La mujer clandestina

Los menesteres del ocio, XII

Esta cantina tiene su filosofía propia. Que además tiene fuerza de ley. Hasta tal punto es estricta en sus reglas de admisión e implacable en sus expulsiones, no como un club inglés, sino como una secta o un falansterio de la bohemia.

Lluvia. Cortesía Pixabay.

Allí, donde la libertad es posible, centellea su corona de orgullo. Donde el cuerpo se despliega sin más límite que el propio deseo, que lo refleja y lo prolonga. Bajo una llovizna que parece interminable, el arcoiris de la presencia se despliega, como cinco órdenes de abejas distintas. Se ajusta como un guante a la mano que la palpa, que la encuentra sin buscarla. A la mano siempre, las yemas de sus dedos rozan los míos y en ese punto dos dimensiones giran y se oponen, se contraponen. Como si el guante se pusiera al revés. Como si revelara su auténtica cara, de la cual la visible, por hermosa y misteriosa que sea, fuese sólo una máscara. En todo caso, no comprendo qué relación pueda haber entre las reglas de la sintaxis y el inasible lingote del ser, que se muestra siempre huidizo, clandestino. De qué manera ella hunde la punta del pie en el humus hasta revelar la osatura de un cadáver exquisito.

Bajo una llovizna que parece interminable, el arcoiris de la presencia se despliega, como cinco órdenes de abejas distintas. Se ajusta como un guante a la mano que la palpa, que la encuentra sin buscarla.

Sé que las puertas metálicas y las de cristal conducen a ella, cuando giran de súbito sin que nadie las empuje. Que el desgarrado grito de un pájaro la señala, en esas raras mañanas en que se precipita un rayo en el despejado cielo primaveral. Que un cierto polvo de nieve la baña, cual suele ocurrir con los cuerpos prohibidos que exhiben su mármol en las plazas. Lejos de las ratas albinas y los galgos de circo de la hipocresía. Más allá, donde la culpa queda superada, como una postura incómoda del cuerpo que duerme con los ojos abiertos. De esta manera se reflejan, quizá, los arquetipos en el desván de los objetos destartalados, polvorientos, culposos. Cómo adquieren en este momento una misteriosa vida.

Un bar llamado La Norma

Hace algunas semanas que no caminaba por el centro de la ciudad y de nuevo me sorprende gratamente, como de costumbre, la cantidad de muchachas y mujeres bellas que pasean por sus calles. Son ellas quienes hacen posible la existencia de esta avara, de esta codiciosa, de esta famélica, de esta fantasmal población. De hecho fue una de ellas, mi amiga Nora Bueno —su otro nombre es María del Coro— quien llamó mi atención sobre la cantina, por su curioso nombre: La Norma. Sin embargo, en otras ocasiones que pasé sobre la calle del Emperador Doliente, del Viejo Emperador —¿o fue acaso por la del General Manuel Pérez Treviño?—, no encontré otra vez su puerta de madera volante, de un café oscuro oxidado, descascarado, por cuyo filo se podía percibir un reducido número de parroquianos acodados a la barra, del mismo color, más algunos otros desperdigados en las mesas de madera, que no desentonaban con esa atmósfera recoleta, corrupta, sombría.

Han pasado las semanas, los meses, casi me atrevería a decir que uno o dos años y ese bar intermitente abría para mí sus puertas y luego las cerraba, como si nunca hubiera existido, entre ese torrente de mujeres hermosas, afanadas, meticulosas que escudriñan cada aparador, cada escaparate, con mirada erudita. Como cada cantina de la ciudad, ésta tiene su filosofía propia. Que además tiene fuerza de ley, como para hacer honor a su nombre. Hasta tal punto es estricta en sus reglas de admisión e implacable en sus expulsiones, no como un club inglés, sino como una secta o un falansterio de la bohemia. Hay en Estefanía cantinas pitagóricas, como las hay cínicas o estoicas. Pero todas son hedonistas y ninguna es peripatética, mucho menos ecléctica: hasta tal punto mantienen la pureza y el rigor de sus preceptos. Hasta ese grado la ciudad es sectaria, insisto. Sin embargo, todas observan una humana flexibilidad. Salvo La Norma, donde las excepciones están proscritas y se practica un riguroso ostracismo con los parroquianos advenedizos o con los relapsos. Ellos, más que clientes, son miembros de una bárbara —los términos no están contrapuestos—, de una austera fraternidad.

La Norma, cantina de usanza antigua donde está rigurosamente prohibida la presencia de mujeres, salvo que se trate de meseras, de bailarinas o de prostitutas. Pues el establecimiento, a diferencia de tantos bares pseudo griegos, o sesudamente griegos, es rigurosamente heterosexual.

María del Coro nunca imaginó a qué clase de antro me había destinado, con su dedito curioso, juguetón. A la tercera vez comprendí que esa cantina sólo se le aparecía a un reducido número de escogidos, y una vez ocurrido esto,  sólo a quienes habían asimilado y aceptado su filosofía. En su distracción y su aparente frivolidad Nora Bueno había sido mi introductora, mi iniciadora en los misterios de La Norma, cantina de usanza antigua donde está rigurosamente prohibida la presencia de mujeres, salvo que se trate de meseras, de bailarinas o de prostitutas. Pues el establecimiento, a diferencia de tantos bares pseudo griegos, o sesudamente griegos, es rigurosamente heterosexual. (Aquí un ebrio no conversa jamás con una mujer sobria, pues la divagación sería infinita.) No existe aquí, ni por asomo, ese incómodo misterio, esa desapacible duda que convierte a todos aquellos bares, más tarde o más temprano, en el tedioso, en el bochornoso escenario de un cuento de horror. Aquí el exceso es la regla y el ocio el estado normal del parroquiano, que lo emparienta al mismo tiempo con las bestias y con los dioses. Aquí nadie duda de que algún día liquidarás las cuentas pendientes. Mientras tanto, puntuales y caballerosos, los demás parroquianos te sostienen. Y no sólo mientras atraviesas las puertas volantes o mientras tomas una siesta, a la pálida luz del Topos Urano. Sino también y sobre todo pagando sus propias cuentas.

Toda conducta que no se ajusta al código de La Norma es anormal, muchas veces ilegal y hasta injusto. Como esa inveterada costumbre de atropellar a los demás, de usarlos como peldaños o como adoquines en la consecución de los fines propios. Como abusar de las mujeres por el simple hecho de respetar escrupulosamente sus derechos, cosa que ha mandado al colapso a la poesía amorosa. (María del Coro nunca comprendió esta frase mía: sólo movía su gracioso y autoritario dedo índice, repitiéndome otra, muy suya: “Te amo”: luego dejó de amarme del todo.) Como esa intención de aniquilar a los demás, tan torpemente llevada a la práctica, que conlleva la destrucción de la propia persona. Como todas esas fantasías sobre el trasmundo, que no saben siquiera qué cosa somos en la tierra, en el presente. Suponiendo que seamos algo más que un queso Gruyére, todo lleno de agujeros, donde el insulso y rancio viento del pasado se mezcla con los hipotéticos vientos futuros. Como la culpa, que siempre es mayor al delito y en cuya dilucidación y disolución se consumieron los mejores tiempos de esta cantina. Como el éxito personal, el sacramento máximo de la religión de Esaú, la de Baal y el Becerro de Oro. Somos poca cosa, quizá seamos nada. Pero somos orgullosamente los parroquianos y clientes del bar La Norma… Y eso, aunque usted no lo crea, señor, ya es algo. ®     

(29 de diciembre de 2020)

Compartir:

Publicado en: Narrativa

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *