La muerte de Ernesto y un conjuro

Otra historia de amor y muerte

Me recosté en su tumba, la abracé, su lápida me respondió con calidez, un instante de ceguera completa se añadió a la oscuridad de la noche y antes de que se perdiera la luna un rastro largo de luz blanca brilló en el mármol.

En Creta.

En Creta.

A partir de la muerte de Ernesto, en octubre de 1987, me encerré a escuchar música: las tres últimas sonatas de Schubert, el andantino de la sonata en La y sobre todo el andante de la sonata en Si bemol mirando a través del amplio ventanal el ciprés que habíamos visto crecer en un patio vecino, uno recostado en el hombro del otro, música que no habíamos escuchado juntos pero me ayudaba a llorarlo, todas las tardes, todos los días, con luces apagadas, mirando el sol ponerse tras de mi piano, cada día más al sur respecto al barandal de mi balcón, mi horizonte, las Cuatro Últimas Canciones de Strauss, una sorprendente sinfonía de Bizet me dio un adagio con un solo de oboe y bajo continuo de cuerdas, Dvorak una melancólica melodía eslava en Mi menor. A fines de diciembre el sol detuvo su marcha al sur celeste y comenzó a regresar. Puse una raya cada atardecer en el alféizar de mi ventana para marcar el ocaso. Yo no detuve la mía y seguí cayendo más y más, siempre con música.
Así junté una hermosa colección de trozos musicales y un día dije que los deseaba ver bailados, danza moderna para música que no lo era: habría una pareja de jóvenes amantes, hombres, y un tercero, una figura terrible. Desde su apertura la insignia de mi bar El Taller era un torso de Minotauro tallado en espuma de plástico y pintado por Enrique Villena. Sobre la pista translúcida, iluminada por debajo, presidía el baile como el dios pagano a quien se le ofrecían contorsiones y sudores todas las noches entre humo artificial y luces relampagueantes.
El Taller tiene su escalera de emergencia junto a la pista de baile, así que podía ser parte de la escenografía para un ballet de tres hombres jóvenes. El tercero, la figura terrible, podía ser la Muerte pero resultaba un recurso simplón. Debía ser el símbolo de El Taller, el hijo de Pasifae ayuntada con el bello toro blanco salido del mar para el único fin de que el rey Minos de Creta, esposo de Pasifae, lo sacrificara a Poseidón, hermano de Zeus.

MinotauroCambiaría la historia de Teseo que da muerte al Minotauro y logra salir del laberinto diseñado y construido por el arquitecto Dédalo. A Teseo le ofrece Ariadna, enamorada, el medio para salir del laberinto: un ovillo de hilo que debe ir desenrollando al entrar para recogerlo al salir: el hilo de Ariadna. Pero en mi obra no saldría de la oscuridad Teseo invicto, sino el hijo monstruoso de Pasifae y el toro de Minos. Saldría de la puerta de emergencia, en tinieblas, y bajaría la escalera de metal guiado por un cordel… No, por un listón, y sería rojo. Un exorcismo invocando fuerzas del inframundo, del inconsciente, una rebelión contra la realidad, un desplante, un… no habría sabido definir ese vago rencor, pero sí el mandato: un par de jóvenes y una presencia abrumadora, pagana, insobornable: un par de jóvenes en el aire, sostenidos por el tenue Mi menor de Dvorak…

París con Ernesto.

París con Ernesto.

Vi el abismo: es París en el tórrido verano del 83, es la terraza de Daniel en una ciudad sin terrazas, llena de hombres y mujeres vestidos de blanco y lino que han ido muriendo mientras aún los veo con su copa de vino blanco frío, los platos octagonales blancos, orgullo de Daniel, su desbordante mesa de buffet con mantel de lino blanco, las blusas ligeras, el vello de los hombres en camisetas sin mangas, aroma de lavanda, macetas floridas bordeando la terraza, única en una ciudad sin terrazas.

