La Escalera del Diablo

El asesino y el pensamiento matemático

En su cara vi la emoción del ganador, con una navaja abrió mis venas para dejar fluir mi sangre que caía en un antiguo frasco de farmacia, cuando mi vista se iba perdiendo placenteramente me dejó leer…

Magritte, "Misterios del horizonte".

Magritte, «Misterios del horizonte».

De pie, mirando al horizonte se encontraba el hombre que acababa de matar al sargento Vargas. Su mirada estaba perdida, o quizá concentrada en la única luz que se veía en la montaña, era una fogata de un par de excursionistas que se preparaban a encumbrar la Escalera del Diablo. Se llamaba así por asemejarse a una escalera plana, sin bases, y sobre todo por la cantidad de muertos que cada año arrojaba, lo cual era un enigma en sí, pues las autoridades solamente concedían tres permisos en grupos máximos de cuatro personas, no más, pero el caso es que siempre aparecía una veintena de muertos al pie de la montaña. Sus expresiones eran lo que más llamaba la atención, pues nunca se han encontrado cadáveres con fracturas o hematomas, pero las expresiones sí que eran de llamar la atención. En mi carácter de médico del pueblo yo había examinado algunas y aún no alcanzo a describir el horror que habrán visto los pobres hombres. Hablando de hombres, el asesino del sargento Vargas era la única persona que alcanzó la cima, y la mayoría de los alpinistas que regresaban con vida nunca se atrevieron a pasar de los cincuenta metros; algo se los impedía, pero, además, nunca hablaron de lo que vieron o de lo que los motivó a abandonar la empresa. En algunos casos dejaban tirado el equipo, esto generó algunos negocios como un museo donde se exhibían fotografías, los propios equipos y hasta el último peldaño de la Escalera del Diablo, que dicen las malas lenguas que el hombre que ahora se encontraba de pie la llevó al pueblo como prueba de su hazaña.

El asesino no pasaría de los sesenta años, quizá tendría cincuenta y cinco; en su juventud fue un excelente atleta y reconocido matemático estudioso de la función de Cantor —expertos afirman que a los diez años resolvió el problema—, después se pasó los años escribiendo sobre diversos temas y podría decirse que alcanzó cierta fama, aunque sus escritos son como imágenes: cuando se releen las representaciones son otras, son sumamente complicadas, y me atrevería a decir que muy pocas personas los han entendido. Creo que juega con la psique de las personas, he pasado noches enteras como narcotizado, extasiado y temeroso, no soy el mismo después de leerlo.

Lo anterior fue un reto que me propuse resolver, y he esperado con ansiedad su último libro. Es como una droga que provoca todo tipo de reacciones, la necesito más que a nada en el mundo, no me basta con sus 25 libros publicados, sé que debe tener algunos más pero por alguna razón se ha negado a editarlos. Por eso desde hace algún tiempo comencé a seguirlo, me preparé como nadie y hoy, que precisamente inicié mi vigilancia, soy testigo de un asesinato.

El asesino sale de su casa, lleva en la mano una libreta, se parece a la que el sargento Vargas utilizó en sus investigaciones de las misteriosas mujeres, lo sé porque estuve en el restaurante donde entrevistó a varias personas y por alguna razón nunca se le ocurrió encontrarse conmigo. Camina con desenfado, saludando a los niños que le piden algún dulce o monedas, lo sigo hasta un café internet. Abre la libreta y pasa rápidamente las hojas, se detiene casi a la mitad, escribe algo en el teclado que no puedo precisar qué dice. Se desocupa un lugar y me siento, contraté media hora, y cómo no sabía qué hacer se me ocurrió ingresar a YouTube y buscar karaokes de los Beatles, canté varias canciones para practicar mi inglés, después pagué y me fui a refugiar en la miscelánea de enfrente, compré una fritanga y una soda. El asesino se encaminó hacia mí y en un hecho insólito extendió su mano y me dio la libreta. No dijo nada. Me quedé estupefacto y él se perdió entre la multitud.

