Firpo era un boxeador más rudo que técnico y medía casi 1.90 de altura. Fue el primer gran campeón argentino del boxeo, a pesar de la pelea con Jack Dempsey, en 1923, en la que le arrebataron la victoria.

Nunca quise vivir dentro de una tumba hasta que fui a Buenos Aires. Me asomé a una de las bóvedas, tenía pisos de mármol, un candelabro, espacio suficiente para mí y algunos ataúdes que contenían a los que no tendría problema en llamar compañeros de cuarto. El mausoleo de junto era casi igual de grande, en lugar de cruces tenía la escultura de una mujer tallada en estilo severo en la entrada del lugar donde descansaban mis vecinos soñados.
La Recoleta es uno de los barrios más ricos de la capital argentina, se nota en las casas hechas por arquitectos de ultramar, en los accesorios que vi brillar en los bonaerenses que cruzaban las calles, en los féretros. Como si toda la ciudad quisiera mostrar todo el lujo de su vida cotidiana y el cementerio la elegancia tan poco discreta de sus difuntos.
Ese día fui parte del medio millón de turistas que va de visita cada año. Lo primero que llamó mi atención fue lo sombrío que era ese lugar. Otros cementerios, al menos los de México, están llenos de árboles que protegen a las tumbas de casi toda luz. Aquí los mausoleos eran tan grandes que eclipsaban el sol sin ayuda de un ciprés. Los más bajitos medían por lo menos tres metros, otros como el de General Guido eran de diez metros de altura. Son alrededor de cinco mil bóvedas del tamaño de departamentos que hacen de esa necrópolis el barrio residencial más exclusivo de Buenos Aires.
A finales de ese siglo los argentinos más ricos se mudaron a La Recoleta durante una epidemia de fiebre amarilla, cuando aún era un suburbio. No pasó mucho tiempo antes de que esas familias comenzaran a competir entre sí por ver quién tenía el ataúd más lujoso.
Fue fundado en 1822 como el primer cementerio público de la ciudad. A finales de ese siglo los argentinos más ricos se mudaron a La Recoleta durante una epidemia de fiebre amarilla, cuando aún era un suburbio. No pasó mucho tiempo antes de que esas familias comenzaran a competir entre sí por ver quién tenía el ataúd más lujoso. Por eso los cajones están a la vista de todos. En 1881 el arquitecto italiano Juan Antonio Buschiazzo puso cuatro columnas de orden dórico en la entrada, remodeló el resto del panteón en estilo neoclásico. Los deudos contribuyeron con arcos de piedra, esculturas de mármol y adornos que hacen referencia a una pirámide egipcia.
Desde entonces hay una cantidad limitada de espacios que le pertenecen a esas familias adineradas, sus descendientes y personajes ilustres de la historia argentina, como Eva Perón, Domingo Sarmiento o Federico Leloir (ganó el Nobel de Química por sus investigaciones sobre la glucosa y enfermedades congénitas). Cuando entré entendí por qué en muchas guías de viaje es descrito como “una ciudad dentro de una ciudad”, así está organizado. Las bóvedas y los pasillos para caminar entre ellas hacen que parezca un vecindario de calles angostas. Son cinco hectáreas y media de puro muerto fino.
Jorge Luis Borges le dedicó un poema a este lugar en su libro “Cuaderno San Martín”, en él usó la frase “Aquí es la recatada muerte porteña”. Es la única línea de ese escritor en que se podría acusarlo de ser inexacto o de estar drogado. En todo caso el Cementerio de la Recoleta es donde los visitantes vamos a ver la muerte costosa, indiscreta, elegante. Estar parado frente a algo que podría ser un departamento de lujo habitado por alguien que ni siquiera sabe dónde está.
“Aquí es la recatada muerte porteña”. Es la única línea de ese escritor en que se podría acusarlo de ser inexacto o de estar drogado. En todo caso el Cementerio de la Recoleta es donde los visitantes vamos a ver la muerte costosa, indiscreta, elegante.
En ese sitio donde se celebra el abolengo, la riqueza generacional, resalta la tumba de Luis Ángel Firpo. Su mausoleo no es muy distinto a los demás salvo por la estatua de él mismo en la que trae puesta una bata abierta hasta el ombligo y el trabajo que le ganó un lugar entre las élites sociales: el boxeo.
