La asfixia

Submarino, de Thomas Vinterberg

Esta sacudida, más visceral en Festen acaso, cobra una dimensión nueva y distinta en Submarino, un filme cuyas imágenes quedan impresas con gran fuerza en la memoria.

Toda una controversia, altamente ilustrativa, se ha desatado en el mundo del cine entre aquellos que aplauden, de manera irrestricta, el más reciente trabajo del director danés Thomas Vinterberg (Copenhague, 1969) y aquellos que, en forma terminante, lo descalifican con bases en una supuesta traición a los preceptos recogidos en el manifiesto de Dogma 95, movimiento fundado por Lars von Trier, al que se adhieren el propio Vinterberg, Kristian Levring y Søren Kragh-Jakobsen, entre otros, además de acusar al realizador de presentar una falsa y exagerada crítica social. Los puntos generales de Dogma 95 eran diez: 1) el rodaje debe realizarse en locación, 2) el sonido debe ser directo (incluyendo la musicalización), 3) la cámara ha de sostenerse en la mano, 4) la película deber ser a color, 5) los trucos de cámara y filtros no tienen cabida, 6) cualquier acción suplementaria y aparatosa debe suprimirse, como muertes o armas, 7) los cambios de tiempo y lugar no son admisibles, 8) los filmes de género no son una opción, 9) el formato debe ser de 35 mm y 10) el nombre del director no debe aparecer en los créditos. No sólo Festen (1998), un trabajo de Vinterberg sobre una familia incestuosa cuyos intimidades salen a la luz precisamente durante una celebración, filmado con una cámara de video, sino incluso innumerables cintas del propio von Trier no observan al pie de la letra éstos que algunos consideran inamovibles preceptos. El espíritu del movimiento consistía en replantear las bases generales del cine, una tentativa que no se había llevado a cabo desde Jean-Luc Godard, reduciendo la intervención de grandes equipos de rodaje, con los consiguientes costos de producción, además de poner el acento sobre el carácter dramático de la obra, el trabajo actoral, incluso las situaciones sociales desprendidas de un contexto real. Más que nada, en esto de retratar una realidad social adversa en los países de Europa del norte, que se cuentan entre aquellos con un nivel de vida supuestamente superior, los miembros de Dogma 95 siempre se toparon con voluntades adversas entre los poderosos. Se trata prácticamente de un proyecto que, en su insignificante dimensión y alcances incomparablemente más modestos, se opone de manera diametral a Hollywood, que siempre ha querido comprarse las voluntades de sus principales representantes, Lars von Trier y Thomas Vinterberg, con resultados que no podrían ser más desiguales. Mientras el primero se ha mantenido firme en sus convicciones, no necesariamente las estrechas directrices de Dogma 95, sino más bien ideas —si se quiere un tanto excéntricas— como la de no abandonar su vieja Europa para rodar una película o bien su decidida posición crítica y escéptica ante la globalización a ultranza y el imperialismo económico, Vinterberg ha condescendido con la industria fílmica estadounidense, sea por el lado de Hollywood, donde dirigió It’s All About Love (2003), un trabajo que combina una historia de amor con la ficción científica adornándose con grandes nombres de la pantalla, o bien en el llamado cine independiente (Vinterberg ha fungido en varias ocasiones como jurado en Sundance) con trabajos como Dear Wendy (2005), un alegato un tanto dudoso hecho con un grupo de jóvenes extravagantes que aman por igual las armas y el pacifismo de manera contradictoria (el guión es, por supuesto, de su entrañable amigo Lars von Trier).

Con Submarino (2010) Vinterberg retoma, si no la letra, sí mucho del espíritu estético y contestatario que animaba el movimiento Dogma 95. Justo este motivo constituye la raíz de tantos ataques y críticas devastadoras, por una parte, y oleadas de entusiasmo y admiración por lo que ha ganado este último filme del realizador danés, por otra parte, en cuanto se refiere a la fotografía, el manejo de símbolos, el trabajo con los actores e incluso la musicalización.

