Ciudad de México. Auditorio Nacional, domingo 5 de marzo del 2000, 19:20 horas. Esta es la crónica inédita desde entonces del noveno concierto que ofreció la máxima estrella del pop mexicano.
Llegar en automóvil. La avenida Paseo de la Reforma vacía, luminosa, mojada. Ha caído granizo como no ocurría en décadas en el Estado de México; aquí, sólo una llovizna, breve pero tupida. Los vehículos se acumulan un poco antes de llegar a la esquina de Reforma y Gandhi. Hileras de luces rojas que brillan potenciadas por el reflejo del agua de lluvia. Nada para desatar la neurosis; sólo la disminución de la velocidad y la preocupación por hallar espacio en el estacionamiento; éste sí que será un inconveniente, pero a todo se acostumbra uno en la Ciudad de México. Casi frente al metro Auditorio, antes de llegar al semáforo del Hard Rock, tres mujeres jóvenes y rubias, vestidas a la moda (negro y gris son los colores de su ropa, camisas de cuellos largos abiertas hasta el pecho, pantalones ceñidos, chaquetas de gamuza) —dos atrás, una adelante— y un joven de blazer de lana peinada color mostaza que conduce un Nissan Altima color champaña abren la boca y gesticulan con emoción sin que sean perceptibles sus sonidos. Se adivina que tras los cristales entintados que no dejan escapar el sonido escuchan y cantan alguna canción del ídolo ya no tan juvenil. Del otro lado, las luces del Auditorio dejan ver las agujas de la lluvia y la vida antes del concierto.
Llegar en metro. Línea siete. Semivacía. Tres adolescentes chamagosos juegan “luchitas” en un vagón sin gente, excepto ellos. Estación Tacubaya. Un grupo de personas, alrededor de una docena, ingresa al vagón. Casi todos descenderán en la estación Auditorio. Una familia llama la atención. Son cuatro. La madre se ha arreglado para la ocasión —destacan el pelo teñido de marrón y las uñas largas pintadas del mismo color; los párpados van de azul eléctrico—. El padre parece un hombre joven, aunque acabado, con un atuendo más bien descuidado. La niña tendrá unos trece años, habla sobre otros conciertos que ha visto en el Auditorio Nacional, entre ellos alguno de la cantante mexicana de dance Fey. El hermano tiene unos nueve o diez años. Parece emocionado de verdad. Brinca en las escaleras; elige ascender por las normales y no por las eléctricas, juega a esconderse de su familia y a ganarles en la subida. Termina la escalera y ahora que ya pasan por los torniquetes de salida y pronto alcanzarán la lluvia y el recinto, se puede percibir, además de la patente felicidad del niño, su atuendo: un traje negro cruzado que mal cae en sus polvorientos zapatos (como ocurre a casi todos los niños cuando usan traje), camisa de cuello y corbata multicolor. No cabe duda: es uno de los luismigueles, los fieles fanáticos masculinos del ídolo ya no tan juvenil. Salen. Corren para buscar rápida protección del inesperado chubasco. Del otro lado, las gotas tienen como fondo a los hoteles J.W. Marriott y Presidente Chapultepec, y la vida sin el concierto.
En efecto, Luis Miguel es un fenómeno de la clase media. Para ella surgió, ella lo encumbró, a ella ha dedicado su carrera, y es ella la que se conforma con el conformismo de su ídolo.
El estacionamiento está repleto de automóviles de clase media. Abundan los modelos económicos de Nissan, la línea familiar de Ford, los aerodinámicos de Volkswagen, modelos de los ochenta de todas las marcas y los compactos de General Motors. Como salpicados, algunos modelos de lujo de la Nissan, una que otra camioneta suburbana del estilo de la Windstar y alguna mole de fibra de vidrio e interiores de piel de la Ford. Al salir de ahí y alcanzar el lobby del Auditorio, la vendimia: crepas, banderillas, hot-dogs, cervezas, alcohol, agua, refrescos; todo a precios bajos, aptos para la concurrencia.
Señoras morenas vestidas con atuendos “de fiesta” y el pelo teñido de rubio o de cobre; treintañeras a la última moda… de 1987 (cuando eran adolescentes y comenzó su fiebre por el galán mexicano); jovencitas que fingen ir a la moda con blusas entalladas de manga corta, ciento por ciento poliéster, pantalones brillantes que parecen de hule y, oh, olvidaron limpiar el polvo de sus zapatos: el oriente de la ciudad se hace presente.
