Historia reciente de Colombia y su rock desde la novela

C.M. (No record), de Juan Álvarez

En América Latina muchas historias están por escribirse. Existen grandes lagunas en cuanto al discurso y devenir de los pueblos. Así que los escritores encuentran enormes espacios para novelar.

Juan Álvarez

Así lo ha hecho Juan Álvarez en C. M. (no record) [Alfaguara, 2011], en donde se permite especular sobre el acto de crear música, acerca de la naturaleza de los músicos y recorrer también una veta que le permitía explorar un pasaje no abordado todavía y menos desde la óptica de la ficción: la historia reciente del rock colombiano en el periodo que va de la segunda mitad de los noventa al cambio de siglo.

Invitado por la FIL en su edición 25 como uno de Los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana Álvarez abundó acerca del proceso de fundación de una banda que terminó por no ser —una quimera, un fuego efímero. Candidatos Muertos es un delirante grupo de rock sin guitarra que formaron un piquete de jóvenes bogotanos de distintas clases sociales. Esos músicos tercos y ensimismados se preguntaron para nombrar al grupo: ¿Qué es lo que hay en Colombia que en otros lados no? Y no dudan en responderse: Campesinos Muertos, Ciudadanos Muertos, Candidatos Presidenciales Muertos. Ni hablar, el nombre es destino.

Conversamos con el autor para remontarnos a ese tiempo de cambio en Bogotá, de regreso a la vida democrática y de las primeras ediciones de Rock al Parque, un festival que pretendía fomentar la convivencia social y que se convierte en un hito instantáneo algo fallido.

—Por lo general, la “gran” literatura y sus epígonos tienden a entender a la literatura de rock como algo menor, ¿qué tan consciente eras de este desprecio y cómo enfrentarlo?

—Supongo que hay algo de verdad en eso. Sí, tienes razón. Pero son ciclos, ¿no? Llegó a suceder con la novela negra, y hoy, fíjate, la novela negra hace mojar los calzones casi casi del planeta entero. En el territorio que cargo como patria, mi querida Colombia, ese desprecio se ejerce de una manera curiosa: escibir alta ficción es ocuparse de lo que eufemísticamente llamamos “el conflicto”: cincuenta años de la más sucia y sanguinaria guerra ininterrumpida.

”Cualquier otra cosa por fuera de ese tema es obra de aficionados literarios. Y sin embargo, cualquier lector nacional medianamente desprevenido sabe muy bien que, en el caso de la relación conflicto–libros, lo que en realidad la gente lee, lo que en realidad se vende en cantidades significativas, son los libros escritos por (o presentados como tal) exsecuestrados que vuelven a la sociedad después de diez o quince años de selva y mugre y hambre, desamparados, y, como en el caso de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, a lo único que pueden aferrarse, económicamente, es a la historia que cargan tatuada en sus organismos, generalmente como enfermedad.

—Evidentemente el valor de la obra es absolutamente literario, ¿crees que en Colombia lo tomarán como un retrato literal y fiel de una parte de la historia del rock local?

—Ha sucedido un poco. Se ha hablado de “por fin” tener un “registro” de esa década sonora, que acá en la ciudad fue especial porque combinó esa sonoridad con transformaciones sociopolíticas fundamentales: la Constitución del 91, la llegada a la Alcadía de Bogotá de un locazo como Antanas Mockus. Todo en el delirio de la guerra contra el narcotráfico. Hay sin embargo tan poca voluntad de fidelidad que a mí esa teoría del “registro” me da un poco de risa.

—La novela presenta a un grupo de jóvenes y su experiencia generacional, se trata de un recuento íntimo y público a la vez. ¿Eras totalmente consciente de que la parte política o la relativa al narco se debía mantener acotada tangencialmente?

—Lo que pasa es que me interesaba darle dimensión a una parte que considero no menos política, así sea de naturaleza menos visible o espectacular: a saber, la parte relativa a la minucia cultural; a eso que algunos sociólogos han dado en llamar “el recurso de la cultura”. No me interesaba tener personajes en altos cargos, efectismos de poder. Y no me interesaba porque la lógica gobernante fue siempre la de trabajar con músicos del común. En consonancia, los personajes de la industria musical son personajes medios: programadores de radio, dueños de pequeños estudios de grabación independientes, ediles, profesores y no rectores de universidad.

