La muerte como pretexto

¿Y qué vamos a hacer sin ellos?

En este terreno de la alabanza post festum y el encomio funeral, incluso cuando uno cree haber visto todos los excesos siempre hay quienes extienden los límites.

Decía un amigo muy cercano que las mentiras más grandes solían encontrarse en los epitafios, esas inscripciones que, según el socarrón Ambrose Bierce, “demuestra(n) que las virtudes adquiridas por la muerte tienen un efecto retroactivo”.1 Y es que, salvo casos muy puntuales y minoritarios, la muerte pareciera ser un baño de purificación universal mediante el cual todo vivo que ha transitado hacia la nada se convierte en santo, o por lo menos en persona intachable.

Pero la casuística no se agota en los epitafios ni en el surgimiento milagroso de virtudes morales. En circunstancias específicas, particularmente cuando se trata de lo que el vulgo y la prensa común llaman “personalidades” (artistas, “intelectuales” y políticos, sobre todo), a la eclosión de aquellas virtudes —ignotas antes y florecientes en el momento mismo de la muerte de los susodichos— la acompaña la conversión no menos milagrosa, a la manera de la transustanciación católica, de sus obras, vidas e intelectos en sobresalientes, ejemplares y excepcionales, respectivamente. Aunque vivos ninguno de ellos haya siquiera soñado con el Nobel, o ser traducido a lenguas extranjeras, o reconocido internacionalmente como estadista o perseguido por los grandes museos y editoriales para exponer o publicar su obra, la sola muerte los resarce con creces así sea durante el breve lapso en que sus decesos son noticia, de modo que bien podrían decir, con el poeta:

Me doy cuenta muy bien de que caeré en tierra muerto;
pero ¿cuál vida puede igualar a esta muerte mía?2

Puesto que tarde o temprano todos hemos de caer en tierra muertos, o al menos así lo sostiene aquél que dijo, allá por 1494, que “la muerte nunca dejó a nadie aquí”,3ninguno de entre aquellos notables se encuentra a salvo de ser víctima inerme de los panegíricos post mortem que, aunque de fugaz vigencia y memoria, se solazan reproduciendo sin perder oportunidad una antiquísima costumbre que hizo decir a Voltaire: “respetamos más a los muertos que a los vivos”4 y llevó a Bentham a constatar un cierto “prejuicio en favor de los muertos” —fundado sobre la certeza de que una persona que ya no existe no tiene rivales— que suscita el espectáculo de aquéllos que, ante el deceso de alguien, cambian súbitamente de parecer y actitud y “se adornan, al elogiarlo, con un aire de justicia y de equidad que nada les cuesta”.5

De esta artificial apologética fúnebre existen ejemplos abundantes, y hay quienes se sienten impulsados, como si de una necesidad orgánica se tratase, a entonar loas con ánimo exaltado incluso a aquéllos a quienes en vida habían criticado, combatido o ignorado. Es el caso de aquel candidato presidencial priista, Luis Donaldo Colosio, asesinado en circunstancias que casi veinte años después siguen siendo oscuras. Cualquier revisión de la prensa de la época arroja la imagen de un candidato menospreciado, criticado por sus tintes grisáceos. Al día siguiente de su muerte empezó a ser convertido en estadista, profeta y visionario, y con él —como suele ocurrir en estos casos— el país perdería a uno más de tantos y tantos “únicos e imprescindibles” y malogrados salvadores de la patria. Muchos años después le tocaría el turno a Carlos Monsiváis, mimado en vida y lanzado de lleno al mundo del ditirambo, incluido el cursi, con su muerte. De él Elena Poniatowska dijo, en sus exequias celebratorias: “¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?” “¿Por qué nos hiciste esto?”, “¿por qué no nos preparaste mejor para tu muerte?”, y María Rojo: “A todos nos deja desamparados. Era la brújula de México, el alma de los que no tenían palabra”. Y dicho eso ambas siguieron su camino.

Decía un amigo muy cercano que las mentiras más grandes solían encontrarse en los epitafios, esas inscripciones que, según el socarrón Ambrose Bierce, “demuestra(n) que las virtudes adquiridas por la muerte tienen un efecto retroactivo”. Y es que, salvo casos muy puntuales y minoritarios, la muerte pareciera ser un baño de purificación universal mediante el cual todo vivo que ha transitado hacia la nada se convierte en santo, o por lo menos en persona intachable.

