Vislumbrad un mundo sin niños actuando como mayores en eventos escolares, sin interpretar a la bella o a la bestia, sin hacer las veces de espantapájaros del Mago de Oz o transitar por el típico cuento de navidad de Dickens. Pensemos en el tiempo que ese niño ganará estudiando álgebra o dibujo técnico.
Imaginemos un mundo sin teatro. Mejor aún: un mundo sin teatros; sin salas de exhibición para las artes escénicas en general. Un mundo sin telones ni butacas ni marquesinas ni programas de mano ni centros culturales. De las casas de cultura con pequeños foros quedarían sólo las oficinas y los colegios han perdido, de golpe, esos auditorios reconvertidos en escenarios multiuso. Los teatritos independientes, ocultos en alguna calle céntrica de cualquier ciudad, ahora son pequeños supermercados chinos o tiendas que abren 24 horas. Imaginemos un mundo hermoso, sin la presencia de los actores de teatro. Un mundo menos hostil, menos grotesco sin directores de escena. Imaginemos erradicar la monstruosidad que representan los iluminadores escénicos, técnicos enfurruñados, dramaturgos decadentes, ácidos críticos de teatro o productores avaros.
Advierto que otras formas de la ficción pueden existir; el cine, la literatura, la política, la publicidad, algunos deportes y la ritualidad religiosa siguen presentes en la vida cotidiana. Pero las artes de la escena han desparecido de súbito. En ningún país existe un espacio teatral, la simple palabra “teatro” o “dramaturgia” no tiene sentido en lengua alguna y su traducción al presente es imposible; tampoco Hamlet o Edipo han logrado permanecer en la masa encefálica de esta sociedad imaginaria. Las bibliotecas del mundo no guardan memoria sobre un tal Molière ni sobre Shakespeare o Lope de Vega. No hay números en los circos donde payasos o mimos interactúen, por no hablar de la ausencia de la narración escénica para un grupo de niños un domingo cualquiera. No hay ópera ni danza ni acrobacia. Acaso bailes lascivos en tugurios y movimientos tropicales repetidos mil veces en discotecas inmundas, pero no existe el títere ni la máscara.
Imaginad, lectores, la belleza de un mundo sin teatros. Sin espacios para la mentira. Ciudades, países, hemisferios enteros dedicados a prodigar la verdad. Imaginad, por favor, despertar un día y dejar de ver esos edificios huecos, difíciles de llenar con espectadores comunes y corrientes, con ciudadanos que no tengan compromiso alguno con la obra que ahí se ofrece.
No les llevará mucho tiempo, imaginemos juntos los miles de espacios para estacionar un coche que ganaríamos si convertimos esos edificios grandes y viejos que permanecen arrogantes en el centro de las ciudades, en amplios y limpios aparcamientos públicos, en centros comerciales, en gimnasios u oficinas burocráticas.
Y el ahorro de energía evidente, no más focos ni proyectores ni grandes aparatos lumínicos. Por no hablar del superávit que supondría para los presupuestos públicos. Los políticos ganarían millones que podrían invertir en ambiente, educación, tecnología o en diseñar nuevas y extensas carreteras, ampliar aeropuertos, enviar máquinas al espacio.
Un mundo sin escuelas de teatro. Qué prodigio. Los funcionarios podrían usar el dinero que se pierde en educar actores y directores en formar más y mejores obreros, ingenieros, biólogos. Los funcionarios culturales estarían felices pues los teatristas, ese grupúsculo beligerante de artesanos de la palabra y del movimiento, dejarían de quejarse por no recibir los suficientes estipendios públicos, a pesar de que solamente a ellos, a ese gremio, le interesa defender ese espacio en la agenda social.
Un mundo con la tragedia y la comedia de cada época, eso no lo niego. Ciudades con sus peores y mejores momentos, gobernantes, leyes y desastres naturales. Con revoluciones y poetas nacionales, con sus banderas y espadas y promesas electorales. Lugares donde se sufre, se ríe y se ama; sin novedad alguna, como desde el principio, cuando el hombre irrumpió organizado entre el Tigris y el Éufrates. Eso seguiría intacto en la sociedad que imaginamos, con la diferencia de que sus formas de representación serían otras, menos ligadas al presente del escenario. Otros dispositivos de/para la ficción —televisión, cómic, cine, narrativa, periodismo— serían el receptáculo de las miserias y las virtudes humanas, en especial los artilugios que precisen de pantallas se considerarían el medio perfecto para el consumo de ficción. No habría necesidad de buscar, de tratar de ver a personas “en vivo” para coleccionar emociones, para descubrir una trama, para admirar el gesto o la expresividad de un intérprete. La ficción podría consumirse en casa, con todas las comodidades del caso.