Mi suposición fue verdadera, se trataba de una libreta del sargento Vargas, tenía los números 2/5, así que supuse que era la dos de cinco. Leí con entusiasmo casi todas las notas, sus detalles, y rememoré viejas historias de mi pueblo. Mi decepción fue grande al saber que faltaba una hoja, y digo grande porque la escritura previa a esa hoja era diferente a la que continuaba; percibí que había sido escrita con premura, como si la persona que lo hizo hubiese estado corriendo y no quería perder la idea que tenía en su cabeza. Hice algunos experimentos y di por buena mi hipótesis.

Transcurrieron algunos días antes de que volviera a ver al asesino, esto fue un martes por la mañana. De hecho me esperaba junto a la librería de viejo, tenía una mirada penetrante que me intimidó un poco, me dio un apretón de manos y quedó a la espera de mis palabras. Eso me sorprendió más, qué le podía decir, ¿preguntarle por qué mató al sargento Vargas? ¿O por qué no había publicado un nuevo libro? No hilé nada sensato, balbuceé y creo que se desilusionó. Él no dijo nada, sacó algo de su saco y me lo mostró, era la hoja que faltaba: no me la entregó, simplemente la volvió a guardar. Se quedó esperándome, mirándome fijamente y creo que mi estupor lo hizo marcharse de prisa, moviendo las manos en señal de desaprobación o… y se volvió a perder.

Pasé un mes encerrado en el hostal del pueblo, no quise ir a mi casa, estaba en desorden por la fiesta que había hecho en celebración de unos amigos, únicamente saqué algunos libros del asesino. Todos los días leía uno y todos los días era diferente, hasta que de pronto me sentí iluminado: frente a mí se dibujaron las anotaciones de la hoja mostrada por el asesino, vi el símbolo “π”, algo parecido a lo siguiente:

Y quizá unas fórmulas que tenían un signo de interrogación:

Después de concentrarme varias horas logré deducir el texto de un párrafo que estaba tachado, al igual que las imágenes anteriores, en una cara de la hoja de notas; si no me equivoco hacían referencia a una circunferencia de los nueve puntos, y las del anverso, puedo interpretar que aludían a nueve capítulos del arte matemático.

Con ello presente, leí con más calma los libros y, claro, ahora me resultaba más fascinante su forma de escribir con juegos de imágenes, era como una exposición en forma lógica y dialéctica —podría decir que incluso iba más allá de cualquier forma conocida hasta entonces—; sin embargo, carecía de conocimientos matemáticos para resolver o entender a cabalidad lo escrito por el asesino, y eso generó en mí más necesidades, era como si hubiera recibido una cantidad enorme de drogas que hacían revolucionar mi cerebro más rápido que lo que tarda la luz en llegar a percibirse, era increíble.

Por alguna razón que desconozco, después de quedar exhausto por la droga intelectual, estuve vagando por las calles del pueblo. Había dejado mi interés por vigilar al asesino, ahora estaba afanado en entrar a su casa, en hurgar entre sus cosas, encontrar la hoja o quizá algo más valioso, sus escritos como nueva y refrescante droga. Mis pasos me llevaron nuevamente a la librería de viejo, era para mí un deleite acariciar los libros, siempre encontraba alguno que llevarme a casa. Paseé por la sección de matemáticas y física sin encontrar algo que llamara mi atención. Sentí un ligero toque en mi espalda: era el asesino, pero esta vez su mirada era amigable. Me tomó del brazo y salimos a caminar, ahora yo esperaba que dijera algo, pero pasaba el tiempo y seguíamos caminando. Pasadas un par de horas nos detuvimos en un bar, pidió un whisky doble y yo un ron guatemalteco. No pasaba nada, hizo una señal y nos sirvieron otra ronda, y no fue sino hasta la cuarta cuando sacó la deseada hoja, me la entregó, la pude mirar con detenimiento, lo miré y asintió. Después salí a la terraza y la quemé.

