ICONOGRAFÍA DE LA SANTA MUERTE

Un culto de origen netamente popular

Las autoridades no aceptan su culto, lo mismo que la Iglesia católica, pero la veneración por la Santa Muerte se extiende rápidamente por todo el país y más allá de sus fronteras.

La Santa Muerte en el Zócalo de la Ciudad de México. Foto © Jorge Arana "Cokke"

La nueva patrona

Los ámbitos de la religiosidad popular son de los más vastos e influyentes para las prácticas culturales en México. De ellos, el culto a la Santa Muerte puede ser el más interesante. Su iconografía se extiende a lo largo y ancho del país hasta haberse enculturado a los imaginarios colectivos populares, y que llega a Estados Unidos por los emigrantes mexicanos. Recuerda a los grabados de Guadalupe Posada, las narraciones de Juan Rulfo y los altares del Día de Muertos; pero también al heavy metal —con Eddie de Iron Maiden—, los darks, las emo skulls, el ocultismo, la piratería (tan importante para la economía de los mexicanos), Resident Evil… y a la Virgen de Guadalupe (“Reina de México y Emperatriz de América”), María Félix (“La Doña” del cine nacional, matriarca hermosa y masculinizada), Elba Esther Gordillo (lideresa vitalicia del sindicato de maestros) y las primeras planas de los diarios del país que muestran a alguno de los ejecutados o decapitados del día previo.

A la Santa Muerte se le representa como un esqueleto vestido con hábito, como el que usan los monjes, y le cubre de tal modo que sólo se ven los huesos del rostro y las manos. No va por ahí desnuda, como la pintó Brueghel (sería una ofensa al pudor de la idiosincrasia mexicana). Siempre de pie, lleva la guadaña sostenida en la descarnada mano derecha y con la izquierda carga al mundo o pende de ella una balanza. Sus figuras en plástico o yeso se comercializan en distintos colores que los creyentes asocian a alguna petición: rojo-amor, negro-“protección” (de lo material), dorado-dinero (“prosperidad”), verde-problemas judiciales o con la ley (ayuda a los presos), blanco-armonía, morado-sabiduría (“para lo psíquico”), etcétera. Incluso las fabrican transparentes y polícromas como arcoiris. Sus tallas van desde miniaturas de pocos centímetros hasta las de estatura de personas altas.

A esas figuras o piezas se les viste y decora de tantas formas que llega a volverse un asunto personal o familiar. Cada quién le da su toque singular. Como si fuera una Barbie, la dotan de vestidos y accesorios que permiten distintas posibilidades para caracterizarla: reina, novia, quinceañera, dama de alcurnia… entre coronas, alhajas y mantos. Algunos las cubren con monedas brillantes y otros con billetes de dólares. Los devotos le cuelgan pequeños retratos propios o de sus seres queridos, para encomendárselos. Y no basta con ello. Su culto implica, dicho en términos artísticos, instalación. Es decir, la creación o construcción de altares para colocar las figuras en ellos, lo que implica la asignación de un espacio, su adecuación, la colocación de materiales de soporte o base y su decoración. Esta última implica ofrendarle algo: cigarros, puros, botellas de licor, dinero, alhajas… Y siempre veladoras.

Así, su culto se ha ido extendiendo discretamente de domicilio a domicilio, privadamente, en la medida en que se van poniendo altares en los hogares o lugares de trabajo, y va pasando hacia lo público con la exhibición de su iconografía portada por sus devotos, así como por la construcción de altares en la vía o espacio público —llámesele intervención desde la jerga curatorial—, donde acuden a rezarle el rosario como si fuese la Virgen, cargando amorosamente cada quien y por la calle a su respectiva “Santa”, para hacerle peticiones, dejarle ofrendas o constancia de un favor cumplido (como retablo), performance espectacular y colectivo de la devoción.

