Especialista y observador de varios géneros de la música popular, el autor ofrece un vasto ejercicio de imaginación literaria para penetrar en la mente de uno de los más grandes y perdurables ídolos latinoamericanos de la balada romántica. Usted lo reconocerá.
Pero ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento; no, nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás.
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, libro I: Por el camino de Swann
La bahía de Acapulco se ha desperezado, como siempre lo hace, desde temprano en la mañana. El sol cayendo pleno, calentando la superficie marina, la arena, el caserío, los rascacielos para el hospedaje; las embarcaciones, el asfalto de la costera, las cabezas de los cientos de trasnochados que ya han comenzado con los síntomas de la resaca; el fuselaje de los aviones que reinician el frenesí del aeropuerto internacional suspendido momentáneamente por la noche, los ríos de automóviles sobre las tres avenidas importantes, dos de ellas en realidad carreteras urbanizadas; los primeros cuerpos en traje de baño que se tendieron ya a todo lo largo de su arena tropical; los antros cerrados, los restaurantes, las miles de cuadriculas azuladas de las albercas públicas y privadas, y las azoteas y fachadas de las residencias de Punta Diamante; la excéntrica vegetación de sus amplios jardines y los rostros de los ejércitos de sirvientes que suben y bajan para que esté todo al gusto de sus quisquillosos patrones.
El sol pega de frente en el ventanal de su habitación, iluminando las enormes cortinas blancas con remates de hilo de plata. Lo despertó la luminosidad y se levantó con un sobresalto. Había estado soñando con su madre. Tenía tiempo que no le ocurría. Se vio en una plazoleta de Roma, de vuelta a los seis años, corriendo tras las palomas y viendo hacia arriba el rostro sonriente de ella, tocado con una pañoleta de seda sobre la frente, cubriendo su pelo color paja fulgurante, y enmarcado por el campanario de una iglesia. En el sueño la tomó de la mano y se vio caminando con ella plaza al norte hasta que ésta, en un instante, se convirtió en un túnel luminoso. La mano de su madre estaba ahora medio cubierta por la manga de una túnica azul celeste con ribetes de oro. Levantó la mirada para ver su cara. Ella volvió a sonreírle y le dijo “Me da gusto verte de nuevo”, para difuminarse luego entre los haces de una luz blanca de creciente intensidad. Él sintió el impulso de apresarla, de no dejar que se esfumara entre la bruma incandescente que todo lo envolvía, cada vez más luminosa, y fue cuando el sol guerrerense lo despertó.
Salió de la cama y llamó por el interfono a una de las criadas. Pidió que le subieran un desayuno ligero y una botella grande de agua Lauquen, helada. Caminó por la habitación, desnudo, como siempre dormía; se vio en el espejo de cuerpo entero de la recámara, en el extremo opuesto de la cama, a veinte metros de ésta, giró tres veces la cabeza, estiró los hombros y jaló hacia atrás los brazos. Hizo una pose de fisicoculturismo, concentrándose en el reflejo de los últimos logros del gimnasio, se tiró un pedo y encaminó hacia el baño. Orinó, se lavó las manos y se cepilló los dientes. Llegó la mucama. Llamó y le dejó en una mesa lateral el desayuno. La puerta estaba abierta y sólo tocó por cortesía, ya que sabía que una de las costumbres de la mansión era que el señor nunca cerraba con llave las habitaciones en las que se encontraba, ni siquiera el cuarto de baño. También se habían acostumbrado a verlo desnudo, ya que afirmaba que si uno no podía andar como Dios lo trajo al mundo por su propia casa, entonces a dónde iba a parar el planeta.
Era el resultado mezclado del miedo a los accidentes y de cierta deferencia para con su servidumbre. Decía que nunca aseguraba las puertas porque si algo le ocurría no tendrían oportunidad de rescatarlo a tiempo, y por otra parte afirmaba que si él había llamado a alguien del servicio doméstico se daba por entendido que sabía que vendría y no tenía por qué entorpecer su andar con el rito de toda la vida del “permiso/adelante”. Con todo, la chica, de uniforme rosa y delantal blanco, tocó a la puerta porque era una costumbre difícil de erradicar y pensaba que le daba “pena” no pedir permiso al señor que era tan “gente”.
En efecto, era un patrón decente y educado. No se permitía sobajar a las personas bajo sus órdenes, pagaba por encima de lo normal y daba las prestaciones de ley. Tenía un trato neutral pero agradable con ellos. Decía que convivía más con ese equipo a su servicio que con nadie más en la vida, ni con el único pariente cercano que le quedaba: su hermano menor. Pero cuidado si por alguna razón —a veces no muy clara de discernir— alguna de las personas que trabajaba para él caía de su gracia. Entonces era implacable, cruel e intransigente. Si no, nada más había que preguntarle a dos de sus ex guardaespaldas a quienes no dio más que cuarenta pesos para su taxi de regreso a la costera después de haberlos corrido entre insultos racistas y palabras soeces. “En fin”, se dijo la muchacha al recordar estas historias de la residencia, “todo el mundo tiene sus días”.
El teléfono del departamento de Bosques de las Lomas timbró cuatro veces y entró la contestadora. Colgó. Hasta ese momento recordó que le había dicho que esa semana estaría en Miami porque Jaime Carrillo, bon vivant y conocido actor de telenovelas de Televisa, lo había invitado a su fiesta de cumpleaños en el nuevo penthouse que tenía en esa ciudad caribeña estadounidense.
Acabó su desayuno y telefoneó a su hermano en la Ciudad de México, porque el lunes, hacía ya dos días, su secretario particular le había dicho que la contadora estaba preocupada por la deudas mensuales excesivas de la American Express Platinum de su hermano. Por supuesto, había con qué pagarlas pero se preguntaba si no era demasiado el gasto mensual de manutención del junior. El teléfono del departamento de Bosques de las Lomas timbró cuatro veces y entró la contestadora. Colgó. Hasta ese momento recordó que le había dicho que esa semana estaría en Miami porque Jaime Carrillo, bon vivant y conocido actor de telenovelas de Televisa, lo había invitado a su fiesta de cumpleaños en el nuevo penthouse que tenía en esa ciudad caribeña estadounidense. Suspiró. Miró las cortinas resplandecientes y se relajó en su sofá favorito: de tela Hermès y estructura de cedro.
Sintonizó el televisor en un noticiero español de media tarde y recordó que por la noche daría una entrevista exclusiva a una cadena estadounidense radicada en Los Ángeles. Se encontraría con la periodista, Leslie algo, en un salón de hotel rentado y acondicionado por la cadena ahí mismo en el puerto de Acapulco. Eran pasadas las ocho de la mañana así que todavía quedaba mucho tiempo antes de la cita. Seguiría con su tranquila rutina habitual de días de descanso. Es decir, cuando no tenía grabaciones, ensayos o estaba de gira.
Terminó de ver el noticiero de la televisión española. Dio un par de vueltas por el extremo oriental de la habitación. Volvió a sentarse sobre el sofá de tapizado Hèrmes. Tomó de la mesilla contigua uno de sus libros de Paulo Coelho y continuó con la lectura donde la había dejado la noche anterior:
Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha de hombres y de animales por el desierto. Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes nerviosas de los guías y de los comerciantes. En el desierto, en cambio, sólo el viento eterno, el silencio y el casco de los animales. Hasta los guías conversaban poco entre sí.
Sonó una canción de Enrique Iglesias que tenía por tono en su celular de última generación. Le molestaba que lo interrumpieran cuando ya había agarrado la lectura, hábito que le costó años desarrollar, pero que finalmente, profesores privados de “cultura general” de por medio, pudo afianzar ya bien entrada la adultez. Era vergonzoso ir a ciertas reuniones donde no estaban sólo los habituales, la horda de juniors, actrices de televisión, modelos y playboys de siempre, y quedarse callado cuando la conversación iba más allá de su carrera o la cháchara superficial sobre el mundillo del espectáculo.
Una vez en una fiesta le presentaron a Carlos Monsiváis, quien le dijo que era admirador suyo y que sinceramente lo consideraba el mejor cantante pop del país y seguramente de Hispanoamérica. Él se sintió halagado y agradeció el comentario, pero enseguida la figura enjuta, morena y de pelo blanco del intelectual urbano comenzó a soltar una serie de frases, alusiones y lo que parecían ser dobles sentidos sobre la definición de “Hispanoamérica” que la mayoría de los reunidos en torno suyo parecían entender y seguían con sonoras carcajadas que él no tuvo más remedio que imitar, aparentando que entendía de lo que iba la jocosa diatriba del escritor, que además la decía con un tono muy peculiar, con su típico acento de barrio sureño que hacía que no abriera bien la boca y terminara con rapidez las últimas palabras de una oración.
Por dentro estaba muy incómodo. Pensó que en su vida realmente había una laguna que en ocasiones parecía insondable. Habían sido muchos años de no ir a la escuela, tirando con profesores privados que sólo alcanzaron a darle ciertos elementos superficiales para que no se rezagara para siempre del resto de personas de su edad en asuntos escolares. Terminó, entre la intermitencia de las sesiones, con lo que le faltó de primaria y lo básico de secundaria. Cumplió como pudo con las materias de los grados superiores, es decir, las de preparatoria. No más. Su frenética vida artística, férreamente impulsada por su padre, así como su disoluta vida adolescente lo apartaron de un montón de temas que con el tiempo resultó que era importante, o por lo menos conveniente, saber. Su padre fue muy negligente en ese sentido. Lo único que había aprendido de manera sobresaliente fueron los idiomas. El italiano, por descontado, gracias a su abuelo y a su madre. Después el francés y el inglés, que los hablaba casi sin acento. Pero hasta ahí.
Todo este escozor interno era parte de una incomodidad general con el estilo de vida que había llevado hasta ese momento, a mediados de los noventa. Tenía que comenzar a caminar, dar los pasos siguientes para entrar más pleno a la treintena. En los años subsecuentes lo consiguió sólo parcialmente, aunque hizo grandes mejoras. Por lo menos en numerosas ocasiones ya no tuvo que fingir risas, negaciones o asentimientos sobre cosas que antaño no hubiera comprendido en absoluto.
También se acostumbró a hojear los periódicos de circulación nacional de México y de los Estados Unidos, por lo menos una vez a la semana —además de su compulsiva afición por la nota roja de cualquier diario. Era asiduo —cuando el trabajo se lo permitía— a los noticieros extranjeros, especialmente los europeos: de TVE y de la BBC.
Lo que más le gustaba leer eran las novelas ligeras, al estilo de Isabel Allende o Laura Esquivel, así como los “libros con mensaje”, como los de Coelho. Los encontraba entretenidos y profundos y subrayaba pasajes y frases que memorizaba para estrenarlos, si la ocasión lo permitía, en la próxima cena importante o en la siguiente cita con la prensa. Alguna vez uno de sus instructores le dio En busca del tiempo perdido, libro I: Por el camino de Swann. Se le cayó de las manos. Le dijo que mejor le preparara un resumen breve para saber de qué iba y que le reprodujera pasajes con punch para tenerlos en su colección de citas. Así lo hizo. Ciento treinta dólares la hora eran suficientes para hacer la sinopsis al gusto de su patrón.
Vio que el que llamaba era su secretario particular, una de las siete personas que tenían su número móvil personal.
—Hola, ¿estás cerca de tu televisor?
—Sí, ¿ahora qué?
—Pon Mujeres entretenidas, ¿sabes en qué canal?
—Sí, carajo. El que todo el mundo en este país se la pasa viendo. ¿Qué es tan importante con ese dichoso programa? Estaba tratando de leer un rato antes de hacer gimnasio.
