Hay una canción que me recuerda mucho a ella a pesar de que nunca, mientras estuvimos juntos, la escuché. Habla acerca de dos personas que se enamoran pero que después, cuando se dejan, al volverse a encontrar no son más que dos extraños que solían tener cosas en común.
Esta historia la escuché con menos palabras, muchas menos, en uno de mis sueños.
Ella estaba casada, tenía un hijo. Bueno. No estaba propiamente casada, pero vivía con el papá de su hijo; dormía con él todas las noches. Al niño lo llevaba a la escuela todas las mañanas. Ella era, sigue siendo, más joven que yo. Era delgada. Su cabello largo y un poco rizado. Sus dedos también largos. Su sonrisa, tímida.
Nos vimos pocas veces. Las necesarias para incendiarnos. Si hubiéramos estado más tiempo juntos, si nos hubiéramos visto en más ocasiones, seguro no te estaría contando esto. Sería ceniza.
Fuimos una luz de bengala que iluminó la noche.
—Tengo ganas de verte —dijo ella—. Tengo ganas de quitarte los pantalones.
Antes nos habíamos visto dos veces. Ambas en fiestas de conocidos comunes. En la primera me ayudó a preparar ensalada de lechuga con mango. En la segunda nos disfrazamos y jugamos a las adivinanzas. Ella se quedó dormida junto a mí en el sillón, yo sentado y ella recargada en mi hombro. Toqué su espalda, la acaricié lentamente, por debajo de la camisa, sintiendo su piel fría y tibia a la vez. No me atreví a ir más lejos. Luego ella me dijo que también lo disfrutó.
—No supe qué pensar —dijo.
—Yo quería tocarte.
—No supe si lo hacías por eso o si sólo había sido un gesto sin importancia.
—Quería llevarte a mi casa y meterte en mi cama. No dejarte ir.
Desde la primera ocasión que la vi desnuda, su piel tan blanca, tan lampiña, en medio de los espejos y la luz verde de la habitación, quise guardarla para siempre. Le tomé fotografías. Ella sonriendo, ella hablando por teléfono, ella tomando un baño. Ahora que lo pienso creo que no la amé lo suficiente. Debí besarla más.
Recuerdo esa primera tarde que estuvimos los dos a solas. Nos acostamos desnudos y le conté varios cuentos. Le dije que me gusta escribir, que estaba compitiendo por una beca y que no sabía si me la iban a dar. La miraba a través de un espejo en el techo. Miraba sus piernas, su pubis depilado. Ella también me miraba. Entonces le hablé de la historia de la ahogada, del vaquero que la abandona porque no sabe amar. Puse algo de música. La abracé. A un lado de la habitación, sobre el techo de lámina del estacionamiento, la lluvia caía con fuerza.
No podía creer que estuviera conmigo. Que estuviera ahí, desnuda, indefensa, inocente, a mi alcance. Tenía tantas ganas de gritar, de tocarla, de morderla suavecito, que tuve otra erección. Le pedí que me rodeara con sus piernas. Ella me pidió que la cargara, que se lo hiciera con fuerza. Recuerdo su aroma, sus brazos alrededor de mi cuello. Por primera vez en mucho tiempo fui feliz.
Hay una canción que me recuerda mucho a ella a pesar de que nunca, mientras estuvimos juntos, la escuché. Habla acerca de dos personas que se enamoran pero que después, cuando se dejan, al volverse a encontrar no son más que dos extraños que solían tener cosas en común. En una carta que ella envió algunas semanas después me dijo que también le pasaba lo mismo; que esa canción le recordaba lo nuestro.
En el fondo, creo que siempre fuimos el uno para el otro. Pero las cosas perfectas no están hechas para este mundo. Lo perfecto no debe existir. Y nosotros existimos durante unos instantes.
No quise saber nada de su pasado ni de su presente. No quería encontrar nada que me lastimara. Preferí la penumbra.
—Quiero crear el universo contigo. Antes de nosotros, no había nada.
—En un principio fue el amor.
Sé que eso la lastimó. Le impedí que me contara nada fuera de lo que acontecía en aquella habitación. No me importó si algo la molestaba, si algo le preocupaba, si había pendientes que tenía que resolver. Afuera, ella tenía otro nombre. Conmigo, adentro, era todo.
