Los cuadernos en blanco

Una sentencia atroz y luminosa

Chihuahua, como todos los estados fronterizos, siempre fue un lugar peligroso, marcado por el tráfico de drogas, de armas, de influencias, de personas, de ilusiones y desilusiones. Si se convirtió en mi paraíso fue gracias a mi padre, que me mantuvo lo más lejos que pudo de los rumores que cuchicheaban las señoras que iban a tomar café a la casa.

El olor del líquido que usaban para pulir la duela me asaltó desde que entramos al salón, debí hacer un gesto de desagrado que mi mamá confundió con un abierto desafío a su decisión de que tomara clases de gimnasia. “Ya pagamos”, murmuró y me jaló del brazo para que me apresurara. El tufo se te quedaba pegado a la piel. Durante todo el tiempo que asistí a la WMCA de Chihuahua, sin importar cuántas veces me bañara, yo sentía que seguía apestando a limpiador de pisos. Ese olor, mezclado con los distintos sudores y aromas de las catorce niñas que éramos adiestradas en las disciplina de Artemisa, es quizá uno de los recuerdos olfativos más antiguos que poseo. Tal vez por eso, desde los seis años, el ejercicio y las náuseas están para mí irremediablemente ligados.

El instructor de la clase era cubano, ésa fue la primera vez que escuché a alguien hablar con un acento distinto al mío y estaba fascinada. Intenté con todas mis fuerzas sobresalir en los ejercicios para agradarle. Ésa también fue la primera vez que me di cuenta de que el esfuerzo jamás suplirá al talento y yo no lo tenía. Era torpe y no lograba mantener el equilibrio. Pasaba la clase rebotando de un lado a otro sin gracia o sufriendo porque mi frente llegara al piso sin doblar las rodillas. El resto de mis compañeras me parecía un montón de muñecas de trapo que se doblaban para todos lados sin desdibujar ni un instante la sonrisa. Después de un tiempo, el instructor, a quien nunca logré agradarle, se dio por vencido conmigo. Ya no me exigía que terminara las rutinas y me dejaba sentarme en el piso a observar mientras no le estorbara al resto. De mis clases de gimnasia lo que más recuerdo, además del hedor, es mi imagen sentada en una colchoneta con el leotardo azul marino demasiado apretado, reflejada en el espejo que cubría la pared mientras la clase seguía a mis espaldas.

No sé si mis padres se dieron cuenta de lo miserable que me hacía la gimnasia o si simplemente (quizá por consejo del instructor) no quisieron seguir tirando su dinero, pero a los pocos meses me sacaron y mientras decidían qué hacer conmigo fui dueña absoluta de mis horas después del colegio. Supongo que fue una de esas tardes, aburrida de la televisión y de mis hermanas, cuando me escabullí al estudio de mi papá y tomé uno de sus libros. Cuando mi mamá me encontró me tomó fotos con su vieja cámara Canon como si estuviera haciendo una gracia, aún andan por ahí, en algún álbum amarillento, un montón de fotos mías leyendo en el sillón de mi papá con expresión solemne. Por más que lo he intentado no he podido recordar ni distinguir en las fotografías qué era lo que leía tan gravemente. A partir de ese día, desde que yo llegaba de la escuela y hasta que mi papá llegaba del despacho me la pasaba en su estudio husmeando sus libros. Lo que más disfrutaba eran los cuentos y las crónicas de viajes. De esa época feliz, en la que uno lee con igual fruición todo lo que le cae en las manos sin importar quién lo firma, recuerdo tres libros de cuentos maravillosos que se convirtieron en un manjar para mi hambrienta imaginación infantil: las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, La grieta y otros cuentos, de Manu Dornbierer, y Noticias extrañas de una nueva estrella, de Herman Hesse.

Al principio, mis papás discutían seguido sobre si mis lecturas eran las adecuadas y decidieron que lo mejor era comprarme libros “para niños”. Fuimos juntos a escogerlos un día saliendo de la escuela y después de dar varias vueltas a la librería sin que nada llamara mi atención mi papá hojeó un par de ellos para intentar convencerme, minutos después exclamó: “Éstos no son libros para niños, son libros para bobos”, me tomó de la mano y salimos de ahí. Una vez en el auto le prometí que platicaría con él todo lo que leyera a la hora de la merienda.

A veces, cuando salía temprano del trabajo íbamos a hablar al parque y comprábamos helado, incluso en el invierno cuando el termómetro marcaba menos cinco grados y mi mamá enloquecía, porque ella asumía la maternidad como una lucha a muerte contra la suciedad y las enfermedades.

