Una noticia de color entre las idas y vueltas del presidente Santos y las disputas políticas por la Alcaidía de Bogotá. Los monumentos de Cartagena amanecieron con frondosas pelucas afros. La insólita intervención fue llevada a cabo ante la atónita mirada de los ciudadanos.
Fredonia flota a 45 minutos del centro. Un barrio populoso que le fue ganando territorio al agua y a los manglares. Es un sector de relleno, víctima de innumerables inundaciones. Nelson Fory sube al bus todas las mañanas. Él vive allí hace apenas un año. Es oriundo de Nuevo Paraíso, la comunidad que está del otro lado del canal de agua de lluvia que desemboca en la Ciénaga de la Virgen, una especie de zanja abierta contaminada con aires de frontera natural. Sus abuelos llegaron a principios del siglo pasado cuando el territorio era netamente rural.
Tenemos un artista en el barrio. El comentario se repite. Cecilia del Carmen Ferreira Ospino siente orgullo por su hijo. Los vecinos escuchan a Nelson en la radio. Lo ven la tele. El hijo menor de cuatro hermanos pudo estudiar gracias al esfuerzo de su madre y al impulso inicial de Nelson Del Jesús Fory, su papá, un mecánico que se especializó en reparar motores de buques y que por las noches escribía un diario de vida con anécdotas y reflexiones.
“—Como tú eres bueno para dibujar, pintar y eso, yo quiero que usted estudie artes.
—Bueno papi, si usted me ayuda en mis estudios… Es eso lo que yo sé hacer.”
Fredonia flota a 45 minutos del centro. Un barrio populoso que le fue ganando territorio al agua y a los manglares. Es un sector de relleno, víctima de innumerables inundaciones. Nelson Fory sube al bus todas las mañanas. Él vive allí hace apenas un año. Es oriundo de Nuevo Paraíso, la comunidad que está del otro lado del canal de agua de lluvia que desemboca en la Ciénaga de la Virgen, una especie de zanja abierta contaminada con aires de frontera natural.
En el viaje en bus desde Fredonia hasta el casco antiguo de Cartagena de Indias se evidencia lo evidente. Mirar por la ventanilla es una experiencia diacrónica en plano secuencia. Las estadísticas se materializan. La pobreza está focalizada en las laderas del Cerro de la Popa y en los barrios aledaños a la Ciénaga. Según un informe del Centro de Estudios Económicos Regionales en la zona no sólo se concentra la población más pobre sino la de menores logros educativos. En los barrios cartageneros de mayor pobreza existe también una alta proporción de habitantes que se reconocen de raza negra. Pero en la Cartagena que amurallaron los españoles, habitaron las élites y magnificaron los productores de cine, la fiesta continúa y suceden pocas cosas interesantes. Tan pocas que se pueden sintetizar en un folleto turístico. Son postales, escenificaciones que ocurren metódicamente cada día: el vendedor de arepas, el guía misterioso, la chiva en rumba, el barbero de Ralph.
“Lo que yo hago es arte netamente político. Mi padre fue mi inspirador. Cuando surgía algún tema conflictivo en torno a los problemas raciales, él repetía siempre la misma frase: Yo soy negro.”
Vicky Dávila es rubia. La periodista de RCN, la cadena televisiva más importante de Colombia, conduce un segmento del noticiero. En plano medio y con un gigante monitor a su lado, en el resumen político del lunes 16 de mayo de 2011 se cuela una noticia de color entre las idas y vueltas del presidente Santos y las disputas políticas por la Alcaidía de Bogotá. Los monumentos de Cartagena amanecieron con frondosas pelucas afros. La insólita intervención fue llevada a cabo ante la atónita mirada de los ciudadanos. La UNESCO declaró el 2011 como año internacional de los afrodescendientes. En Cartagena se celebra la Semana de la Afrocolombianidad con seminarios, conciertos y eventos culturales. La crueldad del tiempo televisivo es la excusa perfecta para la omisión. La noticia fue presentada con un inocuo tono humorístico. Un típico fallido de humor negro.
“Cuando recorres los barrios sudorientales el contraste es desolador. No hay presencia de autoridades. Nosotros tenemos aspiraciones de ser alguien. Yo sigo viviendo en el mismo barrio y creo que moriré en él.”
Nelson viaja. Jeans prolijos, camisa a cuadros, mangas cortas y zapatos. El celular suena reiteradamente. Le espera un día intenso. Coordinar la logística de las Jornadas de Afrocolombianidad y luego dirigirse hacia el extremo norte de la ciudad para participar como asistente técnico del Programa de Apoyo para el Reconocimiento a la Diversidad Étnica en una asamblea en la población de Tierra Baja, una comunidad afro que está amenazada por la instalación de dos megaproyectos inmobiliarios en un sector históricamente postergado. Los pobladores están discutiendo si se deciden a firmar una titulación colectiva, un derecho constitucional que poseen los descendientes de etnias para conservar su territorio. El artista, vestido de referente social, procura trascender las fronteras de su barrio asesorando a sus pares.
“Cuando estaba en el bachillerato nos vendieron una historia falsa. Primero nos hablaban de un descubrimiento. Luego de un encuentro de culturas. Más grande pensé que estaban tratando de invisibilizar la historia. Ocultarla.”
La promesa del progreso esconde el cinismo de la exclusión. Mientras la ciudad crece hacia el cielo quienes se hunden en el fango se cuentan de a millones. En el país de los desplazados, ya no es sólo la guerrilla y el narcotráfico quien expulsa a los olvidados de siempre. El lujo y el desarrollo hotelero sumados a la ausencia de una planificación urbana son el cóctel posmoderno que asfixia a los pobres, en su mayoría, descendientes de los esclavos. El vértigo exagerado de la celebración de unos pocos es cuantificable. De los 84,937 habitantes que había en 1938, en la década del 70 y en coincidencia con el furor inmobiliario llegaron a ser 300 mil. Se estima que en la actualidad un millón de personas viven en la ciudad estrella del turismo colombiano. No todos son visibles. En el camino hacia el centro no se ve el mar. Cartagena cuenta con kilómetros de costa.
“Los jóvenes son muy vulnerables a cualquier tentación. Hay muchos conflictos: drogas y armas sobre todo.”
“Cuando estaba en el bachillerato nos vendieron una historia falsa. Primero nos hablaban de un descubrimiento. Luego de un encuentro de culturas. Más grande pensé que estaban tratando de invisibilizar la historia. Ocultarla.”
El primer dibujo de Nelson fue en un pupitre del colegio de monjas Madre Gabriela de San Martín. La maestra se desesperó al ver el contorno de un grupo de superhéroes y convocó de urgencia a su madre. No hubo felicitación. Tiempo después, en la misma escuela que también actuó de contención, alentaron la creatividad y el niño desplegó su arte. Pintó a Cervantes y siempre se encargó de la decoración del aula. Nelson ingresa al Servicio Nacional de Aprendizaje, en plena Plaza de la Aduana. Allí está enclavada una portentosa estatua de mármol de Cristóbal Colón con una indígena resignada a sus pies. Un verdadero héroe que combatió a bárbaros en épocas que no funcionaba la kryptonita.
“Estamos representados por estatuas. Todos son colonizadores criollos. Nosotros somos caribeños. Nuestro aporte en la cultura es notorio.”
Nelson se sienta en el salón donde se desarrolla el seminario sobre afrocolombianidad. La temática abandona el folclore y se instala como una problemática política, económica y social. Allí resuena una palabra: territorio. Según los especialistas poco se conoce sobre la cultura, la literatura y arte de África. “La educación te inculca a despreciar lo que tú eres”, sostiene Alfonso Múnera, doctor en historia de América Latina y del Caribe por la Universidad de Connecticut, Estados Unidos. Los conquistadores le otorgaron un valor moral al territorio. Ellos llegaron con una suerte de costumbres recatadas y de sentimientos limpios. Todo lo demás es lascivo, cruel, malo. Los patriotas construyeron esta nación a su medida. Los aplausos de la gente sirven de incentivo. Gustavo Balanta de la Fundación Surcos pide la palabra. “Propongo que miren el mapa de Bocagrande de 1952”. En el barrio playero con aires de Miami se concentran la mayor cantidad de hoteles de lujo. Balanta advierte: “Los asentamientos de negros van, inexorablemente, camino a desaparecer”. Y remata con el fragmento de un poema: El turista saca la foto del territorio que luego será suyo”.
“Tú puedes crecer en un barrio rico y salir con todos los vicios.”
Moisés Pérez es afro, abogado y calvo. Tiene treinta años. Se encuentra con Nelson en el casco antiguo. Recorren las calles con el mismo ritmo que lleva la gente. En uno de los extremos de la ciudad de piedra yace la estatua de la India Catalina. A sus pies, cientos de buses se amontan al caer la tarde. Ambos deben llegar a una reunión de vecinos del Consejo Comunitario Afrodescendiente de Tierra Baja “Mi Territorio Ancestral”. Para llegar a la zona rural es necesario pasar por La Boquilla, el tradicional barrio de pescadores donde sus pobladores fueron vendiendo poco a poco sus terrenos a cadenas hoteleras y ahora se amontonan a la vera de la carretera en precarias condiciones edilicias. Es el ejemplo que toman Moisés y Nelson para asesorar a los vecinos que debaten la titulación colectiva del barrio. Para no repetir la misma historia.
En el ingreso a la comunidad hay dos potreros de arena. En cada uno hay una disputa futbolística. Varios pibes juegan en patas. La asamblea se hace en la casa de Ana Rosa. Siempre se elige un hogar diferente para garantizar la participación. Henry, asesor jurídico del Consejo, ironiza sobre la obra de arte de Nelson: “Te van a meter preso amigo por querer hacer la revolución”. Cierta vez, el joven le colocó una capucha blanca, símil a las que utilizaba el Ku Klux Clan, al monumento de Pedro de Heredia. Cae la tarde. Hay un poste de luz por cuadra. La iluminación es tenue. Comienza la asamblea. “Siendo las 18.05 realizamos el taller número tres. Estos son los puntos a tratar”. Benjamín Villalobos es un líder innato. Ora con los ojos cerrados. Los gallos cantan en el atardecer. “Señor Jehová, pon atención en este grupo y en los funcionarios del Ministerio del Interior”. Lo que está en juego es el territorio, sus ancestros, sus hijos por venir.
“La idea de mi obra nace a partir de pequeños fragmentos de canciones del músico cartagenero Joe Arroyo, donde él expresa: ‘Quiero contarle mi hermano, un pedacito de la historia negra, de la historia nuestra, caballero’.”
En el ingreso a la comunidad hay dos potreros de arena. En cada uno hay una disputa futbolística. Varios pibes juegan en patas. La asamblea se hace en la casa de Ana Rosa. Siempre se elige un hogar diferente para garantizar la participación. Henry, asesor jurídico del Consejo, ironiza sobre la obra de arte de Nelson: “Te van a meter preso amigo por querer hacer la revolución”.
“El cimiento jurídico del Consejo es la Ley 70 de 1993 y el decreto 1735. Eso, por lo menos, todos lo tenemos que aprender a pronunciar”. Moisés baja las leyes a la tierra. El lunes 23 de mayo de 2011 los integrantes de la comunidad deben decidir si firmar la titulación colectiva de sus tierras ya que se ven amenazados por la instalación de proyectos inmobiliarios que contarán con canchas de golf, gastronomía internacional y un marketinero buen gusto. Las comunidades afro históricamente no han tenido títulos de propiedad. Por ello, en la reforma constitucional colombiana de 1991 se planteó la posibilidad del derecho a una titulación colectiva. Los viejos habitantes afros heredaban la tierra de generación en generación. No existía la figura de la propiedad privada. Nelson asesoró al vecindario a recuperar parte de la historia del lugar, sus ritos, sus costumbres. La información técnica que debe ser presentada ante el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural está plagada de matices. La cultura avanza sobre lo burocrático y la comunidad recuerda los mitos urbanos. Marcial, un viejo agricultor, cuenta que Tierra Baja padeció los ataques del perro que comía perros. Un grupo de mujeres que están sentadas cerca de la puerta de la casa de Ana Rosa dicen que no se trataba de un perro sino de un hombre que se convertía en perro y que comía perros.
“Es chévere saber que estamos generando una visión en cada uno de los ciudadanos.”
El bus deja de pasar a las 19.35. La única forma de conectar a Tierra Baja con Cartagena es vía mototaxi. Moisés y Nelson regresan previo paso por La Boquilla, malta y pan de queso. Allí conectan un bus que los dejará en sus casas. La semana de la afrocolombianidad continúa y Nelson debe viajar a las Islas del Rosario, un lugar exuberante, de manglares, biodiversidad y lagunas que se iluminan por la noche. La leyenda cuenta que quienes se bañen en la Laguna Encantada a la luz de la luna se enamoran para toda la vida. Los colores del agua cambian según la sedimentación y las algas marinas. Es posible pasar de un trasparente total a un verde esmeralda. En la isla que antiguamente fue un espacio agrícola de la comunidad afro de Barú, la obscenidad de las diferencias sociales y el racismo se explicitan en desalojos y amenazas. Bienvenidos a la isla de la fantasía.
Nelson se internó dos veces en su vida en el Mar Caribe para llegar a la isla. Ahora deberá acompañar a dos disertantes del seminario, al fundador de la población Don Luis Miguel Berrío y a Eika, hija del primer presidente del Consejo Comunitario Islas del Rosario, Ever de la Rosa. Ellos están preocupados porque todas las salidas al mar están ocupadas por emprendimientos privados, siendo gran parte de la isla un Parque Nacional Natural. Según los isleños, la historia cuenta que los ancestros afros vendieron engañados y a muy bajo precio sus tierras y ahora los inversores locales le pagan al Estado un contrato de arrendamiento. La comunidad que fue fundada en 2001 presentó la titulación colectiva y espera la resolución definitiva del Estado luego de varios reveses. La situación es límite, lo que fue una especie de asfixia agónica poco a poco se transforma en un crimen con saña. Isleños atrapados en su propia isla.
