El autor se aproxima a uno de los momentos más dolorosos de la humanidad, la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, a través de la mirada de autores como Kenzaburo Oé o Tamiki Hara. Sería una falacia decir que el horror es indescriptible.
Estampa primera
Un hombre común de mediana edad, asalariado, descorre el shoji que se abre al cobertizo de su vivienda. Con un maletín en la mano, tras dejar las zapatillas y enfundarse los mocasines dispuestos hace dos noches en los bajos del lado exterior del pórtico, se inclina en comunión con el espacio, vuelve a descorrer el pánel, gira, baja dos escalones y camina con rumbo a la vereda que cada mañana, de lunes a sábado, agota hasta el punto en que toma el tranvía que lo lleva al centro de Hiroshima, a siete minutos de la zona de oficinas. El tránsito de la gente por la ciudad, que en esas primeras horas del día ya ha visto el vuelo de tres aviones de reconocimiento y se ha ocultado en tropel según lo han indicado las alarmas antiaéreas, pauta un ritmo alienado bajo una luz que apenas se disuelve con el sudor de los rostros y el óxido de las calles. En el cuarto año de la guerra, como en toda vida cotidiana, los niños asisten a las escuelas y los adultos al trabajo. El hombre asalariado desciende del tranvía a las 8:10. Cruza dos avenidas, esquiva un carromato, compra el diario y alcanza la sexta calle, donde dobla para entrar en la acera del banco de pensiones y donde abandona el par de mocasines, uno delante del otro, como lo marca un paso, tras volatilizarse por el resplandor de un millón de grados que marca el inicio de la presencia de la bomba atómica.
Estampa segunda
La sola escena de unos pies enfundados sobre el asfalto, fijos y sin cuerpo, íntegros y anónimos, carentes de la historia de un hombre asalariado, es contada por una abuela octogenaria a su nieto Tomekichi y corresponde a uno de los tantos registros puestos en boca de la anciana protagonista en Pika Don [Estallido y fogonazo; Potsdam Shoten, 1950], libro de Iriki Maruki y Toshiko Akamatsu que por su fuerza testimonial es citado por Kenzaburo Oé (1935) en sus Cuadernos de Hiroshima [Hiroshima noto; Anagrama, 2011], describiéndolo como fiel relato de la experiencia de la bomba.
Breve mosaico de evocaciones en torno a una guerra odiada, para 1965 Pika Don ya era parte de la amnesia colectiva, condición ésta que el futuro Premio Nobel destejería en sus Cuadernos… —a partir de la invocación de la memoria y sus motivaciones— hasta lograr una obra maestra del periodismo que a 46 años de su aparición se ha traducido al castellano.
Estampa tercera
Examen de las secuelas que dejó “el monstruo más terrible del siglo XX”, acaso Cuadernos de Hiroshima es el último de los grandes libros que cabe enmarcar dentro del género genbaku bungaku [“literatura de la bomba”] desarrollado por autores supervivientes [hibakusha]o bien por aquellos que indagaron y conocieron a profundidad los alcances de lo ocurrido en el archipiélago japonés el 6 y 9 de agosto de 1945.
La gente de Hiroshima prefiere guardar silencio hasta el momento de enfrentarse a la muerte. Quiere sentirse dueña de su propia vida y de su propia muerte. Evitar que su tragedia personal se convierta en un dato o excusa para las luchas políticas, como las que se producen en torno al movimiento para la prohibición de las bombas atómicas y de hidrógeno. No quieren dar la imagen de que mendigan por el hecho de ser víctimas.
En siete apartados escritos de 1963 a 1965, a lo largo de una serie de viajes iniciada por la cobertura de la revista Sekai de la Novena Conferencia Mundial contra las Bombas Atómicas y de Hidrógeno, el joven Kenzaburo Oé descubre a “la verdadera Hiroshima”, representada en la voz “de seres humanos auténticos que poblaban la ciudad” configurando en la orfandad su derecho a ser víctimas silenciosas y soslayando la censura y la demagogia políticas, tan crueles como desastrosas. El escritor de 28 años había encontrado entonces el último de los rostros de la dignidad humana.
Los Cuadernos… inscriben testimonios prolongados más allá de la aniquilación; realidades que a partir de un inteligente ejercicio ensayístico —a la mano de la crónica— discurren como “la bomba que aún existe en las profundidades de los cuerpos”, con su sintomatología inoculada que va de la neurosis, la apatía, la vergüenza y la indignación, a la leucemia, la ceguera y las cicatrices queloides en las mejillas de muchachas en flor que “vieron perdida su belleza”.
Estampa cuarta
Para los sobrevivientes de la bomba, trascender los tiempos que demostraron “los alcances del sufrimiento humano y de su capacidad destructiva” consistió en asumir un largo mutismo, primero obligado y luego voluntario, a guisa de componer una nueva forma de memoria muy apartada de la huida al vacío elegida por los aparatos estatales, burocráticos, militares y de prensa, y por las generaciones posteriores, alineadas a la prosperidad de la sociedad de consumo que tiende a olvidarlo todo.
