La izquierda latinoamericana, del socialismo al populismo

Entrevista a Rafael Rojas

Con la Guerra Fría y, sobre todo, después de la Revolución cubana, el debate sobre la identidad latinoamericana se concentró en la izquierda, con la participación de intelectuales con credenciales ya fuera en el marxismo, el comunismo, los diversos socialismos o en la amplia gama de populismos y nacionalismos revolucionarios.

Raúl Corrales, «La caballería», 1959.

La Guerra Fría, mantenida entre los años cincuenta y finales de los ochenta por las dos grandes superpotencias, generó un escenario de gran crispación y enfrentamiento político del que la academia, la historiografía, las ciencias sociales y la literatura no pudieron sustraerse.

Uno de los campos de combate intelectual en los que con más intensidad se debatieron las opciones para conocer e interpretar el pasado, el presente y el futuro fue el de Latinoamérica, región de hechos históricos que influyeron en las discusiones internacionales y que fue motivo de estudios tanto en Estados Unidos como en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

A esa disputa Rafael Rojas ha dedicado varios libros, el más reciente de los cuales es La historia como arma. Los intelectuales latinoamericanos y la Guerra Fría (Siglo XXI, 2025), en el que pone especial atención a las discusiones historiográficas derivadas de ese enfrentamiento, entre las que destacan las habidas en el seno de las izquierdas.

En ese libro Rojas escribe: “Con la Guerra Fría y, sobre todo, después de la Revolución cubana de 1959, el gran debate sobre la identidad latinoamericana se concentró, esencialmente, en la izquierda. Quienes intervinieron de forma más protagónica en las polémicas sobre lo latinoamericano o el latinoamericanismo fueron intelectuales con credenciales discernibles ya fuera en el marxismo, el comunismo, los diversos socialismos o en la amplia gama de populismos y nacionalismos revolucionarios”.

Asimismo, en el libro también se indica la deriva populista que, hacia finales del siglo pasado y comienzos del actual, adoptaron varias izquierdas que antaño se declaraban más bien socialistas.

Sobre ese libro conversamos con Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965), quien es doctor en Historia por El Colegio de México, institución de la que es director del Centro de Estudios Históricos. También ha sido profesor del Centro de Investigación y Docencia Económicas, miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y forma parte del Sistema Nacional de Investigadores. Ha sido director de la revista Historia Mexicana y miembro de los comités editoriales de Istor. Revista de Historia Internacional y Letras Libres. Autor de 25 libros, ha colaborado en medios como Nexos, Cuadernos Americanos, Nueva Sociedad, El País y La Razón. Entre otros premios, ha recibido el Matías Romero de Historia Diplomática, el Anagrama de Ensayo y el Isabel de Polanco de Ensayo.

—¿Por qué hoy un libro como el suyo sobre la disputa intelectual generada en América Latina por la polarización de la Guerra Fría, fundamentalmente entre los años cincuenta y ochenta?
—Es un tema cada vez más trabajado en la historiografía académica. Naturalmente se producen interpretaciones distintas y confrontadas, como si la propia Guerra Fría cultural o intelectual continuara a través de la historiografía.

Hay estudios como el de Frances Stonor Saunders sobre la Guerra Fría cultural, en los que le da mucha importancia al apoyo de los organismos de inteligencia de Estados Unidos, específicamente la CIA en aquellos enfrentamientos entre el Congreso por la libertad de la cultura, por un lado, y las corrientes de las izquierdas latinoamericanas, especialmente después de la Revolución cubana. Pero también hay interpretaciones más recientes, como la del historiador estadounidense Patrick Iber, que tratan el mismo tema y que le dan mayor importancia a la plataforma soviética.

Hay historiadores que no ignoran el papel de Estados Unidos y la CIA en la Guerra Fría cultural, sino que lo reconocen y lo reconstruyen, pero también cubren mejor el otro lado: el Consejo Mundial por la Paz, que es la institución que crearon los soviéticos y los partidos comunistas en América Latina desde fines de los años cuarenta para promover ese conflicto intelectual.

Entonces, existía ese tipo de disputas y quise aprovechar esa nueva historiografía para volver sobre muchos de aquellos realizados entre los años cincuenta y ochenta, aunque ya los había tratado en libros anteriores, como La polis literaria, de 2018, y en otro publicado por la Academia Mexicana de la Historia, Combates por la historia en la Guerra Fría latinoamericana.

En La polis literaria los protagonistas son los escritores del boom, de la nueva novela latinoamericana, mientras que en el segundo son revistas académicas como Hispanic American Historical Review, Historia Mexicana, Cuadernos americanos y el Boletín de Instituto Ravignani.

