De nuevo un hombre empeñado en la autopromoción internacionalmente itinerante, otra vez un texto revelador, rompedor y estruendoso. Y una vez más la entusiasta recepción no del mundillo intelectual y académico pero sí de cierto público ignaro y siempre presto a celebrar y aceptar como buena cualquier novedad.
La luz de los sueños alumbra un espacio vacío.
—Ernst Bloch
A la historia la hieren toda clase de delincuentes; unos involuntarios, otros con premeditación, alevosía y ventaja. Cuando Dantón soltó aquello de “audacia, audacia y más audacia”, nadie podía imaginar que más de doscientos años después algunos paisanos suyos adoptarían con entusiasmo esa divisa. No, ciertamente, para impulsar la acción política con una dura determinación, sino para incursionar en el ancho campo que el lirismo y el desparpajo abren a la elucubración y a la libérrima interpretación de la historia y del pensamiento teórico acumulado.
En el número de Replicante correspondiente a mayo del año anterior, gracias a Michel Onfray —otro francés— pude auto administrarme una dosis de sano esparcimiento recorriendo el audaz mal-trato que este hombre hizo de Kant, en una de sus muchas “bombas editoriales” que, presentadas como desacralizadoras obras filosóficas, se anuncian con fanfarrias ante cámaras y prensa y se venden como si cerveza fuesen.
Al enterarme de que otro francés (Christian Duverger, Crónica de la eternidad. ¿Quién escribió la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España?) había parido otra bomba de ésas no pude evitar la mítica sensación de déjà vu: de nuevo un hombre empeñado en la autopromoción internacionalmente itinerante, otra vez un texto revelador, rompedor y estruendoso. Y una vez más la entusiasta recepción no del mundillo intelectual y académico pero sí de cierto público ignaro y siempre presto a celebrar y aceptar como buena cualquier novedad.
Con evidentes y fundamentales deudas con el positivismo del siglo XIX, durante mucho tiempo ha prevalecido la historia descriptiva; ésa en la que a los niños y a los estudiantes de historia se les conmina a memorizar extensas listas de reyes, caudillos, batallas y fechas “importantes”. Una historia en la cual se puede llegar a saber el qué, el cuándo y el donde, pero difícilmente se alcanza a comprender el cómo y sobre todo el por qué.
A su tiempo surgirían multitud de fragmentos, quizá sobre la remoción de las aguas hasta entonces tranquilas efectuada por los historiadores marxistas: el estructuralismo, la historia económica, la historia de las crisis, la historia de la cultura, la historia de la psique e incluso la microhistoria, que no sólo confunde la historia con la crónica y la labor interpretativa con el espulgar en los archivos y el “trabajo de campo”, sino que además pretende obtener conclusiones y establecer generalizaciones a partir de la vida cotidiana de cualquier aldehuela.
Con el repuntar de la novela histórica algunos historiadores (o sociólogos o filósofos o antropólogos o lo que sea) avispados, al ver el éxito ajeno decidieron convertirse en narradores y empezaron a producir híbridos de historia-cuento-ficción-novela policiaca.
Pero hete aquí que con el repuntar de la novela histórica algunos historiadores (o sociólogos o filósofos o antropólogos o lo que sea) avispados, al ver el éxito ajeno decidieron convertirse en narradores y empezaron a producir híbridos de historia-cuento-ficción-novela policiaca. Algunos incluso incursionaron con fortuna en la televisión, escribiendo los guiones y produciendo historietas amenas para el llamado gran público.
En su época Schiller advertía contra el riesgo —para que se vea que el problema es añejo— de que la historia universal se convirtiese en un mero agregado de fragmentos, pues de ese modo no merecería el nombre de ciencia. “Donde el erudito pedestre disecciona, el espíritu filosófico reúne”.