Con base en la exitosa novela homónima del escritor danés Jonas T. Bengtsson, autor también de Aminas Breve (Cartas a Amina), su primera novela publicada en 2005, Submarino (2007), una palabra en español es el título de la obra, abre con una escena ubicada entre la frontera del mito y el fervor religioso, dos niños frente a un bebé quienes pretenden bautizarlo. La escena se desarrolla bajo una sábana blanca que junto con el agua son elementos cargados de carácter simbólico. Para elegir el nombre abren el directorio telefónico, uno el mayor que es rubio (Sebastian Bull Sarning) recorre con el dedo los nombres, y otro el menor (Mads Broe Andersen), quien es pelirrojo, dice basta. Tras varias tentativas infructuosas, pues dan con nombres femeninos o bien que no son de su agrado, se detienen en Martin. Enseguida hará su entrada la madre irresponsable y alcohólica, que da un traspié y queda tirada entre su propia orina. De nuevo el agua se hace presente. Nick, el hermano más grande, descompone un armatoste eléctrico para darle un susto a la madre pero, desde luego, no logra electrocutarla cuando lo deja caer justo en el amarillento charco. La escena siguiente presenta a los niños animándose, como de seguro han visto hacer a la madre, poniendo música estruendosa y bebiendo aguardiente. Al despertarse tras la borrachera, un cierto tiempo ha debido pasar, descubren al bebé tieso e inerte, a cuya cuna dieron un testereón en su euforia. Este acto de negligencia infantil que termina en una muerte accidental, acaecida más probablemente por frío o por inanición, marcará la vida de los dos hermanos, cuyas respectivas historias se contarán en dos episodios separados, para volver a unirse al final.

Con Submarino (2010) Vinterberg retoma, si no la letra, sí mucho del espíritu estético y contestatario que animaba el movimiento Dogma 95. Justo este motivo constituye la raíz de tantos ataques y críticas devastadoras, por una parte, y oleadas de entusiasmo y admiración por lo que ha ganado este último filme del realizador danés, por otra parte, en cuanto se refiere a la fotografía, el manejo de símbolos, el trabajo con los actores e incluso la musicalización.

El episodio de Nick Torp (Jakob Cedergren) está trazado con unas cuantas pinceladas, en que los suspicaces han querido detectar los groseros rasgos de un drama televisivo. Recién salido de la cárcel, Nick vive en una residencia comunitaria para necesitados, en medio de una multitud de botellas de cerveza vacías. De vez en cuando, Sofie (Patricia Schumann), su vecina del cuarto de al lado, llega, se conmueve de él y le hace una furtiva felación. Necesidades afectivas más profundas hacia las mujeres no parece tener el personaje. Un tipo brutal que, en su violencia contra un teléfono público, se lesionará en forma grave el puño, sin acudir jamás con el médico. En la calle se encuentra con otro desheredado, conocido de infancia, un idiota obeso de origen yugoslavo de nombre Ivan (Morten Rose), a quien unos teddy boys están propinando una paliza. Ivan convivió con los hermanos Torp de niño, junto con su hermana Mona (Helene Reingaard Neumann), el amor de infancia de Nick, quien ahora tiene un hijo y una relación estable con un hombre. Nick, un personaje violento pero no desalmado, se conduele de Ivan, tanto por su gordura como su idiotez, virgen aún a sus treinta y tantos años. De hecho lo lleva con Sofie. Lejos de sentir asco por él, ella que es madre, se apiada de él y decide concederle sus favores. En eso Nick cree más conveniente dejarlos a solas y sale a hacer un paseo. Cuando regresa encuentra el cuarto convertido en la escena de un crimen. Ivan mató a Sofie y ha huido. Obviamente necesita ayuda psiquiátrica. Nick, seguramente liberado bajo palabra, ha quedado fatalmente comprometido.

El episodio del hermano menor (Peter Plaugborg), el pelirrojo, cuyo nombre jamás se conocerá, es de entrada menos desolador, algo más promisorio. Él al menos tiene un hijo, un niño de seis o siete años, a quien le ha puesto el nombre de Martin (Gustav Fischer Kjærulff). Como se haya desempleado y su esposa perdió la vida en un accidente, debe cuidar del niño, lo cual hace con paciencia y cariño, durante el escaso tiempo que irse a pinchar al baño y evadirse en un viaje de heroína le permite. A veces se queda incluso dormido por las mañanas y Martin debe despertarlo para que lo conduzca al kindergarten. La maestra del niño parece sentir simpatía por ambos. La pensión de desempleado no alcanza, por supuesto, para pagarse el vicio y al mismo tiempo solventar los gastos de la casa. A veces el padre se ve obligado a robar, cosas menudas como comida y golosinas en las tiendas escondiéndoselas en los bolsillos, pero otras veces llega incluso a cometer atracos en casas de viejecitas que viven solas, de donde sustrae la platería y objetos de valor, ejerciendo la coerción, si bien antes lo intenta por las buenas, persuadiendo a la añosa víctima de que el seguro la compensará por la pérdida. Cuando eso no funciona, alza la voz en tono de amenaza. Con el fruto de esos asaltos logra comprarle comida buena y regalos a Martin. En un momento así hace irrupción su hermano Nick. La madre de ambos ha muerto dejándoles un apartamento que vale una suma considerable. Nick renuncia a su parte de la herencia, en vistas del pequeño hijo del hermano y de su más que evidente toxicomanía.