Cuando regresé su mirada era de satisfacción, quizá habría eliminado la mejor evidencia de que cometió un crimen —crimen que fue silenciado por la prensa, pues ninguna noticia apareció en todo este tiempo—; después me afligí porque otro documento que pudiera incriminarlo estaba en mi poder, de eso me ocuparía más tarde —dije para mis adentros—. El asesino jugaba con las servilletas de papel haciendo papirolas geométricas que colocó en diversas posiciones sobre la mesa. Sorprendido por mi regreso, desbarató la figura de puntos que había hecho y como si fuese un rompecabezas me acercó las figuras observando cada uno de mis movimientos, registraba hasta el más leve pestañeo. No sé qué esperaba de mí, se paró, caminó alrededor mío, se sentó, se levantó, fue con el cantinero y en la mesa tomamos la quinta copa de un solo sorbo. Ahora fui yo quien pidió cuatro rondas más, pensando en el número nueve para ver cómo reaccionaba, pero no paró ahí el número de tragos, nos acabamos dos botellas y el nueve se diluyó como el alcohol en mi sangre.

Como muchos que padecemos resacas después de una borrachera atroz, me encontré solo en el puesto de doña Ema, la única que comprendía a las almas desamparadas pues nunca cerraba su local, donde a todas horas se podía disfrutar de un consomé extremadamente caliente y picante. Mi compañero de parranda había desaparecido en la madrugada más larga que haya vivido.

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Armándome de valor y una vez aliviada la cruda, decidí ir a la casa del asesino, enfrentarlo directamente, reclamarle, pero sobre todo a pedirle, a suplicarle que me dejara leer algo más de su producción literaria.

Mis pasos poco a poco me llevaron a mi destino. La puerta de su casa no estaba a más de dos dedos de distancia y no me animaba a tocar la campanilla. Quizá la suerte me acompañó, pues no hubo necesidad de tocar, y, como la vez anterior, sentí su mano en mi espalda. Me hizo a un lado y abrió la puerta.

La estancia era realmente acogedora, sillones mullidos que invitaban a sentarse, lámparas con luces mortecinas en rincones estratégicos hacían relucir algunas esculturas y cuadros abstractos, un librero de puertas con vitrales detrás de un escritorio dominaba todo, ahí seguramente estaba el mejor tesoro del mundo. Mi pulso comenzó a acelerarse al sentir que la droga estaba a unos metros de mí, pero algo me detuvo, era como si estuviese escuchando la voz del sargento Vargas que me ordenaba “Detente”. Obedecí.

El asesino —citando a Liu Hui— dijo:

—Dejemos el problema a quienquiera que pueda descubrir la verdad —luego, asomándose por una ventana que daba a la Escalera del Diablo para mirar por un telescopio, agregó—: Seguramente tu método de cálculo sea muy simple de explicar, en cierta medida podría ser de amplia aplicación para el sentido común, pero las premisas de que partes no son ciertas y el sentido común no aplica.

—¿Qué quiere usted decir?

Sin hacer caso a mi cuestionamiento, el asesino señaló tres puntos en la Escalera del Diablo

—Mañana tendrás un espectáculo, mira, ve por ti mismo.

Mi ojo se pegó al telescopio, y como si fuese en cámara lenta vi cómo caían tres personas, o debo corregir, vi cómo se arrojaron al vacío. Mi piel se erizó cuando una cuarta persona se volvió hacia nosotros, como si desde aquella distancia pudiera ver al interior de la casa, y entonces vi cómo su rostro se desdibujaba en una expresión horrible, sus ojos saltaban y su boca torcida parecía sonreírle a la muerte. Sentí su presencia antes de tirarse al encuentro de sus compañeros.

—Siempre siguen el mismo camino, son incapaces de cambiar un milímetro de ruta, no son lo suficientemente sagaces, por eso, cuando se dan cuenta de lo inútil que resulta su esfuerzo prefieren morir. Es como tú —dijo el asesino—, quieres inferir varios tipos de razonamientos cuando eres incompetente para entender la musicalidad de los números, de la geometría y del cálculo matemático. Es más, tu comprensión del ajedrez tampoco te ha valido, de qué sirve el análisis de las aperturas, del medio juego o mates si no comprendes su estrategia, he visto cómo pierdes teniendo juegos ganados, o tal vez no te interese ganar sino hacer saber que los puedes vencer y que el contrincante se dé cuenta de que logró una amarga victoria por falta de ingenio, eso puede resultar placentero pero inservible.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Cuándo me ha visto?

—La respuesta es simple, amigo, se entretuvo usted observando cómo caían aquellos infelices en lugar de ver la respuesta a sus inquietudes, ni siquiera recuerda la hoja que estúpidamente quemó, y ahora me hace preguntas irrelevantes.