Imaginad, lectores, la belleza de un mundo sin teatros. Sin espacios para la mentira. Ciudades, países, hemisferios enteros dedicados a prodigar la verdad. Imaginad, por favor, despertar un día y dejar de ver esos edificios huecos, difíciles de llenar con espectadores comunes y corrientes, con ciudadanos que no tengan compromiso alguno con la obra que ahí se ofrece.
Imaginad ciudades asépticas, sin la huella del teatro ni de la obscena performatividad. Nada de espectáculos en las calles con vistosos zanqueros inaugurando un desfile. No hace falta porque en esta ciudad hermosa y tiernamente urbanizada no hay espacio para dar paseos, los espacios públicos son exclusivos de automóviles y trenes, los carnavales y eventos masivos sólo requieren de buena música, algo que se pueda tararear y listo.
Imaginad, por favor, sólo un poco más. Un pequeño esfuerzo para suponer un mundo sin obras de teatro que duran tres horas y se olvidan fácilmente, montajes oscuros donde el director o el dramaturgo nos exigen entender un episodio sobre su vida, pero contado de una forma muy extraña, a ratos absurda, a ratos tediosa. Imaginad un mundo sin espectáculos con títulos largos y sobrecargados que hablan sobre minucias que a nadie importan, pero a la salida del espectáculo hay que decir que presenciamos una auténtica obra de arte. Un país sin compañías nacionales de teatro, danza o circo (como si se tratara de la selección de futbol de una nación; ridículo).
Vislumbrad un mundo sin niños actuando como mayores en eventos escolares, sin interpretar a la bella o a la bestia, sin hacer las veces de espantapájaros del Mago de Oz o transitar por el típico cuento de navidad de Dickens. Pensemos en el tiempo que ese niño ganará estudiando álgebra o dibujo técnico. Pensemos en las horas de estudio, en la calidad del dinero público invertido en que adquiera habilidades y conocimientos útiles, no sensiblerías que tampoco entiende y disfrutará, en el mejor de los casos, efímeramente.
Qué sociedad más apetecible, ¿no? Dan ganas de estar ahí. De vivir en ese mundo sin teatros, sin esos edificios que sólo sirven para graduaciones escolares o para albergar discursos de políticos y conferenciantes. Dan ganas de vivir en esas ciudades sin tiempo para aburrirse en una butaca, para envidiar las ventajas del cine.
Qué ciudades, qué países, qué mundos hermosos sin ese viejo decadente que es el teatro. Y sobre todo, sin las personas resentidas que se dedican a ese oficio tan poco honorable, tan mal pagado, sin prestigio de ningún tipo. Imaginad un mundo así, en esplendor continuo.
Camaradas, debo terminar este ejercicio imaginativo con una confesión que puede resultar extravagante: Yo conozco esa civilización extraordinaria; la he visto y sé que está a la vuelta de la esquina. A menos que ocurra un desastre, casi el futuro es ahora. Imaginad un mundo sin teatros; es completamente posible. ¡Enhorabuena! ®
Enrique Olmos
Gracias por tu comentario, Luis.
Luis Bracamontes
Sabes…lo imagino y es un mundo limitado. Para empezar, haces mención del cine no existiría sin el teatro…muchos tipos de arte no existirían como tal sin el teatro; y el teatro es vida, porque la vida es teatro. Es un reflejo de la sociedad que se mira en un espejo alterado para intentar poder obtener consciencia de sí misma. Un buen teatro despierta y difícilmente se olvida.
El teatro es arte y el arte es alimento para el espíritu…ese espíritu que si se alimenta sólo con ciencia y razón, se deforma. Por Dios que ya no estamos en la era Moderna en la que se busca basarse en un pensamiento cuadrado que sólo considera que el progreso se muestra en números.
Un mundo que sólo está para producir y no para vivir, para sentir, para trascender con el arte, es un mundo vacío, efímero y sin sentido. Una persona limitada siempre verá al arte como una pérdida de tiempo y no como un puente hacia posibilidades incluso metafísicas.
Yo amo el teatro y el teatro ha cambiado mi vida. Las artes escénicas son un respiro para esta época tan caótica y opresiva. Un mundo así, simplemente sería poco disfrutable.