Por lo anterior, consideré que los que faltaba era entrarle al ensayo social que habían escrito autores de la historia, la sociología, la economía y la antropología académicas.

Entonces me concentré en obras como Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano; La ciudad letrada, de Ángel Rama, y Calibán, el famoso ensayo de Roberto Fernández Retamar cuya discusión ha estado muy presente en varios de mis libros.

En New Left Review, la revista del marxismo social británico, en los años sesenta y setenta se puede observar la misma evolución valorativa que en otras revistas, como Monthly Review en Nueva New York, en las que primero hubo una gran simpatía por la guerra de guerrillas.

También reconstruyo la gran discusión en torno a la teoría literaria en la época del boom y me detengo también en dos marxistas, dos mujeres intelectuales de la época: Martha Harnecker y Vania Bambirra.

—En el libro hay continuas referencias a tres hechos históricos muy importantes, dos revoluciones, la mexicana y la cubana, y por otra parte el triunfo electoral de Salvador Allende en Chile. ¿Cómo estos procesos moldearon este debate intelectual?
—A los tres las llamo revoluciones en un libro anterior, El árbol de las revoluciones, en el que caracterizo así también al proyecto de la Unidad Popular en Chile, y era una idea que manejaban los propios protagonistas de ese proceso, empezando por el presidente Allende.

Esos tres hechos, en efecto, son eventos decisivos en las polémicas intelectuales y los debates de la Guerra Fría que se exploran en el libro, y han sido motivo de disputa entre historiadores latinoamericanos, estadounidenses y soviéticos, como se trata en el caso en el capítulo sobre el latinoamericanismo de la URSS, donde se glosan algunas revistas históricas de la Academia de Ciencias de ese país, en las que se hacían valoraciones sobre esos tres procesos y se llegaba a construir el tópico de “la revolución preferida”.

Naturalmente, en la historiografía soviética la revolución preferida era la cubana porque era la única que logró una transición socialista. Sin embargo, en algunos momentos hubo valoraciones muy positivas de la Revolución boliviana, por ejemplo.

A esa preferencia de los soviéticos se enfrentó una parte de la historiografía estadounidense y latinoamericana, específicamente la mexicana. Ése es el debate famoso sobre la revolución preferida, que se resume en el capítulo sobre el latinoamericanismo soviético.

—¿El debate fue también, en buena medida, al interior de las izquierdas? Así creo que se puede observar en la New Left Review, en la confrontación que usted hace entre Harnecker con Bambirra e incluso en el ensayo sobre los historiadores de Galeano.
—Este libro, al igual que La polis literaria, parte un poco de la premisa que maneja la nueva historiografía sobre la Guerra Fría cultural: en cada país latinoamericano y en la región en su conjunto la confrontación intelectual más dura no fue entre izquierdas y derechas, sino entre diversas variantes de la propia izquierda.

En New Left Review, la revista del marxismo social británico, en los años sesenta y setenta se puede observar la misma evolución valorativa que en otras revistas, como Monthly Review en Nueva New York, en las que primero hubo una gran simpatía por la guerra de guerrillas y el marxismo emancipatorio anticolonial del Che Guevara y de los movimientos tercermundistas.

Luego hubo un desplazamiento hacia una valoración favorable del proyecto de Unidad Popular de Allende, y finalmente una conexión muy clara de la New Left Review con las corrientes de la teoría de la dependencia y de la Cepal en América Latina.

Esa evolución demostró una fricción con el marxismo–leninismo de corte soviético y con la promoción del modelo cubano, porque en New Left Review tanto el guevarismo como el allendismo adoptaron cierto distanciamiento con el curso prosoviético de la Revolución cubana.

En efecto, en el capítulo sobre Harnecker y Bambirra, dos marxistas latinoamericanas, una chilena y otra brasileña, que transitaron por todas las etapas de este proceso entre los años sesenta y ochenta, vemos la diferenciación de opciones y preferencias ideológicas y políticas.

Las dos vivieron procesos de identificación y compromiso con los procesos políticos más importantes de aquel periodo, primero con la Revolución cubana y luego con el proyecto de Unidad Popular en Chile. Posteriormente tuvieron diversas simpatías con los proyectos guerrilleros y revolucionarios que subsistieron hasta el momento de las transiciones democráticas de los años ochenta.

