Los dos consejos que me dio el loco Rodrigo

Después de comer una cemita y un boing de mango

Me dijo que lo único que deseaba en la vida, más allá del dinero y la fama y el amor, incluso más allá del sexo, era conocer, comprender lo que había fuera de su propia cabeza.

Estudio, por Alisa Ras.

La gente que lo conoció no me dejará mentir: Rodrigo Ruiz, el loco Rodrigo, era el hombre más flaco que ha pisado este planeta. Parecía un vagabundo esmirriado o un enfermo terminal, una mezcla ajada de un Emiliano Zapata después de una noche de farras y un Don Quijote soez, con su bigotillo sudoroso parapetando unos labios siempre sonrientes. Daba la impresión de que la tierra le estuviera chupando poco a poco todas las carnes, como si hubiera un peso o una atracción muy potente debajo del asfalto de la que no se pudiera salvar ni desprender, como si el mismísimo diablo estuviera dentro de él, alimentándose de su sangre y de sus entrañas.

Paradójicamente, no era débil ni frágil, en todo caso tenía una complexión fuerte y correosa, tenía el cuerpo de un maratonista africano resistente a todo tipo de escarnios e infortunios, a todo tipo de iniquidades, a todo tipo de demonios, los mismos demonios que tarde o temprano nos van a cargar a todos nosotros. Los mismos demonios que nos van a llevar a la mierda.

Una tarde de hace unos cuantos años, mientras me encontraba sentado en una banca del zócalo de Puebla con un libro de cuentos de J.D. Salinger en las manos, lo vi pasar caminando a pocos metros de mí. El loco Rodrigo comía una nieve de limón y caminaba intermitentemente por la plaza de armas, sin rumbo fijo y yendo a ninguna parte, como si al caminar no caminara o simplemente flotara en el mismo círculo, en el mismo vacío infinito que engullía como un vórtice a la fuente de San Miguel Arcángel, a los vendedores de paletas heladas, a los globos multicolores atiborrados de helio y a los ancianos que paseaban con sus cámaras fotográficas antiguas. Caminaba indiferente ante el calor delirante del mediodía, con el cabello recogido en un chongo medio improvisado, un tambache deslucido colgándole del hombro y un libro en la mano, un mamotreto que no estaba hecho para cargarse en esas condiciones, sino para ser leído en la comodidad de un sillón o de un escritorio, pero lo llevaba cargando como si fuera parte de su mano, una extensión lógica del brazo y del pensamiento.

En todo el rato que lo observé dar vueltas y vueltas por el zócalo nunca lo leyó, ni siquiera lo abrió. Era como si el libro no estuviera allí o ni siquiera existiera, pero el libro ahí estaba: en su mano huesuda, en su mano callosa y fea. Pensé que el loco Rodrigo se sentía muy orgulloso de su lectura y que tenía la imperiosa necesidad de pavonearse ante la mirada de algún tipo, de cualquier tipo como yo que se interesara en ello. Lo que no sabía el pobre es que a los tipos como yo esas cosas nos interesan unos cuantos segundos, nada más por pura curiosidad, pero después nos importan un carajo.

Sin embargo, al igual que el loco Rodrigo, yo también tenía pensado pasearme por todos lados, el pecho inexpugnable y la mirada de cowboy sin miedo a nada ni a nadie, con todos y cada uno de los tomos de En busca del tiempo perdido, aunque no los leyera nunca, nada más por pasear con Proust por puro gusto o para sentir que en cualquier momento que se diera la oportunidad, probablemente nunca, yo estaría preparado.

