Identidades y mitos mexicanos

La historia de México —desde el mítico paraíso prehispánico y la época virreinal— es también la de la invención de la mexicanidad: su construcción artificial por medio de estereotipos propalados por los regímenes del nacionalismo revolucionario: sus políticos, artistas e intelectuales, pero también por la Iglesia y los medios. Éste es un breve repaso de algunos de los principales atavismos, estereotipos y mitos de una “identidad” cambiante y escurridiza, así como de las ideas que en torno a ella han planteado filósofos, escritores y científicos mexicanos desde hace más de un siglo.

La virgen que no se apareció

religión catolicismo virgen de guadalupeDice Luis González de Alba, autor de Las mentiras de mis maestros (2002) —el cual debería ser un texto obligado en la primaria—, que la oposición al culto del Tepeyac fue encabezada por los franciscanos evangelizadores: “Como allí había estado el santuario de la diosa Tonantzin, todos vieron con recelo el súbito fervor por una imagen que ‘hacía milagros’, si bien durante todo el siglo XVI nadie jamás dijo que se hubiera aparecido” (Milenio, 27-07-2009). En el catecismo Regla Cristiana fray Juan de Zumárraga pregunta: “¿Por qué ya no ocurren milagros?” “Porque piensa el Redentor del Mundo que ya no son menester”, responde. “Cuando el católico y piadoso historiador Joaquín García Icazbalceta”, prosigue González de Alba, “descubrió el catecismo hace unos 120 años, se quedó estupefacto: ‘¿Cómo decía eso el que había presenciado tan gran milagro?’ La respuesta es sencilla: no vio nada. Y, aun peor, le molestaba mucho que los indios atribuyeran milagros a una imagen de la Virgen”. En 1570 fray Bernardino de Sahagún calificó a la nueva devoción como una invención satánica, pues “no era casualidad que los ‘milagros’ ocurrieran donde había sido venerado un ídolo pagano”. Con tantos templos dedicados a la Virgen era muy sospechoso que los indios prefirieran ir desde muy lejos al Tepeyac. “En 1556, fray Francisco de Bustamante había denunciado que el segundo obispo de México, el agustino Montúfar, permitía a los indios el culto a la imagen del Tepeyac”, continúa González de Alba. “Se refirió a los muchos trabajos pasados por los evangelizadores para que los indios entendieran que sus imágenes eran de piedra y palo, ‘y venir ahora a decirles a los naturales que una imagen pintada ayer por un indio llamado Marcos (Cipac de Aquino) hace milagros es sembrar gran confusión y destruir lo bueno que se había plantado’”.

González de Alba preguntó a Guillermo Schulenburg —fallecido en 2009— si no había contradicción entre ser abad de la Basílica y no creer en las apariciones ni en el origen divino de la imagen, a lo que respondió que “era correcto en cuanto culto a Nuestra Señora la Madre de Dios, Santa María de Guadalupe. Pero nadie debía olvidar que era María, y por eso no hubo sermón en el que no la llamara María de Guadalupe”. Schulenburg también dijo que no había pruebas de la existencia de Juan Diego. Al declarar eso, “Schulenburg no hizo sino seguir la norma católica que va de fray Juan de Zumárraga que pidió no creer en milagros; […] fray Francisco de Bustamante y su sermón contra los milagros de una imagen pintada […], y la maravillosa hipótesis de uno de nuestros héroes preindependentistas: el gran fray Servando Teresa de Mier, quien arruinó la fiesta, en plena Catedral, lanzando la idea de que las apariciones habían sido un auto sacramental escrito para un cumpleaños de Zumárraga… el texto se quedó por allí, lo encontró Miguel Sánchez un siglo después y tuvimos milagro para siglos”.