Yo tampoco le contaba nada a menos que ella me preguntara. “¿En realidad estuviste casado alguna vez? ¿Ante las leyes? Yo nunca me he casado, pero me gustaría”. Entonces cásate conmigo, le dije. Tengamos hijos. “¿Cómo te gustaría que se llamarán nuestros hijos?” Sólo quiero tener uno, que sea niña, que se parezca a ti. “Quiero que se llame Danae”.
Esa era nuestra historia favorita: Imaginar la ropa que la niña usaría, imaginar su carácter, la forma en que comería sopa, en que me dejaría los cachetes llenos de besos sabor a chocolate. Nos gustaba imaginar que la llevábamos a la playa, que le compraba un traje de baño con estampado de flores, un sombrero, y que la dejábamos jugar en la arena. Que ella le ponía bloqueador solar “Tiene la piel muy sensible. Apenas es una bebé”, le decía. Me gustaba decirle que, si se parecía a ella, con el mismo cabello, con su misma piel, no me cansaría de darle mordiscos en los pies. Suavecitos, claro.
—¿Cómo crees que sería nuestra vida juntos? —pregunté.
—Pues estarías muy gordo. No sé cocinar. Sólo te daría de comer pizza.
Se recostaba boca abajo, colocando la oreja lentamente sobre la almohada, como si esperara escuchar otra historia.
Al salir del hotel la invitaba a cenar. Casi no decía nada. Luego la acompañaba camino a su casa. La despedía con un Nos vemos la próxima. Yo sabía que esa noche volvería a dormir con el papá de su hijo, que tal vez volvería a hacer el amor con él y que le prometería quién sabe qué cosas. Sentía rabia.
Te voy a contar algo que sucedió la primera vez que nos citamos. Yo había estado observando varias de sus fotografías en el internet. Todas públicas. Nada de andarla espiando. De entre todas escogí una para ponerla en mi teléfono. Cuando llegó al lugar de la cita, iba vestida exactamente igual que en la fotografía. Camino al hotel le pregunté ¿Te vestiste así por alguna razón en especial? “No, ¿por qué?”, me dijo. Entonces le enseñé su foto. Se rio. Le dije que me parecía una buena coincidencia.
—Me gusta la forma en que colocas tus piernas en mis hombros. Eres tan elástica.
—Durante muchos años fui gimnasta.
Me faltó bailar más con ella, viajar más con ella. Nos faltó bañarnos más y escribirnos más cartas. Le faltó darme más besos y, sobre todo, llevarse sus recuerdos. Esos sí me los dejó. Cajas y cajas de ellos. Y cuando pienso que ya no volverán, que por fin me he deshecho de todos, me toman desprevenido cuando estoy durmiendo. Llegan cubiertos con pasamontañas, en grupos de cinco. Me atan las manos y los pies, me ponen cinta en la boca, “no queremos que grites, ojete” y me llevan por las calles que alguna vez recorrimos juntos. No puedo evitar llorar. Ya, por favor. Ya.
Soy una fiesta con cervezas, luz de luna en la azotea. Soy letra temblorosa, una madrugada de calor; un vaso con agua de tamarindo, un plato con quesadillas, un café caliente; una tarde en el parque, la lámpara que arroja brillo ámbar. Soy los pocos besos que llenaron una vida de tristeza, los abrazos que te hicieron falta, palabras en tu oído. Soy el silencio en las noches de un día de tormenta. Soy una estación de radio con música moderna, un mazo de barajas, una repisa llena de juguetes, un videojuego de combate, un sillón con la tela rota. Soy esa palabra que te gusta que los demás escuchen. Soy la mano que desciende por tu espalda y la playera con la que siempre quieres dormir.
Lamento no haberle dado todas las cartas que le escribí. Lo que hice para resarcir el daño fue publicarlas en revistas, en antologías y en hojas sueltas que pegué por las calles de su colonia. Quería que las leyera, que supiera. Quería que todos supieran pero sin saber. No era mi intención dañar a una mujer con familia.
