La siguiente historia es una crónica ficcionalizada de las vivencias de Aureliano Rodolfo Tudino, personaje inventado en quien confluyen las experiencias de tres excombatientes de la Guerra de Malvinas, y fue elaborada con diversos testimonios para retratar una parte de la historia reciente argentina.
A Rodolfo Iván Caminos, Gabriel Tudino y Aureliano Díaz.
Gracias.
En la zona sur de Rosario, cerca de la avenida Ovidio Lagos, reinaba la tranquilidad en una olvidada cortada, tan despojada del recuerdo en otros como su dueño: Aureliano Rodolfo Tudino, un hombrecillo muy pequeño en estatura, peludo en todos los rincones de su cuerpo exceptuando su cabeza; barbudo, exageradamente malhumorado, de tez blanca y voz ronca. Esa mañana con olores de madrugada se levantó bien temprano, mañas raras que le quedaron de un tiempo no muy lejano, sin luz que alumbrara sus ventanas. Me abrió la puerta de su casa como tantas veces lo hizo. Yo, con furioso anhelo, pretendía llevarme mucho más que una buena comida y un par de carcajadas.
Aureliano, Chocolate para los amigos, ya pelado y sin casco que asfixie sus ideas, es un hombre en extremo friolento, peculiar para cualquier rosarino. La humedad es algo que él detesta, que yo detesto, como todo buen ser humano, y dios lo sabe, no hay cosa más insoportable que el olor, la pesadumbre y la viscosidad del clima local, o eso pensaba hasta ese martes por la tarde, cuando el sesentañero me preparaba un café en su cocina.
Es curioso, pero tan horripilante calor no afecta nunca el termostato del hombre, lo he visto en reiteradas ocasiones: navidades, cumpleaños y fiestas, siempre con un abrigo al alcance de sus manos. Se queja, mas no se desabriga. Llegué a creer que padecía de alguna peste china y que simulaba de manera excelente con creativos insultos hacia la vida por el “lorca pegajoso”. Mientras ya se podía sentir el olorcito a café que salía de una artesanal prensa de tipo francesa aproveché una vez más para contemplar lo obsceno de su vivienda.
Tiene una televisión de 70 pulgadas con alta calidad que no le envidia nada a un cine, su sillón es del tamaño de todo mi departamento. La cocina es digna competidora de cualquiera que haya visto en una emisión de MasterChef, su casa entera es un monumento desvergonzado de arquitectura grecorromana. Créanme si les digo que no quieren saber el costo del mármol de su bacha porque de inmediato serán pobres. Indigno es la palabra que a cualquiera se le vendría a la cabeza con un hombre que posee materialmente tanto y que ha estado más tiempo jubilado que trabajando.
En un pueblo en el que no cabían más de tres mil personas, donde todos se conocían con todos, donde lo extraño era un auto, un color, un rostro que no fuera cotidiano, él, de todos los jóvenes habitantes, fue seleccionado para concurrir al servicio militar obligatorio.
“Hay que tener mala suerte, o que el destino se te ponga caprichoso”, comenzó por decirme, mientras se rascaba las memorias. Bigand es una localidad santafesina de la zona de Caseros, en Argentina. Un pueblucho por mal llamarlo de una manera soberbia y rosarigasina que no tiene absolutamente nada. Cuesta imaginarse qué salió de aquel rincón del mapa, quién o qué aportó alguna mínima colaboración en nuestra historia. Uno pensaría que esos lugares son escondites perfectos del caos, donde el silencio y la paz sólo se alumbran mediante la sinfonía colorida de los bichos.
Las comunas no están ajenas a las guerras y de esa forma un simple número determinó que el azar fuera una certidumbre bélica en la vida de Aureliano. En un pueblo en el que no cabían más de tres mil personas, donde todos se conocían con todos, donde lo extraño era un auto, un color, un rostro que no fuera cotidiano, él, de todos los jóvenes habitantes, fue seleccionado para concurrir al servicio militar obligatorio. Hay que tener mala suerte, pensé. Era el año 1982 y en Argentina gobernaban los militares desde el golpe de Estado de marzo de 1976.
La música era estupenda y la cultura de la época desbordaba calidad a borbotones. Los militares no estaban en su mejor momento, las marchas habían perdido su ritmo, los tambores y las cornetas no parecían dilucidar el poder de algún tiempo. La fiebre mundialista no había apagado los horrores de la dictadura, por el contrario, después de la victoria, la narrativa internacional le ganó a la censura local, las “madres locas” eran tapa de los diarios del mundo. En ese contexto Chocolate, joven con el pelo largo, no iba por la vida demoliendo hoteles, como la canción de Charly García, aunque sí deleitaba su espíritu con la buena música y la pelota de fútbol. “Mi vida era como la de cualquier adolescente de la época”, tiró en el amanecer del encuentro.