—Tú ponlo.
“Así es Rebeca, de acuerdo con la información que se ha dado a conocer, su madre estaría en una exclusiva clínica de rehabilitación en Los Cabos, muy exclusiva. El lugar no es del conocimiento público, es muy exclusivo, sólo para gente exclusiva.
”Y, Dafne, ¿según esto, quién está a cargo de la señora?
”Al parecer, según la investigación de Leonor, un grupo de amigos, que al parecer desde hace más de cinco años la rescataron en Italia, donde al parecer era indigente y adicta a las drogas, al parecer.
”Ay, pues esperemos que sea verdad. Todos queremos que su hijo se reencuentre con ella.
”Claro los dos han sufrido muchísimo…
”Dirás los tres.
”Claro, los tres, contando a su hermano, claro, y la historia, claro, tiene ramificaciones tremendas, claro; verás, las ramificaciones son que más o menos por el 92…”
—¿Por qué chingados siempre tienen que pasar cortos de mis videos de hace un siglo para acompañar sus disparates? ¿Es que no tienen nada de lo nuevo?
—Porque hacen las producciones con las patas, bien lo sabes.
—Y que lo digas.
—Y bien, ¿cómo ves?
—Genaro, eres el único que sigue dando tanta importancia al lodazal y las idioteces de los medios. Despáchalos y ya, como siempre lo hacemos. No debiste interrumpirme para esas tonterías. Nada más me ponen de malas.
—Lo sé, lo sé, sólo quería que lo escucharas. No vaya a ser que te lo saquen en la entrevista de la noche. Oye, por cierto, me dicen que se va a transmitir en vivo. ¿Estás de acuerdo?
—¿Cómo que en vivo? ¿No se supone que la iban a grabar y a pasar mañana?
—No, dicen que, efectivamente, la van a pasar mañana pero por segunda vez. ¿Quieres que cancelemos?
Silencio.
—¿Qué reputación tiene esa tal Leslie…?
—Freeman.
—Porque no me suena para nada su nombre. Conozco bien el medio angelino, pero a ella no la ubico.
—Tiene poco de haber entrado a la televisora. Es una californiana completa. Graduada de UCLA. Negra, liberal, veinteañera, parece muy profesional. Habla perfecto español y por eso la contrataron para la división hispana de la cadena.
—¿Es guapa?
—Mucho. Pero no empieces. Nunca vas a cambiar, ¿verdad? Entonces, ¿vas o no vas?
—Sí, está bien, adelante, pero hazles notar que o no dijeron o no dejaron bien claro que nos íbamos a ir en vivo.
—Muy bien, ¿algo que se te ofrezca de por acá? ¿Algún pendiente?
—No. ¿A qué hora vienes?
—Tengo que estar en el aeropuerto en una hora. Llego al puerto y veo unos pendientes. Digamos que te veo a la una o una y media.
—No. Comamos a las dos. Aquí en la casa.
—Correcto. Paso a la oficina y de ahí me voy para allá.
—Le aviso a alguno de los muchachos para que pase por ti al cuarto para las dos.
—Te agradezco. Nos veremos entonces.
Colgó y leyó un rato más. Pasaron setenta minutos desde que acabara su desayuno y se dirigió al gimnasio, en la parte baja de la mansión, contiguo a la piscina de dimensiones profesionales. Pidió a uno de los hombres de mantenimiento que pusiera el CD azul de Sara Brightman en el Home Theatre del lugar. Comenzó “La lune/Winter in July” de La luna mientras hacía la rutina de calentamiento. Dedicó una hora y veinte minutos más a correr en la caminadora, al Pec Fly y al aparato de bíceps y tríceps. Hizo los estiramientos de salida. Se sacó las bermudas Reebok que se había puesto para ejercitarse con las máquinas cromadas, pulcras, pesadas; salió por las puertas automáticas de cristal de doble vista y se lanzó a la piscina. Comenzó a nadar de mariposa. Veía las paredes azules de la fosa en segundos, luego, en un destello, la línea ondulada de la superficie del agua y, en un instante, los arbustos recortados del jardín en rededor, para volver a ver el fondo azul bajo el agua. Arriba y abajo. Jalando, reteniendo y soltando el aliento. Tuvo un pensamiento que relampagueó en su ser entero. Con frecuencia le ocurría. Terminó los cincuenta metros y apoyó el interior de los brazos en una esquina del prisma de 50 x 25 x 2.5 metros. Jadeó un momento y recompuso la respiración a ritmo acompasado. Deslizó una mano por el pelo castaño adhiriéndolo a su cabeza y evitando que escurriera sobre los ojos. Miró concentrado hacia el jardín que se extendía casa adentro.
O fue en el agua o no fue en el agua. Mi hermano no lo ha tenido muy claro en todos estos años. Pero con certeza sabe, y yo por boca de él, que fue en España en medio de una de las innumerables peleas de pareja entre mis padres. A mi padre, violento e impulsivo como fue, se le pasó la mano y ahí quedó todo. Murió el amor de mi vida sin que yo pudiera verla por última vez, sin entierro ni funerales. Sólo así, murió y punto. Las muertes pasionales ocurren a diario en todo el planeta. No es nada de que extrañarse. Las puede uno descubrir día con día si se sabe dónde buscar. (Pocos conocen mi obsesiva afición a leer los periódicos amarillistas y la nota roja en general.) Es algo que pasa y ya. Lo terrible es que te pase a ti. Que haya ocurrido en el seno de tu familia. Comienzas pronto a sentirte como bicho raro, como un paria, como si no fueras de esta especie. Después viene el silencio. El qué dirán, la imagen. Mi mundo es de puras apariencias: cómo decir algo así, cómo exponerlo, cómo intentar comprensión, cómo dejar que se vaya, que el viento lo riegue por la bahía. No. Tienes que vivir con ello. Guardártelo. No soltarlo. Quemarte por dentro. Ser un muerto en vida. Un zombi. Lo mejor sería retraerte para siempre. Convertir tu casa en un monasterio. Convivir con los extraños apenas lo necesario. Pero mi éxito, mi fama, es mi condena.
Murió el amor de mi vida sin que yo pudiera verla por última vez, sin entierro ni funerales. Sólo así, murió y punto. Las muertes pasionales ocurren a diario en todo el planeta. No es nada de que extrañarse. Las puede uno descubrir día con día si se sabe dónde buscar. (Pocos conocen mi obsesiva afición a leer los periódicos amarillistas y la nota roja en general.) Es algo que pasa y ya. Lo terrible es que te pase a ti. Que haya ocurrido en el seno de tu familia. Comienzas pronto a sentirte como bicho raro, como un paria, como si no fueras de esta especie.
(Ahí están, por ejemplo, ese par de zorrillas imbéciles de la televisión mañanera diciendo pura estupidez sobre mi madre. Eso ocurre por lo menos dos o tres veces cada año. Todos quieren su tajada, aumentar el rating, dar la nota de escándalo, fingiendo interés por una persona que no conocen y que, en última instancia, ni les va ni les viene.)
Por más que mi hermano y yo hemos sido una muralla de silencio, un pacto de sangre y fuego, la prensa, los metiches, los amigos, los maledicentes y los bienintencionados, no tardaron en preguntar, en preguntarme, en preguntarnos, en preguntarse. Dónde está, cómo le ha ido, ¿la has visto?, qué ha sido de ella, hace tanto que no la veo, es bien raro que nunca aparezca, por qué nunca te viene a ver, qué le ha parecido tu nuevo disco. Él ya no está para rendir cuentas. Ahora se las rinde al Creador y lo más seguro es que tenga una buena cuota de llamas en el infierno. Ella tampoco existe. No tenía yo más elección. Su muerte fue trágica, absurda y atroz, pero al dejar de existir fue redimida. Fue —es— una madre y ni la peor de las circunstancias puede manchar eso. Descansa en paz y su recuerdo la redime. Nada la mancha. Su sonrisa será por siempre de luna y nácar. Es mi madre y ese rango, como con todas las madres del mundo, la purifica. Sólo por ello, murió inmaculada.
Me molestan, sí, todas las habladurías que se han dicho sobre ella, que si es una loca, una vagabunda, una teporocha o una prostituta. Que nadie crea que me enojó esto último. Ni siquiera eso merecieron. Me mareó, eso sí, la estulticia que puede alcanzar cierta gente. La manera en que la avaricia los controla. ¡Una prostituta! Qué van a saber ellos. Fue la mujer más entrañable que haya conocido jamás. Su manera de ser, de amarnos, de guiarnos, desmiente cada idiotez que en vano se ha afirmado en su nombre. No, no me inventé toda la historia de su desaparición para limpiar su imagen y la tragedia de su muerte. Ella es eterna y pura y no hay poder humano que modifique ese hecho. No es eso lo que me ha preocupado todo este tiempo.
Es él. El nombre de él. Su imagen. Su recuerdo que casi puedo respirar. Por más que hubiera querido despedazarlo en ausencia estoy condenado a cargar con lo que él fue, sigue siendo; con el peso de su autoridad, con el rastro indeleble que dejó, con lo que hizo. No sólo con el asesinato de mi madre, sino con su obra toda, con los productos huracánicos de su imaginación, de su ambición, de su voluntad. En cierta manera lo odio, pero no puedo escupirle, no puedo destruirlo, no puedo eludirlo, no puedo ignorarlo. Él me hizo lo que soy. Para bien y para mal. Él me formó y me transformó. No puedes negar a tu creador.
Salió del agua de un tirón y se echó, desnudo como estaba, en una de las tumbonas que flanquean la alberca. Se secó al aire y de inmediato se untó una crema bronceadora francesa. Descansó bajo los rayos del sol acapulqueño color plata, picante, azotador, mitigado por la corriente de viento marino que ascendía desde la bahía. Recordó un sueño que tuvo hace tiempo, y que ahora asaltó su mente de manera inesperada. En éste se vio como en la secuencia del rescate beduino de Máximo en Gladiador. Febril, pendiendo boca arriba, con la sonrisa serena de Juba encima de él. Los sonidos inquietantes de los animales, una hiena, un caballo y un mono. Después se situó en la posición panorámica del long shot del director para ver desde lo alto las planicies desérticas y la inminente llegada a Zucabar. Oía también la majestuosa música de fondo de Hans Zimmer. Gongs, la dinámica de los tambores, violines, sintetizadores arabescos, campanillas y un oboe melancólico. Pero cuando en la secuencia se ve la aldea desde las alturas con sus casillas de arcilla fundiéndose con la tierra desértica, el trajín y el bullicio de un enclave humano pastoril, en su sueño toda vitalidad se esfumó, incluyendo la música. Se encontró solo en la aldea, vagando sin dirección, sintiéndose extraviado. Vio una sombra que corría por entre las casas y sintió un estremecimiento. La siguió y pronto se vio en la penumbra de una habitación rojiza. El viento comenzó a soplar levantando volutas de arena. Vio a un viejo harapiento tirado en un rincón que le dijo, mirándolo fijamente con unos ojos color miel en medio de un rostro oliva lleno de profundas arrugas: “Ella no tarda en venir”. Los ojos del viejo lo tranquilizaron. Era una mirada penetrante y pacífica. El viento cesó. Volteó un instante y el anciano había desparecido. Vio a su madre caminar apacible por una senda cobriza hacia la casita. Llevaba una túnica negra y una mascada del mismo color sobre el pelo. La indumentaria resaltaba su piel blanca y sus ojos claros. Lo saludó con un beso en la frente. Él, perplejo, preguntó “¿Cómo haces para no perderte aquí?”. Ella dijo: “Estuve perdida, pero ya no”. Luego despertó.