El mexicano no es como lo pintan

El indio que dormita a la sombra del cacto; el macho alburero y fanfarrón y la hembra de abnegación casi musulmana; el pambolero chovinista y el burócrata altanero con el público pero servil con el jefazo. Los prototipos recogidos por el cine desde Vámonos con Pancho Villa (1936) hasta Rudo y Cursi (2008) y devueltos como estereotipos del revolucionario, el ranchero, el charro, el indito, el peladito, el norteño, el pachuco, el naco pero sexy… La propensión a la melancolía, al relajo y a la holganza; la devoción guadalupana y a la madre casi santa; el jolgorio alrededor de la muerte. Éstos parecieran ser los insistentes trazos que pintan al mexicano, aunque difícilmente puede pensarse en un denominador común para los habitantes del territorio que se extiende de Tijuana —y más allá— a Cancún. Pregunta, con ironía, el doctor en Ciencias Políticas por la UNAM Héctor Villarreal:

¿Qué puede ser más mexicano que unos tacos al pastor de tortillas de maíz y cerdo importados de Estados Unidos, servidos en un plato de plástico hecho en China, con una Coca-Cola hecha en México por mexicanos, salsa de chile importado de China, y en una taquería con la imagen de la Virgen de Guadalupe fayuqueada de China, mientras se ve en una televisión, fayuqueada de quién sabe dónde, un partido de futbol de la Selección Nacional en la que desde hace varios años juegan extranjeros nacionalizados y mexicanos que juegan en el extranjero? ¿O que una hamburguesa McDonald’s con salsa verde, de franquiciatarios mexicanos, hecha por trabajadores mexicanos con insumos producidos en México —con excepción de la papa que es traída de Canadá—, incluyendo a el pan de México, el pan Bimbo que se vende incluso en China, mientras se escucha a la mexicana Belinda, hija de españoles, que dice en su balada electro-house “necesito un break… I forgot”? ¿O que un toquín de skatos que bailan con tenis de la marca estadounidense Converse, maquilados en China, cantan canciones en español contra la globalización, se toman fotos con un teléfono de la marca noruega Nokia hecho en China, gritan vivas al EZLN y a México, le mientan la madre a los gringos y saludan jubilosamente a la bandera nacional?” [“Aldeanos, locales y globalmente globalizados”].

Indios, mestizos, criollos y otros mexicanos

En los años treinta el dramaturgo y poeta francés Antonin Artaud buscaba el alma mexicana en los indios, a los que la civilización europea, decía, había orillado a la decadencia [Viaje al país de los tarahumaras, 1937]. De la cuestión del carácter del mexicano se han ocupado poetas, escritores, filósofos y antropólogos, como Ezequiel A. Chávez en su “Ensayo sobre los rasgos distintivos de la sensibilidad como factor del carácter del mexicano” [1900] y Andrés Molina Enríquez en Los grandes problemas nacionales [1909]. Molina Enríquez concebía la historia patria como resultado de la lucha entre indios, mestizos y criollos y proponía el mestizaje total como premisa para resolverlos, en oposición a algunos liberales de mediados del siglo XIX que abiertamente sugerían el exterminio. Otros, como José María Luis Mora, dice la académica Laura Baca Olamendi, “creían que el indio era inferior al blanco y por ello era partidario de promover la inmigración de europeos para lograr su fusión biológica y cultural a la nueva nación mexicana” [“Racismo”, Léxico de la política, 2000]. Con todo, un indio zapoteca ascendió en esa época a la presidencia de la república y, como lo recuerda Luis González de Alba, “implantó el liberalismo económico y trajo un aire de modernidad a un país regido por leyes y costumbres medievales” [“Juárez, el panista”, Milenio, 24-08-2009].