Por esas fechas llegó a casa mi primera bicicleta sin rueditas de entrenamiento, una BMX negra con rosa que traía un portatermos en el cuadro. Toda esa semana mi papá se salió temprano de la oficina para llevarme a practicar a nuestro parque. Me caí tantas veces que para el fin de semana decidí no volver a intentar subirme y mi papá tampoco volvió a insistir en que siguiera practicando. Un par de años después, cuando nos mudábamos, la bicicleta apareció oxidada y llena de telarañas en un rincón del patio. Al verla me invadió una sensación que no supe reconocer y que hasta ahora comprendo: esa bicicleta atrofiada por mi incapacidad para usarla era la representación material de todos los planes que alguna vez tuvieron para mí mis padres.

Volví al estudio y a los libros y mis papás decidieron dejarme tranquila por un tiempo con las actividades físicas. Hasta que un día a una de las amigas de mi mamá se le ocurrió comentar que sus hijas tomaban clases de ballet.

A veces, cuando salía temprano del trabajo íbamos a hablar al parque y comprábamos helado, incluso en el invierno cuando el termómetro marcaba menos cinco grados y mi mamá enloquecía, porque ella asumía la maternidad como una lucha a muerte contra la suciedad y las enfermedades.

De pronto habían olvidado mi rotundo fracaso con la gimnasia y la bicicleta y me inscribieron al ballet con el pretexto de que me enseñaría disciplina. Mi papá acababa de comprar un restaurante de mariscos que no estaba funcionando bien y entre eso y su trabajo como abogado cada vez lo veía menos. Entonces, cuando lloré toda la tarde y toda la noche porque no quería ir al ballet, él me prometió que si asistía dedicaría todo un día a la semana para pasear sólo conmigo. Fue así, de su mano, como comencé a conocer y amar la ciudad en la que vivía.

Juntos visitamos museos, librerías, plazuelas y tiendas de todo tipo. Me llevó a pasear por la universidad en la que estudió y después dio clases y al despacho en el centro, a unas cuadras de los juzgados, donde trabajaba por las tardes. Desayunábamos en el aeropuerto junto a una ventana de cristal que nos permitía ver despegar los aviones e imaginábamos historias sobre los destinos de sus pasajeros. Fue en uno de esos desayunos cuando le confesé que de grande sería mesera. Él había contratado meseras tan bonitas en su restaurante, tan alegres y simpáticas con sus minifaldas negras y sus labios encendidos y tan contento se veía cuando platicaba con alguna, que lo que más quería yo en el mundo era crecer para parecerme a ellas. Recuerdo que cuando se lo dije se quedó callado mucho rato y cambió de tema. Antes de irnos del aeropuerto me explicó que debíamos hacer un pacto entre nosotros, con una señal secreta y todo, para que las cosas que platicábamos no las supiera nadie más. “Así que nada de hablar de meseras en la casa”. Supuse que le había molestado que yo quisiera serlo y a partir de ese día cada vez que hablábamos del futuro yo inventaba toda clase de grandes proyectos para complacerlo.

Por las noches íbamos al mirador a tomar malteadas y siempre, en algún momento del día, paseábamos un rato en el parque de los sicomoros que estaba a una cuadra de la casa y a cuya resbaladilla roja jamás me atreví a subir. De esto hace como veinte años pero estoy segura de que es la resbaladilla más alta que he visto en mi vida.

Diciembre era mi época favorita, como el frío hacía imposible ir al mirador en la noche paseábamos en auto por las colonias residenciales para admirar sus adornos navideños. Las calles parecían salidas de un sueño, las enormes casas iluminadas con series de colores y trineos estacionados sobre sus tejados, muñecos de nieve saludando y girando la cabeza, renos con la nariz encendida, castillos de luces, santacloses y duendes musicales, enormes caramelos y pinos iridiscentes que llegaban hasta el cielo. Dábamos vueltas y vueltas encendiendo la calefacción a ratos hasta que me quedaba dormida en el asiento trasero. Hoy ya nadie arregla sus casas así por esos rumbos, los narcos se han vuelto discretos y mesurados. Un nacimiento tamaño natural en su patio delantero no está considerado una buena forma de mantener un bajo perfil.