Vino una de las muchachas del servicio doméstico con el teléfono en la mano. Dijo que era su hermano. Tomó el aparato y se puso al habla.
—¿Qué shondaaaaa, carnaval.
—¿Estás briago, verdad?
—Nah, namás shantiiiituúú.
—Ni siquiera puedes hablar bien. ¿Qué quieres?
—No, pus na’ másh saularte, qué no.
—¿Estás bien? ¿Todo bien? ¿O pasa algo?
—Noooo, shi to’o shtá de poca shú ma’e.
—Bueno, ¿entonces?
—Nah, na’ másh pa’ decirte que te iero un shingou.
—Ok, ya me la sé, ¿qué te quieres comprar ahora?
—Esh que, esh que, shí aguuuántame mamshita, esh mi hermao. Shí, yo le igo, yo le igo: Que dishe Shamantaaa, Shamantaaa… Ah, shí, Roooyers. Shamantaa Rooyeers, que te manda un shingo, pero un shingo de besoussss.
—Gracias. ¿Y luego?
—Ah, shí, te deshía, esh que vi un SLK de poca shu ma’e, ¡shinga! Stá bien inche baratouuu.
—Alfredo, Freddy. Llámame cuando estés sobrio, ¿ok? Cuídate. Ya no sigas excediéndote. Voy a colgar, ¿está bien?
—No, pero esh que osheeee.
—¿Está bien?
—Ta bueno, puesh. Te quiero un shiiingo brotheeer.
El viejo McDonnell Douglas 87 de Aeroméxico rechinó las llantas y sacó humo al friccionar contra la pista recalentada del Aeropuerto Internacional Juan Valadés de la ciudad de Acapulco, Guerrero. Genaro Villa suspiró, se destensó y lanzó un sonoro bostezo mientras veía a través de sus lentes oscuros Lacoste la torre de mando y el edificio Terminal pintados de rosa mexicano; la vegetación radiante en torno a la pista y un Boeing 757 de American Airlines estacionado al lado de su ventanilla, la 3D. Tomó su pequeña valija de Gucci y el maletín con la más reciente lap-top de Macintosh. Se aproximó a la escotilla, sonrió a la guapa aeromoza encargada de despedir a los pasajeros. Se fijó en lo apretado de sus senos brotando firmes del uniforme azul marino. Ella, coqueteando, le devolvió la mirada. Tenía cuarenta y cuatro años y seguía siendo un hombre atractivo. Cuerpo bien moldeado por el gimnasio; pelo a medio largo, con corte a la moda, tupido y gris. Vestimenta casual y barba de candado de 48 horas. Llevaba una polo color mamey de Lacoste y unos pantalones de gabardina color hueso de Ralph Lauren. Mocasines bicolor, beige con crema, sin calcetines, dejando ver el vello tupido de la espinilla y los tobillos relucientes, rosados y venosos.
Descendió. Abordó un taxi autorizado y se dirigió a su oficina en un edificio de cinco pisos cerca del sur de la avenida Miguel Alemán. Tomó el ascensor hasta el último piso. El aire acondicionado de los pasillos le pareció correcto, pero el de su despacho lo puso todavía más bajo, a punto de refrigerador. Eran apenas las 12:30 del día. Aprovecharía para arreglar algunos asuntos antes de ir a comer a la mansión del cantante. Encendió la computadora y, mientras ésta cargaba, comenzó a buscar números telefónicos en su agenda de escritorio con tapas de piel color verde limón. Pasó por la página donde estaba el de ‘María Fernanda TS’. Se detuvo ante los dígitos. Sintió la punzada de una erección y dudó un instante en llamarlo en ese momento. Era un hermoso transexual del puerto de quien era cliente habitual. Toda su vida se había considerado plenamente heterosexual, pero desde joven había sentido siempre una gran atracción por los transexuales. No le gustaban los hombres plenos. No se sentía atraído por los vellos, los músculos y las caras sombreadas, sino por mujeres exuberantes con un pene entre las piernas. Por supuesto, había tenido novias a montones y diversas parejas femeninas oficiales, aunque nunca se había casado. Lo otro era una perversión compulsiva. Después de la explosión noventera del tercer sexo, Acapulco se convirtió en un manjar para su peculiar apetito sexual. No era, claro está, el paraíso transgenérico del puerto de Veracruz, pero se podían encontrar bellezas como la dueña del número celular que tenía ante sus ojos. Espabiló la mente y esperó, quizá ese día no, porque no sabía cuáles eran los planes del artista para el resto de la jornada.
Tenía cuarenta y cuatro años y seguía siendo un hombre atractivo. Cuerpo bien moldeado por el gimnasio; pelo a medio largo, con corte a la moda, tupido y gris. Vestimenta casual y barba de candado de 48 horas. Llevaba una polo color mamey de Lacoste y unos pantalones de gabardina color hueso de Ralph Lauren. Mocasines bicolor, beige con crema, sin calcetines, dejando ver el vello tupido de la espinilla y los tobillos relucientes, rosados y venosos.
Decidió durante el vuelo que prepararía un par de versiones de comunicados de prensa para desmentir la información sobre la madre de su jefe emitida esa mañana. Antes tenía que confirmar que no había sustento alguno en tales aseveraciones. Llamó a la Dirección de Espectáculos de Televisa. Respondió la asistente de la directora y le dijo que la licenciada se encontraba en una junta de ejecutivos. Le pidió entonces que lo transfiriera con el jefe de información del programa. Lo hizo.
—Sí, hola, ¿Federico?
—Genarazo, ¿cómo andas?
—Bien, bien, ya sabes, aquí nada más, trabajando un rato.
—Qué bien, qué bien. Dime ¿en qué te puedo ayudar?
—Bueno, como podrás imaginarte, estamos preocupados por la información que dio uno de tus programas esta mañana. ¿De dónde la sacaron? ¿Es confiable? ¿Cuáles son los hechos?
—Ok, ok. Bien, no es exactamente uno de mis programas. El responsable directo es el productor, que en este caso es Lety Catalán y…
—Federico: sabes a qué me refiero, ¡por favor!
—Está bien, está bien. Lety me llamó por la mañana y me dijo que la mejor de sus reporteras tenía una información bomba sobre la madre de él. Le pedí que me diera la sinopsis del caso. Básicamente esta chava, Leonor Valdés, tuvo acceso a la lista de huéspedes de la clínica mencionada y tomó fotos de una mujer con parecido físico a la madre llegando bien resguardada al lugar.
—O sea, las que pasaron junto con los fragmentos de videos de los ochenta. Pero si es una dama con lentes oscuros del tamaño de la palma de mi mano, una mascada que le cubre cara y cabeza como si fuera mujer árabe y dos fortachones trajeados inexpresivos mirando hacia la nada mientras la bajan de un BMW Serie 7. ¡Por Dios, Federico, puede ser la abuela de mi vecino!
—Bueno, este, sí, pero está el detalle de que la reportera vio una ficha de ingreso con su apellido. Con otro nombre, pero su mismo apellido.
—A ver, a ver, que su apellido italiano no sea común en México no significa que sea la única persona en la tierra que lo lleva. Debe haber varios miles de personas que se apellidan así. No. No tienen nada. Su gran noticia es que vieron entrar a una señora de sociedad con ascendencia italiana a una clínica de rehabilitación cara, discreta y exclusiva. Nada más. Lo siento Federico, los vamos a desmentir enérgicamente. El comunicado saldrá primero en las cadenas americanas.
—Como veas, Genaro, están en su derecho, así como nosotros en el nuestro de dar a conocer a nuestro público la información que poseemos.
—Si a eso le llaman información… ¿Sabes qué es lo triste, Federico? ¿Lo sabes?
—Soy todo oídos, ilumina mi ignorancia.
—Que después de que los botamos por chafas, charros y chambones, lo único que pueden sacar de él para beneficiarse son estos chismes de cuarta. Qué triste que habiéndose formado en esa empresa ahora sólo lo puedan tener en los compactos de promoción que les manda la disquera.
—Vaya, pues esas decisiones no estuvieron en mis manos.
—Pero en las mías sí: eso sí que ilumina tu ignorancia. Buenas tardes.
No tenía secretaria porque la última había vendido información confidencial sobre unas pruebas de ADN de paternidad del artista a la revista Dimes y Diretes por una buena cantidad de dinero. Decidieron que, en su calidad de secretario particular, él podía arreglárselas solo. Su eficiencia era indudable. En los cuatro años que tenía trabajando para el cantante no había habido ninguna complicación y sí diversas mejoras en su imagen pública y la manera de moverse con los medios. Desacuerdos, discusiones y enfados entre ellos siempre los había, aunque bien afianzados en la tenue malla de la caballerosidad y el intercambio de ideas.
Se conocieron en Barcelona cinco años atrás. Un antiguo amigo del padre de la estrella los presentó en una cena en su casa con vista al Mediterráneo. Le dijo al ídolo pop que cuando se le ofreciera un administrador especializado en relaciones públicas, ése era el hombre. Egresado de la Universidad Iberoamericana, mexicano con ascendencia española, de clase media acomodada, pero no más, supo hacerse de un lugar en ese mundillo elitista de la universidad con base en puro talento, capacidad académica y encanto personal. Realizó sus estudios de posgrado en la Autónoma de Barcelona y se quedó a trabajar allá, como gerente de contenidos de una de las mejores emisoras de pop latino de la FM española.
Conversaron con soltura y tomaron nota uno del otro. La velada siguió su curso, así como sus respectivas actividades. Siete meses más tarde, por medio del amigo en común, se volvieron a reunir en la suite real del Ritz Palace de Barcelona. Le dijo que acababa de despedir a todo su personal cercano: representante, productor, encargada de RP. Quería más control y más cercanía con lo que hacía, así como cerrar al máximo su círculo de confianza y privacidad. Demasiados rumores sobre su persona se habían filtrado a los medios en los últimos años. Los paparazzi le tomaban fotos como si fuera modelo en pasarela. Una de ellas, que dio la vuelta al mundo, lo mostraba en una playa privada de las Bahamas dando un romántico mordisco a las nalgas, que sobresalían de un diminuto bikini azul, de una joven actriz hollywoodense y casada. En México le salían de tanto en tanto “novias”, “hijos” y pretendidas ex prometidas que daban rienda suelta a sus fantasías en las televisoras nacionales. En lo artístico las cosas no iban mucho mejor. Sentía que perdía peso en el medio. Dejaba de ser el fiel de la balanza en el género que cultivaba. Entre más involucrados había, más era la disolución de la intencionalidad que quería dar a sus producciones. Todos buscaban su tajada y actuaban en consecuencia. Claro ejemplo era el disco que estaba promocionando, el del 98. Simplemente no se reconocía en éste: era una pulcra pieza del pop actual, pero no era él. Los productores hacían lo que se les daba la gana para complacer a los efímeros vaivenes del mercado. Su música no era la de Mozart, qué duda cabía, pero estaba convencido de que podía ser un producto comercial de calidad plena, que valiera cada peso pagado por los plásticos. Desde ese momento, él mismo sería el productor omniabarcante y omnisciente de todas sus grabaciones.
Los paparazzi le tomaban fotos como si fuera modelo en pasarela. Una de ellas, que dio la vuelta al mundo, lo mostraba en una playa privada de las Bahamas dando un romántico mordisco a las nalgas, que sobresalían de un diminuto bikini azul, de una joven actriz hollywoodense y casada. En México le salían de tanto en tanto “novias”, “hijos” y pretendidas ex prometidas que daban rienda suelta a sus fantasías en las televisoras nacionales.
—Necesito alguien que me lleve la agenda, que sea el contacto central de afuera hacía mí, y de mí hacia afuera. Fiel, cercano, que me ayude diariamente.