Firpo era un gigante, medía un metro con 89 cm cuando la estatura del argentino promedio era de un metro con 64 cm. Esto hace que las dos versiones de cómo se dio cuenta de que tenía un talento para el oficio de los puños suenen un poco menos extravagantes. Sólo un poco. Una cuenta que mientras defendía a su padre de un asalto hizo que el ladrón volara por el aire de un golpe que atinó en su mandíbula; la otra, dice que noqueó a dos tipos que intentaron robarlo cuando trabajaba como cobrador de una fábrica de ladrillos.
Lo que se sabe de su vida es una combinación de los hechos y las leyendas que sucedieron antes de que fuera famoso. Nació el 11 de octubre de 1894 en Junín, al noreste de Buenos Aires. Félix Bunge, el dueño de la fábrica, fue la persona que le sugirió subirse a un ring por primera vez; era pobre. Es raro que alguien se haga boxeador cuando tiene otras opciones para ganar dinero que no incluyan sangre, huesos rotos y la posible pérdida de la salud neurológica. Es un deporte que le pertenece en partes iguales a los que tienen el valor de soñar y a los que nacen sin nada que perder.
Su primera pelea profesional fue en el Teatro Casino de Montevideo en enero de 1918. Recibió un sueldo a cambio de una golpiza. Su rival fue Ángel Rodríguez, que ya tenía veintisiete peleas de experiencia. Noqueó a Firpo en menos de tres minutos. Lo importante fue que le pagaron. Ganó sus próximas diez peleas. Como el boxeo estaba prohibido como actividad con fines de lucro en Buenos Aires tenía que viajar a Chile y Uruguay.
Como el costo del pasaje igualaba a los honorarios del combate, prefirió caminar por la Cordillera de los Andes. El Paso del Pichachén es la ruta que los arrieros usaban para ir y venir a pie entre esos dos países, es una caminata de alrededor de treinta kilómetros…
Adquirió una reputación de tener poder en los puños, un estilo más brutal que técnico, y de cuidar su dinero por encima de todo. Una de las leyendas alrededor suyo es la de su primera pelea en Chile, cuando se ahorró el boleto de ida. Como el costo del pasaje igualaba a los honorarios del combate, prefirió caminar por la Cordillera de los Andes. El Paso del Pichachén es la ruta que los arrieros usaban para ir y venir a pie entre esos dos países, es una caminata de alrededor de treinta kilómetros en alta montaña sin contar el ascenso y el descenso.
Con buen clima los arrieros tardaban dos semanas en atravesar la frontera desde la provincia argentina de Neuquén hasta Chillán. Firpo cruzó durante la primavera austral. Peleó el 28 de septiembre de 1918, ocho meses después de ser noqueado en Uruguay; dejó inconsciente a William Daly, su rival chileno, en el séptimo asalto. Ganó sus próximas cinco peleas en un lapso de diez meses. No es distinto al número de combates que tiene un boxeador moderno al inicio de su carrera, pero las condiciones en las que combatían no eran las mismas.
A inicios del siglo XX los guantes tenían crin de caballo en el interior en lugar de espuma o neopreno. Era común que después de los primeros golpes el relleno se recorriera hacia el dorso de la mano y las puntas de los dedos. Para el segundo round lo único que había entre los nudillos y la cara de su contrincante era una delgada capa de cuero. No eran peleas a puño desnudo, pero casi.
Lo que impresionó más a los cronistas deportivos fue que se gastó los doscientos dólares que le pagaron por la primera pelea en comprar la cinta de celuloide que costaba lo mismo. Cuando le preguntaron por qué hizo eso respondió que ganaría el doble por exhibirla en los cines de Buenos Aires.
En 1922 Luis Ángel Firpo fue el primer boxeador sudamericano en competir en Nueva York, tuvo tres peleas que ganó en un lapso de tres meses, todas terminaron en nocaut antes del octavo asalto. El periodista Damon Runyon lo apodó “El Toro Salvaje de las Pampas”. Lo que impresionó más a los cronistas deportivos fue que se gastó los doscientos dólares que le pagaron por la primera pelea en comprar la cinta de celuloide que costaba lo mismo. Cuando le preguntaron por qué hizo eso respondió que ganaría el doble por exhibirla en los cines de Buenos Aires. Así sucedió.
