusiones por parte de los intérpretes. Uranga, al igual que otros personajes como, por ejemplo, Octavio Paz, concebían a la Revolución mexicana como un proceso ontologizante. Para el filósofo, no fue un evento que sucedió puntualmente en 1910 sino que se trata, más bien, de un proceso histórico mediante el cual se dio a la luz un nuevo ser: surgió un nuevo ser humano mexicano que todavía estaba en hechura. Necesitaba de categorías, de un aparato conceptual, de un semblante —que es lo que estaban haciendo los muralistas—, de una voz —que le estaban dando los poetas y los músicos—. Pero todavía carecía, por decirlo así, de una lucidez, de unos ojos. ¿Quién se los iba a dar en la filosofía?

Uranga le iba a dar una orientación; entonces, tiene una concepción de la Revolución mexicana ontologizante: no está detrás de nosotros, sino adelante. Era la brújula del México contemporáneo.

Por otro lado, a finales de los años cuarenta estaba muy reciente la fundación del PRI (1946). Era el momento en el que la revolución se institucionalizaba, cuando se bajaba del caballo para vestir corbata y subir a un Cadillac.

Ese momento es el que le toca vivir a Uranga, quien estaba en contra de esa revolución que él llama explícitamente “de oropeles”: exhibicionista, folclorista, que tiene una concepción cosificante del mexicano. Entonces la doctrina oficial del régimen de Alemán era la mexicanidad, de modo que tenemos que ver a la filosofía de lo mexicano como una reacción a ella. Uranga renegaba de esa revolución y optó por una más íntima y cordial (“cordial” es una palabra que viene de latín cor, cordis, “corazón”). Él explícitamente puso su voto de confianza en la revolución de Lázaro Cárdenas. Así, como se habían expropiado la poesía y la pintura, había que hacerlo con la filosofía.

—En aquellos años es cuando se forjó la narrativa histórica priista, de la que afirma usted que es una suerte de desenvolvimiento hegeliano de la libertad a partir de la disputa entre los conservadores y los progresistas, en donde el PRI y el presidente portan una misión histórica que deriva de la Independencia, la Reforma y la Revolución. ¿Cómo se formó esa narrativa y, sobre todo, en qué medida la asumió Uranga?
—Lo que familiarmente llamamos “el mexicano” en realidad es un constructo que comenzó a fraguar a partir de los años cuarenta. Con Lázaro Cárdenas había un discurso oficial que, de algún modo, fomentaba la división de clases sociales, lo que cambió radicalmente con el general Manuel Ávila Camacho, cuando comienza a afianzarse esta expresión “la familia revolucionaria”. No sólo era una retórica, sino una táctica con prácticas concretas: Ávila Camacho reunía a todos los priistas para que los hijos se conocieran, para que trabaran amistad entre ellos. A partir de ese momento el partido tuvo la misión histórica de probar que la revolución era sólo una y que poseía su rienda. A esto me refiero con esta concepción casi hegelianizante.

Los priistas tenían que mostrar que la historia de México no presenta discontinuidades ni rupturas, sino que es un camino ascendente de progreso y libertad que desemboca en el partido oficial revolucionario. Entonces es cuando comenzó a cobrar fuerza lo que denominamos “nacionalismo revolucionario”.

Uranga tuvo un papel estelar en 1960 como un gozne en esa narrativa del nacionalismo revolucionario. ¿Por qué ese año es importante? Porque acababa de ocurrir la Revolución cubana, que fue duro golpe a aquel discurso porque desplazó a la mexicana como paradigma de revolución latinoamericana exitosa y porque surgió una nueva izquierda que se vertebró alrededor de los sucesos que estaban pasando en Cuba.

Entonces esta “izquierda delirante”, como la llamaba Uranga, puso en entredicho la legitimidad del partido oficial y también la capacidad de la Revolución mexicana para dar sustento a la historia y a la nación mexicana.

Era en un momento en el que la explosión demográfica estaba por ocurrir. Había un gramo de verdad en la convicción de Uranga: ¿qué pasaría con los ciudadanos mexicanos que estaban por nacer? Son ellos los que tendrían que contar, no los mexicanos de la actualidad. Esa argucia ya me parece cuestionable. Es verdad que Uranga no termina de desarrollar esa idea porque todos esos argumentos políticos están en artículos breves de periódico.