—Un secretario particular.
—Correcto, que también sea mi vocero, mi encargado de relaciones públicas, mi hombre de confianza.
—Que tome las decisiones contigo, pero que a la vez tome las propias con base en su criterio, aunque siempre en beneficio tuyo.
—Que me cuide las espaldas, que me mantenga al día, que tenga una visión, cómo diríamos…— extendió los brazos trazando longitudinalmente el ventanal de la suite.
—Panorámica. Una visión panorámica de las cosas.
—Eso es. Activo. Sensato.
—Si quieres que yo sea el hombre, te pido libertad de acción y conocimiento pleno de todo lo que tienes en la mente. Mi discreción y mi lealtad las garantizo con mi trayectoria, con mi palabra y con un contrato de confidencialidad.
—Apenas te conozco, pero Juanjo habla maravillas de ti. Me dice que tu historial es brillante, que conoces de pe a pa el medio, que tienes solidez académica, que eres confiable y reconocido y que dominas los mismos idiomas que yo.
—Y me hago entender en alemán también.
—Si aceptas el reto, te contrataré a la brevedad. En México veríamos los detalles de la nueva era que quiero iniciar. Te daría un par de semanas para que dejes todo en orden acá.
—Necesitaría tres.
—Que sean tres, pero tendríamos que estar en contacto cercano desde ya.
—Correcto. ¿Qué hay del salario?
—La paga que te ofrezco es inmejorable. Será en dólares, pero incluso con el actual tipo de cambio respecto al euro rebasará por mucho el sueldo que ahora tienes; habrá contrato por tiempo indefinido de por medio.
—Requiero acceso libre a tus actividades y una oficina con lo necesario para trabajar.
—Así se hará, ya veremos los detalles en Acapulco.
—Me parece bien.
—Ah, sólo una cosa más: si algo no me gusta, soy muy franco; también puedo llegar a ser intolerante y gritón.
—Oh, eso no es problema: yo también.
La respuesta, calmada, de frente, viril, sorprendió al icono. Lo miró fijamente a los ojos. Los iris grises de Genaro quedaron colgados de los verde aceituna de él. Jaló aire y torció poco a poco los labios hasta formar una enorme sonrisa que devino risa franca.
—Tienes pantalones, mi estimado. Si no tienes inconveniente, quedas contratado.
Sacó del frigobar una botella de agua mineral y se la sirvió con tres cubos de hielo. Tecleó con velocidad en la lap-top dos versiones del desmentido que haría circular, previa autorización, después de la comida. Las guardó en un USB que introdujo en la terminal externa adecuada de la Macintosh conectada a la impresora láser. Las imprimió.
Desde que comenzó a trabajar con él, todo el asunto de la desaparición de su madre lo consternó y lo intrigó. Era oscuro y sórdido. El artista le había confiado ciertos detalles de las semanas previas al suspenso. El amago de ruptura con su padre, su estancia con la familia en Italia, el viaje a Madrid para la reconciliación. La pena y la desesperación de su esposo tras su evanescencia. Con el paso del tiempo, él se había convertido en el encargado de dirigir las pesquisas. Su hombre de confianza. De la contratación de ejércitos de detectives privados nacionales e internacionales. La investigación por medios oficiales y no oficiales. La discriminación de los informantes. Los archivos de datos, pistas, señales, dichos. El apaciguamiento, por las buenas o por las malas, de los oportunistas, de los miserables que medraban en torno al caso.
Pero nada. Era un fantasma. Un enigma. Una neblina de carretera: molesta, espesa, inevitable e inaprensible. Sus propias dotes de analista de circunstancias y de intuitivo investigador de información hasta ahora habían sido inútiles. Él que era un oso cebado para no dejar escurrir al salmón de la condición humana. Cuántas veces sus puntillosas indagaciones y su olfato circunstancial no lo habían llevado a rechazar contrataciones millonarias por parte de supuestos prominentes hombres de negocios al descubrir que en realidad éste o aquél narcotraficante quería al cantante para los quince años de su hija, la boda de su sobrino o el bautizo de su nieto. Hubo uno que mandó a un inglés bien trajeado, supuesto ejecutivo de su firma, para llevar a cabo la contratación como espectáculo central de una fiesta que se llevaría a cabo en un yate de lujo en aguas del reino de Bahrein con numerosos invitados de todo el mundo, aunque especialmente de México y Latinoamérica. Dio nombres, fechas y referencias. Llevaba una carta firmada con el logo y datos de la empresa: Rowington Oil Transport Co., UK. Las vio y asintió. Le dijo que le diera un par de días para cuadrar la agenda, que él le llamaría en ese lapso. Lo hizo seguir recién abandonó la oficina. Dos cosas eran obvias en el montaje: de cuándo acá el intérprete era tan popular en Inglaterra y de cuándo acá alguien de mundo usa corbata en Acapulco. Al cabo de treinta y seis horas lo había pescado. Sabía quién era y quién lo había enviado. Cuando lo telefoneó, según lo acordado, dijo “Dígale al señor Gutiérrez que por el momento nuestras agendas siguen siendo incompatibles. Que no se preocupe, allá en Sinaloa tienen mucha buena música de banda, igual hasta animan más la fiesta”.
De un tiempo a la fecha, cada que el mejor cantante popular del país hacía una aparición pública, lanzaba algún mensaje a su madre. Ambos habían discutido la estrategia. La idea original era de su jefe. Le dijo que si se hallaba extraviada, en medio de algún infortunio o retenida contra su voluntad, lo mejor era hacerle llegar mensajes públicos que los medios reproducirían aquí y allá. Tarde o temprano tendrían que llegarle. O, por lo menos, quedaría constancia global de que seguían esperanzados por su suerte. “Madre, te extrañamos”. “Madre, para cuando vuelvas”. “Madre, te recordamos”. “Madre, te esperamos”. “Madre, no perdemos la esperanza”. “Madre, te necesitamos”. “Madre, sé fuerte”. “Madre, aquí estamos”. “Madre, te queremos”. “Madre, nos haces falta”. “Madre, te añoro”. “Madre, te pienso”. “Madre, te amo”.
La estrategia era sensata. Era una manera inteligente de correr mensajes por las redes tecnológicas universales. Cuando los emitía, el artista mostraba pesar sincero, pero al mismo tiempo había cierta pantomima en todo ello. Su dolor, sin duda profundo, no parecía ser el de la zozobra sino el de la pena. Había más melancolía que aflicción. Un pensamiento atronaba con frecuencia en su inteligencia escrutadora y en su experiencia humana: podía ser que su jefe ya supiera el paradero de su madre: su alma inmortal reposando en la eternidad.
Tomó una bata de seda con estampado Paisley y entró en la casa. Recorrió un amplio corredor, pasando por una serie de cinco cuartos hasta la estancia. Con sus seis y medio metros de alzada hacía que el cuadro monumental hiperrealista, La novia, de Marco Arce, luciera bien aireado. Tenía sólo unos meses de haber comenzado su colección de arte contemporáneo. Nunca antes se le había ocurrido, aunque no era del todo ignorante al respecto. Disfrutaba ir de vez en cuando a museos y exposiciones, pero no había sentido la necesidad de poseer las obras. Hasta ahora. Una amiga de Chicago le había dicho que era una buena inversión, que ella estaba enterada del negocio y que le ayudaría a escoger. De las pocas piezas que a la fecha había adquirido, para sustituir el montón de naturalezas muertas y paisajes boscosos enmarcados en madera churrigueresca que hasta hace poco decoraban la mansión, la inmensa novia del mejor pintor mexicano contemporáneo era la más vistosa. La miró un instante y encaminó a las escaleras de mármol. Antes de que comenzara a subir, el ama de llaves le solicitó que escogiera el menú para la comida con el licenciado Villa. Crema de espárragos, fuente de camarones y huachinango relleno de huitlacoche fue su elección. Pay de limón de postre. Agua Lauquen para él y Perrier gasificada para Villa. Una botella de Chardonnay de Borgoña para ambos.
Caminó a buen paso por el corredor superior. La luminosidad entraba plena por las ventanas de las habitaciones formando anchos triángulos sobre el mármol rosado del amplio camino. Entró al cuarto de los trofeos. Un candelabro de araña de cristal cortado dominaba el techo del recinto. Con las paredes color salmón, como el resto de habitaciones de la parte superior de la casa, rebosaba discos de platino, oro y plata de diferentes países del mundo, principalmente de Latinoamérica y España. Gaviotas de Plata y Antorchas de Oro de Viña del Mar. Un pequeño desfile de Grammys. Fotografías a colores finamente enmarcadas donde aparecía con personalidades del show business internacional. De Julio Iglesias a George Clooney. De Nicole Kidman a Emma Chaplin. Una pared entera con las portadas de sus álbumes en tamaño gigante pendiendo de bastidores. Una serie fotográfica de su persona, en blanco y negro y con buena factura artística: empezaba desnudo y acababa desnudo, en poses de estatua olímpica griega, pasando por una camisa de seda, un traje informal, un traje formal y un esmoquin en cada placa. Al centro del inmenso cuarto, contrapunteando con un busto suyo en bronce sobre un pedestal de mármol al pie de la pared contraria, colgaba una fotografía agrandada a 90 x 70 centímetros, con el grano reventado, en la que se observaban él y su madre en un gran abrazo, sonriendo de oreja a oreja, veintitrés años atrás, en una calle de Buenos Aires.
Gaviotas de Plata y Antorchas de Oro de Viña del Mar. Un pequeño desfile de Grammys. Fotografías a colores finamente enmarcadas donde aparecía con personalidades del show business internacional. De Julio Iglesias a George Clooney. De Nicole Kidman a Emma Chaplin. Una pared entera con las portadas de sus álbumes en tamaño gigante pendiendo de bastidores. Una serie fotográfica de su persona, en blanco y negro y con buena factura artística: empezaba desnudo y acababa desnudo, en poses de estatua olímpica griega.
Traía pegada “Smooth”, repitiéndola una y otra vez en la cabeza. El día anterior había estado trabajando con ella en su estudio de pruebas contiguo a la sala de los trofeos. Le gustaba regrabar canciones de su agrado con su propia voz para ver cómo sonaban. Esta canción, original del Supernatural de Carlos Santana, era un buen reto porque cuando Rob Thomas, el intérprete original, era oscuro, aguardientoso y bluesero, él era luminoso, alto y pop. Entró al cuarto de grabaciones con la intención de terminar el trabajo antes de prepararse para la hora de la comida. Programó la consola para escuchar lo que había hecho un día antes y empezó donde se había quedado. “And just the ocean under the moon/ Well that’s the same emotion that I get from you/ You get the kind of lovin’ that can be so smooth/ Gimme your heart make it real/ Or else forget about it”.
Donde la voz iniciaba baja y rasposa, él puso su patentado toque dulzón, levantando las vocales con su bien trabajada baritonía. A las “o” cavernosas que se destacan en el verseo del coro las hizo melodiosas y largas, remachándolas con un agudo extremo, puenteando entre los arcos armónicos —donde Rob corta las sílabas inglesas para que se entremeta la punzante guitarra de Santana— con sus tradicionales falsetes que cuando canta en vivo le hacen saltar todas las venas del cuello. Terminó, satisfecho por el resultado, y fue a su recámara principal. Era la una de la tarde.
Lo recibió en el comedor imperial de madera de caoba al alto brillo en punto de la hora convenida. Llevaba un pantalón blanco de Ermenegildo Zegna y una camisa de Versace azul ultramarino con estampados en oro y plata. Soles, flores y un estallido de enormes grecas surcaban la totalidad de la tela.