Acá en nuestro tiempo los eruditos, pedestres pero exitosos, emprenden las dos actividades a la vez; sólo que a menudo diseccionan ahí donde debieran reunir y reúnen cuando tendrían que diseccionar. Y cuando no cabe ni una cosa ni la otra simplemente recurren a la “deducción creativa” y al “supuesto plausible”. Los más desenfadados no dudan para introducir al Deus ex machina de la inserción sin más —en medio de un mar de datos, nombres y fechas— de trozos “novelados”, que no demostrarán nada pero siempre servirán para llenar esos incómodos y molestos huecos que su labor historiográfica no alcanza a cubrir.
Si Onfray pretendió haber descubierto en Kant antecedentes filosóficos y axiológicos del nazismo, su coterráneo intenta convencer a quien quiera escucharlo de que él es otro descubridor, esta vez de que —en este punto no estaría mal un circense redoble de tambores— la Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, en realidad no fue escrita por él sino por Hernán Cortés.
Como estos historiadores no son tales sino narradores y escritores de bestsellers, también Duverger ha paseado su obra por medio mundo, con presentaciones y firmas del libro, entrevistas e incluso con peticiones de ellas ahí donde no ha sido requerido. En México, por ejemplo, el reportero “de cultura” Ángel Vargas (La Jornada, 4 de febrero de 2013) engulle todo lo que Duverger le cuenta y sin mayores averiguaciones empieza su nota proclamando que éste “echa por tierra todo un hito”, da por buenas y con valor axiomático todas las ocurrencias que Duverger ha soltado ante los cuestionamientos que otros le han hecho (ya veremos algunos de ellos) y finalmente, con una candidez enternecedora concluye que, la de este descubridor atlántico, es una visión “apoyada en muchos datos”, pues en el libro hay nada más y nada menos que “40 páginas de citas” y, por ello mismo, “no es, entonces, una fantasía”.
Y si esto hace alguien que escribe en secciones culturales, ¿qué se puede esperar de los opinantes políticos? Ciro Gómez Leyva (Milenio, 15 de febrero), bajo un título muy de su estilo: “La bomba que acaba de arrojar el francés Duverger”, se suma a estas extravagancias. “No he leído Crónica de la eternidad, el libro de Christian Duverger” es su confesión de entrada, lo cual no le impide a continuación lanzarse a hablar de él, recogiendo también lo que “el francés” dice de sí mismo y de su obra, y remata su breve y muy ligera nota con el autoelogio de Duverger: “Yo pertenezco a una escuela de historiadores que fomentan la duda como método”. Y sí, aunque esta clase de dudas poco tienen de metódicas y en estos casos, incluso, no son dudas en modo alguno sino despropósitos que se intentan vender como certezas recién descubiertas, fundadas en el muy sólido “método” de la especulación o de la llana ficción.
Por el mismo estilo y en el mismo diario pero un día después, Carlos Puig (“Ni en Bernal Díaz del Castillo se puede confiar…”) deja sentado que es un lector de la Historia… de Bernal, de sus 700 páginas en la modesta edición de 1955 de Porrúa, si bien Puig afirma haberla leído en una “edición de superlujo en dos tomos de gran formato” existente en su casa paterna; que siempre estuvo agradecido con Díaz del Castillo… hasta que llegó a sus manos la bomba duvergeriana a la que califica, seguramente sin darse cuenta de las obvias implicaciones, de obra “escrita como una novela de aventuras con tintes detectivescos”.
Más inteligentes, menos crédulos y con más oficio fueron quienes entrevistaron a dúo a Duverger en las páginas de Nexos, Aguilar Camín y De Mauleón. Ante la existencia aseverada por aquel de “una convergencia de pruebas” que señalarían que Bernal no habría sido el autor de la Historia verdadera…, los entrevistadores le piden que indique algunas de ellas. La respuesta de Duverger no sólo es sintomática sino de antología: “Como el libro se presenta un poco como una novela policiaca, sería fatal revelar el detalle de la intriga”. Más adelante, al ser inquirido sobre las pruebas documentales que —arguye— señalarían a Cortés como el verdadero autor, el novelista disfrazado de historiador insiste: “No se puede resumir un libro que desarrolla esta encuesta a través de 300 páginas y a través de una progresividad racional […]. De verdad, hay que leer el libro para tener la respuesta”. Es decir, cómprenlo y sólo así, pagando, se enterarán del desenlace de este thriller.