En este terreno de la alabanza post festum y el encomio funeral, incluso cuando uno cree haber visto todos los excesos siempre hay quienes extienden los límites. El deceso hace apenas unas semanas de Jorge Carpizo, personaje lleno de claroscuros, vino a inclinar dramática y unánimemente la balanza: si en su larga carrera predominaron los oscuros, un minuto después de su muerte todo ello fue borrado y el esbozo de su figura —trazado particularmente por individuos de los laxamente llamados “progresistas”, y a quienes no recuerdo haberles leído un solo elogio del antes vivo— se convirtió en un boceto todo él claro, casi esplendente: “Se fue una de las conciencias más preclaras e importantes del país”, decretó Juan Ramón de la Fuente; Rolando Cordera no tuvo el menor rubor al hablar de “su empuje intelectual interminable”, tampoco Adolfo Sánchez Rebolledo al atribuir a Carpizo “la actitud moral e intelectual que hace de su compromiso con las ideas el proyecto de vida” e instaurarlo pura y llanamente como un “mexicano ejemplar”. Ni siquiera John Ackerman, siempre presto a criticar, así in toto, “a la derecha”, tuvo escrúpulo alguno para referirse a este nuevo e instantáneo santo a la jineta (Sancho Panza dixit) como “constructor de instituciones, académico brillante y colega generoso”.

El tenue aroma estrambótico de estas beatificaciones laicas fue sin embargo superado por el rector de la UNAM, José Narro, cuyo discurso-homenaje abrió plañendo: “me inunda el dolor” y “temo que la fuerza me abandone”, “los sentimientos de agobio nublan mi razón”, y dio por sentado de entrada que se estaba dando el adiós “a un gigante de nuestro país”, a “un ser extraordinario” y que “a todos nos falta algo desde ayer”. “Para describir a Jorge Carpizo faltan sustantivos y adjetivos”, continuó diciendo sin ahorrarse ni unos ni otros. “Fue un referente, un líder, un guía y un ejemplo a quien vamos a echar de menos en los grandes momentos del país”. “Su vida fue extraordinaria”, fue “un mexicano excepcional” y “siempre dispuesto a encabezar causas justas”, “un hombre honesto y honorable” y “un ejemplo de probidad”.

Y de todo esto, que sobraría para llevar a Carpizo directamente y sin demora alguna a la Rotonda de los Hombres Ilustres, el rector sólo pudo aportar dos endebles ejemplos: la memorable ocasión en que aquél fue designado ministro de la Suprema Corte de Justicia y para ello, en vez de pedir licencia, renunció a su plaza universitaria de investigador. Y la otra cuando, “joven y sin que le sobrara el dinero” y al recibir un aumento de sueldo por concepto de su antigüedad como académico, consideró que ese aumento le correspondía sólo en tanto que profesor y solicitó que le fuesen descontadas las cantidades monetarias que se le habían entregado como investigador. A pesar de la discrepancia evidente entre los ditirambos vertidos y las pruebas aportadas como sustento de ellos, Narro Robles se creyó autorizado a imitar los lamentos de orfandad y desamparo desplegados a propósito de Monsiváis: “¿Qué vamos a hacer sin sus consejos y sin sus propuestas? ¿Qué vamos a hacer sin su lucidez y determinación?”

Para acercarnos así sea un poco a la comprensión de este insondable misterio de la muerte como beatificadora universal, como acrecentadora automática de la talla y el intelecto, podemos acudir humildemente al diccionario pero no al DRAE ni a la Enciclopedia Británica sino al satánico del ya citado Ambrose Bierce. Ahí encontraremos la definición de “panegírico” como el “elogio de una persona que tiene las ventajas del dinero o del poder; o que ha tenido la deferencia de morirse”, y también la de “político”: “Anguila en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada. Cuando agita la cola, suele confundirse y creer que tiembla el edificio. Comparado con el estadista, padece la desventaja de estar vivo”.

Porque no cabe duda de que así dan ganas de morirse, y ahora por fin comprendo aquellas coplitas y estrambotes de que daba cuenta en el Quijote la condesa Trifaldi, por otro nombre conocida también como la dueña Dolorida:

Ven, muerte, tan escondida,
que no te sienta venir,
porque el placer de morir
no me torne a dar la vida. ®

Notas
1. Ambrose Bierce, Diccionario del diablo, voz “Epitafio”.
2. Luigi Tansillo, De gli eroici furori, citado por Rodolfo Mondolfo en Figuras e ideas de la filosofía del Renacimiento, Barcelona: Icaria Editorial, 1980.
3. Sebastian Brant, La nave de los necios, Madrid: Ediciones Akal, 1998.
4. Voltaire, Diccionario filosófico, voz “Antropófagos”.
5. Jeremy Bentham, Tratado de los sofismas políticos.

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Publicado en: Abril 2012, Días del futuro pasado

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