Genaro lo vio con aprobación. Le dio la mano, se acercaron en un cuasi abrazo, palmeándose mutuamente las espaldas. Hizo ademán de sentarse a la mesa y dos de las chicas de la servidumbre comenzaron a servir los exquisitos platillos.
—Esas camisas de Versace son la mar de lindas, ¿eh?
—Me gustan mucho, aunque he de decirte que ya no es lo mismo desde su muerte. Se ha perdido el toque maestro. Su hermana y el equipo de creativos siguen reciclando sus diseños, pero en serio que ya no es lo mismo. Te lo digo porque tengo años y años de usarlas. En fin. Ésta en particular me gusta mucho.
—Sí, está padrísima.
Comieron intercambiando impresiones climáticas, críticas sobre la carcacha que hacía el vuelo México–Acapulco y elogiando la hechura de los platillos. Le dijo a una de las muchachas que felicitara de su parte al cocinero, que todo le había quedado sensacional. Genaro comentó que había sido todo un acierto comprar el cuadro de Arce, que él ya había visto algunas obras de él en Nueva York y en Monterrey y le encantaban, era de lo mejor. Llegó el postre. Saciaron el hambre.
—Ya grabé “Smooth”.
—Ja, ja, ja, ¿qué tal quedó?
—Hey, ¿dudas que haya hecho un buen papel?
—No, en lo absoluto, je, je, es sólo que, vaya, entre tú y Thomas, pues hay una diferencia grande de estilo.
—Oh, deja que la escuches. Claro que nunca la lanzaría, pero me gustó como práctica. Como ya te lo he dicho antes, es buen ejercicio para despejar la mente y mantener las cuerdas a punto. Además me divierte modificar y moldear canciones de otros que me gustan mucho.
—Claro, Santana es de lo mejor. Ese álbum en especial es fantástico. Hubiera estado bien que te llamara para hacer alguno de sus proyectos colectivos.
—Sí, no estaría mal, tal vez ya habrá oportunidad. Aunque hay que decir que su música es mucho más roquera que pop, quizá para alguna power ballad. Mientras, ya tengo un cover suyo en mi colección particular.
—Con que algún día a alguno de los empleados de la casa o de los eventuales del mantenimiento de instalaciones se le ocurra meterse a tu estudio, copiar tus grabaciones privadas y venderlas a buen precio para que algún listillo las edite. Mientras demandamos y vemos los aspectos legales, ya se habrán embolsado una buena cantidad de dinero. ¿Cuántas has hecho?
—No tantas, unas cuarenta. Del 94 para acá.
—Dan para varios discos caseros, ¡nada más! O sea que sólo he escuchado unas cuantas. Me gustó mucho “Musica è”. Te quedó muy bien, muy sentida, le diste un giro melancólico muy personal que estoy seguro que si lo oyera Ramazzotti le complacería. Deberías pensar en sacarla con toda propiedad.
—No creo que vuelva a sacar algo en italiano. Me trae muchos recuerdos, la mayoría gozosos, pero eso sólo refuerza mi tristeza, ya sabes cómo ha sido todo esto.
—Sabes que comparto tu aflicción. Hablando de ello, me comuniqué con los del programa matutino. No tienen nada. Traje el desmentido. Hice dos versiones para que las cheques.
—Enseguida lo veremos. O más bien no. Confío en ti, sólo te pido que seas breve y enérgico. Destaca que son unos mentirosos y que sólo afectan la tranquilidad de la familia: mi hermano y yo.
—Correcto, justo en ese sentido iba el asunto. Sólo que en uno critico de manera general a la empresa y en el otro me limito a la Dirección de Espectáculos.
—Manda el segundo. Creo que ha sido suficiente con mi, nuestro, rechazo sistemático a sus entrevistas “exclusivas”. ¿Cuándo se volvieron todos ahí una bola de imbéciles? No los recuerdo de esa manera de cuando empecé o de cuando era adolescente.
—Siempre han sido así, el que cambió fuiste tú. Son parte integral de la manera tan barata que tenemos en este país de hacer medios masivos de comunicación. No son diferentes de las revistas populacheras que cuando no consiguen la nota, la inventan. Lo mismo puedo decir de la radio. Toda ella apesta. Ahí tienes el programa ese del psicólogo éste muy famoso, se me va su nombre, ¿cómo se llama el cabrón? Bueno, como sea, el caso es que según esto el cuate es un divo de la radio, una eminencia de la psicología nacional, un comunicador preocupado por el bien social con el mejor talk show en vivo, y bla, bla, bla, y el otro día estaban hablando justo de lo de tu madre en términos muy lapidarios para tu persona.
—No lo conozco, pero no me extraña, imagino que su sola preocupación es el rating.
—Por supuesto, ahí estaba tan campante, vociferando sin el menor conocimiento de causa y sin ningún respeto por la situación tan delicada que trataba. Sólo porque tiene un micrófono en frente y cierto prestigio se da atributos que no le corresponden. Ni porque su esposa murió hace pocos años en una fea situación de suicidio tiene tantita decencia el tipo.
—Buitres, Genaro, sólo son buitres. Ésa es la razón por la que siempre les hemos dejado claro que busquen la carroña en otro lado. Aquí jamás la van a encontrar.
—Por eso todo el tiempo he considerado que tu estrategia de discreción, perfil bajo y búsqueda del mercado exterior ha sido la adecuada. Dejar el ámbito del mundillo artístico nacional fue un giro importantísimo. Tu etapa de internacionalización ha sido un éxito. Bien trabajada, sedimentada, apoyada en años de hacer las cosas con seriedad.
—Si todo hay que decirlo, tú también has sido pieza importante de todo eso. Piensa en la última gira. De no haber sido por tu oficiosa manera de plantear la idea global del tour, del stage y del montaje, y de conocer a la gente apropiada para llevarlo a cabo, no hubiera sido lo magnífico que fue. Haces muy bien tu trabajo, siempre te lo he dicho.
—Te agradezco, y ya que nos estamos poniendo sinceros, insisto e insistiré en la última pieza del rompecabezas de tu éxito ascendente…
—Sí, sí, ya sé, cantar en inglés. Como si no lo hiciera todo el tiempo en la regadera.
—Es indispensable si quieres globalizarte. Ve el ejemplo de Shakira, y eso que su estilo es más perecedero que lo que tú haces. Hace quince años no lo hubiera podido adivinar ni por asomo. Era una de tantas artistas pop latinoamericanas, de las que van y vienen. Con voz propia, sí, letras del montón, aunque pretensiosas, y mírala ahora en la cima del mundo.
—Me la he encontrado aquí y allá, es buena onda, tiene un cuerpazo, bien nalgoncita, aunque no es mi tipo.
—¿Y sus nalgas a qué vienen al caso? Ya sé que eres un mujeriego empedernido, pero sólo estás desviando la conversación.
—Hice un sencillo con el máximo crooner gringo, ¿qué más quieres?
—Sólo hago notar que nunca dejaré de insistir suficiente en el asunto. Además, por Dios, lo hablas y lo cantas a la perfección. Vaya, ni Julio Iglesias en su momento le sacó al toro, y mira que el maestrazo pronunciaba peor que un chino hablando francés.
—Bueno, eso ya es punto y aparte. Él estaba loco, tenía la obsesión de abarcar el planeta completo. De pisar cada rincón. No en sentido, en sentido…
—Figurado. En sentido figurado.
—Eso es. No. Él lo deseba en serio. Me lo ha dicho en varias ocasiones. Estaba demente, aunque, bueno, al final lo logró. No sé si el precio fue muy alto.
—Pues parece que siempre se lo pasó bomba.
—En fin, el caso es que no soy él y…
—Ya sé, todo a su tiempo. He acabado por aprenderme de memoria casi todas tus respuestas a los grandes asuntos de tu carrera.
—Qué bueno, así cuando te pregunten no tendrás que estarme consultando todo el tiempo.
—Retomando el tema, lo único que tenían los tarados de Televisa eran las fotos que viste transmitidas y un apellido igual al de tu madre en el fichero de entrada de la clínica. Sé que en este caso nada de lo que dijeron es real, pero te pregunto, ¿crees que pueda aparecer algún día así de la nada?
—Más que creerlo, es lo que más deseo en la vida y, bueno, pues de poder, yo creo que sí puede ocurrir, aunque como han ido las cosas todo luce tan improbable. ¿Pero entendí bien tu pregunta? ¿O de qué vas?
—Es sólo que en todos estos años hemos montado una extensa red de escrutinio al más alto nivel profesional y no hemos encontrado nada. A veces me pregunto si he realizado mi encargo con propiedad. No sé si haya dejado algo fuera, por descuido mío o por falta de información. En concreto, ¿hay algo que se te haya pasado, que hayas olvidado o dejado de mencionar y que tenga yo que saber para mejorar mi trabajo en este sentido?
—No. Los hechos relevantes los posees desde hace tiempo. Los detalles que vienen al caso también. Creo que tu trabajo ha sido muy dedicado, no deberías sentirte mal por los resultados. No debemos olvidar que su muerte también es una posibilidad. Sólo que es lo último en lo que queremos pensar. Seguimos aferrados a la esperanza. Creo que hemos hecho lo humanamente posible. Debemos seguir por ese camino. Eso sí, poniendo en su lugar a todas las culebras que se inmiscuyen.
—Bien. Ok. Correcto. Oye, por cierto, ¿encontraste a Alfredo? La contadora no se halla con sus gastos, no sólo es la tarjeta, sino que liquida cheques al por mayor.
—Ah, Freddy, Freddy. ¿Qué quieres que haga? Perdió a sus padres siendo casi niño, en un lapso de tres años era huérfano de ambos y sin nada a qué aferrarse en la vida. Sólo me tiene a mí. Malamente he intentado cubrir ese hueco que, como bien lo sé, es insalvable. No, no lo encontré, pero me llamó hace rato. Estaba hasta la madre en Miami. Por lo menos estaba en una reunión con gente conocida, aunque eso tampoco es ninguna garantía. Dejaré que vuelva en una semana e intentaré hablar por enésima vez con él. Mira, con que no se pase de la raya con sus excesos me doy por bien servido.
—Comprendo. Bueno le diré a Claudia que por lo pronto siga pagando las deudas como hasta ahora, que no tienes problema en ese sentido, aunque le agradeces que se preocupe por tus finanzas.
—Sí, y coméntale que trataré de mejorar el nivel de gastos en ese rubro.
—Muy bien. Imagino que ya tienes todo listo para lo de la noche. ¿Algo que te haga falta?
—No, creo que todo está en orden por ahora.
—Okey, regreso a la oficina, después me voy a acicalar para la noche y nos vemos acá a las siete para irnos juntos.
—Muy bien, te veo entonces.
Caminó un rato por lo jardines de la casa. Observó a uno de los trabajadores preparando desde ese momento las mangueras y los rociadores para el riego nocturno. Vio a los guardias del portón al pie de las torres de vigilancia color mandarina y el garage techado para su colección de automóviles deportivos. Sintió con agrado una ráfaga de brisa marina entrar por debajo de su camisa suelta, dando un coletazo de frescura al calor de media tarde. Llegó hasta el edificio lateral donde está el salón de juegos con discoteca, bar y un mini casino privado. El encargado de mantenimiento lo alcanzó al pie de la escalinata que daba al recinto. Le pidió que le abriera el lugar. Entraron. Le dijo que iba a estar un rato ahí. El empleado preguntó si se le ofrecía algo más. Él dijo que no. Se sirvió un vaso de Johnnie Walker negro en las rocas y puso un disco de éxitos de Julio Jaramillo, uno de sus intérpretes predilectos. Se paró frente al ventanal de vidrios de doble vista desde el que se veía la plenitud de la bahía. La semiherradura de rascacielos para el hospedaje de los vacacionistas, un rebaño de veleros, una multitud en miniatura de cuerpos polimorfos tumbada en la arena; a lo lejos, sobre la línea del horizonte, un crucero sueco modorro en la tarde caliente del puerto. Dos bananas inflables gigantes balanceándose torpemente sobre el agua quieta, siguiendo los saltos borrachos de sus tripulantes. Un par de lanchas rápidas en improvisada competencia de aficionados dejó tras de sí una estela paralela de espuma, gorda y evanescente, mientras que un paracaidista planeaba con dificultad en el extremo oriental de la concavidad playera.