Había una extravagancia más en el loco Rodrigo que me llamó la atención: en todo ese rato que caminó y caminó en círculos mientras terminaba su nieve de limón estuvo descalzo. Descalzo a pleno mediodía como si se tratara de poca cosa. Me recordó a Calano, el indio gimnosofista, el indio sabio y asceta que vivía desnudo. Calano ya tenía setenta y tres años y llevaba unos cuantos días o semanas sufriendo de un dolor raro en el vientre, un dolor que poco a poco se hacía insoportable. Tenía una fiebre que nunca lo abandonaba y la vida ya le resultaba pesada, abyecta, incluso vulgar. Pidió a Ptolomeo que se le construyera una pira, a la cual llegó en caballo como un conquistador laureado. Hizo plegarias a los dioses, saludó a los macedonios que se hallaban presentes y los exhortó, el bueno de Calano, a que ese día lo pasaran alegremente y en estado de ebriedad junto al rey, Alejandro, al que él volvería a ver en Babilonia. Dicho esto, se reclinó sobre la pira y se cubrió la cara mientras comenzaba a arder poco a poco. Todos escucharon cómo se achicharraba la piel del sabio. Sin embargo, Calano no hizo el menor movimiento cuando lo quemó el fuego, sino que se mantuvo en la misma postura inicial. Murió entre las llamas sin alaridos ni llantos ni gritos, delante de todo el ejército macedonio, delante de los hombres más temibles y salvajes de esa época, el flaco y desnudo Calano, sin hacer ni un solo gesto de dolor. Parecía una historia inventada, pero ahí estaba yo: testigo terrible de la resurrección del indio gimnosofista en un chivo flaco que caminaba descalzo y comía nieve de limón.

No supe si preocuparme ante lo que veía o si hincarme ahí mismo y ponerme a rezar, a llorar, a agradecer el milagro de la sencillez que estaba contemplando. Por supuesto, no hice nada de eso. Lo que hice fue cerrar el libro de Salinger y caminar directamente hacia él, dispuesto a saludarlo, a conocerlo, decidido a saber más acerca de la biblia que cargaba con su mano cadavérica o simplemente a irme con él a una taberna de mala muerte a tomar pulque hasta que se nos pusieran los ojos vidriosos y la sangre espesa.

Ninguno de los dos autores me gustaba realmente, pero lo que dijo el loco Rodrigo me interesó a pesar de no comprender bien a bien de qué hablaba. ¿Sólo ellos hablan de la felicidad?, le pregunté. Sí, me dijo, de la felicidad perfecta.

Al principio pareció asustarse y ponerse en guardia, como si no supiera que había más personas a su alrededor o como si, chúcaro y ensimismado, fuera un animal a punto de defenderse a muerte de su depredador, pero después de unos segundos me regresó el saludo y me dijo su nombre. ¿Cómo estás?, le pregunté. Tranquilo, me respondió, bastante tranquilo. Como no me regresó la pregunta, inquirí acerca del libro que cargaba. Me lo mostró: era la biografía del Che Guevara, de Paco Ignacio Taibo II. Le dije que de Taibo II había leído Temporada de Zopilotes, pero la biografía del Che nunca. Pues deberías, me dijo, deberías leerlo y también todo lo que haya escrito García Márquez. Sólo ellos saben hablar de la felicidad y de los rasgos más desagradables de los hombres, y además hacerlo en el mismo párrafo sin hacer el ridículo.

Ninguno de los dos autores me gustaba realmente, pero lo que dijo el loco Rodrigo me interesó a pesar de no comprender bien a bien de qué hablaba. ¿Sólo ellos hablan de la felicidad?, le pregunté. Sí, me dijo, de la felicidad perfecta. ¿Y qué carajos es eso? Pues la plenitud, no hay más. ¿Y cuáles son esos rasgos desagradables de los hombres?, seguí indagando con un poco de mala leche o de un sano escepticismo ante la sospecha de que los pocos escritores que lograban la proeza que me presumía el loco Rodrigo eran o muy malos escritores o genios que ya habían muerto o simplemente sórdidos charlatanes. ¿En uno mismo o en los demás?, me preguntó antes de acabarse su nieve de limón. En los demás, le dije. El ser unos criticones hijos de perra. ¿Y en uno mismo? La pereza, la desidia, el no tener ningún compromiso. ¿Compromiso con qué?, pregunté. Compromiso con las cosas, con las cosas en general, me respondió. Lo dejé por las buenas. Mejor así.