El filósofo Samuel Ramos, en El perfil del hombre y la cultura en México [1934], llama al despertar de la conciencia del yo nacional que “se logrará mediante un análisis crítico-psicológico del ser del mexicano”, pues no es que el mexicano sea inferior, sino que “se siente inferior”. Pero también las “mujeres y mestizas que tienen culpa por tener que procrear más ‘sufridos mestizos’”, dice la psicóloga Juana Armanda Alegría, “continúan sintiéndose terriblemente pecadoras, traidoras como Malinche y merecedoras de todo insulto y mal trato y se empeñan en expiar su culpa en el sufrimiento y la abnegación” [Psicología de las mexicanas, 1974]. Ramos reniega tanto del ultranacionalismo como de los afanes europeizantes y sentencia, como en una condena: “Se tiene o se tendrá la cultura que determine la vocación de la raza, la fatalidad histórica”.

El mexicano en su laberinto

Tin Tan

Tin Tan

Para el crítico Anthony Stanton El laberinto de la soledad [1950], de Octavio Paz, es “una de las primeras reflexiones sistemáticas sobre lo que constituye el canon de la cultura mexicana: aquí me refiero no sólo al canon literario, artístico e intelectual sino también al canon histórico, mítico, político, social y popular” [“El laberinto de la soledad y la apertura del canon”, 2005]. Según Paz, la invasión española arrancó al mexicano primigenio de la Edad de Oro, el inexistente paraíso mesoamericano, y por ello no ha superado su condición de pueblo agraviado. El complejo de la Malinche, la madre violada, sella su temperamento ambiguo, receloso y festivo, cortés y reservado.

Para Paz el indígena es “la porción más antigua, estable y duradera de nuestra nación”, en tanto que el pachuco —ese transterrado— se sitúa en el otro extremo de lo mexicano. El poeta entiende al mexicano en oposición al extraño, pero se resiste a creer que las diferencias entre mexicanos y estadounidenses se deban a que

ellos nacieron en la Democracia, el Capitalismo y la Revolución Industrial y nosotros en la Contrarreforma, el Monopolio y el Feudalismo. Por más profunda y determinante que sea la influencia del sistema de producción en la creación de la cultura, me rehúso a creer que bastará con que poseamos una industria pesada y vivamos libres de todo imperialismo económico para que desaparezcan nuestras diferencias (más bien espero lo contrario y en esa posibilidad veo una de las grandezas de la Revolución).

Malas noticias para Paz: esas diferencias resultaron fundamentales y la Revolución jamás rozó la grandeza. Dice el antropólogo Roger Bartra en La jaula de la melancolía: “El nacionalismo desencadenado por la Revolución mexicana —en un trágico retorno al positivismo decimonónico— cree que las ruedas del Progreso y de la Historia se han puesto a rodar hacia un futuro nacional de bienestar”. Ya lo advertía el historiador John Womack al comienzo de Zapata and the Mexican Revolution [1969]: “Es un libro acerca de unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución”. Hasta Paz, “la búsqueda de lo mexicano nace con una función contradictoria: legitimar el nacionalismo triunfante que emerge de la Revolución y, a la vez, decodifica —al reflexionar sobre ella— esa imagen preparada expresamente para coincidir con el discurso, no con la realidad” [José María Espinasa, “Roger Bartra, gramática de la melancolía”, Fractal no. 18, 2000].

Del relajo a la melancolía

En Fenomenología del relajo [1966] Jorge Portilla intenta comprender “esa forma de burla colectiva, reiterada y a veces estruendosa que surge esporádicamente en la vida diaria de nuestro país”. Lejos de ser una apología, Portilla proponía

abordar el asunto, no tanto por una farisaica voluntad de prevenir a los jóvenes contra los peligros de la falta de seriedad, sino por el deseo de comprender un tema que está vivo en nuestra comunidad y, por decirlo así, sacar la filosofía a la calle (que es su lugar natural) despojándola en lo posible de la cáscara “técnica” que a veces la encubre.

“La filosofía”, creía el filósofo del grupo Hiperión, “en la medida en que es un ‘logos’ sobre el hombre, realiza una función educadora y liberadora”.