Nadie lo creería, pero es la verdad. Me cuesta mucho trabajo estar con las personas. En el nivel superficial soy magnífico: simpático y diplomático, amiguero y viejero. Pero cuando alguien intenta cruzar el límite de la intimidad me vuelvo un gato montés: agresivo y huraño, difícil de aprehender. La llaga que no cura en mi vida y en mi alma impide que tenga relaciones normales, de cercanía y comprensión. Supura y apesta y a nadie le gusta una visión así. Es repugnante. No puedo soltarlo, pedir comprensión y compasión. La gente es cruel y no te perdona que no seas normal. Por lo menos ese es el mundo que conozco. Todos se sienten privilegiados, hijos de privilegiados, pertenecientes a familias privilegiadas. Pura hipocresía en el fondo, cómo si no fuera cierto que todos tienen sus taras y sus tragedias, su arcón de secretos. Pero no les gusta la verdad, no la soportan, prefieren que te la guardes, que la escondas, que mientas. Aprecian más la mentira que la sinceridad. Por eso no puedo descargar mi consciencia. He visto que ha sido mejor la inmensa puesta en escena que la reconciliación con las cosas tal y como son. He de vivir así. Tengo que quedarme con ello y a veces la presión es tan fuerte que parece una tetera sobrecalentada. Por eso la gran época de los vicios, hace no tantos años. Perderme en las sustancias que detienen el tiempo y abstraen la vida, la sacan de su flujo normal y la ponen en la estratósfera. Pero no iba a ningún lado como no fuera a mi autodestrucción. No las he abandonado por completo, pero las controlo, aprendí a contenerme para sobrevivir. Ni el propio Genaro, tan fiel e inteligente, ha podido ser partícipe de la verdad, algo me impide sincerarme con él. Será que en el fondo sé que nuestra relación profesional y de amistad no será eterna. Algún día se tendrá que ir, como todos en su momento. Una vez alguien (una mujer en la intimidad) me dijo que era muy difícil conocerme de verdad, que era como si una capa de hule me cubriera y engañara a la vista haciendo creer que traslucía algo real, pero que en realidad había algo más debajo, imposible de observar en toda su crudeza. Me reí y le dije que no era la primera que me lo decía. Le dije que era así porque todas amaban el misterio y continué seduciéndola con besos por todo el cuerpo para dar por concluido el tema.
Una vez alguien (una mujer en la intimidad) me dijo que era muy difícil conocerme de verdad, que era como si una capa de hule me cubriera y engañara a la vista haciendo creer que traslucía algo real, pero que en realidad había algo más debajo, imposible de observar en toda su crudeza. Me reí y le dije que no era la primera que me lo decía. Le dije que era así porque todas amaban el misterio y continué seduciéndola con besos por todo el cuerpo para dar por concluido el tema.
Pero en verdad es así, es un flujo que se interpone entre los demás y mi persona, un líquido viscoso que atraviesa mi ser entero, como el petróleo en un ducto de acero galvanizado. Ésa es la razón de mi tremendo éxito frente a las multitudes. Ése y sólo ése es mi elemento. Parado ahí, abstraído de todo, fingiendo que me comunico con ellos, con la mente en otro lado, dejando que fluya lo mejor que sé hacer, para lo que nací y para lo que me hizo mi creador. Con la música me elevo, me metamorfoseo, salgo de este plano de realidad. Soy otro, me redimo. Es el puente, la mediación exacta para decir algo a los demás, algo que no soy yo de lleno, pero que soy de manera lateral, tangencial. La música es poderosa. Penetra el cuerpo, lo posee, lo hechiza. Se instala en el cerebro, reverbera en la memoria. Zumba, rebota, remolinea y se traslada por las venas como una descarga eléctrica. “Musica è/ Guardare più lontano e perdersi in se stessi/ La luce que rínasce e coglierne i riflessi.” Deshace la linealidad del tiempo, surca el pasado y el futuro en un instante, transportando a la mente en un relámpago. Preserva el presente. Lo guarda, lo protege, no deja que se esfume al momento de pronunciarlo. “Musica è/ L’amico che ti parla quando ti senti solo/ Sai che una mano puoi trovarla.” Gira, espiralea, zigzaguea, irrumpe en la vida, la modifica. Cuántas personas —¡miles, cientos de miles!— han amado, deseado, recordado, proyectado, celebrado, añorado, anhelado, prometido, cumplido, traicionado, reído, soñado y odiado con mi música. Con el poder de la cadencia y la semántica simple, directa, sentida y precisa, romántica al fin. Mi voz se hace una con el significado, se vuelve dramaturgia. Eso es lo que me hace de los mejores, el mejor de mi país. La música es el puente, el conducto, la liga, el tránsito entre la gente y yo. Porque con ella, a través de ella, por ella, aquel material viscoso fluye con libertad, se diluye, se convierte en agua cristalina. Me vincula. Mi voz surfea por encima de la multitud y mi cuerpo se guarece sobre el escenario. Ellos escuchan mi fraseo, mi cantar monumental, y me regresan alaridos, mimesis sintácticas y un rugido de mar embravecido. Más que suficiente. “Perché un mondo senza musica non si può neanche immaginare/ Perché ogni cuore anche il più piccolo è un battito di vita e d’amore”.
Genaro llegó faltando dos minutos para las siete de la noche. La luminosidad de la atmósfera seguía radiante aunque el sol había comenzado a bajar. Inmensa bola platinada atraída hacia el océano. Subieron a la Ford Expedition blanca con vidrios polarizados. Conducía el jefe de seguridad. Los seguiría un Ford Grand Marquis Interceptor negro con tres guardaespaldas. Genaro llevaba un traje blanco de tres botones de tela de algodón muy delgada con una camisa de finas rayas grises y blancas, todo de Perry Ellis. El cantante vestía un traje de lino color arena de Hugo Boss con una camisa rosa pálido, hecha a la medida por Jesús del Pozo. Ninguno llevaba corbata. Enfilaron hacia el Fiesta Americana de la costera donde la compañía de comunicaciones había instalado el set del estudio para la entrevista en el salón Diamante. La avenida principal del puerto de Acapulco había comenzado a llenarse de turistas ansiosos de comenzar la imparable fiesta nocturna de la ciudad; era como las cuerdas de una guitarra eléctrica, bien afinadas y en perfecta tensión, minutos antes de comenzar a explotar con todo su poder sonoro sobre el escenario.
—¿Cuánto tiempo les diste al final?
—Veinte minutos.
—Es mucho. ¿Cuánto dura el programa?
—Con todo y comerciales dura una hora, piensan transmitirla con un solo corte a la mitad de la conversación.
—Creo que nunca he dado una entrevista en vivo tan larga. Pero está bien. Mientras esa tal Leslie sepa su trabajo no debe haber complicaciones.
—Me parece que no va a haber ningún problema, son perfectamente profesionales, aunque estoy casi seguro de que será inevitable que la periodista te comente lo de esta mañana. Sólo hay qué ver de qué manera lo maneja.
—Todo bien, tengo todo bajo control. Nada más acuérdate lo que no hemos tenido que escuchar en todo este tiempo. Es cosa de nada. ¿Mandaste el comunicado?
—Sí, ya comenzó a circular en los principales programas especializados de Miami y lo mandé a las redacciones de espectáculos de los diarios de circulación nacional de México. La respuesta fue buena, lo van a publicar tal cual.
—Bien, bien.
La primera parte de la entrevista trató del panorama general de su carrera, a partir del inicio de su madurez como intérprete. Lo fundamental que había sido el disco de las dos décadas de vida y su acercamiento al nuevo romanticismo de fin de siglo, adaptando al estilo de la balada contemporánea las estructuras bolerísticas de antaño. Hablaron sobre la responsabilidad social de los artistas y su visión del panorama de la música pop actual. Se fueron a corte. Chevron instruyó sobre su compromiso con el futuro mediante la investigación, artífice de la nueva era energética de “América”. La GMC presentó algunas de sus todoterreno más grandes, caras y devoradoras de gasolina conducidas por famosos linebackers y tight–ends de la NFL. La Taco Bell local promovió sus descuentos del mes mediante chistes malos. Epic anunció, con samplers del video promocional del primer sencillo, el nuevo disco de Jennifer López. Volvieron al estudio.
—¿Qué representas a estas alturas como artista? ¿Dónde estás parado? ¿Quién eres como cantante?
—Mira, ante todo, soy un nombre, una figura, una trayectoria. Un hombre conocido que quiere transmitir algo con sus canciones: sentimientos, emociones, nostalgia, alegría, diversión. Llegar a la gente de diferentes maneras a través de mis interpretaciones. Estoy en un momento en el que ante todo soy un detallista completo, un profesional, y un apasionado cabal del público, alguien que siempre busca dar lo mejor de sí en cada presentación. Hacer valer la energía, el tiempo y el dinero que mis seguidores invierten en mí. Han sido fieles y maravillosos en todos estos años y es lo menos que merecen de mi parte. Que me dé cabalmente en todo lo que hago. En cada grabación, en cada disco, en cada aparición pública. Eso es lo que más me interesa. Si lo que yo hago es de vanguardia o hace escuela en el medio, eso ya no está en mí decidirlo. Siempre va a haber un montón de comentadores, que parece que todo lo saben, dispuestos a sostener ese tipo de disquisiciones. Pero a mí, sólo me importa mi público.
Soy esa pura voz que escucho cómo sale de mi garganta, casi emocional, casi mecánica: paradójica; perfecta o casi perfecta, como todos lo saben, incluso mis detractores. Cuando subo al escenario y el público me espera, sólo soy mi voz —oh, por Dios, lo he hecho durante tanto tiempo; tanto tiempo que ya casi no recuerdo, tanto tiempo, tanto, tanto tiempo sobre un escenario—. Una voz que los pone a vibrar, una voz que eleva, golpea y regresa por el aire y pone a gritar a cientos, miles, de personas cada noche que me dejo ver —disfrútame hoy nena, mañana quién sabe—; una voz que me identifica; una voz que me ha llevado a la cumbre —¿de verdad estoy en la cumbre?—. Pero también soy mi traje inmaculado y mi camisa de seda negra hecha a la medida y mis ojos verdes y mi manera de mover las caderas (á la Elvis, cómo no) y mi pelo (siempre ha dado problemas mi pelo) y mi apostura en general, esa que todas aprecian, esa que todas buscan pero muy pocas tienen; sí, quizá sólo las fans se podrían adecuar a mis deseos. Poder desvanecerme, perderme para siempre cuando alguna me tiene entre sus sábanas y piensa que será para siempre. En esta vida no hay nada para siempre, mucho menos mi compañía. Esas seis mil mujeres que han ido a la última presentación de hace un mes en el Auditorio Nacional, sí lo saben. Les duro lo que dura mi hora y media frente a ellas. El resto es el recuerdo de mí y mi voz encapsulada en las grabaciones que las hace elevarse al límite de la fantasía. Orgasmos de Photoshop. Ellas sólo quieren mi imagen, con ella se conforman; para ellas es suficiente una fotografía mía (que cómo me aburre firmar, aunque ahora lo tengo que hacer fingiendo que es de buena gana, ya que la imagen pública siempre ha de ir por delante), mientras que el resto, las no fans, las estrellas o aquellas cercanas a las estrellas pop, nunca sé que quieren; o más bien sí lo sé: quieren ser la novia del famoso, del mejor cantante de México, del eterno soltero, del empedernido ligador, del codiciado galán. Disfruto sabiéndome el que soy. Pero subo al escenario y soy una pura voz, y una imagen, mi imagen impecable, y nada más existe. Ni el amor, ni mis seguidores, ni el pasado, ni los poquísimos amigos que tengo, ni mi casi extinta familia. Nada. Nadie. Sólo soy una voz enfundada en un perfecto traje de Giorgio Armani.