José Manuel Cuéllar. Foto: cortesía del autor.

Aquí es cuando él, en publicaciones en revistas como Siempre! y Política, argumentó que la mexicana es una revolución inconclusa, como la sinfonía de Franz Schubert, de la que nunca nadie se podrá jactar de haberle puesto punto final. La obra de ese compositor exige de nosotros, los oyentes, el esfuerzo creativo de completarla.

Eso era la Revolución mexicana. Vemos que Uranga no abandonó sus convicciones existencialistas, y consideró que no era ni un trauma histórico ni algo que se pudiera consumar porque era un proyecto vital y, en ese sentido, tenía vigencia.

Él participó del nacionalismo revolucionario, pero desde un enfoque existencialista: le imprimió este giro, y de nueva cuenta sorteó la tentación de la cosificación del mexicano porque jamás iba a hacer una caricatura ni de éste ni de la revolución.

—Es muy interesante: hay una tensión en esa revolución inconclusa porque se plantea que hay un proyecto revolucionario y que hay la posibilidad de su realización al llevar a la práctica lo establecido en la Constitución. ¿Sí podían coincidir tanto el proyecto como su realización? Porque parece que podría mantenerse siempre sin terminar.
—En esa época, los años cincuenta, los sesenta y hasta la actualidad, persiste la convicción de que la Constitución de 1917 recogió las principales consignas de la revolución. Así, tenemos un artículo 27 y la figura jurídica de la expropiación, que hace del Estado soberano el propietario original y originario de los bienes nacionales. Está también el artículo 123, que fue en su momento y hasta la fecha uno de los artículos más avanzados, más vanguardistas en la defensa de los derechos laborales y que, a pesar de las múltiples reformas, sigue siendo una de las vocaciones de nuestra Carta Magna porque es el reconocimiento de la justicia social.

Entonces, esa convicción estaba operando en aquella época, y más bien la discusión se centraba en de qué manera íbamos a llevarla a la práctica. Esas consignas de la Constitución hacían que, en principio, sí pudiera ser equiparada con la Revolución mexicana. Así, no había una ruptura ni escisión entre las demandas revolucionarias y la Carta Magna. Por ello, Uranga decía que la Constitución no es un dique, sino un cauce de la revolución.

—Me llama la atención que en esa línea hace una crítica muy severa: que Uranga se adhirió a una visión populista de la Revolución mexicana y la Constitución.
—Esa me parece la parte más endeble en la argumentación de Uranga de los años sesenta, cuando planteó incluso una democracia futurista, ya estirando demasiado la liga y llevando el existencialismo hasta su extremo absurdo, en el que la democracia es una cuestión de mayorías, pero no de las presentes, sino de las mayorías por venir. Era en un momento en el que la explosión demográfica estaba por ocurrir. Había un gramo de verdad en la convicción de Uranga: ¿qué pasaría con los ciudadanos mexicanos que estaban por nacer? Son ellos los que tendrían que contar, no los mexicanos de la actualidad. Esa argucia ya me parece cuestionable. Es verdad que Uranga no termina de desarrollar esa idea porque todos esos argumentos políticos están en artículos breves de periódico, pero esa postura populista es la que me parece la más problemática y criticable de él en ese momento.

La versión populista es la que lo hace defender algo así como una democracia futurista. El ejercicio era interesante, pero desde luego no como lo planteó Uranga.

—Quiero ahondar sobre la concepción de la democracia que tenía Uranga, porque afirmaba que las que van a decidir son las mayorías, pero las de las siguientes generaciones. Pero hay otra vertiente muy interesante: la subordinaba, como el PRI, a la justicia social, y de allí buena parte de su reivindicación del presidencialismo.
—La concepción de democracia de Uranga es muy compleja y elusiva porque llegó a publicar más de 200 artículos al año. Si solamente consideramos dos o tres artículos nos quedaremos con una visión parcial e incluso falsa de lo que opinaba. Él llegó a ser la conciencia vigilante de la república ya que comentó los sucesos políticos durante, por lo menos, dos décadas.