“Niñas” rubias de pantalones “totalmente Palacio” y botas de plataforma, aretes y anillos de oro, Swatch Skin en la muñeca; tienen un dejo característico al hablar, se adivina que viven en alguno de los fraccionamientos del poniente de la ciudad, allá por Calzada de los Leones o Avenida de las Águilas.
Jóvenes más cercanos a los treinta que a los veinte: jeans, camisa Furor a cuadros, cinturones de grandes hebillas, zapatos toscos de vestir, inmensos relojes de imitación: Rolex, TAG, Omega; la novia del brazo: cabello teñido de platino, cejas negras, boca carmín, mucha máscara en las pestañas, botines de punta chata, jeans entallados, blusa de manga larga abierta hasta el pecho, ¿quién apuesta a que no son de Villa Coapa? En efecto, Luis Miguel es un fenómeno de la clase media. Para ella surgió, ella lo encumbró, a ella ha dedicado su carrera, y es ella la que se conforma con el conformismo de su ídolo. Pero ya es conveniente ingresar al butaquerío, puesto que ya son diez para las ocho.
20:00 horas
El lugar comienza a llenarse. Un suave oleaje humano se percibe por todos lados; los que llegan, los que se levantan, los que van y vienen. Sobre el escenario, cubierto con una inmensa manta blanca, sujetos de saco y corbata entran y salen. Atrás, en la cabina de sonido, luz y efectos especiales, los técnicos mueven perillas y botones de colores, oprimen un audífono contra la oreja, una cámara cinematográfica mantiene su monitor en luz azul brillante.
En unos pocos minutos el Auditorio se ha llenado. Sólo permanecen vacíos unos cuantos asientos de los extremos superiores izquierdo y derecho —así permanecerán toda la noche; en ellos la visibilidad es nula; el lugar se habrá llenado en un 99 por ciento. A diferencia de lo que ocurría cuando el cantante era adolescente (allá por 1987 con su álbum Soy como quiero ser, todavía producido por su hoy extinto padre, Luis Rey Gallego), la multitud está dividida por igual entre hombres y mujeres. Ya no es más el cantante juvenil que enloquecía a las púberes (aunque esto sigue ocurriendo) con sus movimientos de cadera muy á la Elvis, y sus jalones de copete. No, gracias a Juan Carlos Calderón y a la dupla Manzanero/Silvetti (productores de sus discos 20 años (1990) y Romance (1991), respectivamente), el que fuera un adolescente cantante entre muchos se consolidó como el baladista más popular de México, sin distinción de género, aunque quizá sí de clase.
Todo está listo para el espectáculo; el murmullo y las baladas pop en inglés como música de fondo marcan la espera de la muchedumbre que ahora se aprecia con toda claridad, a pesar de su tamaño. En los asientos de primera fila, desde arriba, se percibe que abundan las cabelleras rubias de hombres y mujeres; en los asientos superiores, desde abajo, se observa que lo que domina es el pelo negro en ambos géneros: sí, la clase media también se divide en alta y baja, partiendo de una clara y muchas veces negada diferenciación racial.
Han pasado quince minutos de la hora marcada en los boletos para el inicio del concierto. Son las 20:15 y todo el mundo sabe que no comenzará sino hasta media hora después como mínimo. Ya casi se llena el Auditorio, aunque sigue llegando gente. De repente, apagan las luces. Impera la oscuridad y, un instante después, las tiras plásticas de luz neón verde que la audiencia ha comprado afuera de la sala de conciertos rompen y llenan la oscuridad del recinto, reguileteando y contorsionándose como virus en una célula al microscopio.
Potentes flashazos multicolores son lanzados sobre la manta blanca del escenario. Tambores intermitentes, un riff de guitarra eléctrica. Golpes de luz roja y de luz verde. Más tambores y un nuevo riff. Un flashazo sostenido de luz blanca, casi plateada; se distingue por un instante la silueta —falsa, es un efecto especial— del ídolo tras la manta blanca. Cae la manta.
Como bien han destacado sus críticos, Luis Miguel gusta de los temas de los ochenta porque se quedó en los ochenta.