Al principio no sabía nada, ni yo ni él. En el comienzo solamente eran movimientos habituales dentro del entrenamiento militar. Los hacían “bailar”, que, como me llegó a contar, era el sometimiento disciplinario a rutinas de gran esfuerzo físico en situaciones impensadas. No te afeitaste, bailas, no tendiste la cama, bailas, le respondiste mal a tu superior, bailas, un pelo en un lugar que no iba o un comentario en un momento desafortunado y la danza comenzaba. El pecho, de pronto, le pidió una bufanda y de inmediato se arropó. “Ahí perdí los primeros cinco”, me expresó con una ambigüedad tan impropia que, ansioso, necesité aclarar.
Colimba, como llamamos habitualmente a los jóvenes del servicio militar obligatorio, es por definición la conjunción de tres palabras en una: Correr, limpiar y barrer. Esta actividad, sumada al baile, no tenía en cuenta horarios ni temperaturas, no respetaba cuadros de salud ni religiones. Los habían llevado al sur a mitad de año, y allí en el último rincón del mundo argentino las heladas antárticas sorprendieron con las primeras neumonías a los colimbas.
En la ciudad de Río Grande, Tierra del Fuego, la muerte había madrugado antes que la guerra. Las vidas se apagaron antes de disparar un fusil. El espíritu belicoso, sin embargo, rugía ardiente en el interior de muchos. Rodolfo, como lo llama su madre, puesto que fue ella quien eligió el segundo nombre, no estuvo exento de ese sentimiento. La épica de “recuperar parte de la patria”, me contó mientras abría un paquete de masitas, le resultaba muy apetecible.
Los ingleses eran piratas usurpadores de una porción de la bandera; en las islas, según el relato oficial, no había más que enemigos. El miedo, de todas maneras, se acercaba más a las espaldas del territorio. Atrás de la Cordillera de los Andes los chilenos se encontraban iracundos, también gobernaban militares que no habían podido cernir diferencias respecto al Canal de Beagle con el gobierno argentino. El conflicto los encontraría por un lado o por el otro.
El atardecer se pintaba con fuerza cuando un batallón de tostadas y bizcochos fueron dispuestas sobre la mesa amplia que se hacía chica mediante nuestro diálogo. “Nunca supimos que íbamos a una guerra”, narró Aureliano mientras masticaba plácidamente.
Inesperada era la calidad de la merienda ofrecida en el lugar. El veterano siempre condimenta en exceso y tiene un goce desproporcionado, a mi entender, con su tamaño por la comida. El atardecer se pintaba con fuerza cuando un batallón de tostadas y bizcochos fueron dispuestas sobre la mesa amplia que se hacía chica mediante nuestro diálogo. “Nunca supimos que íbamos a una guerra”, narró Aureliano mientras masticaba plácidamente, y yo me atraganté con el primer bocado.
“Zarpamos con rumbo a lo desconocido”. Dos meses de instrucción, un puñado de semanas que no se medirían nunca con el conocimiento profesional de un verdadero ejército, sea inglés o africano. Los conscriptos, nombre que le dieron en tiempos de guerra a los jóvenes que no eran militares oficiales, creyeron que se trataba de un simulacro, un ejercicio como tantos otros. Sin saberlo, ellos, en una navegación nocturna, amanecieron frente a un par de cachos de tierra árida caídos de cualquier mapa. Esa mañana frente a los barcos estaban, como siempre estarán, las Islas Malvinas.
Las islas no eran tan conocidas como ahora. La mayoría inocentemente esperó que se tratara de algún sector de Argentina no navegado, otra práctica tempranera para hacerlos correr para el disfrute militar. Las últimas horas del 1 de abril de 1982 daban sus respiros finales cuando en la noche el comandante en jefe de la embarcación se dispuso a confesar un secreto de Estado. “Nos dijeron que estábamos ahí para recuperar las Malvinas y que esto era un orgullo”, empezó Aureliano mientras mi emoción vitoreaba con suma ignorancia por al fin conocer lo importante.
Nadie durmió esa última noche de paz, ya sea por el miedo o por la exaltación. Eran las 4 de la mañana del 2 de abril cuando se alistaron con el equipo, las armas, las botas y se adentraron en los VAO, vehículos anfibios oruga, tanques militares que servían para navegar por tierra y agua.
