La tangibilidad de lo que Lucía Berlin nos muestra es una afirmación: hay una línea muy delgada entre su vida y el arte, entre la alegría y el dolor.
No sé por qué razón comencé a leer a Lucía Berlin. Sé cuál fue la razón por la que comencé a leer a Chéjov. No olvido a quien me recomendó Por quién doblan las campanas, incluso recuerdo el lugar donde compré el libro. Recuerdo a la perfección las páginas escaneadas en las que leí a Alejandro Zambra por primera vez. Pero no sé cómo fue que llegó a mis manos Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016).
“Las mujeres de la limpieza lo saben todo. Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta.” Mi lectura no fue secuencial. Comencé con el cuento que da título al libro, “Manual para mujeres de la limpieza”: narra la historia de una mujer joven que se ve obligada a trabajar como “señora de la limpieza”. Al principio aparece esta estoica mujer con el único propósito de sacar adelante a su familia. Conforme avanza la narración la mujer va resquebrajándose y nos damos cuenta de que la causa es un marido alcohólico que falleció. El texto me conmovió tanto que al leer que, fuera de la ficción, Lucía Berlin hacía un trayecto de dos horas en autobús desde su casa hasta una de las casas donde hacía la limpieza, no pude abandonar la idea de que en ese trayecto escribió los primeros párrafos del cuento.
Sus descripciones precisas y convencionales: sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean, lavadoras que gotean. Pero a pesar de su convencionalismo, sus metáforas resultan encantadoras y singulares: un cielo azul claro como unos vaqueros gastados o una piel blanca y húmeda con la textura y la temperatura del pan etíope.
Las historias reunidas en Manual para mujeres de la limpieza son salvajes, desgarradoras y cómicas. Su voz es adictiva. Sus descripciones precisas y convencionales: sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean, lavadoras que gotean. Pero a pesar de su convencionalismo, sus metáforas resultan encantadoras y singulares: un cielo azul claro como unos vaqueros gastados o una piel blanca y húmeda con la textura y la temperatura del pan etíope.
“La aceptación es fe”, dijo Henry Miller. Yo también podría estrangularlo.
No tardé mucho en buscar Una noche en el paraíso (Alfaguara, 2018), una segunda colección de autoficciones deslumbrantes, llenas de extrañamiento y mordacidad, belleza y desafección narrados por una escritora con la hermosura y el encanto de la propia Elizabeth Taylor. Pero su talento no reside en la actuación sino todo lo contrario, exhibir los sentimientos. Vecinos escandalizados por la relación de una madre soltera con un chico veinte años menor que ella. La serenidad de una viuda —o tal vez divorciada— que va a nadar en una piscina al anochecer. La traducción de esta compilación que realizó Eugenia Vázquez Nacarino fue premiada con el XIV Premio Esther Benítez de Traducción.
Una vez cuando era muy pequeña descubrí a Frost y “Al parar en el bosque”, y luego leí “Muerte de un jornalero”, donde hay un verso que dice (más o menos): “Hogar es donde, si no tienes ningún otro sitio a donde ir, tienen qué acogerte”.
Lo que Lucía Berlin sabe hacer mejor es escribir de lo que conoce: su territorio familiar. Y dentro de ese territorio no sólo convergen Manual para mujeres de la limpieza y Una noche en el Paraíso, también su más reciente libro, Bienvenida a casa (Alfaguara, 2019).
Bienvenida a casa se divide en dos partes: la primera es el borrador de una autobiografía escrita secuencialmente en la que se incluyen fotografías, lo que hace que el libro se vuelva más personal pero no del todo necesario más que para los prosélitos religiosos de Lucía Berlin. La narración es íntima. Lucía te permite entrar a su hogar y empieza por contarte su peripatética infancia en Alaska, luego la adolescencia en Chile y las dificultades del matrimonio y la maternidad en Nueva York, Albuquerque o Yelapa. El arma de Berlin contra las dificultades de la vida es su sentido del humor. Es esta visión de la vida, la forma particular en la que sus personajes enfrentan los obstáculos lo que hace que leerla sea tan especial: el humor y la habilidad para capturar la naturaleza de una situación permiten que los textos vibren, y el efecto a veces es catártico y a veces no tan impactante.
La segunda parte la compone una selección de cartas desde y hacia Berlin, la mayoría de ellas enviadas al poeta Edward Dorn y su esposa. Las cartas son poco menos convincentes que su narrativa, aunque interesantes por los hechos biográficos: sus visitas a la casa de Denise Levertov en Nueva York o su correspondencia fallida con Kerouac. Y sobre todo por la fuerza y la urgencia de su escritura.
A lo largo de la obra se desprende una alegría que ilumina el mundo. Constata la efervescencia irrefrenable de la vida: humanidad, lugares, comida, olores, colorido, lenguaje. El mundo visto en su perpetuo movimiento, en su inclinación a la sorpresa e incluso al goce. Va más allá de si el autor es o no pesimista, si los sucesos o emociones evocados son alegres. La tangibilidad de lo que Lucía Berlin nos muestra es una afirmación: hay una línea muy delgada entre su vida y el arte, entre la alegría y el dolor. ®