La poeta que escribió cuentos al diablo

Marina Tsvietáieva

Pese a mi difícil experiencia leyendo a Marina, no puedo dejar de lado su valentía y su rebeldía al no dejar morir su creatividad en medio de escenarios personales y políticos adversos.

Marina Tsvietáieva

Confundida. Así terminé después de leer El Diablo (Anagrama, 1991) de Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892–1941), una poeta rusa que, como otras, se suicidó ahorcándose con una correa de una maleta en su exilio.

La música, impuesta por su madre como disciplina, fue una tortura desde su infancia, pues era obligada a practicar frente al piano durante más de cuatro horas diarias. Esto es visible a lo largo de los seis cuentos traducidos por la mexicana Selma Ancira. La obra en prosa de la poeta está llena de tecnicismos musicales que, si no se tiene un grado mínimo de preparación especializada, resultan totalmente ajenos.

Sin embargo, el martirio musical, en el que el sonido del metrónomo —al que la autora fue sometida— se convertía en locura, sería clave para luego convertirse en una de las principales referencias de la literatura rusa.

En sus cuentos Marina es autobiográfica y con ello logra transportar a sus lectores a su retorcida infancia. Las escenas son similares a las que vivimos muchos de nosotros por tratar de satisfacer los deseos frustrados de nuestros padres. Por una parte estaba la música de su madre y, por otra, el insistente camino de las letras al que constantemente la orillaba su padre.

Por un lado, los relatos me hablan sobre una madre enloquecida y enajenada por la religión en la Rusia conservadora. Además, tenemos a una niña disciplinada en la realidad, pero rebelde en sus fantasías y que tuvo más de un encuentro diabólico.

De hecho, El Diablo que se encuentra en esta entrega de Tsvietáieva fue uno de los cuentos más preciados en mi experiencia como lectora. Su inicio es inquietante y poético:

El diablo vivía en la habitación de mi hermana Valeria —arriba, exactamente en donde terminaba la escalera—. Una habitación roja, de raso de seda de Damasco con una eterna y oblicua columna de sol en donde de manera incesante y casi imperceptible giraba el polvo.

Si esta imagen fuera musicalizada con música de piano, a cualquiera le parecería el inicio de un filme de terror.

Por otra parte, su forma de describir al mismísimo demonio como un doggo de piel suave y gris es enternecedora, pues la voz infantil desde que la que se narra hace que cualquiera se enamore de Satanás.

En la mayoría de los relatos es necesario revisar la lista de notas que aparecen al final del libro para poder entender los términos rusos y alemanes y otros datos culturales que la autora no detalla a lo largo de los cuentos. Esto dificulta la lectura y corta la agilidad para alguien que se encuentra al otro lado del mundo y que no tiene idea siquiera de cómo se dice “hola” en el idioma de la autora —a pesar de que la edición de Anagrama es una traducción al español.

Los culturalismos rusos, los términos técnicos musicales y lo poético de la prosa de la autora resultan en una obra difícil de digerir, tanto, que mientras intentaba leerlo entre mis ratos libres tenía que repasar en más de dos ocasiones algunas páginas.

Al investigar un poco más sobre Tsvietáieva me di cuenta de la admirable labor de las mujeres en la literatura, y aunque surgió una admiración por su talento en la poesía, su libro de cuentos no resultó ser de mis favoritos.

La obra me causó mucha frustración, pues sentí que quizá los cuentos de Tsvietáieva no eran para mí y que seguramente los críticos literarios me detestarían por leer las blasfemias aquí plasmadas.

Pese a mi difícil experiencia leyendo a Marina, no puedo dejar de lado su valentía y su rebeldía al no dejar morir su creatividad en medio de escenarios personales y políticos adversos.

Su esposo fue fusilado, su hija deportada y ella exiliada en más de una ocasión. Aun así se volcó a manos llenas en las letras con su intuición, su musicalidad y un gran talento. ®

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Publicado en: Éstos son nuestros papeles

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