La hermosa mulata incomprendida

La mulata de Córdoba, de José Pablo Moncayo

Desde 1950 hasta 2012 los críticos de música clásica han acusado a La mulata de Córdoba de ser una ópera lenta, antidramática, anodina y falta de emociones. Pero mienten; han sido incapaces de darse cuenta de que es una obra lírica llena de matices y geniales elementos inexplorados.

Una noche histórica

La mulata de Córdoba © Jesús Quintanar

El arte lírico nacional vivió en el Palacio Bellas Artes, el 23 de octubre de 1948, una de las noches más hermosas y femeninas de su historia. Una tras otra, por encargo de Carlos Chávez, entonces director del INBA, se estrenaron tres óperas de acto único, todas sobre mujeres, escritas por mexicanos.

La primera, Rosa del Bajío, compuesta por Eduardo Hernández Moncada (1899-1995) es un drama de floja literatura naturalista (el libreto lo escribió Francisco Zendejas basado en un corrido popular que narra cómo Benito, guerrero chinaco, asesina de un balazo a su esposa Rosa al descubrir que lo traiciona con un oficial francés) e interesante música de corte sinfónico y desarrollo romántico donde el coro, que a la usanza de las tragedias griegas comenta los sucesos por medio de corridos, tiene a su cargo los pasajes más líricos e interesantes, remitiendo al Boris Godunov de Modest Mussorgski.

La segunda fue Carlota, de Luis G. Sandi (1905-1966). El libreto, del mismo Zendejas (basado en un episodio del imperio de Maximiliano), es de carácter introspectivo: el drama explora el interior de Carlota justo en el momento en que Francia les ha retirado el apoyo militar y se vuelve loca. Aunque literariamente la obra resulta lenta y por momentos intrascendente (hay dos personajes simbólicos a cargo del coro, la Patria y el Destino, que entorpecen la acción con constantes opiniones filosóficas y morales), Sandi logra establecer una partitura unida, de lenguaje tonal pero con elementos modernos, agorera de un talento operístico que explotaría posteriormente en La señora del balcón (1964).

La mulata de Córdoba, de José Pablo Moncayo (1912-1958), fue la tercera mujer lírica de esa noche. Su libreto está dividido en tres escenas y fue escrito por Agustín Lazo (1896-1971) y Xavier Villaurrutia (1903-1950) con base en una leyenda colonial homónima que pocos años antes había tomado Blas Galindo para escribir un ballet.

Por su desbordante claridad expresiva, narración fragmentada y delicada orquestación, La mulata es tal vez la mejor ópera escrita por un mexicano en el siglo XX. No obstante, parece estar condenada a sufrir la incomprensión de los directores de escena (actuales mandamases operísticos), y es que de las más de diez producciones que se han realizado de ella en México y en España durante sus 54 años de vida ninguna le ha escogido los vestidos adecuados para hacerla lucir en toda su belleza.

La historia

La Mulata (mezzosoprano) es la mujer más hermosa de Córdoba (Veracruz) y su historia está cubierta por un nimbo de misterio. Nadie en la ciudad puede recordar cuándo vino o de dónde llegó. Trabaja afanosamente en un portal pero no se le conoce familia, amigos o amante. A fuerza de verla sola se le ha bautizado Soledad. No mira a quienes la miran y rechaza con su silencio a todos los hombres que con corazón ardiente se le acercan.

Una noche siete hombres la acosan en la plaza. Anselmo (tenor) le dice “Déjanos beber tu aliento”, el Primer Enamorado (tenor) “déjanos entrar Mulata, ansiamos tenerte cerca”, y ella les insinúa que se busquen a otra: “En Córdoba hay muchas casas donde todo es alegría. Tras de las rejas hay muchachas pálidas como magnolias”.

Por su desbordante claridad expresiva, narración fragmentada y delicada orquestación, La mulata es tal vez la mejor ópera escrita por un mexicano en el siglo XX. No obstante, parece estar condenada a sufrir la incomprensión de los directores de escena.