Después de su discurso, de dos grandes zancadas se paró frente al librero para abrir dos puertas y sacar un altero de hojas que depositó en el escritorio.

—Esto es lo que usted espera, es lo que todos esperan leer, son como los alpinistas triunfadores, siempre quieren ir a la cumbre más alta, o como los drogadictos, siempre esperan una mejor sustancia, no pueden vivir sin éxtasis, cocaína, heroína o cualquier otra cosa y no respuestas a ¿Cuándo me ha visto? Su cuerpo se estremece —me dijo—, ya le está haciendo efecto la ilusión de probar una droga más, su comportamiento es similar a algunas personas que han rogado para que les preste este escrito, usted ansía leerlo, se parece al sargento Vargas, él antes que usted recorrió este camino…

—Y para no dejarlo seguir, usted mató al sargento Vargas, ¿verdad? Eso es lo que ocurrió en esta misma casa, yo lo vi con mis propios ojos…

—Con qué otros podría mirar —me interrumpió divertidamente el asesino, dejándome sin habla—. ¿Usted afirma que maté al sargento Vargas? ¿Cuáles son sus evidencias aparte de su testimonio, que puede ser puesto en duda? ¿Vio alguna arma? ¿Ha visto el cuerpo? ¿Podría decirme por qué no hay información al respecto? ¿Puede precisar el día y la hora? ¿Realmente me vio? Qué ideas tiene usted en la cabeza, me desilusiona nuevamente, por un momento lo tuve en más alta estima pero noto que sus razonamientos sirven para deducir fantasías. De ser cierto ¿por qué se quedó con los brazos cruzados? ¿Por qué no dio aviso a las autoridades? Simplemente no le interesa si vive o muere una persona, o descubrir la verdad, lo único que anhela es leer mis escritos, por eso digo que se parece al sargento Vargas.

El asesino decía eso y más frases que retumbaban en mi cabeza, las expresaba sin alterarse mientras movía el paquete de hojas, como si estuviese abanicándose, pero lo que hacía realmente era mostrarme el apetito que tengo por leerlo; alimentaba mi deseo y gozaba con mi sufrimiento al estar contenido, era más fuerte y alto que yo. La verdad es que yo nunca había tenido un pleito, pero sentí enormes ganas de sacudirlo y quitarle esos papeles que me ponían los pelos de punta. Le dije que se equivocaba, que he ganado mucho con sus ideas, que las analogías las he dejado de lado, que mi comprensión de sus textos me permite tener particulares formas de razonar y argumentar, que en realidad puedo ser capaz de asimilar su conocimiento y dejarlo fluir como la sangre en un manantial que sustenta por primera vez a la humanidad.

—Te ofrezco un trato —dijo con voz tenebrosa—, dejaré que leas una parte de mi libro inédito, pero a cambio tú decidirás entre dos opciones: la primera y más sensata es subir a la Escalera del Diablo, y una vez que estés en la cima recogerás tres pequeños bultos que cuelgan del banderín que dejé hace ya cuarenta años, cuando comenzó la historia. La segunda, y más riesgosa, ya que no podrás continuar con la lectura, es que me regales tu vida en este momento.

En cualquiera de los dos casos el asesino sabe que puedo morir; quiere saber cómo está forjado mi carácter. Si le digo que escalaré la montaña prolongaré mi agonía un verano más y quizá el sufrimiento que cause esa espera sea peor que la muerte misma; no deseo que mi rostro deforme sea parte de un museo, pero entregarle mi vida a cambio en este momento sin poder leer todo el documento completo es una propuesta inequitativa, y además ¿por qué especula que no podré continuar con la lectura? Y ¿quién dice que no podré llegar a la cúspide de la Escalera del Diablo?

—¿Esto también se lo propuso al sargento Vargas? Lo mató porque no pudo continuar leyéndolo o porque descubrió algo que desea ocultar. Creo que los alpinistas muertos también son su responsabilidad, ahora me doy cuenta de que es un asesino serial.

—Hombre, déjese de tonterías, no obnubile su mente antes de tiempo. Pero para que decida responder al trato que le propuse, debe terminar primero el juego que dejó pendiente en el bar, aquí tiene diferentes piezas geométricas, es más, tiene un plano y lápices para dibujar sus resultados. Por favor trace la Circunferencia de los Nueve Puntos, supongo que la conoce, ¿no es así?