”Eso no significa que la novela se circunscriba a la intimidad. De hecho hay un retrato amplio de la sociedad cultural media de esa ciudad andina en los noventa. Lo que pasa es que no tenemos instrumentos para descifrar ese mundo como un mundo político, cuando de hecho quizás sea la única verdad política a la que la mayoría de los seres humanos tenemos o tendremos acceso, es decir, el único espacio real de transformación. Por otro lado, creo que lo relativo a la política no se agota en los personajes elegidos y sus relaciones, sino que, en este caso, el hecho mismo de la música, y de la música urbana latinoamericana en los noventa (en la medida en que allí se vivieron entonces los albores de la música digital y sus implicaciones culturales de hoy en día), cabe ser pensado como hecho político.

Invitado por la FIL en su edición 25 como uno de Los 25 secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana Álvarez abundó acerca del proceso de fundación de una banda que terminó por no ser —una quimera, un fuego efímero. Candidatos Muertos es un delirante grupo de rock sin guitarra que formaron un piquete de jóvenes bogotanos de distintas clases sociales.

—De repente la novela es muy cercana a autores mexicanos como Juan Villoro y José Agustín; por otro lado nos puede llevar al chileno Alberto Fuguet. ¿Qué tan relacionado estás con las figuras del panorama literario latinoamericano?

—Quién sabe. Igual, los he leído, pero poco, con excepción de Villoro, a quien sí he leído con más cuidado. Curiosamente, no nombras en esa lista ni a Héctor Manjarrez ni a Ibargüengoitia, y con ellos sí que me sentiría más relacionado o, digamos, más pretenciosamente relacionado. En el caso de Manjarrez hay un pasaje breve de la novela, el del concierto de un latinoamericano en el D.F. viendo a Lou Reed (que es una anécdota que uno de los músicos recupera frente a sus colegas cuando van a empezar el primer ensayo de la banda), que es sacado de una crónica suya editada en un libro de ediciones Era, Crines: otras lecturas de rock.

—¿Será que el remitente colombiano es Andrés Caicedo o tiene poco que ver su obra contigo?

—Se trata del remitente que se nos viene a la cabeza, sin duda, pero más por inercia literaria y mediática que por una razón cierta. Quiero decir: los músculos narrativos que mueven Que viva la música son la fiesta y la farra y el sensacionalismo alrededor de la euforia con que asociamos la escritura sobre música o sobre músicas urbanas. Los protagonistas de Que viva la música no hacen música; escuchan música, salsa, para más señas. Creo que lo que sucede en C. M. (No récord) es muy distinto. Casi casi la novela transcurre de espaldas a ese sensacionalismo, porque transcurre de frente al oficio mundano, al quehacer diario lejos de las luces del espectáculo.

—El personaje del profesor Rocallero es muy interesante, con su delirio, su erudición, su militancia. En su discurso habita buena parte de la carga filosófica de la obra. ¿Cómo fue que surgió? ¿Conociste a varios como él?

—Probablemente fue el personaje que más trabajo me costó. Hubo editores que llegaron a sugerir que lo sacara, porque era un payaso sin gracia. En ese momento quizás lo fuera, lo que me ayudó a entender que debía llevarlo hasta las últimas consecuencias, y eso implicó leer mucho sobre teoría musical. Leer los ensayos de Edward Saïd sobre música. Leer sobre Glenn Gould. Leer los ensayos de Stravinski que no son nada divertidos. Sobre todo, cuajarle su propia teoría, su propia cadencia, el rigor de su delirio. Pensé mucho en el viejo de Los siete locos de Roberto Arlt. En fin, surgió entre el sudor y la meditación.

—¿Alguien en la editorial te propuso limarle parte de la jerga colombiana a la novela para hacerla accesible a un público más amplio? A la postre, ese es uno de sus aportes más valiosos del libro.

—Fíjate que no tanto. Más bien, en las últimas lecturas, buscamos ser cuidadosamente selectivos en la jerga en la que necesitábamos empeñarnos. Operando más por insistencia y resonancia que por cobertura amplia. Pero eso fue siempre, me parece, una de mis premisas. Yo mismo me había alejado entonces del argot bogotano. Curiosamente, sin embargo, mucha gente acá en Colombia se pregunta si la novela tendrá algún sentido para lectores fuera del círculo nacional. Ya veremos. ®

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Publicado en: Febrero 2012, Libros y autores

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