La crítica literaria y la narrativa actual

(a partir de una conversación entre Julián Herbert y Antonio Ortuño)

El autor reflexiona sobre la novela total y la novela experimental, la relectura de autores clásicos o incluso de autores de juventud que formaron su mundo literario, y la labor de la crítica literaria, una crítica que en los últimos años, con unas cuantas excepciones, parece estar atrapada en un pozo de mediocridad y simpleza.

Charles Joseph Travies de Villiers, «Críticos literarios eliminan pasajes que no les gustan», 1830.

En julio del 2014 Julián Herbert, autor de la novela Canción de tumba, de los libros de relatos Cocaína. Manual de usuario y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino, entre otros, y Antonio Ortuño, autor de las novelas Recursos Humanos, La Fila India, Méjico, Olinka y de los libros de relatos Agua Corriente y La vaga ambición, charlaron sobre la narrativa mexicana actual para la revista Letras Libres.1

Tanto Herbert como Ortuño son dos de los escritores mexicanos más destacados de los últimos años. Ambos nacidos en la década de los setenta, ambos con un afán crítico y con un claro interés por superarse a sí mismos en cada obra, con diversas posturas originales y propias a propósito del oficio de escribir, de la tradición —a la que se le retoma, no hay de otra, a la vez que se le busca cortarle la cabeza—, de la relectura de autores ya consolidados, ya clásicos o incluso sagrados, o de la labor de la crítica literaria y de los derroteros que ha tomado la literatura en los últimos tiempos y de los posibles caminos que, para bien o para mal, puede transitar en un futuro.

Lo dicho por estos dos escritores en aquella plática no sólo resulta muy oportuno para cualquier persona interesada en conocer mejor los escenarios actuales de la narrativa mexicana o en acercarse un poco más a la postura de estos dos escritores mexicanos que poco a poco se han ido abriendo paso en la jungla literaria —una jungla salvaje y terrible de la que pocos salen vivos— y que se han ido creando su propios lectores, lectores fieles y entusiasmados con cada nueva publicación, sino que es un punto de partida para que uno siga reflexionando por su propia cuenta sobre las posibilidades y las miserias de la literatura y sobre muchos otros temas más.

Lo que me interesa hacer en este trabajo es, justamente, eso: abrir nuevos senderos, bifurcaciones pequeñísimas pero bifurcaciones al fin y al cabo, que permitan continuar con aquella conversación acaecida hace casi cinco años para seguir reflexionando sobre la narrativa mexicana actual y para seguir aportando, en la medida de lo posible, consideraciones propias que abran, a su vez, nuevos senderos.

Me interesa reflexionar sobre tres temas que me parecen decisivos en la narrativa actual: la novela total y la novela experimental, la relectura de esos autores clásicos o consolidados o incluso autores de juventud que formaron nuestro mundo literario, y la labor de la crítica literaria, una crítica que en los últimos años, con unas cuantas excepciones, parece estar atrapada en un pozo de mediocridad y simpleza, pero que por eso mismo, hoy más que nunca, es necesario volver a poner en marcha con más fuerza y lucidez que nunca.

La novela total y la experimentación

Julián Herbert: De un tiempo a esta parte, da la impresión de que los narradores ya no se preocupan por escribir la novela total o de que ya no producen novelas experimentales. No creo que se deba a una renuncia a esas pretensiones. Todavía hay narradores para los que la novela total sigue siendo importante, incluso si esa necesidad nace de otros géneros.

Antonio Ortuño: Pensar que uno puede crear un organismo literariamente inmenso, que pueda tocar tantos puertos y juntar tantos cables como para dar justificación a ese concepto de novela total, es algo que sinceramente no me he planteado en la vida. […] Yo creo que a un narrador le conviene estar al tanto de los debates intelectuales y sociales pero también tener sentido de la mesura y de la eficacia literaria. El mamotreto pretencioso como modelo me parece una pifia y es algo que definitivamente no se me ocurriría buscar.