¿Dvorak?… Vi el abismo: es París en el tórrido verano del 83, es la terraza de Daniel en una ciudad sin terrazas, llena de hombres y mujeres vestidos de blanco y lino que han ido muriendo mientras aún los veo con su copa de vino blanco frío, los platos octagonales blancos, orgullo de Daniel, su desbordante mesa de buffet con mantel de lino blanco, las blusas ligeras, el vello de los hombres en camisetas sin mangas, aroma de lavanda, macetas floridas bordeando la terraza, única en una ciudad sin terrazas. Y abajo Pigalle, las putas, el Moulin Rouge a dos cuadras, la rue Lepic con sus frutas y verduras, carnicería pulcra con los cortes expuestos como joyas en aparador iluminado, panadería con su aroma a baguette para cena y croissant: luna creciente, para desayuno de café con leche en tazón grande, campesino, donde se remoja el pan duro y no se desperdicia nada… “Luis, cuando vuelvas de Grecia puedes alojarte conmigo…”, dice Daniel, un francés que no lo parece, capaz de poner la llave de su casa bajo el tapete de entrada para que mis amigos pasen allí tres días mientras él está en Sicilia, cumpliendo un sueño que, no lo sabe, no volverá; mis borracheras con amigas mexicanas y ese fondo musical repetido por mí hasta al hartazgo, el Palace de las tardeadas dominicales y los centenares uniformados de pantalón vaquero y camiseta de tirantes blanca, los zombis proyectados en la vieja pantalla de un enorme cine transformado en discoteque, Michael Jackson que despierta de la pesadilla rodeado por los muertos, y el lazo final inesperado, el retorno de la pesadilla en los ojos de pronto animales, Philippe, Michel, Yves, Daniel que se retrasará un poco y un día escucharé la confirmación de su hermana desde el hermoso pueblo alpino. Y los he traicionado, vivo. Es París en agosto ardiente, es la seducción de una mujer: “Mira, Raquel, toca al Lábaro”… y yo, el Lábaro, endurece los músculos del brazo… “Toca: los hombres son duros… En cambio las mujeres… toca… somos suaves…” Y me levanto para repetir ese fragmento en Mi menor y servirme otro vaso de vino común y pasado de tibio en ese agosto sofocante…

Es Ernesto que llega a verme por unos días, voy a recogerlo a la Gare du Nord, voy temprano para darme tiempo de pasar a los mingitorios llenos de arabitos en plena calentura. Se queda unos días. Me cuenta que algo raro está pasando: en San Francisco se están muriendo los gays de algo que acaba las defensas. Niego que sea posible esa selección. Las enfermedades no ven gustos, afirmo con defensa numantina. Philippe se ha ido a Berlín de veraneo… menos mal, uf. Acepto, para dar regalo a Ernesto, que no lo pide pues no sabe que eso exista, hacer el recorrido por el Sena en bateau mouche, elijo el nocturno, con cena incluida, de novios. La pasamos muy bien, nos reímos mucho, me vuelve una gran calidez por él, nos toman una foto: guapos, jóvenes, sanos, enamorados los dos, yo también. Luego le insisto en que regrese a Londres, de donde sale su avión, por Ámsterdam. Insisto y lo convenzo. Lo llevo a la Gare du Nord y cuando el tren se aleja algo me abruma: un presentimiento de un presentimiento. Voy a los mingitorios a olvidar. En Ámsterdam se hará Ernesto un bonito tatuaje en el hombro izquierdo, a colores, un águila que desciende con las garras amenazantes: Zeus que se lleva de copero al Olimpo a un jovencito troyano, Ganímedes. Eran tiempos sin higiene en las agujas de los tatuadores, sin condones en los parques, cines, saunas, en el Champ de Mars que sale de la torre Eiffel y tiene inquietas madrugadas. Siempre me diré, año tras año, que lo envié a Ámsterdam en tiempos sin precauciones… Dicho en francés se transforma: Sans souci es el palacio que se mandó hacer Federico el Grande, el rey que creó la fuerza militar de Prusia y su fama guerrera, amplió sus fronteras, como joven príncipe fue obligado por su padre a presenciar la decapitación de su amante, un joven militar llamado Hans; Federico el Grande… buen compositor, buen intérprete de varios instrumentos, y los guapos del ejército prusiano estaban para servir al rey. “Una puta simpática”, lo definió Voltaire cuando debió refugiarse en su refinada corte de la persecución en Francia. Sanssouci, Federico el Grande, el rey que presentó a Bach el reto de un tema musical de ritmo irregular y casi atonal, con el que Bach compuso uno de sus grandes conjuntos de fugas, la Ofrenda Musical. Sans souci, sin cuidado al ir a Ámsterdam, la capital gay del orbe. No, Luis, ya no lo es, ahora es Berlín, me informará un amigo con malicia. ¿Berlín? Sí, Berlín Occidental… por eso Philippe no te invitó… ¿O sí te invitó? No, reconozco, no. Los estoy despertando a todos y les muestro el camino de regreso para que me perdonen mi impuntualidad: al entrar el oboe y el bajo continuo en las cuerdas los dos jóvenes volarán bajo las luces de El Taller y verán abrirse un paso a la luz, un arcano lazo rojo guía al hijo de Pasifae y del toro blanco de Poseidón: es por aquí el regreso… Es por aquí… Ven, dame la mano…