En este punto la historia se complica y la vida tranquila y segura que pudieron haber llevado padre e hijo la cambia el primero, a causa de su ambición y de su farmacodependencia, y decide comenzar a desempeñarse como dealer distribuyendo droga al menudeo, la cual se la compra a unos mafiosos extranjeros. Al principio él mismo vende en las calles. Se hace de clientes que al momento es capaz de identificar. Hasta que un buen día uno de sus compradores le propone trabajar menos contratando a alguien que ande en las calles mientras que él sólo se ocupe de supervisar. Todo parece marchar a las mil maravillas hasta que un buen día suena su móvil y el amigo le anuncia que su vendedor lo ha traicionado, que trate de huir porque la policía anda sobre sus pasos. Se sucede una persecución. Él intenta correr pero terminan atrapándolo.

El episodio final, en el que vuelven a hilvanarse ambas historias, se desarrolla en la prisión donde, por azar, los dos hermanos se encuentran mientras los sacan a estirar las piernas y tomar un poco de aire fresco. Logran hablar a través de las dos verjas que separan sus respectivas crujías. Nick quiere que su hermano le cuente más sobre Martin, quien ahora se halla en un hogar para niños sin familia, pero los guardias se lo llevan desoyendo sus súplicas. Aquella herida en el puño de Nick, que nunca se atendió, se le complica y deben amputarle la mano. Más tarde asistiremos de nueva cuenta a un funeral (el primero fue el de la madre de ambos cuando ocurrió el reencuentro). El drogadicto comete suicidio en la cárcel. Al enterarse por su abogado Nick, quien está en la enfermería, no ha querido hablar sobre el homicidio. A juzgar por las huellas de dos manos sanas en el cuello de la occisa, sin embargo, es casi imposible que él la haya matado. Al pensar en su sobrino solo y que necesita de él se ve obligado a delatar a Ivan, no sin antes intentar alertar a Mona, su amor de la niñez, para que le recomiende a su hermano que desaparezca cuanto antes. Al final Nick, condenado a no poder amar, se queda al cuidado del pequeño Martin, que lleva precisamente el nombre del infortunado tío que no llegó a cumplir ni un año de vida. El ciclo dramático y simbólico se completa, presentando un retrato social de una Europa del norte opulenta pero sumida de lleno en el individualismo, la indiferencia y la marginación de grandes sectores. En ese panorama desolador se desenvuelve la historia de estos personajes, un escenario semejante es la Barcelona pauperizada, donde pululan los inmigrantes, que pretende reproducir Alejandro González Iñárritu en su cinta Biutiful (2010), también tildada de decadente a causa del crudo retrato social, estancada en el clisé debido a los personajes marginales, un franco retroceso de ambos directores en comparación con sus trabajos precedentes, alegan sus detractores.

Submarino, título basado en el nombre de una tortura, practicada sobre todo en Sudamérica, que consiste en sumergir la cabeza de la víctima en un balde de agua hasta casi ahogarla o al menos provocar ese sentimiento, hace alusión a los diversos factores que en esta obra sirven para oprimir a los personajes, casi llegando en momentos a asfixiarlos. Un trabajo bastante destacable el de Vinterberg que, desde el punto de vista cinematográfico, se halla quizá por encima de su célebre Festen, de mucho más efecto en el sentido teatral, pues todo sucede en el hic et nunc ya de rigor en Dogma 95, si bien desde el punto de vista de la fotografía fija, la división episódica, la música y el contenido social de mayor impacto. Habría que pensar cuántos europeos no están viviendo en condiciones desfavorables similares. Submarino es sin lugar a dudas una obra que acusa mayor madurez creativa. Algunos en tono de burla han escrito que ya el acabóse para Thomas Vinterberg, en su calidad de rebelde y vanguardista, sería que lo nombraran director del teatro nacional. Con críticas sociales por el estilo, a muy pocos entre quienes determinan las corrientes culturales de su propio país se les ocurría tal idea. El cine danés continúa tan vivo como hace quince años. La clave no radica tanto en los temas sino en cómo está contada, y sobre todo dramatizada, la historia. La calidad de estos actores nórdicos es difícilmente superable. Thomas Vinterberg antes de meterse a dirigir estudió cine y dirección de escena. Sabe proponer a sus actores cosas y recibir propuestas de ellos. Sólo de esta manera es posible lograr una amalgama de esfuerzos que sean capaces de sacudir al espectador. Esta sacudida, más visceral en Festen acaso, cobra una dimensión nueva y distinta en Submarino, un filme cuyas imágenes quedan impresas con gran fuerza en la memoria. ®

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Publicado en: Cine, Enero 2012

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