El primer autor que revisa críticamente los estudios sobre lo mexicano es Roger Bartra. En La jaula de la melancolía [1987] establece un símil entre el ajolote —ese anfibio que no es plenamente acuático pero tampoco del todo terrestre— y el mexicano, agazapado entre lo moderno y lo primitivo. Lo “mexicano” es una construcción ficticia, lugares comunes moldeados por la cultura oficial y que ya circulaban desde la Colonia. La indiferencia y la burla ante la muerte, el parsimonioso transcurrir del tiempo campirano, la pureza del alma mexicana, la tristeza y la fatalidad son meras idealizaciones de pensadores locales y europeos que miran con horror la industrialización y el progreso y creen que para el indio o el campesino los conceptos de vida, tiempo y muerte pertenecen a un mundo más poético y etéreo que real.

A poco más de veinte años de La jaula de la melancolía Bartra recapitula:

Sigo pensando que caractericé acertadamente el mundo cultural que animó la dictadura revolucionaria nacionalista. Sin embargo, mi estudio cada vez más (por suerte) parece una reflexión histórica y una anatomía de la identidad en los tiempos del autoritarismo priista. Y es cada vez menos un estudio sobre la realidad actual. Pero el fortalecimiento del priismo convierte a mi libro en un texto pertinente para entender la cultura política mexicana de hoy. Inevitablemente me pregunto: ¿vivimos todavía dentro de la jaula de la identidad nacional y por ello hay un retorno del PRI? ¿El priismo es un símbolo del peligro de que permanezcamos encerrados en la jaula? Yo creo que sí.

Al parecer, el nacionalismo revolucionario sigue teniendo fuerza y el Estado se ha vuelto más despótico. ¿Ves señales en la sociedad de que esto pueda cambiar?, le pregunto a Bartra. ¿Hacia dónde crees que se dirige este país? “El nacionalismo revolucionario se ha debilitado mucho y ello explica que haya podido llegar la democracia”, responde.

Pero no ha desaparecido y sigue siendo invocado tanto por la derecha como por la izquierda. Esto es un signo de la falta de modernidad en la derecha y en la izquierda. No creo que tengamos un Estado más despótico que el que teníamos durante el antiguo régimen. Es un Estado presidencialista muy desgastado y dotado de estructuras inadecuadas y caducas. En cuanto a la última pregunta, creo que el país no se dirige a ningún lado: está parado. Vivimos una terrible parálisis política. Sin embargo, creo que las nuevas generaciones siguen su camino sin darse demasiado cuenta de que están dejando atrás los espacios de una cultura política caduca. Hay una gran despolitización y debemos tratar de ver qué es lo que se oculta detrás de las nuevas actitudes.

Medio tiempo. ¿De veras Dios es redondo?

fanaticos seleccion mexicana

A pesar de los desmanes de las turbas futboleras que encarnan el exacerbado patrioterismo patrocinado por Televisa y TV Azteca contra la amenaza extranjera —sobre todo si es rubia y angloparlante—, Héctor Villarreal cree que el futbol no tiene la importancia desmesurada que se le da en los medios:

Si consideramos la asistencia a estadios en partidos de primera división, en la mayor parte de los juegos no se llenan los estadios, ni siquiera de los equipos con más aficionados. Las telenovelas tienen más rating que el futbol. Pocos partidos se transmiten en cadena nacional y en algunas regiones son más populares el béisbol y el básquetbol. La Selección Nacional pocas veces es capaz de llenar el Estadio Azteca. Además, hay que considerar que la práctica, la asistencia a estadios y la audiencia televisiva es casi exclusivamente masculina, no le interesa a casi la mitad de la población.

Añade que “en torno a los equipos se motivan procesos de identificación o marcadores de identidad y pertenencia”. “La importancia del futbol”, continúa, “está muy ligada a que la televisión —abierta, sobre todo— es el medio para el consumo cultural más importante en el país; los programas televisivos relativos a futbol son para el público masculino lo que los de espectáculos para el femenino”.