Oscuridad, apenas unas sutiles láminas de luz que rasgaban algún orificio del barril acuático en el que se encontraban. Agua turbulenta, el ruido que en el silencio de todos los presentes ambientaba el oxígeno. Silbidos a lo lejos que retumban como piñas rocosas en el caparazón del transporte. De pronto, el choque que los levantó de sus lugares y casi en automático los arrojaba de nuevo a la misma oscuridad de una playa nunca vista.
Chillaba y no eran hombres, sino la pava lista para pasar del café al mate, mientras yo desesperadamente tomaba nota de las memorias danzantes en el techo que se le escapaban a cada paso, con cada movimiento y gruñido. El tiempo en el que me molestaba demasiado que un hombre con tanto se quejara de todo parecía desvanecerse mientras el veterano se desnudaba como nunca antes frente a mis incrédulos oídos.
En las películas lo bélico tiene color y se muestra en cámara lenta, la música nos acelera el pulso, la producción nos incita a querer participar, a querer formar parte de ello. Los héroes se despliegan y se salen con la suya, la muerte parece un premio de un camino repleto de gloria. La sinfonía orquestada de la guerra parece inmaculable. Esa mañana, me dijo Rodolfo que no había música ni tambores, los primeros flashes no eran cámaras, sino las ráfagas de tiros que bautizaban a los inexpertos en el arte del combate.
“Vi bajar la bandera inglesa y poner la argentina para después ver nuevamente cómo izaron el estandarte británico”, me dijo mientras maniobraba con los elementos que iba retirando de la mesa. Parecía algo poco importante, como si el convencimiento del suceso no fuera tan histórico como en realidad lo es.
Esa película de un sentir nacional poco fundamentado se desvanecía con los primeros caídos y en el desorden del avance con las primeras tomas de posición logística del lugar. Se encontraron entonces sacando a familias de sus casas, apuntando con armas a mujeres, ancianos y niños. Marchando con el mismo atropello que un ladrón en casa ajena.
“Vi bajar la bandera inglesa y poner la argentina para después ver nuevamente cómo izaron el estandarte británico”, me dijo mientras maniobraba con los elementos que iba retirando de la mesa. Parecía algo poco importante, como si el convencimiento del suceso no fuera tan histórico como en realidad lo es. Los oficiales y suboficiales, más los altos mandos, empezaron con la distribución del terreno. Los batallones se dividieron en grupos de dos a tres personas. Se asignaron roles y tareas, todo, absolutamente todo en una descoordinación total y sin guías claras.
Le había tocado dentro del batallón número 2, en la Tercera sección de la compañía Delta de Infantería de Marina. Para su desgracia, como los consideraban un grupo con mayor experiencia que otros combatientes, fueron seleccionados 38 miembros entre oficiales y soldados para apoyar a grupos venideros. No lo sabían en ese momento, pero serían los “afortunados” en contemplar tanto el principio como el final de la guerra. El resto del batallón volvió completo al continente. El selecto grupo tuvo que ingeniárselas para sobrevivir 78 días, tres como prisioneros durante todo el conflicto.
La noche es la guerra, entendí. Cuando me aventuré a interrogarlo sobre cómo eran aquellas islas me explicó que en Malvinas el frío era constante, el clima seco, el agua y el barro compañeros entrometidos en las ropas, la niebla pesada y abundante. Pero la ceguera más fatal no venía de lo negro de las trincheras o las carpas armadas, no, venía del desorden de las órdenes de los altos mandos. Salvo por pequeños casos, Ejército, Marina y Fuerza Área pelearon una guerra distinta cada uno.
De repente, el estruendoso sonido tan característico de los aviones comerciales le dieron frío y dolor de panza. Se encontró de nuevo en ese hoyo. No sentía la humedad, porque en el fondo siempre pero siempre está helado, titubeando y mirando a sus amigos en ese agujero, feo y apagado, lejos del calor del hogar. Mirando arriba, atento, esperando si el alivio llega en formas de llamaradas al rojo vivo. Calor es lo que le faltaba, frío ártico es lo que tenía en las botas. A esas alturas le hacía ilusión ver en el barro que lo rodeaba una especie de guiso o algo que lo rescatase del terrible dolor de estómago que lo consumía.
Esas sensaciones cobran cuotas de vida en el presente, se presentan como visitas indeseables en todo su ser, no cuando habla del tema, sino con cada bocado que la vida le proporciona en forma de recuerdo. En la noche, en el pozo armado con madera recolectada durante el día y cajas de municiones vacías que hacían de su techo, no dormían, no podían hacerlo, el hostigamiento del fuego inglés era constante. Cargar, mirar y tirar, esa rutina no tenía ningún objetivo salvo el frente. Comprendí en ese exacto momento el rol de la niebla y la noche, que les robó la capacidad de poder ver a quienes mataban o si en verdad mataban.