Todo el mito gira en torno a la muerte: a su regreso a Atenas, Teseo olvida cambiar las velas negras de luto de las naves que debían llevar a Creta el tributo anual de jóvenes perfectos para sacrificarlos al hijo de Pasifae y del toro blanco. El príncipe Teseo debía indicar que regresaba victorioso cambiando las velas negras por blancas. El rey otea el horizonte desde el cabo Sunio y, cuando distingue las velas negras en las naves que regresan, se arroja al mar desde el peñasco donde ahora está el templo a Poseidón. Dédalo, el arquitecto, trata de escapar de la prisión perpetua a que lo condena Minos por haber elaborado el artilugio de la seducción, la vaca de madera y piel en cuyo interior Pasifae desnuda se ofrece a ser montada por el toro blanco del que se enamora desde que lo ve salir de entre la espuma de las olas con su inesperado collar de rosas entre el cuello y los cuernos. Dédalo hace dos pares de alas y enseña a su hijo Ícaro cómo usarlas para huir de Creta volando, pero, ya sabemos, Ícaro se entusiasma con el vuelo, sube tanto que se acerca al sol y se derrite la cera que pega las alas a su espalda. Así es como el hijo de Dédalo se precipita al mar ante los ojos de su padre.
Al extremo del hilo de Ariadna, convertido en listón rojo sangre, vendrá guiado por esta argucia no Teseo, sino su presunta víctima, el hijo de Pasifae y del toro blanco. Las velas negras, la muerte de un padre, la muerte de un hijo, la calurosa tarde parisina en que todos llegamos de blanco y bebimos vino blanco y buffet frío, las amadas siluetas que han ido estallando en el aire una a una: el cáncer en ellas, el sida en ellos, todo eso aparece bajo la luz de un reflector para interponerse entre el amor y la vida.
La música del amor sería el solo de oboe y su bajo continuo en las cuerdas de la sinfonía en Do mayor, de Bizet, autor de Carmen, otra historia de amor y muerte.

El Taller.

El Taller.

