Las máquinas son cosas abominables

The Elephant Man, de David Lynch

El hombre elefante es un monstruo, monstrum: un prodigio, el que presagia algún acontecimiento grave: no las deformaciones del cuerpo debido a los tumores fibrosos, la deformidad del cráneo, los crecimientos de papiloma, sino el cuerpo transformado en apéndice, en prolongación de las máquinas, la irrupción del lado ominoso del mundo industrial.

Las máquinas son cosas abominables. No se puede razonar con ellas, dice el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) a uno de sus asistentes mientras realiza una operación quirúrgica sobre el cuerpo de un hombre que tiene heridas abiertas y supurantes en su pecho, producto de un accidente causado por las máquinas.

Hay una presencia, bajo continuo, a lo largo de The Elephant Man (1980): el mundo industrial, las máquinas. Antes de siquiera haber observado el cuerpo grotesco, deforme, del hombre elefante (John Hurt), Lynch muestra un monstruo producto de la era industrial: un cuerpo deformado —igualmente grotesco— por las máquinas.

The Elephant Man muestra la desmesura, lo sublime, no del paisaje natural, sino del paisaje urbano: la potencia de los elementos, agua, viento, fuego, transformados en fuerza mecánica. Toda una serie de máquinas desfilan en un aura sublime-industrial a través del ojo de la cámara: grúas, calderas, máquinas hidráulicas, relojes mecánicos, prensas, tornos, telares mecánicos, fábricas, la locomotora, el barco de vapor. Durante el primer recorrido de Treves por la ciudad, antes de ver al hombre elefante, aparece un extraño instrumento musical: se trata de una especie de órgano accionado por una manivela que un hombre gira mientras otro lo toca, y la música que produce va acompañada del vapor que sale de dos chimeneas similares a las de la locomotora: la materialización de la fuerza de los elementos se representa en el sonido de la música y en el vapor que la acompaña.

El mundo industrial se presenta de dos maneras diferentes según los tipos de movimientos de la cámara: como algo sublime, en los movimientos horizontales, cuando acompaña los recorridos de los personajes, cuando la cámara retrata las superficies, la erupción de las moles, de las máquinas producto del dominio sobre las fuerzas de la naturaleza; como algo siniestro, cuando en los movimientos verticales se muestra cómo las máquinas representan también una presencia que sostiene y acecha el mundo de la superficie.

El hombre elefante es, en efecto, un monstruo, monstrum: un prodigio, el que presagia algún acontecimiento grave: no las deformaciones del cuerpo debido a los tumores fibrosos, la deformidad del cráneo, los crecimientos de papiloma, sino el cuerpo transformado en apéndice, en prolongación de las máquinas, la irrupción del lado ominoso del mundo industrial.

Cuando el hombre elefante es visitado por el portero nocturno, quien se aparece del otro lado del cristal, lo señala y dice la noche, la cámara se mueve hasta alcanzar la máscara con la que se cubre el rostro durante el día para caminar en público; ahora la máscara también funge como el puente que mostrará precisamente eso que debe permanecer oculto: a través del agujero descendemos a las profundidades del mundo industrial, donde recorremos las tuberías herrumbrosas que llegan hasta un sótano. Y abajo, el barrito del elefante se confunde con el pitillo de una máquina de vapor; sus pisadas, con el golpeteo de los aparatos mecánicos: el ruido de la bestia es indistinguible del ruido de las máquinas, ambos, en el reino subterráneo, están fuera del dominio humano. Pero también los hombres devienen máquinas, apéndice de las máquinas: en las profundidades del mundo industrial ya no hay cuerpos, sólo torsos, brazos, manos, unidos, fundidos, sincronizados con el movimiento rítmico y mecánico de las máquinas.

El hombre elefante es, en efecto, un monstruo, monstrum: un prodigio, el que presagia algún acontecimiento grave: no las deformaciones del cuerpo debido a los tumores fibrosos, la deformidad del cráneo, los crecimientos de papiloma, sino el cuerpo transformado en apéndice, en prolongación de las máquinas, la irrupción del lado ominoso del mundo industrial. Y en este sentido, Dune (1984) es la contracara de esta película. En él se muestra el advenimiento de lo que en The Elephant Man está solamente sugerido. Allí ya no hay una oposición entre el cuerpo y las máquinas: el cuerpo es uno con los artefactos: los trajes que utilizan en Arrakis transforman el sudor, las heces y los orines en agua que, reciclada, puede ingerir el portador y así sobrevivir durante semanas sin necesidad de tomar alimentos; el traje que usa Vladimir Harkonnen (Kenneth McMillan) es indiferenciable de su propia piel: al final Alia (Alicia Roanne) arranca un botón del traje del barón como si le hubiera arrancado el propio corazón, ocasionando que aquél comience a volar como un globo desinflándose mientras muere. En Dune se representan la naturaleza más allá del mundo industrial mediante el desierto, imagen de desolación, desamparo, vacío.

Mientras el hombre elefante recupera su identidad humana, como John Merrick, en el hospital de Treves, se dedica a construir una maqueta. Se trata de la reproducción de una catedral que se encuentra enfrente de su ventana. Lo único que puede observarse desde su habitación es una de las torres; para construir el resto deberá hacerlo a partir de su imaginación. Antes de irse a dormir como hacen las personas, recostando el cuerpo sobre la cama, John Merrick concluirá su obra: pondrá la última pieza que da forma a su catedral. El monstruo, el prodigio, mira con nostalgia su obra diminuta, inofensiva, silenciosa; retira las almohadas que sostenían su espalda para evitar que muriera mientras dormía, y posa su pesada cabeza, bocarriba, mirando al cielo, sobre la cama-tierra. ®

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Publicado en: Cine, Septiembre 2012

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