Son las 20:20 horas. Comienzan las trompetas, entre melosas y chillonas, de los primeros acordes de “Quiero” (de su última producción Amarte es un placer) y Luis Miguel desciende al escenario en una plataforma que finge ser un farol. El griterío y los aplausos. “Quiero, sé que puedo”: qué duda cabe, el tipo es todo un cantante. Viste elegantísimo. Traje negro de botones blancos (se sabe que de Armani), camisa blanca con mancuernas de oro, corbata dominó de nudo negro, zapatos tan pulcramente boleados que parecen de charol. Camina por el escenario (una escalinata color perla y una pantalla gigante en el centro), que es lo más moderno de la noche: diseño llamativo y funcional, casi minimalista, señala a sus músicos (diez en total, y tres mujeres coristas), después al público de las primeras filas; como respuesta: una muralla de gritos. Una rola más (“Tú, siempre tú”, excelente pieza de la balada pop de inicios de milenio, si todo hay que decirlo) y se presenta ante la multitud. Agradece la asistencia. Promete cantar “las canciones que ustedes han hecho famosas”, y se suelta con un medley de sus éxitos de finales de los ochenta y principios de los noventa.
Aquí comienza el problema. Lo ha advertido ya: cantará las favoritas del público, y lo hace. “La incondicional” en primer término. Pero la canción es de 1989. ¿Cuándo dejará de cantar esas baladas añejas que no tienen nada de especial, excepto que hicieron que millones compraran sus discos? Desde que esa canción fuera lanzada como sencillo ha grabado, por lo menos, otras cuatro canciones que merecerían estar en lugar de ese popurrí: “Ayer” y “Pensar en ti” de 1993; “Que tú te vas” y “Nada es igual” de 1996.
Ubiquémonos: sería absurdo comparar a los martillos con los serruchos; absurdo sería también comparar a Luis Miguel con B.B. King o con Metallica. Dentro de su género, la balada pop y romántica en español, las mencionadas son piezas que logran su cometido: efectivas, agradables, que permiten el lucimiento de la voz; poseen arreglos bien intencionados y, lo más importante, marcan una evolución en su estilo. Pero las dejó fuera (de hecho, las dos últimas nunca las ha cantado en vivo). Esto dice mucho de él, de sus gustos y preferencias. Como bien han destacado sus críticos, Luis Miguel gusta de los temas de los ochenta porque se quedó en los ochenta. Tal vez habría que hacer una precisión: maduró como cantante en el inicio de la última década del siglo pasado, con tres álbumes: los ya mencionados del 90 y 91 y Aries de 1993, su primera producción personal. Después, salvo quizá el Romances de 1997, coproducido por el viejo lobo Armando Manzanero, todo en su carrera es pura repetición, excepto por uno que otro tema que se salva más por el compositor que por el cantante.
Pero el show continúa. Ahora comienza la interpretación de una serie de boleros que se inicia con “Contigo aprendí”. Termina la primera tanda de boleros. Por un momento el escenario queda a oscuras. Cuando vuelve la iluminación un guitarrista ejecuta un solo. Luis Miguel no está en el foro. Comienzan los primeros acordes, prefigurados ya en el solo de guitarra, de “El día que me quieras”. Reaparece, esta vez sin corbata, aunque todavía con saco, y con la camisa abierta hasta el pecho. Causa el alarido de cientos de mujeres. Da comienzo una nueva serie de canciones que incluirá “No sé tú” y “O tú o ninguna”; respectivamente, su más grande y su más reciente éxito de los noventa.
Su voz eleva, rebota, da vueltas, golpea y, por momentos, hace vibrar al Auditorio Nacional. Tiene una garganta privilegiada, exacta para el género que ha cultivado en todos estos años; ni su más acérrimo detractor puede negarlo: su voz es un bulldozer. Lo sabe y alardea. Falsetes, notas sostenidas, gritos que no descuadran nunca; una pulcra manera de transmitir la melodía y la semántica efectista de los boleros: “Somos novios, y por eso ya ganamos lo más bello de este mundo”; “Reeelooooj…” No es verdad, como algunos comentarios críticos afirman, que los boleros, de suyo, garantizan el éxito; es necesaria una voz como la del ídolo ya no tan juvenil para realzarlos y actualizarlos.
Domina el escenario, camina de un lado para otro pavoneándose; no ha dejado de cuidar su imagen volteando incesantemente a la pantalla gigante que tiene tras de sí.