Sería el momento en que los dos enamorados volaran transfigurados, en desnudo total… Total, insistiría al coreógrafo, es mi bar y es privado, el desnudo es total en los dos jóvenes enamorados que vuelan para luego caer bajo el golpe funesto que llega guiado por el listón rojo de Ariadna. Me urgía un coreógrafo.
Iba saliendo de pasear a mi perro Iván en el Parque Hundido cuando me topé con una actriz amiga de Ernesto. Le comenté mi proyecto y me dio el nombre de un coreógrafo. Mandé soldar una barra al plafón sobre la pista de baile para que los jóvenes bailarines volaran entre las luces. Compré una grabadora de carrete, como exigió, pues dos magníficas y profesionales ya en el bar eran de caset. Llevé mis discos al técnico que conocí por Ernesto, cuando puso Muerte de amor en el teatro de Santa Catarina. Otra muerte, antes de irme aquel año a París y hacer vida cotidiana, comer en el restorán del barrio, en mesas compartidas y menú fijo con un cuartito de vino tinto. El técnico me entregó el carrete con señales de papel enrollado para los cambios de música. Pagué los ensayos, lo que nadie hace.
—¿Y el cordel rojo? —pregunté cuando el coreógrafo me presentó la primera versión.
—Lo quité porque me estorbaba mucho los movimientos de mis bailarines.
—¿Y cómo carajos va a lograr salir del laberinto diseñado por Dédalo quien no debía salir porque el laberinto está construido para que nadie logre salir?
Tampoco le gustaba la selección de música:
—¿Otra clásica?
—O pones el cordel o no hay estreno.
Lo puso, pero el saborcillo a fresa y trío de sábado no hubo cómo lavarlo, la música se derrumbaba, el solo de oboe y los jóvenes al aire en desnudo total era muy bello, pero no tenía sentido entre música de jazz, remiendos de Broadway. No hubo arreglo. El conjuro estaba convertido en un pleito de bar gay donde un par de amantes se enojan por ligarse a un tercero que, quién sabe por qué motivos, trae puesta una máscara de toro. La grabadora se perdió, la cinta grabada por el técnico de teatro con mi selección de música también desapareció. Robos sorpresivos. A Ernesto no lograba ni soñarlo.
Entonces fui a verlo, la víspera de su aniversario de muerte para no encontrarme a sus tías y hermanos… Y para joderlos con un sorpresivo ramo de flores frescas llegado antes que ellos. No me habían dejado ver ya enfermo al hombre con quien había vivido doce años. Me habían echado fuera con un rencor dolido: ¿Por qué no estaba también yo moribundo, ni siquiera infectado, un ateo de mala vida? Yo había alejado a Ernesto de Dios, dijo una tía. “Pero ya lo ha llamado”, acotó la otra, convencida.

Entonces fui a verlo, la víspera de su aniversario de muerte para no encontrarme a sus tías y hermanos… Y para joderlos con un sorpresivo ramo de flores frescas llegado antes que ellos. No me habían dejado ver ya enfermo al hombre con quien había vivido doce años. Me habían echado fuera con un rencor dolido: ¿Por qué no estaba también yo moribundo, ni siquiera infectado, un ateo de mala vida?