Se comunicaban con teléfonos de cable que iban de trinchera a trinchera, de combatiente a combatiente, allí no sólo alertaban sobre los movimientos en campo enemigo, sino que también comenzaron a encontrarse para intercambiar provisiones.
La comida comenzó a escasear pasada la primera semana y, como muchos no sabían ni dónde estaban ni cómo volver, la inanición se hizo moneda corriente. Se comunicaban con teléfonos de cable que iban de trinchera a trinchera, de combatiente a combatiente, allí no sólo alertaban sobre los movimientos en campo enemigo, sino que también comenzaron a encontrarse para intercambiar provisiones. Cigarrillos por turrones, enlatados por saquitos de lo que sea, chocolates por todo.
Las transacciones siempre ocurrían durante el día, ya que en la noche las bombas eran como fuegos artificiales y ellos los perros dopados de miedo que sufrían su brillo. Mientras engullía alguna miga del plato le di un sentido a su gula injustificable para mi persona. Todo ese tiempo que estuvo ahí fue despojado de la oportunidad no de repetir plato, sino de comer.
Las cajas de alimentos que llegaban eran cada día más livianas o directamente no arribaban, a veces se emprendía él o alguno de sus compañeros en una travesía riesgosa en el medio del frío, titubeando por el miedo de ser despedazado por un avión británico, esperando llegar al galpón de la ciudad con vida. Y esas recorridas en medio de las tinieblas del terror solamente tenían como premio unas cajetillas de cigarrillo, con suerte, o agua sucia que brindaban los superiores con nombre de mate cocido o té.
Allí surgió el apodo brillante de Chocolate. Las barritas de cacao eran oro puro en el comercio interno de los colimbas. Las condiciones climáticas y contextuales brindaban un escenario perfecto para su consumo, se comía o se tomaba caliente, lo que el tiempo permitiese. Valía cada día más, su precio era digno de la hiperinflación argentina.
Las visitas al galpón de provisiones eran monitoreadas por los militares; si alguien tomaba más de lo permitido era brutalmente castigado. En ese momento, por primera vez de cara a la confesión de un cabo de nombre irrelevante, Rodolfo descubrió que los oficiales saqueaban las cajas preparadas para ir al frente con mayor cantidad de elementos de los que llegaban. El festín en Puerto Argentino, ciudad conocida como Stanley antes del desembarco, era obsceno.
Mientras generales, tenientes, comandantes o cabos se empacharon con la carne y el calor del pueblo argentino, los conscriptos se consumían dentro de una parca que no podía abrigarlos. Sus cuerpos flacos, esbeltos de toda voluntad, eran sacudidos con los bailes que habían vuelto en las rondas de visitación de los superiores a las carpas. La falta de higiene, de prolijidad, de atención, de afeitada, era castigada con una exigencia física.
“Nos obligaban a realizar flexiones con la poca fuerza que nos quedaba por no estar afeitados en medio de una guerra”, me comentó Aureliano indignado mientras se le escapaba esa sonrisa tan soberbia como irónica. Todo aquello le sirvió de motivación para comenzar a robar chocolates de forma cuantiosa. La trinchera obtuvo lujos, nuevas provisiones y mejoras de infraestructura que ayudaban a intentar conciliar el sueño de manera fracasada.
La tortura se hizo presente en ese instante, y en el relato comencé a ver las primeras apariciones de lo que se asemeja a un lagrimal. Los robos eran descubiertos y los colimbas estaqueados a la intemperie, asolados por la helada y con la compañía de un rezo vago que evitará la caída de algún misil. Una pasta de dientes, un chocolatín, una caja de cigarrillos o la caza de un animal salvaje de alimento, todo era motivo de estaqueo. Tropa castigando a la propia tropa. La dictadura había gestado monstruos con cara de hombres que eran capaces de torturar a sus propios compañeros.
No tenían sustento ideológico del porqué en vez de disfrutar de los estudios, la comida, las amistades y la familia, de por qué, en vez de jugar, estaban tirando tiros en un lugar desconocido para ellos, empapados de frío y hambre, no encontraban argumentos para no estar viviendo su propia vida.
La causa de las Malvinas perdió en ese momento el último bastión que le quedaba de narrativa. Los pibes que eran ni más ni menos que “mierda” para los militares profesionales, con el correr de las noches, observaron la puesta en escena y ya no estaban convencidos de lo que hacían allí. No tenían sustento ideológico del porqué en vez de disfrutar de los estudios, la comida, las amistades y la familia, de por qué, en vez de jugar, estaban tirando tiros en un lugar desconocido para ellos, empapados de frío y hambre, no encontraban argumentos para no estar viviendo su propia vida.