—¡Claro que la conozco! El sargento Vargas resolvió con ello uno de los casos más sonados de todos los tiempos, seguramente ya lo conoce, fue el caso que involucró a nueve mujeres, a un joven trastornado, a un filósofo y no sé cuántas personas más. ¿De qué se ríe? ¿Qué es lo que le parece gracioso? O es acaso que el sargento Vargas no fue quién descubrió los hechos ¿tengo razón? ¿No fue él? Sus apuntes tenían detalles de su investigación… o ¿fue usted?, dígame ¿qué fue lo que pasó en realidad?

—Eres demasiado absurdo —musitó el asesino—, pero me has entretenido con tu procedimiento hipotético–deductivo, por no decir de una mala comprensión de la ciencia factual, tus deducciones son deformadas, pero percibo que estás intentando entender parte del asunto como exposición de hechos que podrían ser ciertos o falsamente verosímiles, aunque no sus causas y consecuencias. Te falta mucho para validar tus conjeturas, quizá tendrías otros resultados empleando métodos matemáticos o de lógica, supongo que la ciencia más allá de su cotidiana aplicación en el centro de salud donde trabajas te es suficiente, pero ese es un tema que no me interesa, el juego está de tu lado.

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Sin saber los nombres que se usan en geometría, con gran esmero comencé dibujando un triángulo con sus distintos pies de altura de cada lado, en su intersección marqué un punto, así como los puntos medios de cada línea que forman el triángulo y de los pies de altura; me detuve un momento, la presión era mucha y trataba de recordar fotográficamente la imagen de la hoja que quemé, el tiempo me devoraba pues la noche estaba por caer y aún faltaba mucho para obtener su escrito. No sabía qué hacer hasta que me dio un compás y tracé una circunferencia que tocaba nueve puntos del dichoso triángulo y otras líneas más que no entendía, me dio una cátedra sobre un tal Euler y un Feuerbach y de cómo se deriva el nombre de la circunferencia de los nueve puntos; me obligó a encimar la circunferencia sobre el plano del pueblo. Lo que descubrí me sorprendió en demasía, la solución del caso estaba frente a mí, la admiración por el sargento Vargas se esfumó. Forzado también sobrepuse mi trabajo en algunas fotografías de la Escalera del Diablo sin entender lo que deseaba el asesino. Tras horas de observación, lo que vieron mis ojos era increíble, las diferentes líneas indicaban la ruta de ascenso y descenso a la montaña.

Golpeado por una momentánea inspiración, pregunté si la gráfica en forma de escalera podría significar en distintas dimensiones los puntos de agarre de los alpinistas. Satisfecho con mi primer descubrimiento, el asesino me indicó adicionalmente que debería considerar la representación gráfica del factor de Cantor, conocida como Escalera del Diablo, para el desplazamiento de cada peldaño de la montaña y de cada una sus paredes conforme a las líneas proyectadas de la Circunferencia de los Nueve Puntos, para lo cual me enseñó a resolver una serie de ecuaciones desafiando más mi inteligencia. Cuando ocurrió la solución de las ecuaciones mencionó algo que aún tengo pendiente por entender, es más, ni siquiera sé qué quiso decirme con que ese factor es un ejemplo de función matemática que es continua pero no absolutamente continua.

Agotado, me dejó echarme en un sillón algo incómodo para pasar la noche. La luz que daba el gran ventanal por donde el asesino admira la Escalera del Diablo era tal que pasé en vela la mayor parte del tiempo, y si alguna vez pensé que jugaba con mi psique lo juzgué mal, en realidad abría un mundo nuevo para mí, y sin embargo sentía la necesidad de continuar hasta el final; la droga del conocimiento me abatía y pedía a grito sordo poder leer aunque fuera una de sus páginas. Sentí pena por mí al pensar que había dejado el legajo encima de su escritorio y mi incapacidad para ir por él y escapar, enviciarme con lo que sigo pensando es la mejor de las drogas, pero no, me dispuse a esperar a nuevos retos antes de ofrecerle mi vida, de aceptar la segunda opción.