La reproducción de su imagen abarca medios impresos de todo tipo: carteles, estampas de bolsillo, autoadhesivos, libros, folletos, revistas, camisetas; accesorios de bisutería u orfebrería (collares, pulseras, dijes) y digitales (fondos para la computadora y el teléfono móvil), así como numerosos ítems relacionados con su culto: veladoras, perfumes, jabones e inciensos, entre otros. Sin embargo, el medio impreso más peculiar es el de la piel de sus devotos con técnica de tatuaje.

El culto ha motivado también la composición musical en forma de corrido, que es un tipo de música norteña, un género folclórico que tiene su origen en la polka del centro de Europa, interpretada con guitarra y bajo acústicos, tarola y, lo más importante y distintivo, el acordeón. Algunos, para gustos más exigentes, lo tocan con saxofón (fara fara) y batería completa. Otros, para fiestas fastuosas o bailes masivos, interpretan con banda completa (orquesta) y varios cantantes. Su característica como corrido es la lírica a modo de juglar.

Uno de ellos, titulado “La Santísima Muerte”, dice: “Yo adoro y quiero a la muerte / y hasta le tengo un altar / y hay millones que le rezan, / la Iglesia empieza a temblar. / Abiertamente ya hay curas que la empiezan a adorar. / Mafiosos y de la ley se la empiezan a tatuar, / políticos y altos jefes también le tienen su altar. / Yo le prendo sus velitas, / no es un delito rezar. / A la Santísima Muerte, muchos la usan para el mal. / Es bueno que se defiendan, / pero nunca hay que abusar. / La muerte es muy vengativa, / si no le crees, no hables mal” (fragmento).

En el reino de la narcocultura

La creencia y el culto a la Santa Muerte es una expresión de religiosidad popular. Este concepto se refiere a las creencias (mitos) y prácticas (ritos) que con fines de comunicación con entidades divinas o sagradas se realizan al margen o fuera de las normas y los códigos establecidos por las instituciones religiosas, como las iglesias. Éstas se aproximan o funden a la superstición, el fetichismo y la brujería, o se sincretizan en creencias y tradiciones indígenas u originarias. En ocasiones las jerarquías o burocracias eclesiásticas y eclesiológicas las toleran, e inclusive se valen de ellas, pero en otras se manifiesta condena o desaprobación. Algo más: toda religiosidad popular implica una imaginería particular, que ayuda a representar la creencia y a establecer la sacralización de espacios, objetos y momentos para la comunicación o comunión con las entidades supranaturales; pero, a diferencia de las religiones institucionales en las que sus iconos o imágenes han sido impuestos por una jerarquía que acapara los tratos con el más allá, la imaginería popular resulta de la espontaneidad del vulgo. La iconografía y prácticas culturales relativas a la Santa Muerte tienen, pues, un origen netamente popular, de la gente más pobre y más o menos analfabeta, pero que eventualmente puede ascender en distintos segmentos socioeconómicos y culturales, tal como anuncia el corrido.

La Iglesia católica no acepta el culto a la Santa Muerte. Lo considera fuera de sus dogmas y catecismo. Sin embargo, como religiosidad popular, para sus creyentes no hay inconveniente ni conflicto en mantenerse fieles a las devociones institucionales, a la vez que a las extrainstitucionales. Por eso en sus altares, cuerpos y mentes ésta coexiste con la divinidad oficial católica y su orden jerárquico de culto: Jesucristo, su mismísima madre en versión tropicalizada —la Virgen de Guadalupe—, san Judas Tadeo y algún otro santo patrono de su pueblo nativo o que esté de moda.

La autoridad tampoco acepta su culto. El registro a quienes han solicitado registro a la Secretaría de Gobernación para ser reconocidos como Asociación Religiosa les ha sido negado. Pero eso no impide que crezca el número de devotos. Ante la falta de efectividad del cumplimiento de milagros por parte de los santos institucionales —en demanda exponencial en un país económicamente quebrado, con una desigualdad brutal y una educación miserable—, la Santa Muerte emerge como una opción que se suma a las oportunidades supuestas para la resolución de problemas. Lo mejor de todo como incentivo es que se trata de una entidad que no demanda portarse bien, sino que es posible transar con ella, lo cual es algo muy arraigado en las costumbres de muchos mexicanos (por no decir del mexicano). La transa es como un intercambio de favores al margen de la ley, un trato informal o “por abajo del agua”, según el cual quien va a pedir un beneficio debe pagar por recibirlo. Es la base misma de la corrupción.