Creo que es algo ya sabido por todos, o al menos intuido de forma mediana y vaga, que si hay un oficio poblado de personas muy orgullosas de sí mismas y de su oficio, personas que se encuentran en constante búsqueda de alcanzar objetivos que podríamos calificar de desmedidos o pretenciosos, personas en constante afán de palpar la añorada inmortalidad —como si hubiera tal cosa—, ese oficio es la literatura. La pretensión de crear una novela total por parte del escritor es algo que desde siempre ha existido y que desde siempre ha sido una desmesura. Una desmesura que en caso de ser lograda o en caso de acercarse a ella lo más posible, de rozarla levemente, ha creado grandísimas obras literarias que perduran y resisten el paso de los años.

La pretensión de crear una novela total por parte del escritor es algo que desde siempre ha existido y que desde siempre ha sido una desmesura. Una desmesura que en caso de ser lograda o en caso de acercarse a ella lo más posible, de rozarla levemente, ha creado grandísimas obras literarias que perduran y resisten el paso de los años.

Lo que pasa es que hoy vemos más claramente eso de la desmesura, ese elemento descomunal y esa prepotencia por parte del autor. Una buena razón, creo yo, tiene que ver con que somos seres históricos, presas de nuestra propia situación hermenéutica, es decir, de nuestra propia historia de la transmisión de la que formamos parte, presas de las nuevas tendencias literarias y culturales y presas de nuestros propios sistemas de interpretación y de valoración de la modernidad tardía. Por esa razón, hoy más que nunca, esa pretensión resuena más, incluso nos hace sentir incómodos.

Siempre han existido esos intentos y cada una de las veces fueron desproporcionados, sólo que antes era, por decirlo de algún modo, algo más normal, incluso más común. No sólo en la literatura, también en otras formas culturales, como la filosofía. Para no irme tan lejos, qué mejor ejemplo que Hegel, el gran sistema filosófico de Hegel que una vez propuesto causó una conmoción y una crisis terribles que provocaron que lo que siguiera ya no fueran los grandes sistemas filosóficos cerrados, sino fragmentos, trazos, miradas particularísimas dirigidas a ciertos aspectos del mundo y de la existencia.

Esto parece evidente si se piensa que después de Hegel aparecieron tipos como Kierkegaard —un teólogo literato—, Nietzsche —un poeta—, Marx —un economista y sociólogo— o Freud —un médico y psicoanalista—, todos ellos con una manera muy particular de hacer filosofía, una forma de filosofía distinta a todo lo anterior, es cierto, pero filosofía al final de cuentas. Lo mismo ha pasado con la literatura y con otras formas culturales —pintura, escultura, música, arquitectura…—: cambian, se transforman, evolucionan, para bien o para mal. La literatura, como todo lo demás, necesita de ese cambio, necesita moverse para sobrevivir, para evolucionar. Y no necesariamente, que quede claro, en un sentido lineal o progresivo.

En los últimos años se ha abandonado casi totalmente aquella búsqueda desmesurada y aquellos intentos de lograr la novela total. En nuestros tiempos la mera idea de una novela total parece una locura e incluso un acto de prepotencia abismal por parte del autor. Creo que Ortuño lo dice bien: lo que se busca hoy es una suerte de eficacia literaria que nosotros hemos puesto emparejada, como si de sinónimos o de hermanos siameses se tratara, con lo rápido, con lo sencillo, con lo que no pasa de las doscientas páginas y se cuida de mostrar posturas éticas, políticas, estéticas, filosóficas y existenciales que intenten describir el mundo y la existencia humana en un solo libro o de un solo tirón.