En una carta dirigida a Kenzaburo Oé, a propósito de sus primeras reflexiones sobre el tema en Sekai, Yoshitaka Matsusaka, hijo del doctor Yoshimasa Matsusaka, directivo de la Asociación Médica de la Prefectura de Hiroshima que incluso herido hubo de brindar consultas el fatídico 6 de agosto de 1945, escribió:
La gente de Hiroshima prefiere guardar silencio hasta el momento de enfrentarse a la muerte. Quiere sentirse dueña de su propia vida y de su propia muerte. Evitar que su tragedia personal se convierta en un dato o excusa para las luchas políticas, como las que se producen en torno al movimiento para la prohibición de las bombas atómicas y de hidrógeno. No quieren dar la imagen de que mendigan por el hecho de ser víctimas.
Considerando a las más de 140 mil personas que murieron en el instante de la explosión (en Nagasaki el número fue de 70 mil) y a las decenas de miles que lo hicieron en los días y años posteriores, entre ellas “las olvidadas víctimas del archipiélago de Okinawa”, seguir con vida convertiría a los hibakusha vistos por Oé en un coro moralista, “en el sentido que se le daba antiguamente a la palabra en japonés, que se puede traducir hoy como ‘comentarista de la vida humana’. [Coro moralista] porque ha vivido los días más crueles en la historia de la humanidad y ha resistido […] desde entonces”.
Estampa quinta
Forma del silencio era el suicidio, el más extremo de los tránsitos hacia el estruendo que significaría a Hiroshima como “la idea más profunda de la humanidad”. Fue el último grito lanzado por Tamiki Hara (1905-1951), autor imprescindible del genbaku bungaku, quien, “superado por la amargura y la humillación”, se lanzó a las vías del tren, convencido de que la historia de la bomba volvería a repetirse en la guerra de Corea, según lo había advertido Harry S. Truman, el mismo presidente estadounidense que autorizó la incursión atómica sobre Japón.
Perfilándolo como el autor más extraordinario de los hibakusha, Kenzaburo Oé acude a Hara para abundar en el doloroso relato que del 6 de agosto de 1945 hiciera el doctor Fumio Shigeto, miembro entonces del Hospital de la Cruz Roja y posterior director del Hospital de la Bomba Atómica:
Denme agua
¡Denme agua!
¡Denme agua!
¡Ah! ¡Denme agua, déjenme beber!
¡Prefiero morir,
morir!
¡Ah!
¡Ayudadme, ayudadme!
¡Socorro!
¡Agua,
agua!
¡Os lo ruego!
Alguien…
¡Ah… Ah… Ah… Ah…!
¡Ah… Ah… Ah… Ah…!
El cielo se parte;
las calles desaparecen;
el río,
¡el río fluyendo!
¡Ah… Ah… Ah… Ah…!
¡Ah… Ah… Ah… Ah…!
La noche se acerca
a estos ojos resecos;
a estos labios inflamados,
escocidos y tórridos.
¡Ah! El quejido de un hombre,
tambaleándose.
Su cara arruinada,
abrasada, ardiente;
el gemido de un ser humano,
Un ser humano.
En coincidencia con Oé, “mientras perdure la memoria de una persona tan representativa […] como Tamiki Hara, ¿cómo podemos dar por finalizado nuestro viaje interior a Hiroshima?”
Coda
En un orden exento de cronología Tamiki Hara escribió Flores de verano [Natsu no Hana, 1946], De las ruinas [Haikyou kara, 1947] y Preludio a la aniquilación [Kaimetsu no joukyoku, 1949], tres relatos que dan forma a un corpus pasmoso sobre el antes, el durante y el después más inmediato en la Hiroshima de la bomba [Madrid: Impedimenta, 2011].
Es ocioso —y además imposible— tratar de distinguir entre la realidad y la ficción invertidas en esa trilogía. ¿Se puede novelar atestiguando el rigor mortis de un escenario real, traumatizado por un horror inimaginable? Quizá Hara lo hace mediante una narrativa que detalla en su brevedad acciones comunes, diarias, que dimensionan el mundo exaltado que las envuelve. La profusión de estampas y miradas cotidianas se encausan en la memoria involuntaria para trazar mejor la desgracia del presente.
En contraposición a ese lugar común de Occidente, que pinta al ciudadano medio japonés con un carácter presto a la obediencia, los personajes de Hara —como el coro moral de Oé— se resuelven a sí mismos en franca ruptura con el poder, para continuar el acto de la vida disuadidos del fascismo militar que los involucró en una guerra que tendría en sus hogares, comercios, escuelas, plazas, el último de los bastiones. Insumiso en su discurso, Hara habría de superar un doble cerco de censura, el instaurado por la ocupación, que prohibía informar sobre un escenario nunca visto de muerte y crueldad, y el del gobierno propio, que buscaba ocultar su segunda derrota: la que lo sometía ante el pueblo indignado por los falsos y añosos mensajes de la propaganda:
En el tranvía un viajero se dirigió a un oficial.
—Hiroshima resistirá, ¿verdad?
El oficial asintió sin decir palabra.
Marcado el cisma, Hiroshima habría de reinventarse en medio de un aislamiento tácito que más que otra cosa se reflejaría en su registro: hasta hoy, los anales no han logrado reconocer la justa dimensión de su tragedia. Como las familias de Hara, en permanente éxodo físico y emocional, a la inmensa faz de la bomba se le exilia de la historiografía, de su orden de realidades documentadas en salvaguarda de la verdad. Con toda honra, la literatura ha sido su Pandataria. ®