—Pudiera ser algo obvio y que muchas veces se pasa por alto, pero considerando que en el mundo hay sólo un puñado de privilegiados que lo ha experimentado de verdad, déjame preguntarte lo siguiente ¿Qué se siente estar una noche frente a, no sé, diez mil personas, sabiendo que éstas te idolatran?
—Todo y nada. Quiero decir que todo porque es un regalo de la vida estar ante tanta gente que se te entrega con todas sus fuerzas en cada presentación. Eso es un verdadero privilegio, y creo que es todo para un artista, para un cantante, para mí. Y nada porque, después de todo, la fama es efímera. Si fallo, si dejo de cumplir, si abandono mi carrera, cosa que espero que nunca ocurra, sé que el público se irá. ¡Vaya, está en todo su derecho de hacerlo! Cada noche, la noche siguiente al último show, tendré que empezar otra vez y convencerlos de que soy el mejor, que puedo responder como ellos esperan. Todo y nada.
Sin embargo, es todo. Yo soy mi fama. Hay un punto del que no puedes, no quieres ya nunca más regresar. Los reflectores. Las giras. La gente. El público gritando locamente tu nombre. Tu nombre, entonces, te sabe a gloria. Las fotos, el arte de las grabaciones. Una y otra vez mi imagen repetida. Repetida en las portadas de mis discos. Repetida en cada habitación de mis fanáticas. Repetida en los sitios de Internet dedicados a mi persona. Repetida en las placas que me he tomado con las mujeres que he salido. Repetida en los programas de espectáculos que viven haciendo escándalos a mis costillas. Repetida en la mente de mis incondicionales. Repetida en las revistas de chismes. Repetida en los que me odian. Repetida en los que me ningunean, queriendo no repetirla. Repetida una y cien mil veces. Mi imagen, que no me canso de ver en los monitores del escenario, en las pantallas gigantes del show, en los espejos tras bambalinas. Mi imagen es el reflejo de mi fama. La fama lo es todo. Pero la fama cansa. En ocasiones estoy tan cansado que me siento como si fuera un viejo con el doble de mi edad. Me cansan las sesiones de grabación. Me cansan los críticos y los criticones que creen que siempre lo puedo hacer un poco mejor. Me cansa tener que cumplir con la opinión pública, tener que innovar, tener que mostrar cada vez algo nuevo. ¿Acaso no es suficiente con mi voz? Que disfruten mi voz, mi pulcritud, mi entrega. ¡Que nadie dude de mi entrega! Que no pidan más. A veces estoy cansado. Me ha cansado mi fama, los tours, los shows interminables. En ocasiones, sólo quiero tirarme al sol. Por eso ya sólo cada dos años me voy de gira, por eso no canto más de una hora y media, por eso dejo que otros se encarguen de los detalles del espectáculo. Que Genaro los dirija. Es suficiente con lo que ya he hecho. A veces estoy cansado. Tan cansado como un viejo de ochenta años, y aun así, la fama lo es todo, lo es todo.
—La vida de un artista, lo sabemos bien, es dura. Especialmente cuando es uno de verdad como en tu caso. Indudablemente implica un gran desgaste físico y emocional. Dime una cosa, después de todos estos años, décadas ya, que has estado al frente de los escenarios, ¿has pensado alguna vez en dejarlo todo, bajar el telón, salir del stage, irte a descansar? ¿Retirarte?
—No. Jamás he pensado en ello. Lo que hago, a lo que me dedico, que ciertamente es una actividad muy demandante, es una especie de terapia para mí. En el sentido más amplio de la palabra. Es algo que me transforma y me estimula. Es más: es un modo de vida. No me veo haciendo otra cosa. Considero que, en la vida, todos nosotros hemos sido hechos para algo. A veces te das cuenta y lo encuentras, a veces no. Tengo la fortuna de haberlo encontrado desde muy temprano en mi persona. Nací para lo que hago, no podría hacer algo más. No negaré que existen momentos en que te encuentras abatido, física y mentalmente, pero aún así pienso que debo seguir, que nací, que fui hecho para esto. Nunca he pensado en retirarme, que no se preocupen mis fans.
Claro que lo he pensado. Especialmente hace tiempo. Cuando mi padre aún vivía y era quien controlaba mi carrera. (Casi no te recuerdo como padre, te recuerdo como mi productor, mi manager, mi patrón. ¿Cuándo dejamos de ser padre e hijo? ¿Qué era yo para ti: tu mina de oro, tu artista inigualable, tu sangre: qué era yo para ti? Lo más trágico es que a pesar de todo, de la penuria que trajiste, de tu crimen inconfesable, de tu ambición, de tu irrefrenable manera de ser, te extraño. Eso es triste y trágico. No quiero pensarte, no quiero pensarme pensándote, pero lo vuelvo a hacer una y otra vez, una y otra vez.) En ese tiempo lo pensé muchas veces. Qué diablos, tenía dinero suficiente, me tiraba a la que quería desde que tenía doce años (ja, la primera tenía diecinueve), y podía hacer lo que me viniera en gana. Pero creces y la vida común ya no importa. Creces y te sabes estrella, figura de la canción, artista famoso, y ya no hay marcha atrás. Sí, tenía veinte años y supe que nunca lo dejaría. Pero incluso con esa conciencia me he preguntado más de una vez, ¿cómo sería esa otra vida? ¿Qué hubiera hecho sin mi voz, sin el entrenamiento marcial para ser dueño y señor de los escenarios al que me sometió mi padre? ¿Cómo hubiera sido un destino así? Tal vez me hubiera parecido a Freddy, pero sin el dinero, el mío, que tiene a su disposición. Hubiera tenido que hacer cosas convencionales para subsistir. ¿Qué? ¿Actorcillo de telenovelas? ¿Gigoló? ¿Dueño de un bar de famosos aquí en Acapulco? ¿O, quizá algo mucho más simple, del montón? Un abogado, un administrador, un contador. ¿Qué hubiera sido de mí entonces? ¿Estaría casado? ¿Sería feliz; tradicional? Me pregunto cómo será llegar a casa para encontrar día tras día a una esposa que lucha contra la acumulación de grasa y las arrugas a fuerza de dietas y cirugías, unos hijos consentidos y hermosos volteando patas arriba el recinto, grande pero sin chiste, con una camioneta familiar a la puerta, como la que ahora usa mi encargado de seguridad. Adiós Maserati Spyder, Porsche 911 “Cola de ballena”, Ferrari Barchetta, Chrysler Vyper y, oh, sí, sí, mi flamante Lamborghini Murciélago color verde pistache. Ser anónimo, normal, promedio. ¿Hubiera sido feliz así? ¿O me hubiera preguntado por qué no supe cantar y ser como tal y cual famoso? A veces creo que éste era mi destino indefectible. Que no había de otra. Que aunque mi padre no hubiera sido mi padre, aunque nunca hubiera tenido la obsesión de realizarse en mí, de dar carne a su fantasía de fama en el hijo que engendró, su primogénito, tarde o temprano hubiera emergido esta voz que cayó del cielo. Entonces me doy cuenta de la magia y la condena. No hay remedio, ni solución. No hay ni habrá descanso, ni aunque llegara el hastío. Veo el estadillo multicolor de la pirotecnia al final del show y recuerdo que en esos noventa minutos nada más existe. Y sé que nací para esto. Que todos los intentos que hago para postergar el regreso a la escena, las veces que sinceramente he querido retirarme, el cansancio y el aburrimiento, son sólo parte del camino, la senda que me lleva al foro, a las luces trepidantes y a la orquesta, a miles de fanáticos frente a mí, y aunque en ocasiones la fama pese y absorba, y sólo quiera estar tumbado al sol, sé que al final, después de todo, incluso después del dolor punzante que no suelta, que no cede, por las ausencias que son estigmas y espectros, sólo soy un artista y nunca podré ser nada más.
—¿A qué le temes? ¿Existe algo que te dé miedo, miedo de verdad? Lo que sea: miedo artístico, miedo en general, ¿alguna fobia?
—Bueno, una cosa a la que realmente le temo es al dolor físico. Creo que de todos los sufrimientos, el dolor físico es el más insoportable. Puedes sufrir por un amor, por algo en lo que no te fue bien, pero sufrir por algo que te pasa físicamente, considero que es algo aterrador. Eso es a lo que más miedo le tengo, definitivamente.
Ocurrió en octubre, hace quince años. Sentí pánico. Recuerdo la habitación del hospital, las luces blancas reflejándose en las paredes inmaculadas. Mi cuerpo entumecido. Un dolor insoportable que se extendía por mi abdomen. Me dijeron lo que había pasado antes. Para mí, ese antes eran un par de horas. En realidad habían pasado días. No recuerdo bien la noche que paré en el hospital, pero sí lo que me pasaba entonces. Estaba en la cima de mi carrera, o por lo menos creía estarlo, o en la cima de mi carrera en ese entonces. El dinero. La fama. El dinero y la fama pueden ser la esmeralda del diablo. Cuando ya lo has probado todo, cuando nada te está vedado, cuando puedes llegar a un restaurante, un antro, un hotel, cualquier lugar, el que sea, y meterte lo que quieres sin que nadie, absolutamente nadie, te diga ni una sola palabra por la simple y sencilla razón de ser el ídolo, el máximo ídolo de tu país. (¡Qué digo de mi país: de toda América Latina y España!) El dinero, entonces, se vuelve algo surreal: no sólo puedes comprar lo que quieras, también lo puedes disfrutar cuando quieras. En ocasiones es inevitable. Nadie aguanta un ritmo de vida así sin drogas. Veinticuatro años y en la cumbre. El dinero. La fama. La vanidad. Sí, la vanidad. Creer que eres inmortal, que nada te puede pasar, que eres invencible. Así que esnifé, esnifé y esnifé durante días. Bebí champaña, combinada con whisky, vodka, vino, brandy, frenéticamente, enloquecido. Me la pasé cogiendo. Una tras otra. Una junto con otra y éstas con otras. Ah, la fiesta en Acapulco. Falté a mis sesiones de ensayos. No quise saber nada del negocio en ese par de semanas. Sólo quise llevar una vida semianimal: comer, coger, beber, meterme droga. Subí de peso. Me embriagué, me intoxiqué hasta el hartazgo. Hasta que un día, creo que después de comer algo en medio de la parranda interminable, un dolor cruzó mi cuerpo, penetró mi abdomen y se alojó en el extremo derecho de éste. Me atenazó y ya no soltó. Me esclavizó. Paralizó mi voluntad, perdí el control de mi organismo. Me hizo un guiñapo que se retorcía de dolor mientras un vómito como clara de huevo, amargo y apestoso, emergía imparable por mi boca. Oprimiéndome, dejándome indefenso, fragmentando mi percepción, lanzándome a la incertidumbre. Al atisbo de la muerte. Imaginar la cercanía del desenlace total. Pensar que era posible. Ahí tirado como un animal en el matadero, sin volición, sin control, sin poder. Ese día, conocí el terror.