Chihuahua, como todos los estados fronterizos, siempre fue un lugar peligroso, marcado por el tráfico de drogas, de armas, de influencias, de personas, de ilusiones y desilusiones. Si se convirtió en mi paraíso fue gracias a mi padre, que me mantuvo lo más lejos que pudo de los rumores que cuchicheaban las señoras que iban a tomar café a la casa. Empezaban a raptar mujeres y a tirar después sus cadáveres semidesnudos en el desierto. Nunca olvidaré que la última vez que hicimos un viaje como familia a El Paso permanecí durante horas escudriñando el paisaje en busca de mujeres muertas en el camino. “La tierra que prueba las lágrimas no deja jamás de reclamarlas”, había leído en alguna parte y estaba segura de que pasaba igual con la sangre.

Ya en la carretera saqué el paquete para ver los libros con la esperanza de que también me hubiera escrito algo. Eran cinco cuadernos en blanco y ni siquiera una nota suya. Ese regalo fue una sentencia atroz y luminosa.

Comencé a crecer y mis miedos se trasladaron de las pesadillas a la realidad. Una tarde creí que al preguntar sobre narcos y secuestradores obtendría la misma explicación abierta y franca que meses atrás cuando a causa de algún cuento hablamos del Muro de Berlín. La negativa de mi padre me dejó pasmada. En febrero de 1994, a poco de cumplir los nueve años, escuché por primera vez de su boca una frase que fue en realidad una fisura, convertida con el tiempo en grieta y en abismo: “Ésos no son temas para tu edad”. Y la repetiría después, cuando pregunté sobre Marcos y sobre Colosio y cuando le reclamé por haberle gritado a mi mamá y cuando lo increpé porque se iba de la casa… Así fue como el hombre que había sido el faro de mi infancia comenzó a cubrirse para siempre de silencio y de niebla.

En diciembre de ese mismo año asistí a mi última clase de ballet, donde por cierto jamás aprendí disciplina, si es que la disciplina consiste en odiar tu cuerpo, que era lo único que te enseñaban ahí. Un martes por la mañana el divorcio dejó de ser solamente una amenaza. Para enterarme mi padre eligió por supuesto nuestro parque. No puedo recordar una sola palabra de la conversación que tuvimos. Cada vez que vuelvo a esa tarde lo único que veo es el cielo violeta de los atardeceres invernales y un sicomoro repleto de pájaros enloquecidos acercándose y alejándose rítmicamente mientras yo me balanceaba en el columpio. No creo haber llorado. Mi padre, que hacía meses me prestaba su tiempo pero no sus pensamientos, debió estar sentado al lado mío; puedo sentir su presencia meciéndose en el columpio junto a mí pero no puedo verlo. Esa sensación me ha acompañado durante toda mi vida.

El día que mi mamá y yo nos mudamos con mis abuelos a Guanajuato él llegó a la central de autobuses con un paquete que creí de libros y lo guardó en mi mochila. Nos despedimos con un abrazo demasiado corto, recuerdo que me hizo nuestra señal secreta pero yo estaba tan furiosa que no la respondí y me subí al camión dando pisotones. Ya en la carretera saqué el paquete para ver los libros con la esperanza de que también me hubiera escrito algo. Eran cinco cuadernos en blanco y ni siquiera una nota suya. Ese regalo fue una sentencia atroz y luminosa. No recuerdo si lo comprendí a cabalidad en ese momento pero en el fondo supe que algún día escribiría todo esto, escribiría de él y de esa Chihuahua que ya no existirá jamás, la de mi fracaso en los deportes, la de mis paseos y mis primeras lecturas. Escribiría sobretodo de cómo mi padre me dio los libros y las letras y después me condenó a vivir persiguiendo fantasmas. ®

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Publicado en: (Paréntesis), Agosto 2012

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  1. Querida Tania Tagle : Te escribe uno de los tres autores que mencionas en tu relato de «Los cuadernos en blanco». No , no soy el maravilloso Ray Bradbury ni tampoco el gran Herman Hesse, soy simplemente Manú Dornbierer , que aún no es fantasma como ellos y de la que leías en tu niñez el libro » La Grieta» . Mencionarme junto a semejantes personajes es algo que naturalmente me conmovió cuando lo leí. Gracias, niña Tania. Hoy quiero agradecerte «tu atención y compañía» con una quinta edición de » La Grieta , Libros en otras Dimensiones» como se llama ahora definitivamente el libro con cinco cuentos más que la edición que leíste . Recuperé su nombre inicial que tontamente le había quitado en ediciones anteriores , incluyendo una en la editora en que colaboras. Y como también dices que te gustan los viajes, te quiero enviar por igual mi libro «VENECIA» que presento mañana 31.10.2013 aquí en Acapulco en donde vivo desde el inicio del siglo. Indícame una dirección personal para enviarte esos libros y otros si te interesa. Saludos muy afectuosos MD

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