La Revolución y nuestro petróleo

En el 2000 un panista llegó a la presidencia con la promesa de aplastar a las alimañas que lo antecedieron. El nacionalismo revolucionario parecía ver sus últimos días —ya en 1997 el PRI había perdido la mayoría en la Cámara de Diputados—, pero Vicente Fox dejó intactas las estructuras corporativas que habían sostenido al Estado priista durante largas décadas. Sin embargo, “la herencia más duradera del régimen no era una organización, sino una mentalidad”, escribe el analista Macario Schettino.

El régimen se había hundido, pero la mitología que construyó para legitimarse seguía ahí, y no sólo en el PRI, también en los sindicatos y organizaciones campesinas creados alrededor de él. El nacionalismo revolucionario seguía en 1997 tan fuerte como siempre, refugiado en ese “pequeño priista que todos tenemos dentro”, según frase afortunada de Carlos Castillo Peraza” [Cien años de confusión. México en el siglo XX, 2007].

Por ello, dice Schettino, “la transición política en México ha sido tan larga y compleja, porque no se trataba de sustituir a un gobierno autoritario cualquiera, sino a uno que había construido una explicación compleja, total, de la existencia de México, para legitimarse”.

Para Schettino la Revolución “es una construcción cultural que toma los hechos históricos y les da un sentido, pero que no se corresponde con ellos”. Cuando en 1934 Lázaro Cárdenas asume la presidencia crea “un régimen político nuevo que sustituye al liberalismo autoritario de Juárez, Díaz, Obregón y Calles” y da forma al nacionalismo revolucionario, lo cual “le da un sentido de continuidad a movimientos totalmente dispares. Interpretamos los hechos ocurridos entre 1910 y 1938 no con base en ellos mismos, sino partiendo de un resultado final”, dice Schettino, y continúa: “Pero el régimen no es sólo simbólico, es también una estructura política que reproduce el edificio social de la época colonial en el ropaje nuevo del corporativismo”. Una estructura que “le da solidez al régimen, puesto que es compatible con una cultura política autoritaria, orgánica, estamental, que los mexicanos aprendieron y desarrollaron durante los dos siglos y medio de la dominación Habsburgo”. No sólo eso, según Schettino, “el régimen revolucionario es un retroceso frente al liberalismo autoritario. Lo es porque la sociedad regresa a una estructura de corte premoderno sin recibir a cambio ningún avance político”.

El nacionalismo revolucionario es también la ideología que explica el mito de “nuestro petróleo” y el tabú —compartido por priistas y perredistas— de la inversión privada nacional y extranjera en Pemex (un tabú paradójicamente inexistente en Cuba y Venezuela). Sobre ésta y otras taras apunta González de Alba:

Una gran proporción de los mexicanos se cree el cuento gobiernista de que “el petróleo es nuestro” y por eso Pemex debe irse a Texas cuando abre una refinería con capital privado, y así da empleo a texanos; no logra entender que si el IVA pasa de 15 por ciento a 10 generalizado significa que baja, no que sube. Mexicanos encuestados se oponen a la competencia en la producción de energía, aunque disfrutan de un servicio telefónico que, con ser malo, es inmensamente superior al que nos ofrecía la burocracia cuando los teléfonos eran ‘nuestros’. Como Frida a su silla de ruedas, siguen asidos a las muletas de la ideología escolar impuesta por los gobiernos desde 1917, porque no se han desembarazado de Frida, Diego, el muralismo y nuestro glorioso pasado… de edad de piedra” [“Al carajo con Frida”, Milenio, 04-06-2007].