Arrinconado por la apelación de los entrevistadores a documentos que contradicen los descubrimientos de Duverger, éste se desembaraza de ellos con desplantes y no con argumentos. “Usted desecha”, le cuestionan, “el testimonio de Alonso de Zorita, quien afirma que conoció a Bernal en Guatemala entre 1553 y 1556 […]. Según Zorita, en esos años Bernal le dijo que escribía ‘la historia de aquella tierra’ y le mostró parte de lo escrito. ¿No es mucho desechar?” El Agatha Christie de la historia responde: “Mi método siempre es el mismo. Doy la cita in extenso y en su contexto: así cada quien puede forjarse su opinión”, y enseguida de esta respuesta que no responde nada y que sería por lo menos insólita en un historiador, minimiza el pasaje documental como una “notita”.
Desecha igualmente el testimonio de Torquemada: “Yo conocí en la ciudad de Guatemala al dicho Bernal Díaz, ya en su última vejez y era hombre de todo crédito” porque, dice, es contradictorio con este otro: “No he salido de esta Provincia del Santo Evangelio (México central) ni peregrinado a Yucatán, Guatemala y Nicaragua”. Si Torquemada era un mentiroso —y además parte de una auténtica conjura que atraviesa países y épocas, como se verá—, ¿por qué tomar por falsa la primera aseveración y no la segunda?
Los entrevistadores insisten. “Si Bernal no es el autor de la Historia verdadera…, ¿cómo llegó a él el manuscrito?” Aquí Duverger acude a uno de los pasajes más novelescos de su “investigación”, “una rocambolesca sucesión de azares extraordinarios” según Guillermo Serés, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona y responsable de la edición de la Historia verdadera… en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española. Según Duverger, Cortés habría redactado la multimencionada obra en 1547, poco antes de morir, pero permaneció oculta durante casi veinte años. Resurge en 1566 y es enviada a América para legitimar la causa de los tres hijos de Cortés, que en la Nueva España sufrían toda clase de desgracias. Uno de esos hijos, Martín, la reenvía a Guatemala donde residía entonces Bernal, y el malvado hijo de éste, Francisco, se apropiaría el manuscrito y lo atribuiría a su padre. De ese modo, afirma sin parpadear Duverger, “el manuscrito que llevaba Martín Cortés con él tuvo que [aquí y en todos los casos el subrayado es mío] tomar el camino hacia Guatemala, a manos amigas”.
Según Duverger, Cortés habría redactado la multimencionada obra en 1547, poco antes de morir, pero permaneció oculta durante casi veinte años. Resurge en 1566 y es enviada a América para legitimar la causa de los tres hijos de Cortés, que en la Nueva España sufrían toda clase de desgracias.
Los entrevistadores no ceden. El paso del manuscrito de las manos de los hijos de Cortés a las de Bernal “es un tramo particularmente conjetural de su libro, con certidumbres más propias de una novela que de una historia”. ¿Por qué le enviarían los hijos de Cortés la crónica a Bernal, si el propio Duverger insiste en que éste era un soldado iletrado, que no aparece en las listas de conquistadores ni Cortés lo menciona en parte alguna? Una vez más la respuesta es antológica: “La vida propia de un manuscrito siempre se asemeja a una novela. En este caso, lo más probable es que el manuscrito llegara a manos de Bernal por ser conocido de alguien del círculo cortesiano. Pero yo no propongo ninguna conjetura: digo no sabemos”. Cualquiera se preguntaría: ¿y si “no sabemos” por qué lo afirma? Y aún más, ¿cómo puede convertir eso que no sabe en uno de los principales pilares de su “descubrimiento”? Pero todo ello es posible en el reino de “lo más probable” y cuando se atribuyen convenientemente caracteres novelescos incluso a los manuscritos y sus destinos.