Por decisiones como esa muchos se dieron cuenta de que su habilidad con el dinero casi igualaba a su talento para la violencia. Eso le sirvió como carta de presentación con las personas que luego serían las influencias encargadas de conseguirle un lugar en el Cementerio de la Recoleta. Comenzó a codearse con hacendados y ganaderos, cosa que era normal para otros deportistas ricos de Argentina, no para un pugilista.
Dentro de su tumba había dos ataúdes uno arriba del otro, tuve que pegar la cara a la puerta de vidrio para ver el interior. El de abajo era el de su esposa, en la parte exterior de la bóveda tenía una placa con la inscripción: “Blanca Lourdes Picard Vda. de Firpo”. El féretro que estaba en la parte superior era el de Firpo, sobre él descansaba un cinturón de campeonato mundial con la fecha 14 de septiembre de 1923 grabada en la hebilla, unos guantes azules marca Corti, unas flores que parecían recién cortadas y dos candelabros.
Volvió a Nueva York en 1923 en busca de fama, imposible saber si la deseaba o no, pero la necesitaba. Una de las peleas que ganó fue contra Jess Willard, un excampeón mundial. Aun así, a su promotor le parecía que todavía necesitaba un poco más de tiempo para darse a conocer en Norteamérica. Para los organizadores de estos eventos un contendiente por el cinturón de los pesos pesados no sólo debía ser el retador indiscutido, sino alguien popular. Un boxeador cuyo nombre atrajera a todos los fanáticos posibles, alguien que vendiera boletos. Eso no ha cambiado hasta la fecha.
Firpo no perdió el tiempo. Organizó una gira por Estados Unidos en la que pactó seis peleas de exhibición. No contaban para su expediente profesional, pero los golpes se los llevaba igual. Al poco tiempo de haber firmado el contrato recibió una llamada: Tex Rickard, su promotor, le avisó que tendría la oportunidad de desafiar a Jack “el Matador de Manassa” Dempsey por el cinturón de peso completo.
Había alrededor de ochenta mil espectadores en el Polo Grounds de Nueva York. En Argentina estaban pendientes del radio, las peleas de Luis Ángel Firpo fueron las primeras en narrarse en tiempo real en la historia de ese país.
Era inconveniente, por decir los menos; si rechazaba la pelea con Dempsey tal vez jamás se la habrían ofrecido de nuevo y si cancelaba las exhibiciones podían demandarlo por incumplimiento de contrato. Aceptó, era el primer latinoamericano en tener esa oportunidad. Recorrió Estados Unidos en tren durante meses en los que el desgaste del viaje y una lesión en el húmero derecho se sumaron al equipaje que ya cargaba. La última pelea de su rival fue el 4 de julio de ese año, tuvo tres meses para entrenar en su gimnasio, concentrarse en el argentino, descansar en su propia casa, no en vagones y cuartos de hotel.
Subieron al cuadrilátero en la fecha que estaba inscrita en el cinturón que descansaba en la tumba de Firpo, 14 de septiembre de 1923. Había alrededor de ochenta mil espectadores en el Polo Grounds de Nueva York. En Argentina estaban pendientes del radio, las peleas de Luis Ángel Firpo fueron las primeras en narrarse en tiempo real en la historia de ese país.
El buen estado físico de Dempsey fue su arma principal desde que sonó la campana. Cruzaba el ring sin miedo a recibir algunos impactos en la cara antes de poder abrazar al argentino con el brazo derecho y golpear su cuerpo con el izquierdo. Para ese entonces Firpo ya tenía veintisiete peleas profesionales de experiencia, conocía los trucos de veterano para conservar su energía. Plantaba los pies en el piso, ponía su hombro izquierdo por delante, flexionaba las rodillas, esperaba el momento perfecto para disparar con su mano derecha.
Las reglas de combate de inicios del siglo XX se asemejaban más a lo que hoy se conoce como boxeo sucio. Cuando los pugilistas se entrelazaban nadie detenía la pelea, era válido controlar el cuerpo del oponente con jalones, empujones y golpearlo en el proceso. En más de una ocasión Dempsey tomó a Firpo por el tríceps, para encaminar su torso a la trayectoria de su puño.
