Hay de todo, posición en bloque contra las vacunas o rechazo de una en concreto. Unos aseguran basarse en evidencias médicas, otros parten de principios filosóficos.
Vivimos tiempos tan convulsos como complejos. Se supone que somos la sociedad mejor informada de la historia, pero resulta cada vez más arduo diferenciar entre los datos contrastados y la jerga de los charlatanes. El público asiste, desconcertado, a la lucha de pareceres opuestos sin saber muy bien a quién debe hacer caso. Desde una perspectiva tradicional, la verdad científica iba a imponerse con sólo proclamarla. Cada vez más comprobamos que éste es un exceso de ingenuidad. Las luces y las sombras, en la práctica, no presentan contornos tan diferenciados que la mayoría de nosotros, simples profanos, podamos reconocerlas de un golpe de vista. Mientras tanto, la basura conspiranoica se confunde a veces, de manera interesada, con el pensamiento heterodoxo. No tienen nada que ver por más que los vendedores de mercancías averiadas procuren revestirse con el aura épica del auténtico disidente.
El mundo siempre ha sido complejo, pero, si hubiera que buscar un punto de arranque a nuestra presente confusión, tal vez deberíamos pensar en el apocalíptico ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001. Una catástrofe de tal magnitud suscitó, inevitablemente, un aluvión de teorías conspiratorias. Se dijo que los auténticos culpables eran Bush y Cheney, o que ningún avión se había estrellado contra el Pentágono. Para el periodista Alexander Cockburn estas teorías disparatadas evidenciaban la desorientación de una izquierda que había renunciado al materialismo histórico en favor de la paranoia como explicación de la realidad.
Los escépticos acostumbraban a basarse en el denominado “sesgo de atribución”, un prejuicio por el cual los artífices de un hecho deben poseer una importancia proporcional a su acto. Desde esta óptica, resultaba inconcebible que unos “árabes en sus cuevas” hubieran sido capaces de poner contra las cuerdas a la mayor potencia del mundo con un ataque tan destructivo. En realidad, la resistencia a admitir la capacidad de los terroristas islámicos sólo dejaba en evidencia un racismo recalcitrante. Dos años y medio después, con motivo del atentado del 11–M en Madrid, volveremos a encontrar este negacionismo supremacista. Se dirá entonces que unos “simples moritos” no podían haber efectuado una acción tan compleja.
Este tipo de lecturas truculentas de los acontecimientos no ha dejado de multiplicarse desde entonces, sobre todo gracias al extraordinario impulso de Internet, con su capacidad fabulosa para difundir todo tipo de relatos extravagantes.
Una vez más, el recurso a la teoría de la conspiración se convertía en un instrumento para afrontar una situación de crisis. Había que encontrar una explicación al terror y al absurdo. Este tipo de lecturas truculentas de los acontecimientos no ha dejado de multiplicarse desde entonces, sobre todo gracias al extraordinario impulso de Internet, con su capacidad fabulosa para difundir todo tipo de relatos extravagantes. Cualquiera, a través de redes sociales como Facebook y Twitter, o de un simple blog, estaba en situación de divulgar informaciones sin verificar. La existencia de esta tecnología revolucionaria vino a potenciar la existencia de teorías conspiracionistas que, en ocasiones, respondían a intereses políticos muy concretos. Así, en Estados Unidos, el movimiento QAnon ha intentado presentar a los demócratas como una red de pederastas. La maniobra resultó muy burda, pero no por eso dejó de tener un número inquietante de seguidores.
En otros casos, la insistencia en hipotéticos complots venía a dar respuesta a una ansiedad, a la inquietud generada por fenómenos como la globalización, el cambio climático o la irrupción de peligrosas epidemias, primero la del sida y más tarde las de la gripe A o la covid–19. ¿Nació este virus en un laboratorio chino? Mucha gente lo ha aceptado sin crítica, sin pararse a pensar que los propios chinos también se han visto afectados por el desastre.
En otras ocasiones, lo que está en juego son postulados liberales: puesto que el Estado no debe inmiscuirse en la vida de los individuos, nadie tiene derecho a imponer la vacunación. Se produce, de este modo, un fenómeno llamativo: los neoliberales de derecha y los alternativos de extrema izquierda coinciden en su discurso.
En los últimos años el auge de los antivacunas ha sido especialmente notable. La oposición a las vacunas siempre ha existido, pero sin la visibilidad mediática que ha llegado a alcanzar. En otros tiempos sus promotores se distinguían por sus convicciones reaccionarias. En el siglo XXI, por el contrario, son muchos los que se consideran progresistas. Su movimiento ofrece, sobre todo, una extraordinaria heterogeneidad. Hay de todo, posición en bloque contra las vacunas o rechazo de una en concreto. Unos aseguran basarse en evidencias médicas, otros parten de principios filosóficos. La vacuna, al ser un producto artificial, no sería recomendable: el organismo humano debería protegerse de forma natural. En otras ocasiones, lo que está en juego son postulados liberales: puesto que el Estado no debe inmiscuirse en la vida de los individuos, nadie tiene derecho a imponer la vacunación. Se produce, de este modo, un fenómeno llamativo: los neoliberales de derecha y los alternativos de extrema izquierda coinciden en su discurso.
¿Puede decirse que la vacuna provoca autismo? Andrew Wakefield, en un artículo publicado en The Lancet, la prestigiosa revista científica, aseguró que la enfermedad se había desarrollado en doce niños vacunados con la triple vírica o MMR. La comunidad académica, sin embargo, reaccionó con duras críticas que cuestionaron la integridad profesional de Wakefield, que fue acusado de manipular los datos. The Lancet, finalmente, acabó por desmarcarse de la controvertida investigación y su autor vio cómo se le retiraba la licencia médica.
Mientras tanto, los partidarios de las vacunas han insistido en recordar que éstas han suprimido males como la viruela o la poliomielitis, o disminuido de forma significativa la peligrosidad del sarampión o la rubeola. Se ha señalado, asimismo, que la negativa a la vacunación ha provocado la muerte de niños o el rebrote en algunos lugares de enfermedades como el sarampión.
Los antivacunas han creado sus propias organizaciones, grupos que acostumbran a ser muy activos y militantes. Éste es el caso del movimiento español Plural21. Si un internauta entra en su web encontrará enseguida afirmaciones rotundas y sensacionales: no existen pruebas del coronavirus chino, las mascarillas ofrecen un “gravísimo peligro neurológico”… Podemos, además, descargarnos una monografía con un título impactante, El VIH/SIDA es una ficción. Su autor, Lluís Botinas i Montell, declara sin vacilar que el suyo es “el libro más importante publicado en el mundo sobe el conjunto de lo que es el sida”. Curiosamente, el presidente de Honor de Plural–21 fue un pensador muy respetado, Raimon Panikkar.
Gente bien intencionada, de cuando en cuando, hace llamamientos para que aprendamos a diferenciar la simple opinión de la objetividad científica. El problema es que nos hemos acostumbrado a entrar en el supermercado intelectual para elegir no lo más verdadero, sino lo que mejor se acomoda a nuestros gustos e intereses. Por eso florecen las teorías de la conspiración: nos dicen lo que queremos oír y, sobre todo, señalan un chivo expiatorio sobre el que podemos volcar nuestra frustración y nuestra rabia. Pero los excesos de la fantasía no deben inducirnos a tomar la parte por el todo: el desafío consiste en distinguir las conspiraciones imaginarias de las auténticas. ®