De noche, cuando todo está iluminado en mi calle, salimos los niños a jugar. El tiempo bifurcado y el espacio anacrónico son nuestros aliados en los múltiples juegos que nos inventan y juegan.
Quien alguna vez comenzó a abrir el abanico de la memoria no alcanza jamás el fin de sus segmentos; ninguna imagen lo satisface, porque ha descubierto que puede desplegarse y que la verdad reside entre sus pliegues.
—Walter Benjamin.
En el tenor de una confesión íntima me asumo como un romántico que gusta de lecturas de ese mismo orden: Madame Bovary, El fantasma de la Ópera, Frankenstein, textos canónicos del siglo XIX; asimismo, algunos textos del siglo pasado que mantienen una tesitura decimonónica, como Seda o varios poemas de Lorca, me han robado, con consentimiento, varias de mis mejores horas, y otros libros más de ese siglo en el que permea un cariz romántico en muchas de sus vertientes: amores casi imposibles (como El amor en los tiempos del cólera); vínculos eróticos–intelectuales (como en la lectura cronológica de Rayuela); tríos juveniles al borde de una extinción en un mundo distópico(Nunca me abandones de Kazuo Ishiguro), y un largo etcétera.
En ese sentido, reconozco que cierta parcela de mi cabeza está tejida de una tela melancólica–romántica–idealista, valga decir. Y que si fuera capaz de exteriorizarse en una cita sería en la famosa frase del bolero “Amar y vivir”: “Lo que pudo haber sido y no fue”. Por eso cuando pienso en la calle en la que vivo y en alguna buena historia que contar, pocas asociaciones me encuentran, pues la calle donde vivo realmente no es la calle donde me hubiera gustado vivir. No fue así.Pero ya se sabe que uno siempre desea aquello que nunca tuvo.
Realmente no es tan malo —de hecho, este tema no forma parte de ese selecto conjunto de deseos nostálgicos frustrados, como sí lo son los ya extintos deseos de ser músico y futbolista—, porque aunque mi calle no guarda historias tan interesantes esto supone, paradójicamente, la abertura de un agujero en el jarrón de mis reminiscencias por donde se pueden introducir nuevos relatos, a saber, experiencias que no tuve, aventuras sin autor, amistades sin personajes —“Lo que pudo haber sido y no fue”— y que, sin embargo, aún puedo tener a través de la literatura. Como decía un maestro de letras: “Uno puede recordar lo que no vivió”. Porque es precisamente la literatura, en todas sus modalidades, la que habilita que este tipo de ficciones toquen —¡desgarren!— el plano de lo real.
Hay cosas encerradas dentro de los muros que,
si salieran de pronto a la calle y gritaran, llenarían el mundo.
—Federico García Lorca
Así pues, la calle de mi imaginación es oscura de día e iluminada de noche. Cuando el sol la mira, la calle se esconde detrás de las personas que habitan en ella. Está, por ejemplo, el señor Martínez… viudo adinerado cuya rutina le obliga a saludarme siempre en las mañanas, conocido en la cuadra por su clara renuncia a nunca usar dos veces la misma ropa. Cierta vez la señora Duras notó que traía la misma playera de una semana anterior y en la impertinencia de hacérselo notar ésta resultó regañada por su excesiva atención. Billy, de la otra cuadra, cuenta que a la semana siguiente vio a un niño de la calle aledaña con una camisa demasiado holgada para él y de una marca impropia de su trabajo —respetable mas no muy bien remunerado— de lavacoches. La señora Duras intenta mensualmente, con poco éxito, crear una asociación de vigilancia entre vecinos con el pretexto de ahuyentar a los (imaginarios) ladrones. Todos por aquí saben que sólo es un motivo de conversación para timbrar a la puerta del señor Walter, cuya sospecha colectiva de carácter taciturno, intelectual y de un físico bien parecido, incita a más de una mujer (y hombre) a querer arrancarle más palabras de las que su apretada y misteriosa agenda le permite: ¡Que pase muy buenas noches, señora Duras! ¡Me encantaría pero hoy tenía pensado cocinar para mí mismo, gracias!
De noche, cuando todo está iluminado en mi calle, salimos los niños a jugar. El tiempo bifurcado y el espacio anacrónico son nuestros aliados en los múltiples juegos que nos inventan y juegan. Hay uno que trata sobre competir por quién salta más alto. Yo una vez brinqué cinco metros, pero los demás contradecían que no había rebasado ni los cuatro y medio; ni siquiera con esa supuesta marca alcanzaba el récord de Paul, cuyos cuatro metros y 80 centímetros lo elevaron al cielo —literalmente— y a la fama en por lo menos dos vecindarios a la redonda. Fue gracias a eso que Kimberly le dio un beso en la mejilla como premio. La verdad es que yo no salté los cinco metros, ni siquiera cuatro; sólo fue un intento desesperado por conseguir la atención de la niña de mis anhelos. Mi esperanza resurge ahora que descubrí que en la calle de al lado, esa que todos odian porque ahí vive puro viejo, hay un señor como de quince años que dice que me puede ayudar a saltar más alto que Paul. Le caigo bien, supongo que es porque le conté el secreto de los secretos, que por un pequeño hoyo de la casa abandonada uno puede ver cuando se baña la señora Macías. En fin, ese es otro de los juegos que tenemos aquí pero que casi nadie lo cuenta por pena.
Sin duda, mi juego favorito es el que consiste a jugar a que somos mayores. Yo juego a que soy un terapeuta y un escritor exitoso a la vez. Que tengo un lugar adonde va la gente a contarme sus problemas, y que con unas cuantas palabras precisas y analgésicas calmo su malestar emocional. También fantaseo con que escribo aventuras fantásticas sobre vecindarios con personajes utópicos y circunstancias mágicas.
Mi amigo Federico García cuenta, por su parte, que de grande quiere ser poeta. Me cae muy bien, aunque, a decir verdad, a mis padres les incomoda mucho porque dicen que habla de cosas como de otro mundo, además de que no le gustan las niñas sino los niños y que eso hará que no pase de los cuarenta años. A Sebastián B. le gustaría ser un gran músico y tener muchos hijos e hijas. De él me parece raro que diga esto último porque va mucho a la iglesia y ahí como que les prohíben hablar de eso de tener hijos. Como sea, cuando él toca el piano en la fiesta anual del barrio parece que los ángeles bajan a convivir con nosotros. Pablito quiere llegar a ser pintor. En esas fiestas anuales del barrio nos deleita a todos con sus pinturas. Cada uno se sienta durante un rato para que él nos pinte y al final, aunque bello el cuadro, nos desconcierta porque nuestras cabezas parecen cubos volteados. Mi hermano Miguel Cervantino desea con toda su alma ser escritor. Los últimos viernes de mes todos los chicos —y de vez en cuando las chicas van a molestar— nos juntamos en la casa abandonada para que Miguel nos cuente una historia diferente. Aunque, bueno, generalmente narra sólo diferentes versiones de la misma historia acerca de un hombre con un gusto desenfrenando por los caballos que ataca molinos pensando que son gigantes. Yo, como de broma, a veces les digo que quiero ser todo eso y que cada casa de la calle donde vivo será como una puerta siempre abierta a cada una de esas formas de ser…
La calle
sigue
siendo
siempre
el
tiempo
de
una
infancia.
—Walter Benjamin ®