Y así continúa Duverger, descalificando documentos al asignarles rasgos que más bien le corresponderían a él: “la presunta cédula de Aguilar que otorga una encomienda a Bernal Díaz el 6 de febrero de 1527 tiene todos los rasgos de una burda falsificación”; un documento que muestra a Bernal firmando en la Villa Rica en 1519, descubierto por Rodrigo Martínez Baracs, “es más novelesco que lo que podríamos imaginar”, “siempre dudé mucho de la veracidad del documento”, etcétera.
Como colofón en más de un sentido, Duverger termina su libro con un “Epílogo imaginario” en el cual Cortés mantiene una conversación con su primer editor, el fraile mercedario Alonso Remón. Ahí el Cortés ficticio insinúa que Bernal Díaz del Castillo en realidad era un tal Sánchez Pizarro. Preguntado si, entonces, no el Cortés imaginado sino el Duverger real sostiene semejante extremo, este contesta: “Si terminé mi libro con un ‘epílogo imaginario’ es precisamente para ofrecer al lector la posibilidad de cerrar la historia a su manera. Es una conclusión interactiva que conserva su dosis de misterio”. ¿Hace falta algún comentario al respecto?
Si a alguien le interesara echar un vistazo a los yerros (historiográficos) y las bondades (para el propio autor) de su método dubitativo, podrá encontrar un breve y en modo alguno exhaustivo resumen en la nota de Serés, en la edición digital de El País del 21 de febrero del año de gracia de 2013.
Aquí —convencido como siempre he estado de que no se puede tratar seriamente lo no serio— me limitaré a concluir que, de ser ciertos los devaneos misteriosos, interactivos, novelescos e imaginarios de Duverger, nos encontraríamos con un Hernán Cortés bipolar, bifronte como el dios Jano y escindido en una doble personalidad, una de las cuales se auto alaba mientras la otra se auto denigra.
De tal manera que tanto el libro de López de Gómara como el de Díaz del Castillo en realidad tendrían ambos la paternidad de Cortés: uno escrito por encargo, con las instrucciones y los documentos proporcionados por él a López de Gómara, y el otro, como ya hemos visto, escrito directamente por Hernán y plagiado y apropiado a través de vericuetos hollywoodenses por Díaz del Castillo.
Me explico. Según una versión muy extendida, Francisco López de Gómara habría escrito su Historia de las Indias y conquista de México a sueldo y por encargo de Hernán Cortés. De ello jamás han existido pruebas incontrovertibles y sí datos que lo contradicen (véase, para un estudio más reciente, el ensayo de María del Carmen Martínez Martínez, de la Universidad de Valladolid, “Francisco López de Gómara y Hernán Cortés: nuevos testimonios de la relación del cronista con los marqueses del Valle de Oaxaca”, en Anuario de Estudios Americanos, 67, 1, enero-junio, 267-302, Sevilla, 2010). Duverger comparte este extendido convencimiento, pues le viene como el proverbial anillo al proverbial dedo para sus propósitos. Llevado por su espíritu, innovador por sobre todas las cosas además de novelesco, aquel atribuye alegremente a Cortés cualidades de pensador y teórico de la historia y afirma que el conquistador mayor consideraba que existían dos maneras de hacer historia: la documental y la testimonial. Y fue por ello, continúa Duverger, que Cortés por un lado contrató a un amanuense en la persona de López de Gómara para que redactara la historia de la Conquista a partir de sus archivos, y por el otro se dio a la tarea de escribir él mismo la parte meramente testimonial —que vendría a ser la Historia verdadera… robada por Bernal—, recurriendo para ello a la invención de un soldado anónimo.