Del retro al post al neomexicano

En La increíble hazaña de ser mexicano el escritor tijuanense Heriberto Yépez arguye desde una perspectiva psicohistórica que el “mexicano ya es una identidad caduca. El mexicano, como tal, ya no existe, y quien ahora se crea mexicano en realidad está interpretando un papel imposible, un personaje de antaño. Ser mexicano es interpretar un refrito, eso es ser un ‘retromexicano’, como Carlitos Espejel jugando a ser Cantinflas de nuevo. El mexicano ya es tan sólo un simulacro”. Lo que ahora existe, continúa el autor de Al otro lado, “sin saberlo, es un ‘post-mexicano’, ya no construido por lo español y lo indígena sino sobre todo por lo global, de modo que la idea del mestizo ya es solamente un mito”. El tercer elemento en la conformación de una nueva mexicanidad lo ha aportado la cultura estadounidense desde hace varias décadas, a la que se han sumado la japonesa y la china, entre otras, pero, advierte Yépez, “lo que se está mezclando son principalmente fragmentos reaccionarios de identidades de por sí autoritarias”. En La increíble hazaña… Yépez analiza los defectos específicos que posee el “mexicano” y la manera en que su ser es atrofiado por ellos, y cómo eso se relaciona con la inseguridad, el narcotráfico, la crisis económica, lo prehispánico y la actualidad.

Nota a este inciso: En La Fábrica del Lenguaje, S.A. Pablo Raphael no se detiene a hacer la crítica del libro de Heriberto Yépez La increíble hazaña de ser mexicano, solamente expresa su desconcierto por la inclusión de la recomendación de Mark Vicente en la contraportada de éste. Vicente dice: “En una época de tanta apatía es raro encontrar un autor con tal pasión y tal compromiso a (sic) un país y su cultura. Hay que leer este libro”. Una sugerencia que se vuelve sospechosa cuando nos enteramos de quién es el que la firma, pues además de ser uno de los tres directores de la película What the Bleep Do We Know? (¿¡Y tú qué sabes!?), escribe Raphael, “Vicente es miembro de la secta de Ramtha, que patrocinó el famoso documental. Obra cinematográfica que es una manipulación desaforada de verdades científicas que se acomodan impunemente para desarrollar un discurso sobre la voluntad, la percepción temporal y la capacidad de transformación interna y cuyo objetivo anunciado es convencer al auditorio de nuestra condición de seres creadores y libres, aunque en realidad pretenda apoyar los preceptos de un credo y hacerse de seguidores”. Es muy difícil pensar que el tijuanense persigue los mismos objetivos que la secta, pero ¿cuál es la razón por la que los editores incluyeron ese escueto elogio? La probable realización de una película basada en su libro, como me lo dijo el propio Yépez. Desconozco si ese proyecto está en marcha, pero sería una grotesca paradoja que una obra que le exige a los mexicanos abandonar supercherías, mitos, ideologías y religiones para transformarse en seres plenos fuera financiada y orientada por la religión que fundó J. Z. Right, una mujer que afirma que el extraterrestre Ramtha se manifiesta por medio de ella.

(No creo que sea el caso de Yépez, pero son muchos los escritores que desdeñan “los dogmas” de la ciencia y prefieren teorías conspiracionistas como las de Naomi Klein y su “Doctrina del shock”, e incluso, en otro campo, las del biólogo inglés Rupert Sheldrake, quien afirma que los animales tienen poderes psíquicos y que fenómenos como la telepatía o la premonición tienen una explicación biológica, en libros como El séptimo sentido, la mente extendida.)

A pesar del espíritu crítico con que está pensado La Fábrica del Lenguaje, S.A. [Anagrama, 2011] al autor se le escapan detalles importantes, acaso por la velocidad con que hace el repaso de sus lecturas y reflexiones. Cita largamente al inexistente narcotraficante brasileño “Marcola”, cuando se sabe que el personaje fue inventado por el periodista y cineasta Arnaldo Jabor en mayo de 2007 en una entrevista ficticia para el diario O Globo, de Brasil, en la que ponía en boca del imaginario delincuente un discurso elocuente y dramático sobre las injusticias y desigualdades sociales. El criminal apócrifo presumía de haber leído más de tres mil libros y anunciaba la aparición de “otra lengua”: “La posmiseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes”. No había necesidad de ir tan lejos cuando Raphael tenía más a mano el testimonio del mexicano Miguel Ángel Félix Gallardo, quien en veinte años de prisión leyó más de dos mil libros y donó una suma considerable a la Universidad Autónoma de Sinaloa para la construcción de una biblioteca y además compró cuadros de Martha Chapa y José Luis Cuevas [“El Jefe de Jefes, un capo culto”, Diego E. Osorno, Milenio, 29-3-2009].

