La concepción de justicia

¿Tenemos un régimen autoritario?

La concepción de justicia se define desde su antónimo: la justicia se edifica a partir de lo que no es justo, de lo que no es distributivo, de lo que oprime, priva, margina, excluye, y se justifica en un sistema moral que se institucionaliza con base en un acuerdo social.

Salomon

La sociedad define lo que es justo, y lo que esta sociedad define como justo termina definiéndola a sí misma; retóricamente nos encontramos con una tautología, todavía compleja de dilucidar.

La concreción de la justicia —o al menos el intento— reside en las instancias que se edifican alrededor de ella con el fin último de ser un engrane más en la administración del poder.

Jueces, juzgados y juicios son algunos de los elementos institucionales que, se dice, son creados para “la impartición de justicia”; elementos que también debieran ser sometidos al escrutinio público y a la constante observación y cuestionamiento desde su misma base social. Sin embargo, en México esto no sucede, su sistema de justicia es casi el de un régimen autoritario, el cual sólo se modifica de forma pero no de fondo. Las reformas propuestas por los partidos en el poder, sean del color que sean, “cosen al paciente dejando el tumor adentro”, como lo expresa Roberto Hernández en un pertinente artículo publicado días antes de las elecciones de julio de 2012, en cuyas campañas el sistema de justicia penal no fue tocado ni con el pétalo de una rosa por los candidatos.

La justicia mexicana se define por la opacidad en los indicadores de agilidad, transparencia y calidad en la que los derechos de todas las partes (procesados, víctimas, autoridades) deberían ser respetados y en los que todas las soluciones se alcanzarían con costos asequibles y en plazos razonables. Definiciones como la de un “sistema kafkiano” son apenas propicias para definir a nuestras mazmorras medievales, convertidas ahora en fiscalías especiales.

Jueces, juzgados y juicios son algunos de los elementos institucionales que, se dice, son creados para “la impartición de justicia”; elementos que también debieran ser sometidos al escrutinio público y a la constante observación y cuestionamiento desde su misma base social.

La percepción social sobre la efectividad de las autoridades pone a los jueces en desventaja, con 36% de poca efectividad y 11% de muy efectivo, contrastante con la efectividad con que se percibe a la Marina y el Ejército, con 43 y 47%, respectivamente, de “mucha efectividad”; cifras que abrigan la posibilidad de que a la inmaculada sociedad civil le gusta o aprueba los despliegues bélicos.

Entre lo funcional y lo que tenemos existe una diferencia abismal, pues tenemos un sistema judicial que impide que los acusados puedan presentar pruebas; los juicios se registran por escrito; no hay por lo general un registro electrónico de las audiencias, salvo los que han instalado los juicios orales; la relación entre lo que se dice en un juicio y lo que los funcionarios escriben en los expedientes generalmente no corresponde a una forma “textual” y, por si fuera poco, las barreras arquitectónicas y urbanas de los tribunales en donde se desarrollan las audiencias terminan por conferirle aires claustrofóbicos.

Las barreras arquitectónicas, procesales y actitudinales terminan por ser más excluyentes para las llamadas minorías. ¿Se imagina usted a un integrante de la comunidad mazahua interponiendo una demanda en cualquiera de los ministerios públicos citadinos; a una persona sorda a la que se le acuse de no querer ofrecer una declaración oral; a una mujer con Síndrome de Down que a título personal reclame justicia ante las instancias del Estado, o a una mujer casada denunciando una violación sexual por parte de su marido?

La injusticia proviene de una sociedad también inquisitiva, moralista y con un doble discurso, la cual no logra crear consensos ni en su entidad social más cercana: la familia, con patrones autoritarios basados en la obediencia y la sumisión: el que paga (o quien te mantiene) manda, prescripción que trasciende a toda la esfera social. Imposible así que el sistema de justicia sea la excepción.

Desde la familia estamos acostumbrados a la edificación de deidades como formas de solución. La figura de la madre en sumisión, la obediencia de los hijos, el temor hacia la autoridad del padre vindicador son arquetipos que automatizan la conducta individual de manera sedativa para no cuestionar las estructuras formales bajo las cuales nos “regimos” en lo colectivo, donde los ídolos tienen nombre propio: Jesús, María, José, Marcos, Javier, Andrés… sólo por mencionar algunos.

La injusticia proviene de una sociedad también inquisitiva, moralista y con un doble discurso, la cual no logra crear consensos ni en su entidad social más cercana: la familia, con patrones autoritarios basados en la obediencia y la sumisión: el que paga (o quien te mantiene) manda, prescripción que trasciende a toda la esfera social.

En la Encuesta Nacional de Cultura Constitucional: legalidad, legitimidad de las instituciones y rediseño del Estado se lee que “El respeto a la autoridad de la ley o de la religión es ligeramente mayor que a la autoridad de los padres o del jefe: casi cuatro de diez entrevistados dijo no estar dispuesto a ir en contra de lo que dice la ley o la iglesia aunque crea tener la razón, mientras que casi tres de diez dijo estar dispuesto a ir en contra de lo que piensen sus padres o su pareja. La mayoría de los entrevistados, poco más de ocho de diez, se dijo de acuerdo (o de acuerdo en parte) con que la obediencia y el respeto deben ser los valores más importantes que un niño debe aprender”.

A la pregunta de “La libertad y la seguridad son valores que a veces pueden chocar, si tuviera que escoger uno, ¿con cuál se quedaría?”, cuatro de cada diez entrevistados eligieron la seguridad frente a la libertad, y poco más de tres de cada diez eligieron a la libertad, mientras que casi dos de diez escogieron, espontáneamente, “ambos”.

Sumisos por convicción, reproductores de patrones de obediencia incuestionable, presos seguros, con escasa inquietud por los cuestionamientos, prefiriendo salvaguardar nuestro status quo antes de ser libres. Y es que la libertad, si pudiéramos decirlo así, es un prerrequisito básico que antecede a la justicia; nuestros peores verdugos no son los que están fuera, son los que tenemos dentro, arraigados en nuestra ideología esquemáticamente cuadrada, conformándonos con lo que está ya establecido. A final de cuentas es más fácil así, ¿no? ®

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Publicado en: Destacados, Febrero 2013, Injusticia e impunidad: crímenes sin castigo

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