La épica quedó trunca, coja como su andar. En las apuradas, entre bombas y llantos, no se había sacado nunca las botas, a veces sentía que aún las tenía puestas. Por eso narró la historia descalzo, para sentirse libre y lejos de ese hielo de nostalgia. El pie de trinchera es una enfermedad producto de la acumulación de agua, frío, suciedad y lesiones en bajísimas temperaturas; el pie, para que entiendan los lectores, se pudre. “Mejor un pie machucado que una pata de palo”, insistió en aclarar.
La verdad cosechó pilares de rebeldía, las bajas aumentaban y los ingleses destrozaban todo a su paso provocando el despliegue de las tropas argentinas, cada vez más recluidas en su propio fracaso. Los colimbas comenzaron a transitar un camino de supervivencia a expensas de sus superiores. “¡¿Quién me va a decir algo por comer?!” exclamó Chocolate. La desesperación por vivir nos hace superar nuestros temores más instaurados, no había disciplina que valga o castigo psicológico capaz de contener la furia del hambre, de la necesidad animal de sobrevivir a Malvinas.
Duerme todas las noches observando ese triste agujero, de hombres que son niños apilados unos con otros, siempre con frío. Soñando que esa ventana contemple la salida de su cueva. No hay estrellas, solo humo, él y la oscuridad. De repente, estaba de nuevo sacando la pava de la hornalla al rojo vivo, caliente y llena de humanidad. Esa palabra silenció toda la casa, todos los tan cotidianos quejidos para dar paso a un nuevo discurso que yo poco comprendía. Y es que no hay humanidad en el olvido, en la sangre, en la muerte, en la soledad de la guerra, pero más solitaria puede ser la indiferencia de tu gente.
Los dos solos en el recorrido de esa mañana, que ya no era como cualquier otra en lo que a quien les habla respecta, ni mosquitos ni moscas, ni canciones ni risas, tampoco comida. Tan deprimente como temeraria es la soledad, esa misma a la que sometieron a muchos de sus compañeros, los de Fito, como le decía su mamá. Si no poder dar el abrazo del retorno parecía algo injusto, mucho peor es que en vez de abrazos haya un enorme escupitajo social a la espera de tu vuelta. Mientras tomaba el mate, Aureliano me enseñaba en pleno jijeo buscando, secuaz, los diarios de una época para mí desconocida.
No hubo trabajo, ni apoyo, ni asistencia, ni gratificación alguna, como no la ha de haber en la derrota. Perder es lamentable para cualquiera, pero imperdonable para un argentino. En ese momento entendí que la gloria no fue que estuviesen vivos, la gloria no estaba en ningún lugar. Me apresuré, ante la caída de alguna lágrima, a decirle que es un héroe como todos los que no pudieron abrazar de nuevo a sus madres. Esa palabra generó un golpe en la mesa, tan fuerte como la bomba que hundió el Belgrano con muchos de sus amigos.
“No somos héroes”, es la frase que me decía, mientras renovaba la yerba de un ya vencido mate. No había capas en las espaldas de los pibes de Malvinas ni superpoderes que enfrentarán el fuego inglés, ni tiempos para encontrar una batiseñal que los sacara del desquicio ni razones voluntarias para ir allí. De nuevo se vio siendo arrastrado del club de su barrio a un camión que sin prisa pero sin pausa lo dejó en unas islas completamente desconocidas para todos. El estoicismo verdadero, por drástico que parezca, para Aureliano está en quienes no volvieron, solamente los que no pueden hablar son heroicos. La gloria, comprendí mientras le pedía una campera, está en la muerte.
Era cerca de las once cuando me parecía que el castillo no era tan impactante, que las posesiones materiales no eran tan espectaculares, que yo podía conseguir un sillón similar. Y, aunque la humedad se encontraba en el aire, temblaba de frío, uno que nunca conocí antes ni deseo conocer de nuevo. Pensé en voz alta mientras Chocolate cerraba la historia con los colores más oscuros; que el olor de una ropa húmeda no es comparable a la putrefacta descomposición de quienes compartían tu trinchera, la viscosidad de la sangre no es equiparable con nada, la pesadumbre del hambre no tiene esencia gemela y no hay calor que te afecte cuando el frío está en tu alma.
En esa tormenta emocional lo miré y me animé a preguntarle.
—¿Y vos cómo estás?
—Mirando aviones —me lanzó mientras tomaba otro mate. ®