Parece ser, y esto lo digo por el tipo de literatura que se está escribiendo, promoviendo y premiando hoy, que los lectores lo último que quieren es un mamotreto intragable. Y en cierto sentido creo que es algo cultural, algo que nos tocó vivir en este momento histórico: nuestra cultura es una cultura de la velocidad, de la ocupación constante, de estar produciendo continuamente, innovando, haciendo cosas, algo, lo que sea, todo el tiempo. Obviamente, la globalización y la expansión de las grandes ciudades que todo lo abarcan han sido elementos fundamentales de este cambio y de esta sensación de estar en todo al mismo tiempo, ocupados con todo, conectados con todos los sucesos y las personas del mundo y, por lo mismo, con una sensación de no tener tiempo para nada, ni para respirar.

Creo que a todos nos ha pasado. De esto nadie se salva porque no podemos salirnos de nuestra propia situación hermenéutica, no podemos desprendernos de nuestro cuerpo y con ello de nuestra temporalidad e historicidad. A mí me pasa muy seguido, pero recuerdo un caso particular porque me ha carcomido las fuerzas: hace unos meses, o quizá hace un año, compré Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski, una novela que llevo años queriendo leer y hasta la fecha no lo he hecho. La he hojeado, claro, le he acariciado el lomo como si fuera un perro, un perro querido y valorado, he leído algunos fragmentos, pero nunca la he empezado. Cada vez que pienso que ya es el momento de leerla las dudas me detienen porque sé que leer una novela de mil doscientas páginas es complicado, exige mucho tiempo y esfuerzo, los cuales hoy en día parecen ser guardados a punta de espada para otras cosas más “importantes” como la universidad o el trabajo o qué se yo.

Hoy no sé cómo le iría a un escritor joven y desconocido que se atreviera a escribir novelas tan grandes como El Quijote de Cervantes, Moby Dick de Herman Melville o el Ulises de James Joyce. Ciertamente la tendencia literaria actual va favoreciendo a los autores poco pretenciosos que buscan hacer textos sucintos, rápidos, ligeros, como si el chiste fuera que el lector leyera sin el tiempo, las trabas, incluso el sufrimiento o los padecimientos que implica leer. Un sufrimiento gozoso, claro, pero sufrimiento al fin y al cabo. Pienso, por ejemplo, en el poeta chileno Alejandro Zambra y en su novela Bonsái, que al parecer fue todo un éxito, o en Alessandro Baricco y su novela Seda.

Ahora, no quiero que haya equívocos. No estoy diciendo que esto se esté yendo a la mierda o algo parecido. Estas nuevas tendencias no tienen que ser necesariamente algo malo. Puede haber muy buenas novelas que no pasen las doscientas páginas. Ejemplos sobran: El extranjero de Camus, El túnel de Ernesto Sábato o Pedro Páramo de Juan Rulfo, por mencionar sólo algunas que a mí me gustan. La brevedad siempre ha sido y seguirá siendo un lujo finísimo, además de un elemento muy atrayente en un autor. Un caso emblemático de esto, por supuesto, es Borges. Aunque escriba cuentos de cuatro o de siete o de doce páginas, algunos más breves incluso que ciertos poemas, Borges seguirá siendo Borges. Es más: en la brevedad, en la economía del lenguaje, en esa elegancia sencillísima radica su grandeza.

Por otra parte, estoy de acuerdo con la opinión de Julián Herbert acerca de las novelas experimentales. Yo creo que hoy cualquier novela, para ser una verdadera novela, debería ser una novela experimental. Mi presupuesto es que las novelas deben ser siempre originales, nunca repetir a otras o ser meras hijas ciegas de las novelas de otros escritores, por más buenos o influyentes que sean. A mí una novela que imita lo anterior, sin ningún intento de originalidad, una novela que sea mera repetición de los mismos argumentos, de las mismas estructuras y hasta de los mismos personajes —con otros rostros y otros nombres, claro, pero los mismos—, como es el caso de Paulo Coelho o de Isabel Allende —por decir los primeros autores que me vienen a la cabeza—, no me interesa leerla, no me interesa para nada. Tampoco me interesa una novela que hoy intente imitar el estilo de los autores del boom latinoamericano, por ejemplo. Creo que esa novela no sirve y está muerta desde un principio. Una verdadera novela, es decir, una novela que busque lograr algo, algo más allá que la pura venta de libros, debe de ser experimental, original, incluso subversiva; debe de ser una novela que rompa con los paradigmas anteriores, que le corte la cabeza al padre de una vez por todas.