En cambio, es verdad lo que afirman los detractores sobre el ego de la estrella, patente en esta kilométrica serie de conciertos en el Auditorio Nacional (precedida por un tour mundial que ha incluido ciudades como Sevilla, Buenos Aires y Nueva York). Después de los boleros y las baladas románticas, una vez que vuelve a quedar a oscuras la escena y Luis Miguel sale a cantar una sola canción con mariachi —evento que se siente como absurdo e innecesario— y se ha quitado el traje para vestir un pantalón y una camisa de seda negros, todo lo demás es pura vanidad.
Domina el escenario, camina de un lado para otro pavoneándose; no ha dejado de cuidar su imagen volteando incesantemente a la pantalla gigante que tiene tras de sí. Se acerca al borde del foro para tomar la mano de decenas de fans de las primeras filas que mueren porque las toque el cantante. Es suficiente un ademán, un movimiento de piernas o un bailoteo para que el público lo aclame. Las más ruidosas, claro está, son las mujeres, pero la multitud masculina no se queda atrás vitoreando, gritando “bravos” y aplaudiendo su actuación.
Luis Miguel canta una de sus más famosas baladas rítmicas, “pop latino” que le llaman, y pone a bailar a la concurrencia que se levanta de sus asientos y corea el estribillo de la canción: “No me busques/ no me llames/ aunque insistas/ ya es muy tarde…” Por allá, la abuela —la “abuelita” seguro la llaman sus familiares— que lleva un vestido de estampado floreado y un suéter de acrílico que no combina, su hija, sus nietas y el yerno que luce un abundante bigote y una prominente barriga; más adelante, un par de esposos jóvenes (él lleva una polo azul, jeans azules y celular al cinto; ella, un pantalón negro de caída ancha, zapatos de ante negros, una blusa ceñida y un suetercillo gris con remates de peluche en el cuello y las mangas) felices, besándose, coreando y bailando, casi extasiados por ser parte del concierto.
Sin embargo, hay un sesgo de frialdad en todo esto. Todo es muy mecánico; el estímulo y la respuesta parecen actos prefabricados, ensayados, no espontáneos —aunque lo sean. Una sonrisilla entre complacida y pedante se dibuja en el rostro del intérprete, una sonrisa sobrada, como se dice en mexicano.
Ha comenzado la parte final de su actuación; con ella, lo peor del show: la aburrida, prescindible y añeja rola “Será que no me amas” del 20 años (la pieza más floja de ese, por otra parte, más que respetable disco) es la encargada de cerrar la noche; justo como ha ocurrido en sus espectáculos de los últimos diez años. Pero esa densidad de masa clasemediera que ama y se identifica con el ídolo más allá de sus innegables dotes vocales, no sólo le perdona el error, la desfachatez y el conformismo de no madurar como estrella pop (que, a fin de cuentas, lo es), de no poner el máximo esfuerzo para ofrecer un espectáculo entero, de máxima calidad, propio de los escenarios internacionales donde su manager y su dinero han hecho que se presente; de no tener conciencia de que, por azares de la vida —no: de la sociología de esta nación—, es la única figura en su género que este país tiene para competir en el mundo. No, no sólo se lo perdona, sino que se lo celebra: el alarido ya es total, todo el mundo está de pie, cantando “Noche/ lluvia/ playa”, deleitándose con cualquier cosa que el cantante tenga a bien ofrecer.
Ha terminado la función. Regresa la oscuridad y el clamor para que cante una más. El artista responde y ofrece sólo un encore más que da pie lo mismo a la acertada inclusión del efecto especial de la cascada de chispas que a la ridiculez de lanzar pelotas inflables playeras al público. Son las 21:55 horas. Se apaga el escenario y encienden las luces del lugar. Esta vez sí se ha acabado.
Después, la noche quieta, húmeda, fría, luminosa. La vendimia callejera; los rostros satisfechos, las caras de felicidad. Uno que otro comentario lastimero: “¿Por qué no cantó esta o la otra?” —especialmente una nueva balada de Manzanero: “Dormir contigo”—; una pareja joven que no deja de asombrarse por lo absurdo de la inclusión del mariachi para una sola canción. Para todos (es domingo por la noche), la cercanía de la vuelta a la realidad, a la ciudad, a la vida diaria. Pero sobre todo, queda claro que Luis Miguel podría cantar las de Cri-Cri si se le pega la gana, ya que con esa voz, trabajada y privilegiada a la vez, hasta éstas se escucharían bien. Como claro es también que, pese a todo, una parte profunda de él —¡y de su público!— sigue atada a ese tipo de música y shows chatarra de este país, que conocemos como “productos Televisa”. ®