Lo invité a tomar una cerveza. Me dijo que no bebía alcohol pero que en cambio me aceptaba una cemita y un boing de mango. Caminamos unas cuantas cuadras casi sin dirigirnos la palabra. Al bajar por la 3 Oriente, justo a la altura de la Facultad de Filosofía y Letras, realizó una breve y tortuosa disertación sobre la falsedad de los argumentos ontológicos de Anselmo de Canterbury y Descartes —a los que tildó de embaucadores—, la cual abandonó sin el menor reparo cuando doblamos a nuestra izquierda en la 4 Sur y nos topamos con el Templo del Espíritu Santo, la iglesia de la Compañía de Jesús. Su fachada siempre me había parecido un tanto contradictoria: en la parte alta era barroca y blanca y lograba suscitar en el pecho una conmoción sacramental, casi mística; en la parte inferior, barrotes carcelarios custodiaban sus puertas. El loco Rodrigo me dijo que tenía dos tíos jesuitas y que estaba seguro de que ambos eran ateos. Incluso más, me dijo, y dobló a la derecha por Juan de Palafox y Mendoza.

Se mantuvo callado durante las siguientes dos cuadras. Lo único que pude sonsacarle fue que, en otro tiempo, en otro tiempo ya lejanísimo, me dijo, había vivido en Barcelona y en Vancouver y había tenido que sobrevivir a costa de toda suerte de trabajos precarios e inverosímiles que machacaban las espaldas y el espíritu de los más fuertes. Llegamos al Parián y nos metimos a La Poblana, una fondita que estaba en una esquina, donde a juicio del loco Rodrigo se hacían las mejores cemitas de México. Yo me pedí una cerveza Victoria y un plato de frijoles charros, el loco Rodrigo se pidió su cemita de milanesa de pollo y su jugo de mango.

En general, la tarde transcurrió de forma pausada y sosegada. Platicamos de todo un poco, siempre con la distancia y la impersonalidad de los primeros encuentros. Mientras comía el loco Rodrigo apenas y contestaba mis preguntas o si lo hacía era con monosílabos o respuestas distantes y frías.

Cuando terminó su cemita se le aflojó la lengua. Los temas que le interesaban eran tan variados como improbables. Me dijo que la única persona viva a quien admiraba era a su madre, que ella era la única heroína que había en el mundo y que lo demás era puro cuento. Me dijo que no era feliz, que nadie era feliz verdaderamente y que quien dijera lo contrario estaba mintiendo o simplemente recordando viejos tiempos, añorando los años de la infancia, de la casa familiar, de las tardes enteras usadas en jugar al futbol. Me dijo que lo único que deseaba en la vida, más allá del dinero y la fama y el amor, incluso más allá del sexo, era conocer, comprender lo que había fuera de su propia cabeza. El conocimiento es el único amor, me dijo, y la perdurabilidad de las amistades, esas amistades largas con las que siempre se puede contar a pesar del tiempo o de la distancia, el único orgullo al que podemos aspirar los hombres.

Era muy convincente. Yo lo escuchaba, sonreía y le daba sorbos a mi cerveza. Después de unas horas argüí que tenía una cita con mi novia y me despedí de él. Le di mi teléfono y el loco Rodrigo quedó de ponerse en contacto conmigo. No esperaba que me llamara y no lo hizo.

Pasaron varias semanas hasta que me lo volví a topar en una librería de usados en la 3 Sur. Creo que iba vestido exactamente igual que cuando lo conocí, con las ropas deshilvanadas y el tambache colgándole del hombro, pero esta vez no comía nieve de limón ni cargaba con el mamotreto de la vida del Che. En cambio, esta vez descubrí, no sin sorpresa ni temor, que el loco Rodrigo cargaba con una pistola entre el espinazo y el cinturón. Estaba a punto de salir de ahí cuando me vio y me saludó. ¿Me estás siguiendo?, me preguntó con la misma sonrisa de siempre. Me dio la impresión de que estaba dispuesto a descerrajarme tres o cuatro balazos ahí mismo si no le respondía rápido. No, le dije, vine a buscar unos libros. Se tranquilizó y arguyó que las casualidades de la vida no existían y que si nos habíamos topado era por algo. Busca tus libros y después me toca a mí invitarte las cervezas. Yo estaba buscando ¿Qué es la filosofía antigua? de Pierre Hadot, un libro que ya habían descontinuado hace muchos años. No lo encontré.

El conocimiento es el único amor, me dijo, y la perdurabilidad de las amistades, esas amistades largas con las que siempre se puede contar a pesar del tiempo o de la distancia, el único orgullo al que podemos aspirar los hombres.