De lo que no estoy del todo seguro es si eso con lo que se debe romper es, justamente, la novela total. No creo que lo experimental, lo original, lo que rompe con la tradición y crea nuevas formas y caminos literarios necesariamente deba estar peleado con la novela total. Creo que hay casos de novelas experimentales, novelas rarísimas, fragmentarias, novelas delirantes que rompieron con la tradición y que bien pueden considerarse novelas totales, como es el caso de Rayuela de Julio Cortázar o de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño.

De lo que no estoy del todo seguro es si eso con lo que se debe romper es, justamente, la novela total. No creo que lo experimental, lo original, lo que rompe con la tradición y crea nuevas formas y caminos literarios necesariamente deba estar peleado con la novela total.

Creo que eso anterior con lo que debería romper todo escritor que busque crear buenas novelas, que busque ir más allá de la comodidad de los estantes de los bestsellers o del mismo público lector que está contento con el mismo argumento archiconocido, más que distanciarse de la novela total como si fuera una enemiga mortal, es romper con un estilo de novela que hoy ya no funciona, y que no funciona porque en la mayoría de los casos aburre muchísimo: la novela que se sostiene únicamente por su argumento lineal, por la sucesión de hechos predecibles, esas novelas en las que el lector es una suerte de adivino que ya sabe qué línea es la que sigue.

Ese tipo de novela, que repite y repite las formas ya ultrarrepetidas, son las que evitan el movimiento de la literatura. Creo que las novelas, busquen ser totales o no, deberían apostarle a la creatividad, a la originalidad, al riesgo, al juego, a poner a prueba una inteligencia lúdica que no tema crearse enemigos y que busque sorprender al lector, asustarlo, hacerlo caer de su silla como si un trueno le hubiera partido el cuerpo entero.

Relecturas de la literatura mexicana

Julián Herbert: A mí me da miedo releer escritores mexicanos porque tengo la sensación de que siempre los voy a destruir. En el caso específico de la literatura mexicana, cualquier relectura va a significar una decepción. La lectura que uno hace a los diecisiete años de la narrativa nacional es un descubrimiento importante porque te sitúa en las posibilidades de esta lengua, de esta nación, de este cúmulo de referentes; pero después uno se vuelve un lector más castigador. Fuentes, por ejemplo, me decepcionó muy temprano, porque a los diecisiete fui un lector muy devoto de su obra. Después de un par de años de leer de manera muy copiosa, casi en orden, sus libros, llegué a la conclusión de que era el autor de un par de libros extraordinarios, pero también de una enorme cantidad de páginas que la lengua española se podría ahorrar sin mayor problema.

Antonio Ortuño: Con Fuentes sucede lo que alguna vez dijo Gide de Balzac: necesitas mover toneladas de paja para encontrarte dos o tres granos, pero si escribes en francés sin haber leído a Balzac, se te va a notar. Siempre es mejor leer que resollar desde la ignorancia.

Lo que me llama mucho la atención es que la relectura de nuestros autores de juventud de la que habla Herbert, una relectura que, ciertamente, resulta terrorífica porque ya sabemos, lo presentimos como se presienten aquellos secretos custodiados en lo más oscuro de nuestra memoria, que no leeremos esas obras con los mismos ojos de adolescentes ni con el mismo fervor de antaño, sino que seremos otros lectores, que la obra también será otra completamente distinta y que no hay otra escapatoria que, para bien o para mal, matar a nuestros propios ídolos. Releer requiere de cierto coraje, de un coraje que sólo conocen esas personas que han forzado una despedida a sabiendas de que sería la última.