“Voy a jugar con estas palabras igual que un día jugué con tus labios / a recordarte estando de pie frente a la imagen de un edificio derrumbado / antes de que me olvides / pon tu música vieja que para nada me gusta / quiero verte gritar y dar vueltas y saltar / bendecirme con tus caricias / comiendo hamburguesas / besándome mientras me dices lo mucho que me extrañas / platícame de tu nueva casa y de todas las cosas que has leído / yo te diré lo solo que me siento / cuánto te he necesitado / lo mal que escribo y lo mucho que bebo cuando tú no estás / te mostraré mi colección de fotografías de lugares abandonados / te daré el cuaderno que llené con las cartas que no te pude enviar / ven y usa de nuevo esos calzones transparentes que me vuelven loco / métete bajo mis sábanas / deja que te sirva un café / dormir una vez más enredado en tus brazos / oliendo tu cabello / escuchando tu respiración / imaginando tus sueños / deseando que ahora que he recuperado la felicidad ya nunca me vuelvas a abandonar”.
La segunda ocasión que nos vimos (a solas) ella me esperaba sentada en una estación del metro. Brincó de su lugar al verme. Se arrojó a mis brazos. ¿Llevas mucho esperando? “No. Acabo de llegar”. ¿Qué quieres hacer? ¿A dónde quieres ir? pregunté luego de besarla. “A donde quieras”. Yo quiero hacer de nuevo el amor contigo.
Ha pasado tanto tiempo desde esos días. Ahora que recuerdo esto me vuelve a doler. Extraño la forma en que ella acariciaba mi mano mientras caminábamos, echarle el brazo sobre el hombro, apretarla a mí. Me doy cuenta que aún la necesito. La invité a mi mundo, la dejé leer mis cuadernos, mirar la luz que me acompaña por las noches. La dejé dormir en mi cama. Le platiqué la historia de mi neceser. Aún recuerdo la tarde en que nos dijimos adiós; su rostro triste y cansado y feliz y satisfecho.
Amo tu letra, tus cartas, tus palabras, tu olor, tu voz, la forma en que me llamas muñeca, la forma en que tus ojos me miran, todo tú. Y sin embargo creo que te olvidarás muy pronto de mí borrando mis mensajes, mis fotos, mis palabras…
Sus cartas. Las leo y aún me cubre la nostalgia. Repito sus palabras una y otra vez, deseando que todo se hubiera hecho realidad. Como un viejo mantra, mandalas literarias, deseos que buscan romper las cadenas de la represión. “Ya te dije, enamorarme de ti y que tú te enamores de mí y que tú hagas lo mismo, enamorarte de mí y que yo haga lo mismo, de una forma intensa, que tú hagas lo mismo de una forma intensa, algo rico. No me costaría trabajo enamorarme por completo de ti”.
—Descubrió mis cartas. Se ha puesto celoso —dijo ella.
—Yo también estoy celoso de él.
—Le prometí portarme bien. Es mejor que dejemos de vernos.
Tuve miedo. Ahora lo reconozco. No supe qué hacer ni lo que sucedería si daba el siguiente paso; tomarla de la mano y pedirle que no se fuera. Tocar la puerta de su casa, presentarme con su familia, sus padres, sus hermanos, sentarme en el sillón de la sala, ¿Quiere tomar algo, joven? Un vaso con agua, señora, muy amable, y sentir mis manos sudorosas y mirar el rostro de ella, nerviosa, contenta, yendo de un lado a otro sin poder encontrar la paz, y mis pies tamboreando el suelo, y todas las miradas encima de mí. Quiero decirles que la amo. Pero díganos, en qué trabaja, cómo piensa mantenerla, cuáles son sus planes de superación, ¿no le importa que tenga un hijo? nos importa mucho la seguridad del niño, imagínese tanto loco que hay por el mundo. Soy escritor y de ninguna manera soy un pervertido, tal vez un poco soñador, pero nunca he lastimado a nadie.
Tuve miedo. No supe qué hacer si una noche, meses después, ella me hubiera despertado a mitad de la madrugada para decirme, “Carlos, tengo algo que decirte”, ¿Qué tienes? “Es que acabo de darme cuenta que sigo amando al papá de mi hijo”. Imaginar eso, pensarlo, hacía que quisiera derretirme, que mi cuerpo líquido huyera por la coladera, se llenara de la porquería de ese río negro y hediondo que en realidad no llega a ninguna parte. Morir.