A la mitad de mi búsqueda frustrada el loco Rodrigo se acercó y me dijo que iba a pagar su libro y que después nos moveríamos a una cantina que él conocía. El libro era el primero de El Señor de los Anillos, de Tolkien. Nunca pensé que te interesara eso, le dije con cierto tono de pedantería. Me respondió que le interesaba todo y que además quería aprender del verdadero heroísmo y del honor de Aragorn, hijo de Arathorn, heredero de Isildur, señor de los Dunedain, heredero del trono de Gondor y capitán de los montaraces del norte. Me dijo que quería aprender de la vida y del valor. Eso está muy bien, le dije. Pagó y nos fuimos a una cantina cercana que el loco Rodrigo conocía.

Llegamos a la cantina justo cuando la lluvia se soltó. Esa tarde el loco Rodrigo estuvo más elocuente que nunca. Habló de la vida en general, pero sobre todo de las miserias y de las desgracias humanas. Me dijo que la cualidad que más le gustaba en un hombre era la lealtad. ¿Y en las mujeres? La risa, me dijo, la risa dulce y tranquilizadora, la paz de una mujer que ríe despreocupadamente. Me dijo que lo único que le daba miedo, miedo de verdad, era ser enterrado vivo, pero no por la muerte atroz, no, sino por el silencio, el silencio puede más que la muerte o la vida misma, el silencio destroza el espíritu, despelleja la piel, quema el alma. Le pregunté si no le temía a la muerte. Me dijo que no, que eso era de cobardes, que lo único que temía era saber que ya estaba entrado en años y que aún no había vivido todo lo que tenía que vivir, que no había vivido lo suficiente. En el momento adecuado, cuando ya le hubiera sacado todo el jugo a la existencia, claro que le gustaría morir, una muerte rápida, directa, como en un accidente o algo parecido.

Estuvimos en la cantina por muchas horas mientras esperábamos que dejara de llover. El loco Rodrigo pedía más cerveza cada vez que yo me terminaba una. Él no bebió alcohol en ningún momento, sólo le daba tragos a su boing de mango y comía cacahuates. Inevitablemente, mientras más me emborrachaba menos podía dejar de pensar en que el hombre tan peculiar que tenía delante de mí estaba armado. Después de la octava o novena cerveza me armé de valor y le pregunté por qué carajos cargaba con una pistola. Por seguridad, me respondió. Porque hoy no se sabe cuándo tendrás que defenderte a muerte. Porque si me topo alguna vez con Javier Duarte, el hombre más miserable que ha existido, te juro que lo reviento. Pasaron varios minutos de silencio hasta que me dijo que más que nada era por costumbre, porque en otro tiempo había tenido que usar esa misma arma varias veces y que ya no se sentía él mismo, como si le faltara un brazo o un ojo, si no la llevaba consigo.

Como no era la primera vez que usaba la expresión en otro tiempo le pregunté cuántos años tenía. Los suficientes, me dijo. Pagó la cuenta y me pidió que lo acompañara a su casa, que no estaba a más de tres o cuatro cuadras de distancia, porque me quería regalar una garrafa de pulque curado que iba a desperdiciarse si permanecía en su dominio. Por supuesto, acepté encantado.

El diluvio fue más fuerte que nuestra voluntad furtiva y nos mojamos hasta el culo, pero llegamos. Era una casa vieja y amplia que parecía a medio acabar, como casi todas las casas del centro; era chiquita, tenía muchas plantas y olía raro, como a humedad, pero no, no era humedad, era otra cosa, algo más rancio, más sofocante. Me sorprendió que tuviera dos perros, dos pastores alemanes que se llamaban Lucas y Tiago. Las bestias casi se orinan de la felicidad cuando el loco Rodrigo les dio de comer unos pedazos de pollo que había comprado en la cantina.