¿Cuál era el mensaje último de Uranga? Jamás ofrecía soluciones, eso jamás lo encontraremos, ni tampoco un decálogo de valores de lo que se tenía que hacer. Pero recuperó la vocación filosófica del intelectual como un tábano, como un mosquito, como alguien que tiene que estar incordiando, que debe hacer un llamado de conciencia y a la lucidez.

Además, su visión cambiaba según los sucesos en boga. En el fondo, ¿quiénes eran los destinatarios de la filosofía de Uranga? ¿A quiénes estaba interpelando continuamente con su filosofía de lo mexicano, con el existencialismo que jamás abandonó? Para él, los agentes del cambio político no eran los partidos políticos ni los caudillos iluminados, sino simplemente “las personas”, como las llamaba. ¿Cuál era el mensaje último de Uranga? Jamás ofrecía soluciones, eso jamás lo encontraremos, ni tampoco un decálogo de valores de lo que se tenía que hacer. Pero recuperó la vocación filosófica del intelectual como un tábano, como un mosquito, como alguien que tiene que estar incordiando, que debe hacer un llamado de conciencia y a la lucidez. Entonces, ¿qué es en el fondo la democracia para Uranga? Un llamado a quitarnos de encima cualquier tipo de tutela, moral o política, a responsabilizarnos de nuestras acciones y de sus consecuencias.

Habría que discutir si no incurría, más bien, en una postura demasiado individualista, aunque es verdad que, por otro lado, siempre estaba llamando a cultivar el sentimiento de pertenencia a la comunidad mexicana, a una entidad más grande. Esto también es muy existencialista: cada decisión individual es una decisión colectiva.

Los interlocutores de la filosofía de Uranga son las personas, los individuos, a los que hacía un llamado a quitarnos de encima cualquier tipo de tutela, a criticar cualquier determinismo, a alzar la voz en donde una verdad amenazaba con hacerse doctrina y opresiva.

Parece paradójico porque nos suelen presentar a Uranga como un consejero del Ejecutivo; es decir, participó en la casi osificación de una ideología, lo que incluso vemos cuando leemos sus comentarios a los discursos de López Mateos y de Gustavo Díaz Ordaz. Pero siempre queda la duda de si lo que estaba expresando Uranga es un elogio, una pulla o una crítica, porque era su estilo cínico. Así, los elogios siempre iban acompañados de un retintín irónico, y las críticas las soltaba envueltas en el papel celofán de un elogio. Es la ambigüedad del estilo uranguiano.

—La parte central del libro es aquella definición tan ambigua de López Mateos sobre que su gobierno era de izquierda extrema dentro de la Constitución. Uranga manifestaba su oposición a lo que llamó “la izquierda catastrofista”, que enterraba a la Revolución mexicana y que incluso reivindicaba otras experiencias revolucionarias, como la cubana. De allí sus críticas a, por ejemplo, Lázaro Cárdenas. ¿Qué tipo de izquierda proponía Uranga? Me parece que él también se define por ahí, e incluso también como “marxólogo”, por ejemplo.
—Uranga llegó a decir que la izquierda despachaba en el Palacio Nacional y, de alguna manera, tenía razón. También dijo en 1960 que no había nada fuera del PRI. (Por cierto: La revolución inconclusa fue publicado a principios de 2018, antes de los comicios presidenciales. Hubo una nota periodística que puso algo así como que yo decía que no había nada fuera del PRI, y me llovieron las críticas. Pero eso yo no lo dije en 2018, sino Uranga en 1960.)

Fue una voz profética: la oposición no iba a venir de fuera, sino de dentro del partido, y así ocurrió en 1988. En 1960 él ya había vislumbrado las grietas que recorrían la pirámide monolítica del partido, y tampoco era ingenuo…

¿Qué quería decir Uranga con aquella frase? Que la nueva izquierda que se estaba articulando alrededor de Cuba no era una que fuese a fructificar. Decía: “Es una izquierda ajena a la experiencia mexicana, un armatoste teórico marxista–leninista que no va a arraigar en suelo mexicano”. A eso le llamaba “izquierda delirante”, desenraizada, aunque era muy consciente de que la oposición y las fracturas internas iban a venir del propio interior del partido.