—Está bien. Tienes razón. Tenemos que dejar de vernos —contesté.
En el sueño, el hombre que estaba contando la historia se parecía mucho a mí. Incluso tenía la misma estatura. Pero no era yo. Ese otro hombre tenía mirada triste, la espalda encorvada, los labios secos. Del bolsillo de su saco asomaba una pequeña libreta con pastas rojas muy desgastadas. Sus dedos con manchas de tinta. Su cabello sucio. Y en su mano un cigarrillo al cual le daba chupadas de cuando en cuando. No recuerdo la tesitura de su voz. Sólo que caminábamos por una calle húmeda. El agua a la altura de la suela de nuestros zapatos. El cielo gris, casi negro, y que al pasar junto a una recaudería alcancé a escuchar a alguien decir “Vienen las aguas altas. Tenemos que aprender a aguantar la respiración”.
Ella (no recuerdo que en algún momento me haya dicho su nombre, pero, por alguna razón difícil de explicar, yo lo sabía, podía saborear cada letra, comenzando por la R. Y ahora que lo pienso, también compartía muchas cosas con él; me dijo tantas cosas sin la necesidad de abrir la boca. El hombre sólo fumaba) se parecía mucho a todas las mujeres de mi pasado. Ella se transformaba, igual que un camaleón de plastilina.
Caminamos por las mismas calles una y otra vez, como si alguien estuviera rebobinando la película de nuestra charla. Los edificios altos, las calles rectas e infinitas. El asfalto cubierto de agua. Nosotros chapaleando a cada paso. “Tenemos que aprender a aguantar la respiración”, repetía la voz mientras el hombre seguía con su historia.
Nunca creí que tendríamos una última noche, la única que pasamos juntos. Ese día me habían invitado a una fiesta con antiguos compañeros de la escuela. La había invitado, pero se negó. Decidí sentarme junto a una caja con cervezas, a beber mientras fumaba. No podía dejar de pensar en ella. Fue en ese momento que recibí su llamada. ¿Has sentido eso? Que te llame la persona que quieres que te llame. Suena bobo. Estar seguro que no te llamarán y que al final lo hagan. Es una felicidad extraña. Es tan.
—¿Quieres que vaya?
—Claro que quiero que lo hagas. Ven.
Mi estado de ánimo cambió. Pasé de los grises a los colores brillantes. Comencé a reír, a platicar con mis amigos. Incluso comí un poco. Ella llegó media hora después, nos tomamos dos cervezas y le dije que hiciéramos otra cosa. Prefiero las fiestas de dos personas. Sugerí que fuéramos a mi casa. Ella aceptó.
—¿De dónde vienes? —pregunté.
—De tomar café con una amiga. Le platiqué de ti.
—¿Y qué le platicaste de mí?
—Puras cosas buenas.
—¿Y qué te dijo?
—No te voy a decir porque luego te vas a creer mucho. Vanidoso.
Esa es la imagen que tengo de ella, la de esa noche. Al llegar a casa nos tomamos una fotografía frente al espejo sucio de mi recámara. Hay poca luz y su pulso es tembloroso. Ella sostiene la cámara mientras yo, desde atrás, la abrazo. Somos dos imágenes borrosas. Nadie podría reconocernos. Así es como he comenzado a recordarla y eso me parece triste. Antes, lo juro, hubiera podido dibujarla con los ojos cerrados. Hoy apenas soy capaz de decir cuál era la forma de su nariz.
No sé cuántas veces hicimos el amor. Sólo nos detuvimos para tomar agua de tamarindo y respirar un poco. Nunca antes había sudado tanto. Los dos sudamos. Ella se frotaba a mí. Yo la besaba, la mordía, no la dejaba escapar. Esa noche sólo nuestros cuerpos hablaron. No dormimos más que unos cuantos minutos. No quería que nada de eso terminara. Antes de amanecer fue cuando me dijo que el papá de su hijo había descubierto las cartas que me escribía, que estaba celoso y que lo mejor era dejar de vernos.