Por lo anterior, puede afirmarse que el culto a la Santa Muerte es el tipo de devoción a la medida de un país en el que el día de hoy hubo 57 asesinatos entre ejecuciones y decapitados de lo que el gobierno ha llamado “un capítulo más” en su “guerra contra el narco”, que hasta ahora llega a más de 13 mil violentas en dos años y medio. Precisamente porque algunos delincuentes de alta peligrosidad que han sido capturados tienen la imagen de La Santa tatuada o han encontrado altares dedicados a ella en sus domicilios, se ha ganado la mala reputación de ser una devoción de personas dedicadas al crimen.

Su iconografía se incorpora al imaginario (conjunto de imágenes) de la narcocultura, denominación que así ha venido adoptándose especialmente por influencia del periodismo, que para sus fines de comercialización y su tendencia simplificadora de los fenómenos usa el apócope de narcotráfico, “narco”, como prefijo para cualquier cosa que suponga que hagan personas relacionadas con esta actividad: “narcomensaje”, “narcomanta”, “narcoejecución”… Así, a símbolos que suponen característicos de “la” cultura de los narcotraficantes les llaman “narcocultura”, que ha de caracterizarse por el consumo de artículos suntuosos y forma de mal gusto. En este sentido no es distinta de “la” cultura de líderes sindicales y algunos políticos, de nuevos ricos, gente que en su infancia y juventud careció de todo y repentinamente amasó fortuna que exhibe en un estilo de vida prepotente, fanfarrón, de dispendio y lleno de decoración dorada, aterciopelada en rojo, satinados y caligulescos.

Para sus devotos, “ella” es buena. No hace el mal a quien le pide. No es demoniaca. Aseguran que los ayuda y les cumple en todo lo que le piden. Los devotos de la Santa Muerte, como los niños pequeños, por emoción no distinguen entre belleza, verdad y bondad. Para ellos, su “niña”, “la niña blanca”, “es hermosa” o “bien hermosa”. Por eso les agravia la destrucción de altares en carreteras del norte del país ordenada por autoridades locales, acción ejecutada con resguardo de militares y policías. Según algunas versiones de ellos, los sicarios se encomiendan a la Santa Muerte antes de realizar una ejecución. En ese aspecto se semejaría a María Auxiliadora, la virgen de los sicarios, según le llamó el escritor colombiano Fernando Vallejo a los que en Medellín se encomendaban a ella en su capilla antes de cumplir con su trabajo.

Malverde, el compadre de La Santa

Jesús Malverde es un santo bandido o un bandido que hace milagros. Un personaje dual, mezcla de bien y mal, que ayuda sin ser demoniaco, que es bueno a su manera, que actúa mal pero justificadamente, por causas o razones que sólo él y quienes son como él entienden. Si se porta mal es por necesidad y para ayudar a otros. El apellido mismo denota en idioma español una personalidad curiosamente siniestra: mal (maldad) y verde (el color de la hierba o mariguana y de los dólares). Es también religiosidad popular y frecuentemente comparte altar o espacio de culto con la Santa Muerte. Le dicen el santo de los narcos.

El apellido es real. Malverde existe en español, pero son poquísimos quienes lo tienen. Por eso parece que deliberadamente le fue impuesto al personaje, para dotarlo de intriga en un juego de palabras y significados. La iconografía lo representa alto, delgado, de piel muy blanca y abundante bigote. Podría ser un hombre como muchos de esa región de México, de tipo más europeo o norteamericano que indígena, pero se caracteriza por elegante traje blanco, pañoleta o gasné anudado al cuello y sombrero tipo tejana. Se le representa en tres imágenes: busto, sentado y de pie. Curiosamente, los artesanos han venido asemejando su rostro al del máximo ídolo cinematográfico mexicano de todos los tiempos: Pedro Infante, que era de la misma región del país, Sinaloa.