Ese itinerario lleno de coincidencias se produjo bajo un estado de divergencia teórica e intelectual entre ellas: es evidente que la visión de la Revolución cubana de cada una de ellas es distinta y, por momentos, contradictoria. Así, Harnecker apoyó el giro prosoviético de ese proceso, mientras que con Bambirra pasó, con New Left Review, a un cuestionamiento del alineamiento con la URSS, lo que la llevó a interpretar de manera revisionista la historia de la Revolución cubana.

Bambirra, por ejemplo, cuestionó que en la historiografía oficial se pusiera tanto énfasis en la lucha armada en la Sierra Maestra y se subestimara el papel del llano o de las ciudades en el combate contra la dictadura de Batista. También tuvo opiniones muy críticas sobre la adopción en Cuba del modelo de planificación económica que provenía de la URSS.

Asimismo, hubo divergencias entre ellas en la lectura del proyecto de la Unidad Popular en Chile, sobre todo al final porque Bambirra estaba muy cerca de las tesis del dependentismo más radical, junto a Theotonio dos Santos y Ruy Mauro Marini, mientras que Harnecker estaba en el circuito del socialismo cubano y de la conexión con la URSS.

Las tesis de Calibán son muy descolonizadoras, muy emancipatorias, pero a la vez muy defensoras del mestizaje en una línea todavía parecida a la de José Vasconcelos, Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, de la generación anterior.

—Estas disputas también tuvieron su vertiente literaria y estética. En ese sentido, uno de los ensayos más interesantes es sobre la teoría de la literatura americana postulada por Fernández Retamar y los cubanos con raíces en ideas provenientes de Europa del Este.
—En realidad el origen de estas discusiones es también muy diverso y plural porque hay aproximaciones a la teoría de una literatura latinoamericana desde varios flancos y tipos de marxismos desde los años sesenta. Hubo una serie de encuentros y de congresos sobre el tema y fueron apareciendo visiones que a veces se presentaban como teorías y en otras ocasiones no, pero que sí eran repertorios de crítica literaria enfrentados desde sus propios referentes.

Podemos observar, por ejemplo, que por un lado había una visión, que no pretendía ser una teoría, del boom de la nueva novela latinoamericana, promovida en París por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal a través de la revista Mundo Nuevo, a la que se adscribieron, de distinta manera, escritores que intervenían en la crítica, como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y José Donoso.

Hubo otro flanco de interpretación de la nueva novela latinoamericana, impulsada por otro crítico uruguayo, Ángel Rama, que comenzó a escribir el tema desde los años sesenta y setenta en la revista Marcha en Montevideo, y quien también formó parte del Comité Editorial de Casa de las Américas, junto con Vargas Llosa y otros escritores. Desde entonces dio su propia visión del boom, cerca de referentes marxistas y con una visión muy positiva del realismo social —no del realismo socialista— en la nueva narrativa, diferente de la de Rodríguez Monegal, más cercano al posestructuralismo francés y a la nueva crítica literaria europea y angloamericana.

En medio de esas variantes de la teoría de una literatura latinoamericana aparecieron ensayos del poeta cubano Roberto Fernández Retamar, director de la revista Casa de las Américas. El más conocido de ellos, Calibán, fue publicado en 1971, el mismo año de Las venas abiertas de América Latina, de otro intelectual uruguayo: Eduardo Galeano.

Fernández Retamar sí hizo una operación de teoría de la literatura latinoamericana, que tiene más de una deuda con el canon estético promovido desde la Unión Soviética y los socialismos reales de Europa del Este.

Las tesis de Calibán son muy descolonizadoras, muy emancipatorias, pero a la vez muy defensoras del mestizaje en una línea todavía parecida a la de José Vasconcelos, Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña, de la generación anterior. A pesar de todos esos elementos sí había aproximaciones a una defensa de lo que Fernández Retamar entendía por literatura revolucionaria, que compartía más de un atributo con el realismo socialista de Europa del Este.

No es que haya una sola teoría de la literatura latinoamericana, sino que, más bien y como sostiene el capítulo que dedico al tema, la teoría literaria es como un casus belli de la Guerra Fría, y lo que también se observa es que hubo una confrontación entre tres corrientes de la izquierda latinoamericana. Por ejemplo, a pesar de que comparten una zona, Calibán y Las venas abiertas de América Latina tienen más de una diferencia, lo que tiene que ver con cuáles historiadores leía cada uno de esos críticos: es clara la preferencia de Galeano por historiadores revisionistas, como el cubano Manuel Moreno Fraginals y el argentino Tulio Halperin Donghi. Éstos fueron muy importantes para el uruguayo en el momento de la redacción de su libro, al que perfectamente podemos colocar en el ala más radical o izquierdista de la teoría de la dependencia, pues sus ideas tienen mucho que ver con ella.

