Los artistas de la incomunicación

De la serie “anticrítica de arte”

Cuando los artistas dicen estas cosas de que el “arte es incomunicación”, de que crean “para sí mismos”, de que expresan “el vacío”, el “yo”, o de que son “incomprendidos”, lo que están queriendo expresar es la frustración que les provoca no este mundo carente de valores, sino el hecho de que 1) no saben comunicar, 2) no tienen nada que decir y 3) nadie los aguanta.

Comunicación.

Comunicación.

En un lugar de Andalucía, a mis dieciocho años cargados de ingenuidad y expectativas, asistía yo a un encuentro de poetas de cuyos nombres no tengo el gusto de acordarme.

Después de las oportunas presentaciones que una mesa tan ilustre requería, una poetisa —ganadora reciente de un premio con mayúsculas— escribió en una hoja blanca, doblada a la mitad, las siguientes palabras: “Todo lo que yo diga aquí no vale casi nada”. Y colocó tamaña sentencia frente a ella y de cara al auditorio antes de empezar su intervención.

Es posible que fueran ellos los únicos que pudieran averiguar si detrás de aquellas palabras se decía algo sobre algo, o no, y no dudo de que esta posición de exclusividad que siempre les provoca un gusto casi genital a los académicos condicionara el veredicto.

Cuando comenzó a recitar sus textos abarrotados de referencias poéticas y metapoéticas veladas, me di cuenta de que las razones de aquel premio habían sido razones de peso, pero de peso bibliográfico. Su poesía era toda una referencia indirecta extremadamente complicada que la reservaba, como caviar, a la comprensión de los lectores más eruditos.

Es posible que fueran ellos los únicos que pudieran averiguar si detrás de aquellas palabras se decía algo sobre algo, o no, y no dudo de que esta posición de exclusividad que siempre les provoca un gusto casi genital a los académicos condicionara el veredicto.

Cuando terminó de leer, uno de los asistentes, un poco inseguro por no haber entendido la poesía de la artista, le preguntó con humildad qué era lo que quería expresar con su creación. La poetisa respondió con voz forzadamente dulce: “La poesía es incomunicación”, escapándose —por caminos posmodernos, eso sí— de responder.

Pero no me interesa escribir sobre artistas con mayúsculas o sin ellas, ni bajarlos de las mesas de ponentes al reino de los hombres, o cuestionar su divina y metafísica función, su último motor o su primer principio. El objeto de esta crítica no es aquella joven poetisa un poco inflada por el tóxico de un premio, ni tampoco su poesía llena de referencias, ni mucho menos aquel infantil pretexto con el que se excusaba de no darse a entender.

El objeto de esta crítica son aquellos que, embarcados en el suicidio posmoderno de la pérdida de todos los nortes, la pusieron como ejemplo poético y aplaudieron sus absurdos con la boca abierta, como si fueran el gran posdescubrimiento.

Ilustración © Marc Mendoza Suñe, www.fotocommunity.es

Ilustración © Marc Mendoza Suñe, www.fotocommunity.es

Ustedes me van a perdonar que continúe yo este ensayo con una perogrullada en respuesta a aquel suceso: el arte es un proceso de comunicación. Y la necesidad de comunicarse es una cosa que les pasa a las personas y hasta a los animales, y se satisface cuando tres mundanos elementos se conjugan: uno (emisor) tiene algo que decir (mensaje) y tiene alguien que lo escuche (receptor). Por ello, la estructura que se esconde tras el cotidiano suceso por el cual, por ejemplo, un niño que tiene sed pide un vaso de agua a su padre es la misma que la más grande y pomposa obra de arte.

Cuando los artistas dicen estas cosas de que el “arte es incomunicación”, de que crean “para sí mismos”, de que expresan “el vacío”, el “yo”, o de que son “incomprendidos”, lo que están queriendo expresar es la frustración que les provoca no este mundo carente de valores, sino el hecho de que 1) no saben comunicar, 2) no tienen nada que decir y 3) nadie los aguanta.

Cuando el arte no es comunicación no es arte. Y eso de que el artista crea para incomunicarse es un insulto al sentido común tan burdo como aquel de que quieren defender la paz de Siria con tanques. El problema es que, en el mundo del arte, donde se matan para ver quién es el más original, la farsa del incomunicante vende muchísimo, incluso más que la de los gringos preocupados por las libertades democráticas del mundo.

Demos un paso más. Si yo digo que todo arte, para serlo, ha de formar parte de un proceso comunicativo, ustedes me dirán, con toda razón, que no todo proceso comunicativo puede ser considerado estético. Y concuerdo completamente con su réplica.

No me entiendan mal, no defiendo que el arte sea cosa de unos pocos, o quizá sí. Pero en cualquier caso, el arte de estos “incomunicados” no sería razón suficiente para un ensayo si no hubiera una horda de críticos, sensibles a los billetes de los empresarios a los que se venden, que —no sólo aplauden— sino que imponen, con el poder que su toga les confiere, estos “dis-gustos” estéticos.

Pero demos un paso más. Si yo digo que todo arte, para serlo, ha de formar parte de un proceso comunicativo, ustedes me dirán, con toda razón, que no todo proceso comunicativo puede ser considerado estético. Y concuerdo completamente con su réplica: yo tampoco participo de esos grupos de gente multi-poli-tolerante que se alistan a pie juntillas al slogan del “todo vale” y le huyen a los juicios de valor como al diablo porque se sienten así más democráticos.

Podríamos decir, sin pensarlo demasiado, que la obra de arte añade a cualquier acto comunicativo el plus de la belleza. Y quizá sería ésta una buena forma de definir este peculiar oficio. Pero como hablar de la belleza es algo muy confuso, me voy a salir por la tangente sin que ustedes se den cuenta.

En realidad, la comunicación artística está lejos de añadirle nada a la comunicación más cotidiana. Y no sólo no le añade, sino que no le llega. La obra de arte surge, precisamente, cuando alguno de estos tres elementos (el emisor, el mensaje, el receptor) está chueco; cuando, por alguna razón, el mensaje no sale, no circula, no llega de manera sencilla y directa.

La incomunicación no puede ser la meta del arte, porque ya es su punto de partida. El arte surge como un artilugio para superar el silencio. Nace gracias a un obstáculo en la comunicación, como si la naturaleza misma inventara un recurso —a veces desesperado— para compensar una carencia que la amenaza; como cuando la hiedra, a falta de otros elementos vegetales por los que trepar para ir en busca de la luz, se sirve del muro de un edificio: el arte es una prótesis, es el maquillaje para una cicatriz.

Aquello que se dice artísticamente no se puede decir de otra manera: ¡Para qué escribir toda una sinfonía pudiendo desahogar la tristeza en un sintagma! Y, al contrario, si se puede decir exactamente lo mismo de otra forma, no es arte.

Por eso, aquello que se dice artísticamente no se puede decir de otra manera: ¡Para qué escribir toda una sinfonía pudiendo desahogar la tristeza en un sintagma! Y, al contrario, si se puede decir exactamente lo mismo de otra forma, no es arte. Huelen a farsa los lienzos en blanco con largas explicaciones teóricas que sólo sirven para coaccionar a la gente que se guía por su sentido común y hacerla sentir inculta si se atreve a salirse de la sala.

El arte es un artificio creado para decir cosas que sólo se pueden decir con arte, pero que no consienten no ser dichas. Es un bote salvavidas que aunque no sea lo mismo que las aletas de un pez existe gracias a ser casi tan eficaz como las aletas de un pez. ®

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Publicado en: Arte, Octubre 2013

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