Por otra parte, estas relecturas son provechosas porque solamente así logramos desprendernos de autores, de libros, de voces que se han convertido en una carga constante en nuestros hombros, una carga que no nos deja madurar, que no nos deja buscar, al menos buscar bien, esa voz literaria propia que cualquier escritor debería tener. Influencias de otros autores siempre habrá, por supuesto, pero los ídolos tienen pies de barro y es a ellos, justamente, a los que debemos volver tarde o temprano, con una mirada de lector crítico, para derribarlos de una vez por todas. Eso sería lo más saludable, lo más conveniente para que la propia voz del escritor resplandeciera.

Se necesita de esa decepción de la que habla Herbert para poder ver que el mundo avanza, que la literatura se modifica y que nuestros propios gustos e intereses también lo hacen. No se trata de una evolución lineal, ascendente, progresiva, como si poco a poco fuéramos dejando las penumbras y alcanzando la ilustración y la libertad kantiana de la mayoría de edad, pero casi casi. Se trata de asumir que nuestros intereses cambian, que el fondo de experiencias que ponen en marcha la actividad creativa coge sus fuerzas de otros lados. Si permaneciéramos inmóviles, estáticos, siempre escribiríamos la misma obra de la misma manera. Una y otra vez. Lo cual sería no sólo absurdo, sino aburrido, muy aburrido.

Otro elemento que me llama la atención es lo que menciona el mismo Herbert acerca de rescatar de ciertos autores —en este caso de Carlos Fuentes y de su novela Terra Nostra, que yo no he leído— sus más grandes fracasos, los cuales fueron fracasos por apuntarle a lo más alto e intentar crear algo nuevo. Creo que parte de los cambios que acontecen en la literatura se dan por medio de estos pequeños o grandes fracasos.

Y aquí regreso nuevamente a la cuestión de las novelas experimentales. Por supuesto que hay muchas que fracasan terriblemente, que hacen el ridículo, pero es la única forma, siempre lo ha sido y siempre lo será, de hacer algo nuevo, de crear algo por tu propia cuenta. Creo que el lema de todo escritor, de todo narrador o poeta, debería ser no repetir lo anterior, es decir, tener el coraje —al final todo es cuestión de coraje— de buscar su camino personalísimo para crear algo original, algo diferente, algo nunca antes visto que le vuele la tapa de los sesos a los lectores y a la cultura prestablecida. En eso radica no sólo la originalidad, sino la genialidad de un escritor.

Los escritores que se atreven, que apuestan todo a vida o muerte a pesar de sus muy posibles fracasos, siempre serán admirados por su valentía, por esa valentía que pocos tienen y que hace que ellos, o al menos algunos de ellos, después de cien o doscientos años, sean recordados, leídos, imitados.

Lo último que me llama la atención con respecto a la relectura de esos escritores de juventud tiene que ver con el comentario, muy preciso —no le cambiaría ni una coma—, de Antonio Ortuño acerca de que hay autores que escriben mucha basura, autores con los que se necesita mover grandes toneladas de paja para encontrar dos o tres granos; lo cual no implica, de ninguna manera, que deban dejar de ser leídos. Si no se les lee el bagaje cultural y literario disminuiría drásticamente. Por eso hay que leer, leer mucho y en la medida de lo posible hacerlo de forma crítica. Sólo así el piso de donde arranca la propia escritura será mucho más firme, mucho más sólido y claro, igual que serán claros cuáles son los caminos por los que no se quiere transitar. Los caminos que sí se quieren transitar son largos y desconocidos, incluso inhóspitos y difuminados, pero el saber cuáles son los caminos que no se buscan es una ventaja y puede significar la diferencia, una diferencia menor, tal vez una diferencia minúscula, pero algo es algo. Por eso, repito, creo que hay que leer mucho y vivir mucho para ser un buen escritor. ¿Qué otra cosa son los grandes escritores, sino muy buenos lectores que escriben?