“La comunidad de Fredonia tiene ambiente. Le gusta mucho la música, el baile. En otros barrios dicen que es peligroso. Pero puedes vivir en este ambiente pesado, de drogas y tratar de superarte.”
La reina y rey están sentados en una larga mesa. Se preparan para comer un gran banquete: un cerdo muy similar al de la obra Too Obvious del artista plástico afroamericano David Hammons. Por la ventana el pueblo observa. Las figuras de ajedrez son recurrentes en las primeras obras de Nelson. Peones, torres, reyes y manjares ajenos. Una batalla estratégica entre blancos y negros en iguales condiciones. La obra cuelga en el living de la casa de calle 9, Las Palmeras, Fredonia. Detrás de una cortina multicolor —que formó parte de la escenografía en una intervención del artista— está Tamara, de cuatro años, junto a su mamá Adriana Margarita Díaz Morales, la novia eterna de Nelson. Adriana es la misma niñita que vivía en la casa contigua del maestro de arte en Nuevo Paraíso y que tanto le costó enamorar. El niño Nelson ya desplegaba sus dotes escribiendo cartas y regalando chocolates. Pero la morena, de cabellera negra, muy negra, se hizo rogar. “Y ahora soy yo quien lo persigue, porque está todo el día afuera de casa”. Hace diez años que están en pareja, cinco de novios, cinco de matrimonio. Es de noche, la antesala de la cena.
Nelson Fory recuerda a su papá. A fines de agosto de 2003, cuando cursaba el primer semestre en la Universidad de Bellas Artes y Ciencias de Bolívar, recibió la noticia que su padre había sufrido un accidente. Tres días después Nelson Del Jesús murió producto de las quemaduras en un accidente laboral en el puerto. A pesar del golpe, Nelson siguió adelante y finalizó sus estudios. El arte lo mueve, lo inquieta. Y guarda la libreta de anotaciones y anécdotas que escribía su viejo en la intimidad. Ese cuaderno es sólo para él.
Nelson cita a su gran referente, David Hammons. Él decía: “Yo siento que mi obligación moral como artista afro es tratar de documentar gráficamente lo que siento socialmente”.
“Y es eso lo que yo hago. Eso es lo que hago.”
Los peatones miran. Incrédulos. Indignados. Interesados. Las intervenciones ocurren mientras amanece, cuando los actores diurnos recién regresan a la ciudad de piedra para abandonar, al menos por unas horas, la realidad real. Nelson Fory sabe que las estatuas no se pueden tocar. Él es meticuloso. Coloca a la par del monumento una escalera. Sube los escalones uno a uno, en silencio. Antes de quedar cara a cara con Cristóbal Colón se topa con la tetas de una mujer indígena. La india mira hacia abajo, está en una posición de sumisión ante el descubridor de América. Sus párpados están caídos, su mirada perdida.
Nelson sigue elevándose hasta llegar a la altura del héroe hispano. Se estira y con ambas manos le coloca en su cabeza una peluca afro que compró en una tienda de Bogotá. El look de Cristóbal afro quedó a tono porque los próceres de Cartagena ya están vestidos para la ocasión: Santander, Heredia, la India Catalina, Bolívar. El cemento, que suele ser más pulcro que los cientos de niñas que se prostituyen en las calles, perdió el aura oficial. Nelson, el artista afrodescendiente de 25 años que se inspira en Rebelión de Joe Arroyo y se crió en las orillas de la Ciénaga de la Virgen cumplió su objetivo: los próceres de Cartagena ya usan pelucas afro.
Las ciudades hablan con sus silencios, sus símbolos, sus deseos, sus monumentos, su destino. Las paredes centenarias que rodean al caso viejo le ocultan al viajero la otra ciudad. Esa que nace, respira y se suicida a cinco minutos de la catedral. Las verdaderas murallas no son de piedra. Aunque, de vez en cuando y en pocos minutos, una acción, un detalle y la intervención de un artista puede torcer el rumbo de la historia. Al menos, ese día. ®
—Mayo de 2011. Cartagena de Indias, Colombia
Nota: el autor viajó a Colombia en representación del Centro Cultural España (CCPE) de Argentina para participar del Taller de Crónicas del Bicentenario de Cartagena. El encuentro fue organizado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Allí, junto a otros catorce periodistas, escribieron quince crónicas relacionadas con los 200 años de la ciudad y sus personajes. El taller lo dictó el cronista colombiano Alberto Salcedo Ramos.