Fue una voz profética: la oposición no iba a venir de fuera, sino de dentro del partido, y así ocurrió en 1988. En 1960 él ya había vislumbrado las grietas que recorrían la pirámide monolítica del partido, y tampoco era ingenuo: sabía que los otros partidos, como el Popular Socialista, de Vicente Lombardo Toledano, eran satelitales y parapetos.

De nueva cuenta vemos a Uranga como alguien que aullaba las verdades incómodas, como que “no hay un afuera del partido”. Tenía razón, por supuesto.

—¿Qué nos dice de sus polémicas? Me llama la atención, por ejemplo, el intercambio con Víctor Rico Galán, que le hacía una severa crítica, y otra muy accidentada con Daniel Cosío Villegas.
—Era sumamente polémico; desde la preparatoria sus amigos le apodaban “Enemilio”, porque ya desde entonces tenía un estilo cáustico.

Se peleó con José Gaos y rompió con su magisterio y con la ortodoxia heideggeriana, y así se dio a conocer como “el niño terrible” que se rebeló. Tuvo pleitos encarnizados con los neokantianos a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, y también respondió a las críticas de Rico Galán, quien era uno de los “izquierdistas delirantes”, “catastrofistas” a los que se refería. Éste le llamó “ideólogo de los granaderos”, lo que, obviamente, era injusto, pero de humor negro.

Después Uranga se peleó con Cosío Villegas, pero la polémica abandonó el terreno de los argumentos filosóficos para volverse un pleito casi personal, a pesar de que se conocían desde los años cuarenta, cuando el filósofo tuvo una beca de El Colegio de México. Entonces los unía, si no una amistad, por lo menos una relación cercana, al igual que con Alfonso Reyes, al que llegaron a mencionar en su discusión.

¿Qué otros personajes pasaron por el cadalso de Uranga? Edmundo Gorman, Carlos Fuentes —o Carlitos Fuentes, como le llamaba con cierto tono despectivo— y, por supuesto, Octavio Paz.

¿Cuál era el verdadero enojo de Uranga? ¿Qué le enojaba, qué lo provocaba? Le molestaba el caudillismo intelectual, así como toda la nube de aduladores que rodeaba a ciertos personajes, principalmente a Fuentes y a Paz, de modo que sus críticas iban dirigidas, por ejemplo, no tanto a Paz como al fenómeno de Paz. Eso era lo que en verdad le molestaba.

—¿Qué queda del pensamiento de Uranga y hasta de la política que él postulaba ? Me llaman la atención, por ejemplo, su reivindicación del presidencialismo y sus postulados sobre la democracia.
—Uranga está viviendo un segundo aire, es un personaje muy vigente. Sus lectores actuales hemos dejado atrás la idea de que es un personaje anclado al presidencialismo o al populismo, y yo no utilizaría esos adjetivos para describirlo. Hoy más bien lo vemos como un filósofo anticolonial.

Es un personaje que está ayudando mucho a los filósofos mexicano–estadounidenses a pensar identidades fronterizas, con el estado de no ser ni de aquí ni de allá. De modo que la pregunta por el ser del mexicano es una cuestión abierta que sigue siendo muy dolorosa al otro lado de la frontera y también aquí.

Revolución inconclusa…

Estamos viviendo otro momento de profundo nacionalismo y las categorías que introdujo Uranga, como zozobra, accidentalidad e insuficiencia siguen describiendo con estremecedora exactitud la condición humana en el siglo XXI.

También sigue en pie el proyecto de un nuevo humanismo, otra manera de entender al ser humano que no nos excluya ni nos haga menos a los mexicanos, a los latinoamericanos.

Así que Uranga sigue más vigente que nunca en ese sentido.

—¿Qué nos dice, muy brevemente, del humanismo mexicano que postulaba Uranga?
—Que no tendría que ser un humanismo de banderines de colores y chinas poblanas, sino que el humanismo mexicano tendría que poner en primer plano la verdad dolorosa de que lo mexicano es una pregunta abierta que convoca no solamente a los que nacimos en este territorio, sino a todos aquellos que de alguna manera han sufrido en carne propia la experiencia de la exclusión, de la marginación. De ello dijo: “Eso es la base de un auténtico humanismo”. ®

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Publicado en: Libros y autores

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