La producción cultural sobre Jesús Malverde no sólo es iconográfica sino también musical. Los corridos difunden los supuestos o dichos sobre su vida y obra, así como de los favores que concede. Se supone que hace justo cien años fue colgado por una cuadrilla de militares que lo aprehendió y que desde entonces quienes realizan actividades delictivas se encomiendan a él. Pagaron recompensa por entregarlo muerto, debido a que era un muy buscado asaltante de caminos en la sierra del norte del país. La gente pobre le tenía aprecio porque le robaba a los ricos para repartir con ella el botín.

Los corridos relacionan frecuentemente su culto con actividades relativas a la producción, transportación y comercialización de drogas. Por ejemplo, el de “La imagen de Malverde” dice así: “Las garitas que he cruzado, / las cruzo sin ni un problema. / Nunca he visto luces rojas, siempre me las ponen verde; / pero eso yo se lo debo / a la imagen de Malverde. / Los aduaneros se venden, / a todos le va muy bien. / Les pago en dinero blanco, / porque lo gozan también. / Muchos de ellos son adictos, / bien cocos los quiero ver… / Cuando regreso a Culichi [Culiacán, Sinaloa], / siempre visito a Malverde. / Hago una fiesta en su tumba, / para que el compa [compadre] se alegre, / con un conjunto tocamos / rodeados de mucha gente… / y me voy con otro viaje / pal otro lado del cerco, / pero me llevo mi imagen / que es el que me va salvar” (fragmento).

Los corridos como éste se encuentran actualmente prohibidos por ley. La Secretaría de Gobernación a multado a 71 emisoras de radio por su transmisión. Es decir, hay un monitoreo permanente para reprimir la difusión de estas expresiones. “Nos preocupa que la música y subcultura del narco sea tan atractiva a los ojos y oídos de los jóvenes”, dijo el procurador general de la República. Sin embargo, los corridos se siguen componiendo, maquilándose en discos, distribuyéndose y comercializando gracias a la enorme cantidad de puntos de venta en la vía pública de comercio informal.

De la casa de los nacos a las salas de arte

Los símbolos de la baja cultura permean ya a toda la sociedad y han ascendido a las esferas de la muy alta cultura. La narcocultura aparece ya en algunos motivos del arte contemporáneo doméstico. Si bien la artista Teresa Margolles —de Culiacán, por cierto— ha trabajado sobre el tema de la muerte con motivos y materiales procedentes de la morgue, recientemente algunos están incluyendo esta iconografía en su obra o basándose en las imágenes que la prensa presenta cotidianamente sobre gatilleros y ejecutados, en la “narcocultura” y “narcoestética”, como Ricardo Delgado Herbert, con las series El Cuerpo del Delito (óleo sobre madera) y Glorious Pistols: de la A a la Zeta1 (óleo sobre tela), censurado una vez en su propia entidad de nacimiento y residencia, y otra en la capital del país. O Xavier Rodríguez en escultura, fotografía y performance en que él mismo se caracteriza como Malverde, en Ladrón que Roba a Ladrón. Otro ejemplo es el del escultor Pedro Reyes, quien instaló un makeover de la Santa Muerte que se presentó con un video de Stephan Lugbauer —entrevista a un devoto—en la célebre Kunsthalle de Viena, en la exposición colectiva ¡Viva la Muerte! Arte y Muerte en Latinoamérica.

Ya con esta me despido, como dicen los corridos. Y acabo como la porra que sus devotos dicen: “Se ve, se siente, La Santa está presente”. ®

Notas
1. Zetas es el nombre del brazo armado del Cártel del Golfo, en la costa del Atlántico. Cada vez se le conoce más así al cartel mismo.
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Publicado en: Abril 2010, Política y sociedad

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