Letanías de furia

Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard

In loving memory

Anagrama publicó a mediados de 2009 una edición conmemorativa con motivo del vigésimo aniversario luctuoso de Thomas Bernhard, traducida al castellano por Miguel Sáenz. El título amplía la nueva colección Otra vuelta de tuerca, con la que se pretende revalorar textos “offbeat y rompedores”. Esta pentalogía de textos autobiográficos —cuya publicación se inicia en 1975 y concluye en 1982— incluye El origen (Die Ursache), El sótano (Der Keller), El aliento (Der Atem), El frío (Die Kälte) y Un niño (Ein Kind). Bloques novelísticos de musicalidad obsesiva narran hechos atroces, viles o inhumanos y se ligan unos a otros en las casi quinientas páginas del volumen. Nadie logra salir ileso de Bernhard, ni siquiera el traductor, quien, sin embargo, envidia a quienes no lo han leído. “Mi existencia, durante toda mi vida, ha molestado siempre. Siempre he molestado, y siempre he irritado. Todo lo que escribo, todo lo que hago, es molestia e irritación. Toda mi vida como existencia no es otra cosa que un molestar y un irritar ininterrumpidos. Al llamar la atención sobre hechos que molestan e irritan. Unos dejan a las personas en paz, y otros, y entre esos otros me cuento, molestan e irritan. No soy una persona que deje en paz, y no quiero ser un personaje así”, señala el holandés.

Salchichas vienesas

A 21 años de su muerte, mucho se ha escrito sobre Thomas Bernhard. Era un auténtico solitario, uno de los mejores prosistas de la lengua alemana, y siempre escribía monólogos. Los hizo como si hablara, con la soltura de quien se queja infinitamente de todo y contra todos, y si más tarde uno desea leerlo en el desierto sería una simple formalidad. Decir que su obra resulta obsesiva y patológica no le hace justicia, pero, de verdad, su prosa te toma del cuello y te arrastra. Veo difícil encontrar algo equivalente en un sentido estético y demoledor tan sólido como un libro-mazazo de Bernhard, por demás placentero, y muy difícil establecer comparaciones. Se dice que únicamente está a su altura Samuel Beckett. Bernhard habla del nazismo en Austria, de su formación religiosa en un internado católico, de la tuberculosis que padeció y la hipocresía pequeñoburguesa, de lo que comía en los velorios de la gente desconocida cuando era niño (“dos salchichas vienesas en una sopa de buey con pasta”), de su padre ausente, a quien jamás conoce, y de su madre, que lo mandaba por el apoyo económico del gobierno diciéndole Para que veas lo que vales. En muchas partes Bernhard reconoce en la figura de su abuelo a quien lo formó y educó y orientó a la escritura, y no sólo a la escritura, sino a la escritura radical: un hombre anarquista que leía a Kropotkin y afirmaba que era sencillo derribar puentes con dinamitas educó a Berhard de la mejor forma posible, con un alto sentido de la dignidad y la honradez y la vocación y la falta absoluta de podredumbre moral en un país que, a los ojos de Bernhard, segrega podredumbre. “Sólo por amor a mi abuelo no me maté en mi infancia, de otro modo me hubiera resultado fácil, en fin de cuentas el mundo fue para mí durante muchos años un peso inhumano que amenazaba aplastarme ininterrumpidamente. En el último momento, sin embargo, retrocedí asustado y me resigné a mi suerte”. Los Relatos autobiográficos registran con mirada fulminante el pasado de un escritor acusado de misántropo en un país que le rindió tributo a Hitler en marzo de 1938 (motivo de la pieza teatral Plaza de los héroes), y que al parecer, en palabras de la Nobel Elfriede Jelinek, sigue siendo nazi hasta la fecha. Cómo olvidar lo que le dijo Bernhard al ministro de Cultura el día que le otorgaron, en 1967, el premio de literatura nacional austriaco: “No puedo explicarle ahora mi vida, ni lo que soy. No, eso no se puede hacer. Necesitaría tres mil páginas y posiblemente se me olvidarían aún las cosas importantes, que se me ocurrirían luego. Para eso haría falta otro volumen complementario. Lo esencial se me olvidaría en esas tres mil páginas, y en mi lecho de muerte diría: ¡Santo Cielo!”

Prohibido el paso

Tengo en la memoria la escena de Christian, el protagonista de Festen que denuncia en el sexagésimo aniversario de su progenitor, en la mesa de los comensales, las violaciones cometidas contra él y su hermana, y es desterrado de la celebración. Y recuerdo a Grace, la protagonista de Dogville, que termina como esclava sexual de sus protectores, asesinándolos después a balazos. Ambos personajes están equipados de una integridad moral fuerte, kantiana: son los periféricos con la mayor agudeza crítica de su entorno, quienes, desde afuera, observan la decadencia y se sustraen, ya sea por el afán de justicia, ya sea por la venganza, que en realidad son lo mismo. Y por ello, merecen el castigo, la punición del pueblo. Como las cintas de Thomas Vinterberg y Lars Von Trier, cada monstruoso monólogo de Bernhard se sustenta en la evocación de momentos incómodos y aterradores, y existen puntos de unión entre ambos: los personajes de bondad inquebrantable, la evidencia de no pertenecer a ningún grupo, la mirada del individuo ante la desgracia generalizada, sistemática y nunca interrumpida. La voz en primera persona como vehículo para conocer el mundo no es un instrumento exclusivamente gnoseológico: también permite captar por vía intuitiva el estado real de una civilización hitleriana. “Esa época estaba llena de cosas inquietantes”, señala Berhnard en El sótano, “y de cosas irresponsables y de continuas cosas monstruosas y cosas increíbles. Montaigne escribe que es doloroso tener que detenerse en un lugar donde todo lo que alcanza nuestra vista nos afecta y conmueve”. Cinco letanías de furia constante y verdadero furor. ®

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Publicado en: Libros y autores, Mayo 2010

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