Fascismo, de Madeleine Albright

Advertencia de una ex secretaria de Estado

Albright aporta un análisis atinado de regímenes poco entusiastas de la democracia. Eso implica no quedarse en la denuncia moral, tan simple como inútil. Hay que interrogarse por las condiciones que llevan a un pueblo a sostener a dictadores o aprendices de dictadores.

Madam Secretary en la firma de Fascism. Bill O’Leary/The New Yorker.

Fue secretaria de Estado en el segundo mandato de Bill Clinton. Ése es uno de los aspectos más admirables de Estados Unidos: un ciudadano de origen extranjero puede escalar hasta puestos políticos muy altos. Aunque había nacido en la antigua Checoslovaquia, Madeleine Albright (1937) dirigió la diplomacia de la superpotencia. Algunas décadas antes, el mismo cargo estuvo en manos de un norteamericano de origen alemán, Henry Kissinger.

Tras dejar el gabinete demócrata Albright escribió sus memorias, Madam Secretary, y pensó que, por su edad, su carrera literaria estaba ya acabada. Se equivocó. Con Fascismo (Paidós, 2018), su último libro, vuelve a ofrecernos una mirada muy personal sobre los problemas de nuestro tiempo. En concreto, para advertirnos del peligro que supone el ascenso de nuevos populismos, basados en el autoritarismo, la demonización de enemigos imaginarios —los emigrantes, sin ir más lejos— y el uso masivo de la mentira. La Rusia de Putin, por ejemplo, ha utilizado con maestría las “fake–news” o noticias falsas para desestabilizar a sus oponentes.

Donald Trump también recibe duras críticas por su tendencia a aplastar a la oposición y su escaso respeto a la verdad. Albright no acepta su visión del mundo como una jungla darwiniana. Propone, en su lugar, la colaboración leal entre los distintos Estados. Por otra parte, se duele de que su país no haya figurado en 2017 en el índice de Democracia de The Economist como una democracia plena sino como una “democracia imperfecta”. La prestigiosa publicación, para elaborar su ranking, utiliza criterios como el espacio ocupado por la sociedad civil o las garantías procesales.

Albright, desde la clara oposición a lo que representaba Hugo Chávez, reconoce que el venezolano hizo que sus compatriotas más humildes se sintieran parte del país: “Él les habló de tú a tú, los integró en los consejos comunales, les dio poder de decisión en las cooperativas agrícolas”.

Nuestra autora aporta un análisis atinado de distintos tipos de regímenes poco entusiastas de la democracia. Eso implica no quedarse en la denuncia moral, en un “son malos” tan simple como inútil. Hay que interrogarse, al contrario, por las condiciones políticas, sociales y económicas que llevan a un pueblo a sostener a dictadores o aprendices de dictadores.

Ojalá la izquierda, en tantas ocasiones, tuviera idéntica capacidad para reconocer la cosas como son, sin el corsé de lo políticamente correcto. Si no identificamos las necesidades sociales que cubre el autoritarismo no estaremos en condiciones de combatirlo con eficacia.

Albright, desde la clara oposición a lo que representaba Hugo Chávez, reconoce que el venezolano hizo que sus compatriotas más humildes se sintieran parte del país: “Él les habló de tú a tú, los integró en los consejos comunales, les dio poder de decisión en las cooperativas agrícolas”. En el caso del nazismo, la dualidad también es patente: los mismos que hacían barbaridades contra los judíos se comportaban como reformadores sociales, preocupados de que los alemanes de pura raza vieran incrementadas sus pensiones y una mejor atención educativa y sanitaria.

Ojalá la izquierda, en tantas ocasiones, tuviera idéntica capacidad para reconocer la cosas como son, sin el corsé de lo políticamente correcto. Si no identificamos las necesidades sociales que cubre el autoritarismo no estaremos en condiciones de combatirlo con eficacia.

No nos encontramos ante una simple teórica, sino delante de una experta con una amplísima experiencia en la política práctica, más que suficiente para desmenuzar la psicología de los líderes y de las masas. De Putin nos ofrece una escena fascinante, demostración de sutileza y maquiavelismo. Después de proclamar ante los medios que Estados Unidos presionaba al Kremlim, el ruso se volvió hacia a Madeleine y le dijo: “He hecho esa declaración para que los críticos de su país no la ataquen por ser demasiado blanda”.

¿Volvemos a los años treinta? En tiempos de incertidumbre la gente busca líderes fuertes. Estos juegan con ventaja porque parecen más decididos y seguros de sí mismos. Su aparente firmeza les facilita llegar al poder, antes de que se descubra de que sus recetas fáciles tienen consecuencias desastrosas.

Cuando uno está habituado a unos políticos que se sacarían los ojos unos a otros si pudieran resulta refrescante escuchar a una figura tan significada como Allbright hablar en términos elogiosos de un oponente. En este caso, del republicano George W. Bush, del que admira el optimismo y la decencia en su vida personal, dos rasgos que a ella le parecen cada vez menos frecuentes en la vida política. Igualmente alentador es que la autora nos recuerde aspectos elementales de la democracia, no por obvios menos necesarios a la vista de lo que sucede en la actualidad un día sí y otro también. Por ejemplo, que el ganador de unas elecciones no está legitimado para hacer todo lo que quiera. Los derechos de las minorías deben ser respetados.

Nos encontramos ante una mujer que es todo lo contrario de una demagoga. Es dura, incluso feroz, con los políticos corruptos y mentirosos, pero también con el votante que despotrica contra la democracia sin molestarse siquiera en ir a votar. Con realismo, nos advierte que no podemos querer las cosas sin el coste que llevan aparejado:

Nos quejamos amargamente cuando no obtenemos lo que deseamos, como si fuera posible, por arte de birlibirloque, ampliar los servicios sin menos impuestos, extender la cobertura del sistema sanitario sin la participación del Estado (…) o abaratar los bienes de consumo fabricados en nuestra localidad elevando los sueldos de los trabajadores.

Uno cree, al leer estas palabras, escuchar el eco lejano de Winston Churchill. Porque el verdadero estadista no sólo da, también exige. No se limita a decir lo que quiere escuchar su auditorio sino que plantea la verdad desagradable.

Podemos estar de acuerdo o no con el análisis de Albright, pero su visión se funda en datos y en matices. No mete a todos los protagonistas en un saco indiferenciado bajo el mismo rótulo, como si no existieran diferencias entre ellos. No está bien humillar a la oposición, por supuesto, pero masacrarla es mucho más grave. Sin embargo, “fascista” se ha convertido en una descalificación tan utilizada que corre el peligro de perder su significado, con lo que el término deja de servirnos para describir la realidad. Madam Secretary, con deliciosa ironía, nos previene contra este peligro: “¿Que estás en desacuerdo con alguien? Llámalo fascista y así te evitas tener que apoyar tu argumentación con hechos”. ®

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Publicado en: Libros y autores

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