El acecho continúa; el Primer Enamorado clama “seguirte por donde vayas, seguirte por donde quieras”, y otra vez Anselmo insiste, ahora con una larga y encendida declaración de amor: “Tengo celos hasta del viento que ciñe tu cuerpo ondulante, que se funde con tu aliento y te abraza como amante… ningún hombre te ha poseído, ¡y sigues sola, Soledad”.

Cosa inaudita: la Mulata parece conmovida con las palabras de Anselmo; se acerca a él y en voz baja le confiesa que su soledad es un tributo a su padre, muerto largo tiempo atrás, “Mi viejo padre moriría si me casara con mortal”.

Anselmo pregunta: “¿Por qué me lo has confiado?, ¡y me dejas desesperado”, y Soledad le revela: “Si has sabido la verdad, es por el raro parecido entre mi viejo padre y tú”; Anselmo cuestiona: “¿Dices que soy su misma cara?”, y Soledad deja las cosas claras: “Que nos acerca… y nos separa. Adiós Anselmo, ¡nunca más!”

La Mulata besa a Anselmo y Aurelio (barítono), un adorador mil veces rechazado, se abalanza sobre ella con una espada pero La Mulata desaparece y el arma se clava en el cuerpo de Anselmo, quien cae muerto.

Aurelio y el pueblo entero culpan a Soledad de la tragedia y terminan el primer cuadro con una promesa: “¡Por la traición y el engaño, por la sangre derramada, no la dejen escapar!”

El cuadro segundo está situado en la Plaza de Santo Domingo, en la Ciudad de México, al lado de la sede del Santo Oficio. La situación es la misma que al principio: Soledad es la mujer más hermosa y nadie sabe de dónde vino o cuándo llegó. Exasperados por su misterio, los pobladores le advierten una noche a mitad de la Plaza: “Sin familia, son esposo, sin nombre que nos distinga, no se vive en nuestra tierra”, y los hombres le exigen: “Sin un querer no se vive, ¡decídete por alguno de nosotros!”

Soledad se defiende: “No debo casarme nunca. No estoy sola. Vivo junto a una imagen, ¡a un recuerdo! Y lo guardo y lo conservo como si fuera a extinguirse, como si fuera a dejarme sola, para siempre sola”, pero Anselmo y el Primer Enamorado, quienes le han seguido el rastro hasta la capital, irrumpen sedientos de venganza y Soledad, aterrada, pide auxilio a las puertas del Santo Oficio.

En el tercer cuadro, que sucede dentro del Santo Oficio, el Gran Inquisidor (bajo) acusa a Soledad, quien le ha confesado adorar la imagen de su padre (“Que me protege, me guía; vivo porque la contemplo, ella alienta porque existo, antigua como la nube, es agua, es aire, y es luz”), de seguir al Diablo y la sentencia a morir quemada (el coro canta: “Las llamas te librarán de tu cuerpo y sus engaños; lo consumirá la imagen, imagen del fuego eterno”).

Encerrada en el calabozo, Soledad recibe la visita de un fraile (tenor) cuyo parecido con Anselmo (y por lo tanto con su padre) es desconcertante. El fraile le da un gis y le pide que con él escriba el nombre de su padre. Soledad lo toma y en la pared de su celda dibuja un barco cuyo trazo se vuelve incandescente, lo aborda y desaparece navegando.

La música y la incomprensión

José Pablo Moncayo (1912-1958) forma parte de la primera generación de compositores alumnos de Carlos Chávez (junto con Salvador Contreras, Salvador Ayala y Blas Galindo) englobados en la escuela posnacionalista cuya estética en su momento fue catalogada por algunos críticos como “la música mexicana del porvenir”.