Nadie aguanta un ritmo de vida así sin drogas. Veinticuatro años y en la cumbre. El dinero. La fama. La vanidad. Sí, la vanidad. Creer que eres inmortal, que nada te puede pasar, que eres invencible. Así que esnifé, esnifé y esnifé durante días. Bebí champaña, combinada con whisky, vodka, vino, brandy, frenéticamente, enloquecido. Me la pasé cogiendo. Una tras otra. Una junto con otra y éstas con otras. Ah, la fiesta en Acapulco. Falté a mis sesiones de ensayos. No quise saber nada del negocio en ese par de semanas. Sólo quise llevar una vida semianimal: comer, coger, beber, meterme droga. Subí de peso. Me embriagué, me intoxiqué hasta el hartazgo.
—Dime algo: ¿Te sientes solo? ¿Es cierta esa soledad del artista, del estrella? Sé que es un punto que no te gusta tocar, pero ¿es solitaria tu vida privada?
—Sí, mira, bueno, esto que te voy a decir, pocas veces lo digo. Sí, sí es verdadera la soledad del artista. Sí, creo que soy un solitario. Vamos, no es algo dramático ni nada por el estilo, pero es verdadero. Con frecuencia tengo muy buena compañía: mi hermano, por supuesto; mi secretario particular con quien tan bien me entiendo; novias, amigos, gente que me aprecia, pero al final vivo solo. Es sólo eso. Al final del día estamos la gente que me ayuda en la casa y yo. Nada más.
La soledad. Muchas veces me pregunto por qué cuando no estoy solo, estoy rodeado de mucha gente. De gente anónima, de gente que seguro nunca voy a volver a ver en mi vida: del público, de la odiosa prensa, de la gente del negocio (ayudantes, compositores, ejecutivos, músicos —cuántas veces no he dicho demagógicamente que los músicos son “mi familia”, ni ellos mismos se lo creen; o mejor: ellos menos que nadie—), de mujeres que surgen de la nada, me dan un poco de sexo, y desaparecen en la nada de vuelta. No sé, de veras que no lo sé, si alguna vez he conocido lo que es no estar solo en serio, tener una familia de verdad. Quizá sólo cuando era pequeño; imágenes fragmentadas, extractos de mi memoria que atesoro, que guardo en lo más íntimo de mi ser. De repente un día, todos se fueron, no volvieron más, se me murieron. En ocasiones creo que mi vida es sólo eso: una sucesión de presencias que sólo están allí para un buen día convertirse en ausencias dolientes. Y las ausencias punzan, nadie sabe cuánto. Surgen y resurgen cuando nadie me oye, cuando estoy sólo con mis pensamientos. Son los espacios vacíos que se repiten al infinito como en una sucesión de espejos autorreflejantes. Espacios que se superponen y se mimetizan en el exterior y en el interior de mi ser. Es mi mansión llena de mármol y maderas finas reproducida mil veces en mi mente y en mi alma. Una serie de habitaciones saturadas por la atmósfera tibia de la zona alta de la bahía en las que sólo puedo escuchar el eco inconfundible de mi voz. Un espacio enorme que poseo cuyo interior es frío y callado, sin más vida que la que yo mismo le puedo dar. La soledad es un sentimiento profundo, es saberte desposeído de algo que tuviste cerca, que pudiste tomar con tus manos y se esfumó para siempre. Como cuando veo la bahía guerrerense extendiéndose hacia el Pacífico infinito hasta volverse una con el cielo y comprendo su significado: esa imponente masa de agua ante mi vista, poseída por mis ojos hasta donde alcanzan a ver, pero que nunca, jamás, me atrevería siquiera a pensar que es realmente mío ni un centímetro cúbico de ella. Todo a mi disposición, sólo para recordarme que nada es verdaderamente mío.
—Disculpa que te haga esta pregunta, pero tengo que abordar el tema, porque está ahora en boca de todo el mundo. Hoy por la mañana un programa mexicano anunció a los cuatro vientos que tu madre había reaparecido en Los Cabos, Baja California, internada en una clínica de rehabilitación. ¿Tienes algún comentario al respecto?
—Como bien sabes, es un tema que no me gusta tratar precisamente porque a lo largo del tiempo se ha prestado a infundios, maledicencia y un pésimo manejo de la información por parte del grueso de los medios que lo único que hacen es desinformar y traer malestar a mi familia, es decir, a mi hermano y a mí. Pero aprovecho para decir a tu público y al público en general, que es absolutamente falso lo que dijeron y lo que han dicho siempre en los medios nacionales sobre ella. La seguimos buscando, estamos al pendiente, dondequiera que esté debe tener la seguridad de que la amamos, la extrañamos y la esperamos con el corazón en la mano.
Oh, madre, madre, madre. Eras luminosa, cercana, divertida, tierna, fabulosa; mi vida entera. Fuiste el primer vínculo con el mundo, serás el último. Tu muerte me dejó en el abismo. Penando sin rumbo en un mundo atroz que a veces no consigo comprender. Laberinto de dolores, sendero de melancolía. Eras la negación de la velocidad con la que el tiempo nos consume, nos arrolla y nos devora. Fuiste el presente eterno. La resquebrajadura de la vorágine cotidiana que todo lo subsume y lo aniquila. El punto de paz, el germen de la vida, el lago de amor. Más hermosa que la luna llena cuando flota inmensa sobre la silueta de la bahía. Hacedora del milagro, traedora de la calma, blanca hechicera con remedios alquímicos para mis sinsabores, mis miedos y mis frustraciones. La carcajada eras tú. El ser que lavó mi llanto, que todo lo escuchó, que todo lo supo, que todo lo comprendió. Fuiste lava incandescente que nunca permitió llegar al invierno. Tras tu partida mi alma es fría, mi vida es una escala de grises. Se perdieron los colores. Se rompieron las guías, terminó el jolgorio. Vivo al borde del acantilado. Rescato los pedazos resquebrajados del vitral de mi existencia que nunca volverá a unirse. Eras su figura central. La cohesión de lo disperso. El principio del entendimiento, la partitura que encuadra, que armoniza, que embellece lo que de otra manera son sonidos dispersos sin lógica ni continuidad. Sin ti, perdí el sentido, conocí la sin razón, me saturó el ruido, vi las fauces de la oscuridad. Un pozo hediondo donde los significados se quiebran, la línea de la vida se retuerce y se funden sus amarras con el sinsentido. He vivido lo incomprensible. El triunfo del mal irracional sobre el orden divino. Del odio sobre el amor. Del capricho de una voluntad tiránica y febril contra el asentimiento de la vida. Dime que es verdad, que hay un mundo más allá. Que al final del camino, de tu vida efímera y fructífera, pudiste vencer al traidor. Que murió la serpiente. Le fue cortada la cabeza. ¿Dónde estás ahora? Guíame por el túnel de tu ausencia. Lleva mis pasos que están a punto de tropezar a cada instante. Ayúdame a tantear en el vacío. Cómo pesa la inexistencia. La nada vive, te marca a fuego, le perteneces. La nada es.
Hizo un par de preguntas más sobre la tendencia que tendrían sus discos por venir. El cálculo entre la monotonía de la seguridad y el riesgo de la experimentación. Finalizó la charla. A manera de despedida, Leslie Freeman dijo “Mil gracias por estar con nosotros esta noche. Que sigas como hasta hoy con todo el éxito del mundo, y mucho más”. Él agradeció y mandó un “abrazo enorme” a sus fans y a la audiencia del programa. El monitor de espejo del set dejó caer los títulos sobre la imagen de ellos, que iba ensombreciendo a medida que disminuía de a poco la luz de los spots hasta dejarlos en completa oscuridad, resaltando en primer plano la silueta de los técnicos que comenzaban a moverse rápidamente por el lugar. Genaro y él se despidieron y salieron del hotel por la puerta de servicio, en medio del grupillo de hombres de su seguridad personal, eludiendo al cúmulo de curiosos y fanáticos que esperaban en el lobby y en las cercanías del salón Diamante.
La noche acapulqueña flotó tibia como siempre. Como una maqueta inmensa a la que le hubieran dado de golpe al switch, la luminosidad artificial envolvió la Costera Miguel Alemán, proporcionándole una burbuja espectral, palpitante y festiva. Saturada de luces de neón, latiendo al ritmo de las multitudes que comenzaban a arremolinarse afuera de los recintos con letreros y logotipos conocidos en buena parte del mundo occidental. La muralla de inmensos edificios mostraba sus interminables cuadrículas centelleantes, mientras que a sus pies las luces multicolores culebreaban como fuegos artificiales congelados en la atmósfera baja y vaporosa de la oscuridad guerrerense. Hileras de automóviles cuyas calaveras se hinchaban cada pocos segundos al compás de la circulación de frenado, típica de las grandes avenidas mexicanas.
Miró a la calle con la vista alta y concentrada en un lugar más allá del puerto y su dinámica. No obstante haber sido prudente y a modo, la entrevista había tocado un nervio. No dijo nada. Pensó en uno de los sueños más intensos de los que había tenido con su madre; manifestaciones del inconsciente de una clase especial, suspendida en un espacio allende la realidad onírica convencional. Soñó que dormía. Despertaba y dirigía la mirada hacia la entrada del cuarto. Vio cómo se encendía el contorno del umbral de su recámara principal. En un instante, la puerta se había desvanecido y él se incorporó sentándose en la cama. La figura de su madre, fulgurante, desnuda y alada, ocupaba la totalidad del umbral, en una versión exótica, gigante y con facciones difuminadas de la mujer que conoció en vida. Ella le dijo que ya casi no lo visitaría porque era tiempo de irse. “Sólo he venido a cerciorarme de que estés con bien.” Alargó un brazo inmenso y lo tomó de la mano. El techo de su habitación había desaparecido y en su lugar se veía la bóveda celeste; inmensa, con una pronunciada curvatura semicircular y saturada de estrellas. Su madre se elevó hacia el firmamento, batiendo con energía sus enormes alas, llevándolo con ella bien afianzado entre la mano y el antebrazo. Iba desnudo. Pudo ver desde el aire la totalidad de la bahía, la ciudad y los cerros del norte hasta donde la geografía se licuaba en la oscuridad de una maleza cerrada. Ganaron altura y sintió que flotaba libre en la atmósfera con la claridad cada vez más nítida del firmamento nocturno frente a sí. Su madre se despidió de él, diciéndole que lo amaba, y lo soltó para seguir con su vuelo recto cada vez más alto. No experimentó una caída libre, sino un suave flotar de vuelta a la tierra. Entonces despertó.
Dos gruesas lágrimas cayeron por sus mejillas. Carraspeó y siguió mirando indiferente a través del vidrio polarizado que amortiguaba el destello de la fiesta nocturna en el exterior. Genaro lo observó un momento y volteó la vista, mirando el arroyo opuesto y su circulación imposible. Un grupo de jóvenes estadounidenses pasó con lento caminar, riendo a carcajadas y bebiendo cervezas en bolsas de plástico entre el gentío de la acera de enfrente. Pensó que necesitaba relajarse. Flexionó el cuello con un movimiento semicircular y se pasó la mano por la barbilla, sintiendo sus puntiagudas salientes vellosas. En cuanto lo dejara en la mansión, llamaría a María Fernanda para pasar la noche con ella. Sólo deseó que para esa hora no estuviera ya ocupada con algún otro de sus clientes. ®
* Este cuento pertenece a la colección inédita Rotación.