Luis Ángel Firpo cayó siete veces a la lona cuando no habían pasado ni tres minutos; cada vez se levantaba para continuar con la pelea que, sin duda, les quitó años de vida a ambos. Cuando estaba por terminar el primer asalto el Toro Salvaje de Las Pampas llevó al estadounidense contra las cuerdas y lo golpeó en la mandíbula. No fue un derechazo convencional, su trayectoria fue descendente, similar a la brazada de un nadador olímpico. Un “overhand”. Dempsey voló fuera del ring, cayó sobre los reporteros que escribían la crónica a máquina.
Cuando estaba por terminar el primer asalto el Toro Salvaje de Las Pampas llevó al estadounidense contra las cuerdas y lo golpeó en la mandíbula. No fue un derechazo convencional, su trayectoria fue descendente, similar a la brazada de un nadador olímpico.
Dempsey regresó al cuadrilátero con ayuda de los periodistas en los que aterrizó y de las personas de su esquina que fueron a su auxilio. Corría sangre por el costado de su cabeza, se golpeó con una de las máquinas de escribir. El réferi no hizo la cuenta en la que un boxeador tiene sólo diez segundos para recuperarse de una caída a la lona, además siempre ha estado prohibido que un competidor reciba cualquier tipo de ayuda para levantarse. Pasaron diecisiete segundos antes de que El Matador de Manassa volviera a estar en guardia frente al sudamericano. Unos segundos después se terminó el primer asalto de la pelea que Firpo debió de ganar según las reglas.
En esos diecisiete segundos las mentes de ambos boxeadores se fueron en direcciones opuestas. Luis Ángel Firpo vio caer a su rival, sus músculos se relajaron, su adrenalina bajó, seguro hasta se alegró por la idea de haber ganado el cinturón. Su mente dejó de estar en la pelea. Dempsey, por el contrario, sólo tenía una idea en la cabeza: regresar al ring a defender su título mundial. Noqueó al sudamericano a los cincuenta y siete segundos del segundo asalto.
En Buenos Aires Natalio Botana, el dueño del diario Crítica, mandó poner luces en la cima del Palacio Barolo, el más alto de la ciudad en aquel entonces. En la cima tenía una cúpula inspirada en templo indio Rajarani Bhubaneshvar. Si Firpo ganaba las lámparas brillarían color verde y de rojo si perdía. Estaba a cuatro kilómetros del Cementerio de La Recoleta; el día que estuve ahí aquel edificio ya no era visible, la ciudad creció desde entonces, el horizonte se llenó de otras construcciones. En esa noche de 1923 habría podido ver cómo las luces del Palacio Barolo se encendieron en rojo.
En el video de la pelea hay un salto de cuadro que hace parecer que el norteamericano se levantó de forma instantánea luego de que Firpo lo hiciera volar fuera del ring. Esa noche Jack Kearns, el promotor de Dempsey, fue al laboratorio para ordenar que recortaran el celuloide. Como le respondieron que no tenían permitido hacer eso compró la película. Cortó los diecisiete pies de cinta que registraron cómo le robaron la pelea al argentino.

Firpo regresó a Buenos Aires como un héroe, el cinturón que está sobre su ataúd en el Cementerio de la Recoleta es un homenaje póstumo para el primer gran campeón argentino de boxeo. Un campeón del pueblo. Se retiró del deporte en 1936, tomó la representación de la compañía de automóviles Stutz, usó los casi 200 mil dólares que ganó en la pelea para hacerse hacendado y ganadero. También se dedicó a hacer amigos, organizaba fiestas para sus clientes y otros empresarios; su lista de invitados no era muy distinta a la del Cementerio de la Recoleta. Es muy probable que alguno de los asistentes de esas reuniones haya usado su influencia para conseguirle una bóveda ahí, donde lo conocí de paseo ciento dos años después de aquella pelea.
Desentonó en todos lados, en el boxeo por ser el primer latinoamericano en una pelea de campeonato mundial; en los negocios por ser de las pocas personas que no heredó su fortuna, su nariz rota y nudillos curtidos; en el cementerio por ser el único pugilista enterrado ahí. Por ser el Toro de la Necrópolis. ®