Debí ser más fuerte. Ponerme mi sombrero y tomarla de la mano y decirle que no se fuera, que la necesitaba el resto de mi vida. Debí decirle Ven a vivir conmigo, trae tus cosas, trae a tu pequeño, conmigo nada les faltará. Pero me acobardé. “Ahora dime algo. Dame un consejo. ¿Qué hago?”
No soy bueno para dar consejos. Nunca lo he sido. No puedo darme consejos ni a mí mismo. La vida que llevo es un desastre. ¿Cómo podría ayudar a un hombre que acabo de conocer?
La llevé a desayunar y luego fuimos a tomar café. Ahí le platiqué la historia de mi vida, le dije la razón de mi divorcio y el por qué había decidido vivir por un tiempo solo. Ella me platicó un poco de su vida, lo difícil que había sido para ella quedar embarazada tan joven, lidiar con las opiniones de su familia. Me dijo que quería regresar a la escuela y terminar una carrera. La escuché por primera vez, pero ya era demasiado tarde. Ambos ya habíamos tomado la decisión de no vernos nunca más. La escuché mientras pensaba en lo poco que la conocía. Solamente supe su primer apellido y nada más. Pero la amé como nunca antes había amado a nadie. Sólo hasta el final nos sincerarnos. Nos faltó tiempo para conocernos.
—No quiero irme —dijo luego de salir de la cafetería.
Fuimos a sentarnos a una banca en el parque. Me tomó de la mano, subió una de sus piernas sobre las mías. Vimos a los niños jugar. Sentimos el viento fresco. Platicamos otro poco. Le di las gracias por esas últimas horas y luego la encaminé a su casa.
Por alguna razón, la historia de ese hombre me sonaba familiar. Sentí que él la había robado de alguna parte o leído en algún libro o escuchado en una mala canción. Pero no me atreví a cuestionarlo.
Seguimos caminando por las mismas calles rebobinadas, yo escuchando, él platicando, cuando vi la gran ola que subía por el horizonte hasta cubrir el cielo. Vi en el estómago de la ola a los automóviles y la gente y los perros que luchaban por escapar de toda esa agua verde. La ola subió tan alto que tapó el cielo y las nubes. Me preocupé porque no sé nadar. “Hay que aguantar la respiración”, escuché que alguien repetía. En los televisores pasaban imágenes de inundaciones. No era la primera vez que una ola de ese tamaño se traga la ciudad. La gente parecía estar acostumbrada pues las mujeres llevaban ropa ligera y los hombres solamente pantalones cortos. Nadie parecía preocuparse.
Inflé los cachetes y dejé de respirar justo antes de que la ola nos golpeara. No sentí la humedad. Solo una rara tibieza en la cual, igual que todo a mi alrededor, comenzó a flotar. El aire pronto faltaría. ¿Cuánto iba a durar? El corazón me comenzó a latir como una pelota que baja rebotando por un tubo de desagüe. Mientras flotaba, desperté.
Estiré la mano para buscar mi cajetilla de cigarros, pero no la hallé. Recordé que hace años que no fumo. En casa no tengo ni siquiera un cenicero. Me puse de pie y fui al baño a orinar. Mientras lo hacía pensé en una respuesta que pudiera responder todas las preguntas que me hice al estar escuchando a aquel hombre. Cerré los ojos, escuché el sonido de mis orines contra el retrete. En la cabeza aún traía fija la imagen de la gran ola que se comía el cielo y luego caía sobre la ciudad. Vaya historia, dije. Lástima que, como me sucede con todos los sueños, cuando salga el sol la habré olvidado.
Regresé a la habitación. Metí los pies bajo las sábanas, puse las manos sobre mi estómago, Vaya que me estoy poniendo gordo, dije en voz baja. Sentí un poco de angustia, no sabía por qué. Y pensando y sintiendo me volví a quedar dormido. ®
Lola Otálora
Un relato que atrapa desde el primer momento. Tienes siempre esa cualidad en tus textos. Las historias de amor, no resultan historias al uso, no. Vivencias de personajes que viven al límite. Engancha la forma narrativa y la descripción de ambos protagonistas. Siempre dije que tienes talento, amigo.
Leonardo Garvas
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