De tal manera que tanto el libro de López de Gómara como el de Díaz del Castillo en realidad tendrían ambos la paternidad de Cortés: uno escrito por encargo, con las instrucciones y los documentos proporcionados por él a López de Gómara, y el otro, como ya hemos visto, escrito directamente por Hernán y plagiado y apropiado a través de vericuetos hollywoodenses por Díaz del Castillo.
El primero ciertamente es elogioso, en ocasiones casi ditirámbico, hacia la figura y las acciones de Cortés; pero también contiene visiones críticas de la propia Conquista. Sin embargo en el otro —escrito según Duverger, téngase en cuenta, por Hernán—, apenas en el inicio se encuentra un parágrafo que reza: “De los borrones y cosas que escriben los cronistas Gómara e Illescas acerca de las cosas de la Nueva España”. En ese pasaje Cortés-Bernal la emprende contra el Cortés-Gómara en estos términos:
… y desde el principio y medio ni cabo no hablan lo que pasó en la Nueva España, y desde que entraron a decir de las grandes ciudades tantos números que dicen que había de vecinos en ellas, que tanto les da decir ochenta mil como ocho mil; pues de aquellas matanzas que dicen que hacíamos, siendo nosotros cuatrocientos soldados los que andábamos en la guerra, harto teníamos que defendernos no nos matasen y nos llevasen de vencida… Dicen que derrocamos y abrasamos muchas ciudades y templos, que son cúes, y en aquello les parece que placen mucho a los oyentes que leen sus historias y no lo vieron ni entendieron cuando lo escribían; los verdaderos conquistadores y curiosos lectores que saben lo que pasó, claramente les dirán que si todo lo que escriben de otras historias va como lo de la Nueva España, irá todo errado.
Indignado Cortés contra sí mismo, remata en el mismo lugar: “En todo escriben muy vicioso. Y para qué yo meto tanto la pluma en contar cada cosa por sí, que es gastar papel y tinta. Yo lo maldigo, aunque lleve buen estilo”.
En la realidad y no en la novela “histórica” se trata, con estas dos obras, de dos maneras de ver la historia, “de dos interpretaciones de los hechos desde diferentes perspectivas sociales, culturales y presenciales”, como atestigua con sensatez Alicia Mayer en su recensión de la excelente e informada edición crítica del libro de Bernal Díaz del Castillo emprendida por José Antonio Barbón Rodríguez en 2005.
Todavía más, en otros pasajes de esta obra podemos encontrar indicios adicionales de la doble personalidad del Cortés de Duverger, que insiste en atacarse a sí mismo. “E por que estoy arto de mirar en lo que él [Gómara pero en realidad Cortés, según Duverger] va fuera de lo que pasó”; “las palabras que dice Gómara en su Historia son todas contrarias de lo que pasó”.
Y así podría seguir hasta el infinito, pero allá cada cual con lo suyo, que con su pan se lo coman y Dios le bendiga a Duverger sus diez años de investigación, que así podrían haber sido cien si no leyó o leyó dormido el libro de Bernal.
Y si bien en ocasiones Bernal [es decir Cortés según Duverger, insisto] compara a Hernán con Alejandro Magno como un “conquistador excepcional”, en otra parte denuncia el interés de Cortés por el oro, “de manera que quedaba muy poco de parte [esto es, para los soldados] y con todo se quedaba Cortés, pues en aquel tiempo no podíamos hacer otra cosa sino callar, porque demandar justicia sobre ello era por demás”. Si para Torquemada Cortés era notable por su piedad y su caridad, el Cortés-Bernal decía de sí mismo que tenía “grandes mañas”.
Y así podría seguir hasta el infinito, pero allá cada cual con lo suyo, que con su pan se lo coman y Dios le bendiga a Duverger sus diez años de investigación, que así podrían haber sido cien si no leyó o leyó dormido el libro de Bernal.
¡Ay, Dantón! Cuántas sandeces y cuántos bestsellers se han dicho y escrito en tu nombre. ®