Así, por ejemplo, una de las de las clarísimas diferencias que en Las venas abiertas de América Latina encontramos un neoindigenismo muy distinto a la gramática del mestizaje que es central en Fernández Retamar.

—En términos también literarios, sobre las revoluciones en el libro hay un ensayo dedicado a Alejo Carpentier.
—Carpentier fue muy importante. Fue novelista, aunque me ocupo más de su ensayística sobre América Latina y su idea de la revolución. Lo que sostengo es que no fue un revolucionario tan entusiasta o eufórico, sino más bien melancólico en su idea de la revolución, lo que es constante en su narrativa y ensayística.

Carpentier recorrió un arco histórico muy largo entre las revoluciones haitiana y francesa hasta la cubana, pasando por la rusa y la mexicana. Todas aparecen en su narrativa y en su ensayística, y casi siempre aparece incluida la cubana que él vivió, apoyó y de la que fue funcionario.

Carpentier fue muy importante. Fue novelista, aunque me ocupo más de su ensayística sobre América Latina y su idea de la revolución. Lo que sostengo es que no fue un revolucionario tan entusiasta o eufórico, sino más bien melancólico en su idea de la revolución, lo que es constante en su narrativa y ensayística.

Todas esas revoluciones aparecen bajo un signo melancólico, como si, de algún modo, hubieran estado condenadas a fracasar porque no podrían lograr plenamente sus objetivos en la historia.

—También está la historiografía soviética sobre México. Sobre ella me llamó la atención el viraje que dio en los años setenta, hasta incluso hacer una suerte de reivindicación del régimen del PRI poniéndolo como distinto de la democracia burguesa tradicional. ¿A qué se debió este tipo de cambios respecto a la Revolución mexicana y al régimen?
—Hubo una evolución muy sintomática en la historiografía soviética: primero, desde los años cuarenta, hubo una visión positiva, pero no sin ciertas críticas, del régimen cardenista. Ésa fue la época estalinista de las ciencias sociales soviéticas, durante la que se repitió mucho el tópico sobre la mexicana como una revolución burguesa, y se transmitían visiones muy prejuiciadas sobre los grandes liderazgos populares de Emiliano Zapata y Francisco Villa.

Pero eso dio un giro en los años setenta por la propia transformación que se estaba viviendo en la URSS, que entonces entró en un periodo que se conoce en los estudios internacionales como de coexistencia pacífica entre los dos bloques. Esto llevó a los soviéticos a acercarse a distintos gobiernos de la región; uno de éstos fue el de Luis Echeverría, tendencia que se mantuvo con el de José López Portillo. En este periodo cambió un poco la visión de México y de América Latina en la academia soviética.

Entonces comenzó a valorarse más positivamente la tradición populista, que había sido muy cuestionada en la historiografía soviética anterior, como son los casos del peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en México, y también fue tiempo de una aproximación de la Unión Soviética a la Unidad Popular de Chile.

Todo eso incluyó una visión positiva del PRI y una reformulación del papel de los nacionalismos revolucionarios y de los populismos anteriores a la Revolución cubana y al debate por la revolución preferida en los años sesenta, la época de los primeros artículos de Grigulévich, Alperóvic, Rudenko, Lavrov y todos ellos, con los debates que establecieron con historiadores como Stanley Ross en Estados Unidos y con Daniel Cosío Villegas y Juan Antonio Ortega y Medina en México, entre otros.

En los años setenta ya había otra generación de latinoamericanólogos soviéticos, con una visión mucho más reconciliada con la tradición populista y nacionalista revolucionaria, no necesariamente procubana.

—Para hablar del populismo, hay una anotación hacia el final del libro que a mí me pareció muy inquietante sobre la actualidad. Sustentado en Martin Buber, usted destaca que en América Latina ha habido una tradición mesiánica, con una escatología profética que es la preparación para la redención. Esto ha pesado mucho en la cultura política latinoamericana. En ese sentido, ¿cómo ha influido esa tendencia profética en el actual populismo y en la situación actual de la democracia en el continente?
—Considero que lo que se está viviendo desde mediados de la segunda década del siglo XXI, alrededor de 2014–2015, es una erosión de la democracia a escala global y hay diversas manifestaciones del populismo, a veces de izquierda y en otras de derecha, en un espectro muy amplio.

El libro apunta a que hubo dentro de la izquierda latinoamericana un desplazamiento del socialismo al populismo entre los años noventa y 2000, lo que está relacionado con la hegemonía de los gobiernos de la primera ola progresista o marea rosa en América Latina.