Hacia el mexicano global

mexicanos frontera norte

«En una encuesta muy posiblemente se consideraría auténticamente mexicana la experiencia de comer en una taquería y como extranjera la de hacerlo en un restaurante de hamburguesas”, dice Héctor Villarreal,

sólo porque la percepción subjetiva y emocional de lo global y lo local, de lo ajeno y lo propio, o de lo moderno y lo tradicional, se han sobrepuesto al análisis objetivo de los procesos y de los efectos concretos y simbólicos de la globalización en cuanto al libre comercio, la adopción de valores de la democracia moderna, la infraestructura de telecomunicaciones, la emigración y el consumo cultural.

Las sociedades son dinámicas y producen fenómenos imprevistos. Si actualmente el Estado se encuentra paralizado políticamente o si el mexicano es ya una entidad caduca, eso no le importa a la mayoría de los mexicanos —ya sea que vivan en la hipermodernidad de Santa Fe o en la miseria de Metlatónoc. Las diversas identidades mutan en otras muy distintas, los guadalupanos se vuelven adoradores también de Malverde o de la Santa Muerte y muchos indígenas se transforman en entes característicamente urbanos. Lo que es cierto es que estas identidades se desenvuelven en un entorno que se deteriora progresivamente: más violencia e inseguridad, un sistema escolar a punto de colapsarse, un pobre consumo cultural, una clase política inepta y mezquina y un desempleo en aumento, en medio de una globalización imparable y de la crisis mundial.

Del mundo prehispánico al México actual las identidades han evolucionado drásticamente, algo que un Estado rígido no ha logrado comprender y, peor aún, está empeñado en mirar hacia atrás, ignorando una realidad social multicultural y globalizada, pero también fragmentada, como observa el antropólogo Néstor García Canclini. “La interculturalidad (la interacción respetuosa entre culturas diferentes) también debe ser un núcleo de la comprensión de las prácticas y la elaboración de políticas”; aunque, de acuerdo con él,

es difícil imaginar algún tipo de transformación hacia un régimen más justo sin impulsar políticas que comuniquen a los diferentes (étnicas, de género, de regiones), corrijan las desigualdades y conecten a las sociedades con la información, con los repertorios culturales, de salud y de bienestar expandidos globalmente” [Diferentes, desiguales, desconectados, 2004].

Menuda tarea, aunque, como dice el dicho, soñar no cuesta nada y, además, el futuro aún no se ha escrito. ®

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Publicado en: agosto 2013, Identidades

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  1. La expresión popular dice «irse por la tangente» Pero la tangente toca a una curva en un solo punto. Quise dar a entender que tanto no tiene que ver un asunto con el otro que no lo toca ni en un punto, por lo tanto, en vez de ser tangente es asíntota.

    La cita “el traje de charro nos queda grande y nos queda chico…” precisamente es del libro de Heriberto Yépez, «La increíble hazaña de ser mexicano», mencionado también en el texto.