La crítica

Antonio Ortuño: Me parece que la idea de la crítica en este país enfrenta muchos problemas: primero, confundir crítica con reseña, como si la reseña que atiende novedades fuera el subgénero cumbre de la crítica. […] El segundo punto conflictivo es que a un escritor joven le resulta más fácil publicar crítica que creación y es asombroso que sin haber demostrado nada en ningún sentido —ni en cuanto a sus lecturas ni a su escritura— lo primero que proponga en la vida sea una reseña devastadora. Es como entrar de la banca y romperle la tibia a otro jugador. Un desatino.

Julián Herbert: Los poetas le han dedicado mucho tiempo a la crítica de la poesía desde siempre: yo diría que es parte esencial de la poesía. Cuando tú lees a un poeta que hace una crítica de un libro de poesía estás leyendo la crítica de ese libro y de un contexto y de lo que está sucediendo en la poesía en México y en el mundo. Es decir, no es una reseña que desvincule al libro de su contexto. […]Si tú eres un crítico y el elemento que tienes para expresarte es la reseña, tendrías que utilizar la reseña para construir tu perspectiva y no dejar que la reseña como tal te devore.

Creo que Antonio Ortuño tiene mucha razón al afirmar que uno de los más grandes males de la crítica literaria en México es que crítica se ha convertido en un pobre sinónimo de reseña, de una reseña acrítica e incluso elogiosa, de ésas que se ponen en las solapas de los libros y que parecen ser escogidas según un criterio de quién le aplaude más fuerte y con más entusiasmo al autor. Es necesario desprendernos de esa idea de crítica y buscar nuevos caminos, caminos mucho más elaborados y artísticos, caminos en los que la crítica por sí misma valdría como un texto profundo y amplio, digno de admirar, digno de releerse una y otra vez; caminos en los que al hacer crítica literaria uno se atreviera a comparar los diversos libros de un autor, a exponer las características de un tiempo específico o a pasar revista, una revisión personalísima, de la literatura del país en general. Es cierto que la reseña es la más elemental y mínima de las funciones del crítico literario, pero no es la única.

El problema es que son pocas las personas (si la comparación se hace con el número de escritores o de aspirantes a escritores) que se dedican a la crítica. Creo que esto tiene que ver con una cierta sospecha que se le tiene a los críticos literarios, se duda de ellos, se duda de que sean escritores o de que hagan verdadera literatura. Se les excluye del panorama.

Hay que promover la crítica literaria, pues, como la propia literatura, ésta debería ser universal. El problema es que son pocas las personas (si la comparación se hace con el número de escritores o de aspirantes a escritores) que se dedican a la crítica. Creo que esto tiene que ver con una cierta sospecha que se le tiene a los críticos literarios, se duda de ellos, se duda de que sean escritores o de que hagan verdadera literatura. Se les excluye del panorama, en cierta medida. Sobre esto, el crítico literario mexicano Cristopher Domínguez Michael, en su discurso de ingreso al Colegio Nacional, decía que es común escuchar que los críticos literarios son como los eunucos: saben cómo se hace el amor porque lo han visto en los serrallos, pero, emasculados como están, no pueden hacerlo.

No todos los críticos literarios son buenos escritores, pero sí creo que son escritores. O al menos son o deberían ser lectores, muy buenos lectores, que para el caso es lo mismo. No han faltado excelentes escritores que, parte de su actividad creativa, la han dedicado a la crítica literaria —nuevamente, un ejemplo emblemático es el de Borges—, pero también es cierto lo que pide Ortuño: debería haber, sería lo más sano, muchos más escritores que se dedicaran también a hacer crítica literaria.

La crítica y la creación no son equivalentes y creo que tratar de juntarlas sería un error. Primero está la creación. Eso siempre. Sin la creación, esto es evidente, no podría haber crítica alguna. Por eso la crítica es, en cierto sentido, más fácil que la creación. Igual y no más fácil, pero sí menos peligrosa, pues en ella no se ponen en juego tantas cosas como en la creación, en la que se apuesta la vida misma —parece una expresión exagerada, incluso melodramática, pero así es: se juega si se come o no, si la carrera de un escritor puede despuntar y seguir creciendo o no.