De acuerdo con el musicólogo y director de orquesta Jorge Velazco, el lenguaje del grupo es francamente tardío, pues parte de los últimos románticos, especialmente de Gustav Mahler, y los elementos más modernos que incorporan a sus idiomas pertenecen al impresionismo, presentado por Claude Debussy a principios del siglo XX.

A pesar de su posición conservadora (no aceptó a Stravinsky y mucho menos la atonalidad de Schöenberg) Moncayo pugnó toda su vida por crear un sonido propio; de sus obras destacan Llano grande (1941), para pequeña orquesta, y el famoso Huapango (1943); no obstante, la ópera La mulata de Córdoba es su obra maestra.

El libreto, obra de dos pilares del arte mexicano del siglo XX, Agustín Lazo y Xavier Villaurrutia, es sutil y rebosa pasión contenida; tiene la gran cualidad de no ser explícito: ofrece las imágenes, despliega las sensaciones esenciales, pero no resuelve nada. Lamentablemente esta fascinante ambigüedad literaria ha sido desperdiciada históricamente por los directores de escena que han montada La mulata.

Se trata de una partitura de corte sinfónico donde la orquesta (a dos pero con la inusual adición del clavecín, que en el siglo XX estaba completamente desterrado del foso) tiene un claro tratamiento expresionista; en todo momento los instrumentos acompañan la escena y la enriquecen a través de dos diáfanas labores: intensificar los sentimientos de los personajes (particularmente evidente en las arias de Soledad, “Como el agua, como el viento”, y Anselmo, “Yo solicito humildemente”), y explorar lecturas que el libreto propone sutilmente (como arrojar una delicada, casi imperceptible, melodía amorosa a cargo de los violines en el enfrentamiento entre Anselmo y la Mulata en el primer cuadro que insinúa la posibilidad de que en el pasado hayan tenido un romance).

Las dos melodías más delicadas y memorables de la ópera están a cargo del coro, que representa al pueblo. La primera, “¿Quién sabe de dónde vino?”, abre el primer cuadro y transmite una intensa sensación de misterio y soledad; la otra, que abre el segundo cuadro, “¿Viene del norte o del sur”, retoma el enigma de la soledad pero añade un elemento definitivo al drama: la tragedia.

A diferencia de Rosa de Moncada y Carlota de Sandi, La mulata de Córdoba cuenta con sólida literatura que no propone una narración operística tradicional (una historia con conflicto y resolución) sino tres escenas sueltas en torno al enigma de la soledad de una mujer hermosa.

El libreto, obra de dos pilares del arte mexicano del siglo XX, Agustín Lazo y Xavier Villaurrutia, es sutil y rebosa pasión contenida; tiene la gran cualidad de no ser explícito: ofrece las imágenes, despliega las sensaciones esenciales, pero no resuelve nada. Lamentablemente esta fascinante ambigüedad literaria ha sido desperdiciada históricamente por los directores de escena que han montada La mulata.

Desde su estreno (Oralia Domínguez fue Soledad) hasta su puesta en escena de hace dos años en Bellas Artes (protagonizada por Grace Echauri), pasando por su estreno en España (1, 4 y 8 de enero de 1966 en el Teatro Liceo de Barcelona con Guadalupe Solórzano y Plácido Domingo), la dirección escénica ha intentado establecer una narración dramática vertiginosa, hilar los cuadros, darle continuidad a los personajes; es decir, todo lo que el libreto no tiene.

Desde 1950 hasta 2012 los críticos se han dejado engañar y acusan a la ópera de lenta, antidramática, anodina y falta de emociones; han sido incapaces de darse cuenta de que es una obra lírica llena de matices y elementos geniales inexplorados. Así, a cien años del nacimiento de Moncayo, su Mulata está ahí, bella, paciente, incomprendida, esperando al director de escena que la entienda y no imponga una narración en ella; al director de escena que vea su vívida imagen de poéticos lazos y con delicadeza los extienda para crear el caleidoscopio de imágenes sonoras y literarias que su música merece. ®

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Publicado en: Artes escénicas, Noviembre 2012

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