Su cuarto era oscuro y desordenado, por todos lados había platos sucios, periódicos y libros maltratados. Quitó el ajuar de ropa que había en una silla y me la ofreció. También me ofreció una jerga de colores que olía a sudor y a fogata. No vaya a ser que te me pongas malo, me dijo. Después de colocar sus llaves y su pistola en la mesa de su cuarto me pidió que lo esperara ahí, que no tardaba, que sólo iba a buscar la garrafa de pulque curado a la alacena de abajo. Creo que no le respondí: yo sólo tenía atención para el arma de fuego que me apuntaba directamente a la boca del estómago. Decidí levantarme y cambiar mi camisa mojada por la vieja jerga de colores. Acto seguido, caminé hacia la mesa y de la manera más cuidadosa posible, apenas con dos dedos sigilosos, apunté el arma en otra dirección, pero nunca la cargué ni la sostuve en mis manos a pesar de la enorme tentación y de las sensaciones, parecidas al vértigo, que se apoderaban de mí.

Regresé a mi lugar y noté que en su mesita de dormir había un pedazo de papel que parecía arrancado de una revista. Era un cuestionario a medio responder. Lo leí sin el menor empacho. Ante la pregunta de cuál consideras que es la virtud más sobrevalorada el loco Rodrigo respondió que la amabilidad. Ante la pregunta de en qué persona te gustaría reencarnar cuando mueras (tachó lo de persona y escribió cosa), respondió que le gustaría reencarnar en un león, en un león sereno y poderoso que pudiera dormir veinte horas al día. ¿Qué es lo que más detestas? Cuando alguien puede ayudar a alguien y no lo hace. ¿Qué talento te gustaría tener? Saber qué decir y decirlo en el momento adecuado. ¿En qué ocasiones recurres a la mentira? Cuando no quiero aceptar la verdad.

Terminé de leer las pocas respuestas que llevaba el loco Rodrigo y volví a colocar el cuestionario en su mesita de dormir justo cuando cruzó la puerta, con la garrafa de pulque curado y un vaso en una mano, y con un paquete de galletas saladas y un paté de cerdo en la otra. Estuvimos el resto de la noche conversando sobre literatura. El loco Rodrigo era un lector voraz, pero tenía muy mal gusto. No importó: la pasamos bastante bien. Cuando llegó la hora de irme la lluvia al fin había cesado y a través de los ventanales ya despuntaba el alba, la garrafa de pulque curado tenía un tercio menos. Le agradecí todas sus atenciones y le pedí su número de teléfono. Me dijo que él no tenía teléfono, que no creía en esas cosas. Bueno, entonces llámame tú, me gustaría volver a verte. Lo haré, me dijo.

Terminé de leer las pocas respuestas que llevaba el loco Rodrigo y volví a colocar el cuestionario en su mesita de dormir justo cuando cruzó la puerta, con la garrafa de pulque curado y un vaso en una mano, y con un paquete de galletas saladas y un paté de cerdo en la otra.

Cuando nos despedimos, en la puerta de su casa, me dijo que, si le perdonaba la imprudencia y la insensatez, le gustaría darme dos consejos que le habían servido a lo largo de su vida. El primer consejo que me dio, con la impasibilidad y la serenidad de un sabio milenario, fue que nunca hiciera lo que no quería que me hicieran. No era la primera vez que lo escuchaba de sus labios, en todo caso varias veces noté que lo repetía y lo repetía para sus adentros, pero era la primera vez que me lo decía a mí, que me regalaba ese pensamiento a mí. Esa es mi regla de oro, me dijo. Yo le repliqué que esa era la regla de oro en general, la regla de oro de todos los seres humanos. El loco Rodrigo no me escuchó o me ignoró deliberadamente.

El segundo consejo, más inopinado que el primero, fue que si quería aprender de la soledad, de aquella soledad pendenciera que sólo sufren los hombres de verdad y las rameras de poca monta, además de derrochar mi pequeña fortuna en las mancebías, debía procurar participar, cada vez que pudiera, en populosas orgías que duraran más de dos días y dos noches. En caso de que se diera la oportunidad, pero no siempre, por dios, no siempre, que duraran más de tres días y tres noches. Hazlo, me dijo, practica el coraje y sabrás de lo que te hablo.

Nos tendimos la mano, le agradecí nuevamente por la garrafa de pulque curado y por la jerga de colores (la cual prometí devolver a la primera oportunidad) y nos deseamos buena suerte. Nunca más lo volví a ver. ®

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Publicado en: Narrativa

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