Pasé por el mercado de Mixcoac a comprarle sus Dos docenas de rosas color escarlata: la obra de teatro que ponía cuando lo conocí en un camión de la línea Bellas Artes-Coyoacán, llegué a su tumba al atardecer, oscureciendo. Es un cementerio que no lo parece: todas las tumbas tienen una losa idéntica en tamaño, diseño y orientación, puesta por los administradores, de apenas unos 30 centímetros por 50, con cinco de grosor, nombre y fecha de nacimiento y muerte con el mismo tipo de letra recta y mismo tamaño, ninguna sobresale, en la esquina superior izquierda, si los deudos lo piden, se graba en bajorrelieve una minúscula cruz de diez centímetros por cinco, no se permiten monumentos ni cambio alguno sobre las tumbas, el pasto impide ver las losas a distancia y sólo queda un gran prado verde y cuidado. Un par de boquetes ocultan dos vasijas de fibra de vidrio enterradas, sirven de floreros furtivos a los pies de cada tumba… ¿o es uno solo, al centro? Ya no recuerdo. Sólo dos y crípticos, invisibles, casi cubiertos por el pasto, o uno. Me había comprado, meses antes, el terreno a los pies de Ernesto, sus costados y cabecera ya tenían inquilinos. Alguna vez leí los nombres y los olvidé enseguida. Pedí que por adelantado, al pagar el total sin aceptar facilidades ni plazos, colocaran mi lápida, con mi nombre y año de nacimiento, en blanco el de muerte, el misterio. Se negaron. Caía la noche con luna creciente, apenas una uña delgada, creciente de un día, poco encima del horizonte enrojecido donde se estaba ocultando el sol. Extendí el brazo frente a los ojos, miré el ancho de mis cuatro dedos al doblarlos encima del sol y cerré un ojo: la luna en su primer día estaba separada del sol por ocho de mis dedos. Se pondría en minutos, no daba aún ninguna luz.
Había entrado por el acceso a camiones que hacían alguna ampliación del cementerio. Al final de la jornada los trabajadores cerraban ese ingreso polvoriento con malla borreguera atada a un poste. Una familia rezagada y yo éramos los últimos en la colina de terrenos vendidos a perpetuidad… palabra sin sentido, tumbas desaparecidas en la perspectiva por falta de relieve en sus lápidas, prohibición de monumentos, floreros hundidos en el pasto, imperceptibles cuando están sin flores, sólo un contenedor de fibra de vidrio que puede sacarse para vaciar el agua podrida, de lluvia o de otra visita, la del anterior aniversario. La familia, supongo que lo era, una mujer y un hombre adultos, dos jóvenes, tal vez hijo e hija, llevaba su duelo con serenidad, hasta impasibles se diría: sacaron de sus hoyos bajo el pasto los floreros y fueron a llenarlos de agua a los tambos dispuestos al efecto por la administración. Ya me había ocurrido que estuvieran vacíos y debiera ir a llenar los de Ernesto a una fuente, una cortina delgada que se derramaba casi en silencio sobre un gran espejo de agua. Los cuatro hacían la misma rutina que yo, no parecían tristes, luego de poner agua limpia y sumir de nuevo los floreros en sus hoyos casi ocultos por el pasto grueso, arreglaban las flores, blancas las de ellos, no iban de luto, una muerte algo lejana, me dije; de pie sobre mi propia tumba, sin lápida por negativa de los administradores sorprendidos por mi petición, observé que la silenciosa familia caminaba con normalidad pues se me había cruzado como centella el principio de la vieja película buscada con afán en París, en cines de clásicas: un atardecer (es blanco y negro), un auto de modelo años cincuenta en la carretera y, sin darle importancia con algún efecto de cámara, a lo lejos, en los campos donde comienza a oscurecer, un hombre alto camina con torpeza, con las piernas algo abiertas, entre restos de cosecha… Es todo, ningún guiño de director o fotógrafo, un hombre de caminar desgarbado en los campos ya sin cultivos, otoño, pero es el primer dato del horror que sigue… ¿Y la familia? No vi en qué momento salió del cementerio o si la ocultaba alguna ondulación de las colinas cubiertas por el artificioso y enorme prado pulcro. Oigo el viento: ha cesado de caer la cortinilla de agua en la fuente. Hace frío. A lo lejos se comienzan a encender luces de suburbios.
El sol se había puesto. Con sus últimos rayos disparados con alarde a las nubes moradas, naranja y rosa fui a buscar agua para llenar los dos floreros de Ernesto, que había sacado con dificultad porque el pasto crecido a su alrededor los retenía, los tambos estaban llenos de agua hasta el borde, lavé los recipientes lamosos, los llené de agua limpia y volví a la tumba de Ernesto, metí los floreros bajo el suelo y las rosas en el agua limpia y esperé a estar seguro de no ver a nadie: los administradores no sabían que estaba allí, mi auto no estaba en el estacionamiento, sino a la orilla de la carretera, estrecha y llena de curvas. Cerraron oficinas y acceso al cementerio. Salieron en un solo auto que vi bajar por la carretera y pasar frente a la entrada abierta para camiones de trabajo. Temí que me vieran, pero estaba hincado, no de pie, en previsión de esa posibilidad. Volví al viejo filme de culto: una cámara en el interior de ese auto que salía con los empleados me habría mostrado caminando con torpeza entre tumbas que no lo parecen, que no se ven, el único en el cementerio al anochecer, tambaleante, casi cayendo, con movimientos rígidos, mis manos crispadas, ojos sin mirada perdidos en sus cuencas. Los últimos rojos desaparecieron de las nubes, hizo más frío. La delgada luna creciente de un día tocó el horizonte y se comenzó a hundir siguiendo al sol. Me vi filmado en blanco y negro, desde el interior de un auto de modelo años cincuenta, el tablero con mucho cromo, radio de cinco botones horizontales. Hincado, miré a un lado, al otro, atrás: estaba solo ante la tumba de Ernesto, toqué la hebilla de mi cinturón y con movimientos involuntarios, torpes, lentos, la destrabé, el pantalón se sostuvo porque estaba hincado y era un vaquero justo. Me recosté en su tumba, la abracé, su lápida me respondió con calidez, un instante de ceguera completa se añadió a la oscuridad de la noche y antes de que se perdiera la luna un rastro largo de luz blanca brilló en el mármol. Dicho sin rodeos: me recosté en su tumba, me abrí la bragueta y me la cogí.
Tampoco resultó. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Febrero 2013

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