    Por cierto, noto una falacia en su escrito. Cuba no tiene discusión en torno al petróleo porque simplemente no tiene; todo se lo tienen que comprar a Venezuela. De ahí su preocupación con la muerte de Chávez, sobro cómo podrían adquirir petróleo si el sucesor de Chávez no se los proporcionaba.
    http://www.elnuevoherald.com/2013/03/06/1424237/luto-y-preocupacion-en-la-isla.html

  2. Benjamín Palacios Hernández

    Aunque lo haya escrito en 2009 lamento arruinarle la fiesta a González de Alba, pero “la maravillosa hipótesis” de fray Servando no es de fray Servando sino en todo caso del propio González de Alba. Para empezar, el sermón con el que según éste el padre Mier “arruinó la fiesta” no fue “en plena Catedral” sino en la Insigne y Real Colegiata de Nuestra Señora de Guadalupe, es decir, en la actual Basílica.

    Para continuar, en ese sermón (pronunciado el 12 de diciembre de 1794) fray Servando no niega las supuestas apariciones del Tepeyac, sólo rebate la creencia de que la imagen habría sido estampada en la tilma de un indio neófito cuando en realidad (y fue esta la hipótesis que le valdría el exilio) estaba impresa en la capa del apóstol Santo Tomás. En ese sermón Mier dijo que aventuraría “cuatro proposiciones a la corrección de los sabios”, y la primera dice con absoluta y escueta claridad: “La imagen de nuestra Señora de Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás, apóstol de este reino”.

    Fray Servando efectivamente llegaría, a través de un largo proceso, a la negación simple y llana de las apariciones, pero no “en plena catedral” y en 1794 sino hasta 1819, cuando escribe sus “Memorias” y, a la vez (aunque Mier haya pretendido que son de 1797 y que sólo las reproducía “de su fidelísima memoria”), sus seis cartas al Cosmógrafo Mayor de Indias, Juan Bautista Muñoz quien, este sí, había publicado en Madrid el 18 de abril de 1794 una “Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México…”, con la cual demolía la tradición guadalupana.

    Es entonces en 1819 y en esas cartas (reproducidas algunas de ellas, casi tal cual, en las “Memorias”) que fray Servando llega a la conclusión de que el relato de las apariciones no es más que una fábula nacida de una comedia escrita por el indio Valeriano, el Nican Mopohua, y sólo después transformada en “historia” a partir de la publicación del libro del padre Miguel Sánchez, “Imagen de la Virgen María Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México” en 1648, es decir, más de un siglo después de las pretendidas apariciones.

    Cito de nuevo a fray Servando, para que nadie intente escapar por la ventana: “yo haré ver que efectivamente no existió (Mier se refiere a la tradición de Guadalupe) en 117 años, hasta que en 1648 comenzó a nacer de los autores impresos; que estos no tuvieron otro fundamento que un manuscrito mexicano del indio Don Antonio Valeriano, natural de Azcapotzalco, escrito unos 80 años después de la época asignada a la aparición, y lleno de anacronismos, falsedades, contradicciones, errores mitológicos e idolátricos; en una palabra, que es una comedia, novela o auto sacramental.” Esto lo escribe Mier en la Carta II, y lo repite casi en idénticos términos en las cartas III, IV y V, así como en las “Memorias”.

    La cuestión de que esa novela, comedia o auto sacramental haya sido escrita “para un cumpleaños de Zumárraga” ya escapa a mis entendederas. Quizá González de Alba recibió la invitación y yo no.

    Lo sumaré a mi lista de las cosas inescrutables. Como lo de “Negarrak”, que no veo donde vea él, a su vez, la similitud entre tangente y asíntota, ni en qué arcanos criterios ostente, si no como profunda y filosófica sí como cita citable, eso de que “el traje de charro nos queda grande y nos queda chico”.

  3. Me gusta más el análisis de Yépez. Aquí también se van por la tangente (o asíntota?) del comentario en la contraportada del libro.
    Como dice Yépez, «el traje de charro nos queda grande y nos queda chico».
    También trata otros puntos, que vi aquí en boca de otros, pero no dentro del comentario del referido libro, como que la mujer mexicana se idealiza como la mártir, y por lo cual los mexicanos están permanentemente en deuda, en una deuda impagable.

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