Por otra parte, cualquier forma de crítica, pero especialmente la crítica literaria, es sumamente necesaria. Creo que eso nadie lo puede negar. Un escritor debe tener siempre presente que escribe para una gama muy variada de lectores, entre ellos los lectores de mirada más tajante y feroz, como los críticos. En este sentido la labor del crítico literario es muy admirable, incluso loable. El crítico literario tiene que estar muy pendiente de la literatura contemporánea, de los cambios, de los nuevos movimientos; sin embargo, debe leer y releer a autores clásicos y a autores de años pasados. Debe leer muchísimo.

Su labor es muy admirable y, si nos ponemos románticos o cursis, es un honor ser crítico literario. Además de una gran responsabilidad. Una de sus funciones es poner a ciertos autores nuevamente en el panorama, en la vitrina, en el mercado —para decirlo vulgarmente—, rescatar a escritores olvidados, muy buenos escritores, que deberían ser leídos, que por el azar o la diosa fortuna terminaron en el limbo del olvido. El crítico literario entra ahí: debe buscar, escarbar, recuperar a los buenos escritores y mandar al olvido a los malos escritores. Creo que cualquier persona con dos dedos de frente es consciente de su propia finitud, de que está condenado a la muerte y al olvido —como todo cuanto haga, como todo cuanto hay: cosas, libros, nombres, etcétera—. No hay inmortalidad: tarde o temprano nos volveremos irreconocibles, irrecordables, simples nombres en un índice o, tal vez, ni eso.

Cartón de Tom Gauld.

Esto, en la literatura, es un abismo, un infierno de olvido que está plagado, o debería estarlo, de malos escritores. Creo que precisamente una de las labores de los críticos literarios, al menos de los verdaderos críticos literarios, es trabajar en favor del olvido, es decir, arrojar a los malos escritores a ese abismo y, a la vez, rescatar del limbo de la no publicación o del no reconocimiento o del no tener lectores o del olvido a los buenos escritores que, por alguna u otra razón, vagan perdidos en la nada. Es una responsabilidad gigante: decidir qué escritores deben durar y cuáles deben desaparecer a las primeras de cambio.

Por eso la crítica literaria es necesaria. Por una parte, tiene la tarea de forzar al escritor a llevar su flujo narrativo al límite, a no repetirse, a buscar nuevas formas, nuevos trucos, nuevas historias. Pero también tiene la tarea de forzar al propio escritor a verse a sí mismo constantemente al espejo con esos mismos ojos críticos, intentando pulir los mínimos errores, pues sabe que si le gana la dejadez lo pueden despedazar en cualquier momento. La crítica es un elemento esencial, un elemento constitutivo de la literatura. Es un motor, un empuje sin el cual la novela nunca avanzaría. Se repetirían las mismas cosas una y otra vez; los escritores más populares, aquellos escritores cómodos con usar las mismas estrategias narrativas, las mismas estructuras, los mismos argumentos, abundarían por doquier. Esa literatura fácil y rápida sería la que dominaría, aún más de lo que tal vez hoy lo hace, el escenario literario actual.

La crítica literaria debe vigilar, incluso contrarrestar esa vulgaridad tan difundida en el mercado editorial, esos libros simplones o espantosos que venden centenares de copias con la misma fórmula de siempre. Una de las funciones de la crítica debería ser propiciar el surgimiento de escritores dispuestos a ser mejores, mejores que eso, dispuestos a ir más allá, a probarse a sí mismos, a arriesgarlo todo. Quiero creer que ésos son los escritores que perduran, los escritores que prevalecen entre toda la demás marea de mierda. Pero la literatura es una dama caprichosa, así que nunca se sabe. Intentarlo, al menos, creo que vale la pena. ®

Nota

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Publicado en: Ensayo

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