Pero no necesariamente ese espectro populista es la causa de la depresión o la erosión de la democracia en el plano global, sino que hay otros elementos, algunos de los cuales tienen que ver con los propios límites e insuficiencias de la democracia liberal que se volvió predominante después de la caída del Muro de Berlín y de las transiciones a la democracia desde diversos contextos autoritarios.

En el caso latinoamericano, específicamente, en efecto, el libro apunta a que hubo dentro de la izquierda latinoamericana un desplazamiento del socialismo al populismo entre los años noventa y 2000, lo que está relacionado con la hegemonía de los gobiernos de la primera ola progresista o marea rosa en América Latina. Fueron los que estuvieran más o menos ligados con el despegue del proyecto bolivariano en Venezuela y con la creación de la alianza bolivariana en la primera década del siglo XXI. Ese desplazamiento fue teórico e ideológico, por un lado, y político y práctico e institucional, por el otro, pero se manifestó en todas las regiones.

Lo que observo en la narrativa histórica que promovió esa corriente de la izquierda latinoamericana es, en efecto, un mesianismo, una narrativa histórica que carga el argumento sobre la figura de los héroes de las guerras de independencia a principios del siglo XIX, de los próceres y los padres de las patrias latinoamericanas: Bolívar, San Martín, Sucre, Martí, Hidalgo, Morelos, Juárez. Luego, a su vez, ha transferido esa narrativa heroica a la legitimación de los líderes populistas de principios del siglo XXI.

Entonces, se trazaron esas genealogías continuas, muy poco problemáticas entre el procerato de las independencias, los héroes de las de las guerras civiles del liberalismo contra el conservadurismo de mediados del siglo XIX, con los revolucionarios, los populistas y los caudillos de las repúblicas bolivarianas del siglo XXI.

A ese mesianismo es al que me refiero como parte del desplazamiento del socialismo al populismo en tanto paradigma de las izquierdas latinoamericanas. Pero también agrego otros elementos, como es la cultura del duelo por la muerte de los caudillos, que va desde la de Evita Perón en Argentina, del Che Guevara en Bolivia, de Hugo Chávez y Fidel Castro, y también de Salvador Allende. Las muertes del argentino y del venezolano fueron experimentadas como duelos de una tradición revolucionaria de dos siglos.

La democracia apareció en los debates de las izquierdas latinoamericanas de los años sesenta y setenta con un tipo de contenido teórico muy distinto al de la democracia liberal constitucional. Se entendía que era popular y socialista, basada en la inclusión de la mayor parte de la sociedad, en la distribución equitativa del ingreso y la ampliación de los derechos.

—El problema de la identidad latinoamericana está desde el principio del libro. Sobre eso usted anota que la democracia liberal constitucional fue un reto a esa definición, ¿por qué?
—La democracia apareció en los debates de las izquierdas latinoamericanas de los años sesenta y setenta con un tipo de contenido teórico muy distinto al de la democracia liberal constitucional. Se entendía que era popular y socialista, basada en la inclusión de la mayor parte de la sociedad, en la distribución equitativa del ingreso y la ampliación de los derechos.

Ése era, fundamentalmente, el tipo de democracia que se asimilaba en las izquierdas socialistas o marxistas de la Guerra Fría; claro, con las transiciones a la democracia de los años ochenta y noventa, con la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la URSS y con el desplazamiento de las izquierdas del socialismo al populismo, se produjo una asimilación mayoritaria de la democracia constitucional entre ellas. Sólo Cuba quedó fuera de este proceso.

Los intelectuales latinoamericanos…

En un primer momento esas apropiaciones de la democracia fueron muy ortodoxas: si revisamos las constituciones de las transiciones a la democracia en los años ochenta y noventa en la mayoría de los países latinoamericanos veremos una normativa típica de una democracia constitucional de corte liberal.

Después, con el ascenso de la corriente bolivariana vino un revisionismo constitucional que es el que vemos en Venezuela, Bolivia y Ecuador, fundamentalmente. Bolivia fue el país que produjo el cambio constitucional más radical porque pasó de ser un Estado nacional a ser uno plurinacional con todos los elementos del nuevo constitucionalismo bolivariano.

En esa fase comenzó más claramente un rebasamiento del paradigma del constitucionalismo liberal, y a partir de entonces lo que hemos visto en las izquierdas de la región es un avance por la ruta revisionista, pero sin que se llegue a un abandono total del paradigma del liberalismo constitucional en la mayor parte de la región. ®

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Publicado en: Libros y autores

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