Por la mañana encontré un plato de frutas cerca del sillón, café y unas aromáticas galletas con sabor a menta; escuché pasos que iban de un lado a otro sin descanso, eran los de una anciana que aseaba la casa, refunfuñando porque aún me encontrara tirado en el sillón.

Dentro de uno de mis zapatos encontré una hoja doblada que contenía las fórmulas con un signo de interrogación, estaban desarrolladas y al final mencionaba que su autor —de apellido Minkowski— había desarrollado el concepto de continuo espacio–tiempo y que a las tres dimensiones del espacio había añadido el concepto de una cuarta dimensión: el tiempo (entre paréntesis señaló que el último concepto lo desarrolló a partir de la teoría de Albert Einstein). Por lo menos de ese físico sí había oído hablar alguna vez en mi vida, pero saber en qué consiste su teoría de la relatividad ni idea.

—Y bien ¿qué has decidido? —preguntó.

—Espera un momento, ¿para qué me sirven las fórmulas que dejaste en mis zapatos? ¿Hay algo de lo que me he perdido?

—No desees que todas las respuestas te las diga, eso es parte de tu trabajo, no mío.

—¿Con qué intención estaban esas fórmulas en la hoja de apuntes? ¿Qué significaba cada una? ¿Por qué el concepto de continuo espacio–tiempo? ¿Cómo puedo entender la cuarta dimensión? Pensemos por ejemplo en la última muerte del alpinista, si lo considero un evento específico lo puedo describir por una o más coordenadas espaciales y una temporal, por favor, dígame si estoy en lo cierto.

—Prosigue —me indicó con el dedo índice.

—Si la muerte del alpinista ocurre en un lugar determinado, esa podría ser mi coordenada espacial.

—Cierto —confirmó moviendo su cabeza.

—Y si pienso cuándo ocurre eso me daría una coordenada temporal… y entonces la una no es independiente de la otra, ¿verdad?

—Tu expectativa es fundada, solamente digamos que debes considerar adicionalmente la localización geométrica del accidente en el espacio y el tiempo. ¿Qué diferencias pueden existir entre los componentes espaciales y temporales? ¿No crees que pudiese ser relativa según el estado de movimiento de quien observa?

—¿Me está diciendo que lo observado por mí cuando mató al sargento Vargas es relativo? ¿Lo mismo aplica a las muertes de los alpinistas? —pregunté ansioso por obtener una respuesta que me sería negada.

—Debes dejar que tu mente se abra a muchas más posibilidades, por ahora lo que estoy dándote son elementos de decisión —dijo el asesino fríamente—. Mi intención es invalidar tus reglas que no tienen ningún valor, es ampliar tu capacidad para aprender, aprehender y experimentar, es forzar a tu mente a realizar el sacrificio de la vida por la búsqueda del conocimiento, tienes dos opciones. Simplemente sugiero lo que algún genio descubrió hace siglos.

—Sabes que muero por leer tu escrito y, sin embargo, teniendo la posibilidad no lo he tocado.

—¿Te refieres a estas hojas? No valen la pena, son meros ejercicios caligráficos para no olvidarme de cómo se escribe. Sé que te interesa leerme, por eso aquí traigo empastado lo que tanto deseas, puedo mostrarte un párrafo si ello te permite decidir.

Corrí hacia su lugar, y sin titubear ofrecí mi vida a cambio de leerlo, tenía la esperanza de sobrevivir y concluir con la lectura; repitiendo lo que algún genio señaló, le dije que la ciencia no es una forma autónoma de razonamiento, sino que es inseparable del más amplio corpus del pensamiento humano y de la búsqueda del conocimiento, como él había dicho.

En su cara vi la emoción del ganador, con una navaja abrió mis venas para dejar fluir mi sangre que caía en un antiguo frasco de farmacia, cuando mi vista se iba perdiendo placenteramente me dejó leer:

Las ideas que hoy te mostré descansan en el suelo firme de la física experimental y la comprobación matemática y geométrica en la cual yace la fuerza que te narcotiza. Son ideas radicales. Por lo tanto, tu espacio y tiempo están destinados a desvanecerse entre las sombras y tan sólo una ilusión de lo que fuiste puede representar la realidad. Nunca exististe. ®

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Publicado en: Narrativa

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