Monsieur Tamalè

Un tributo al señor Voltaire*

No sabía que mis pulmones pudiesen enfermarse apenas con ir allá a tratar de vender mis tamales, que al regresar a mi pueblo todos los que tuvieran contacto conmigo pudiesen infectarse, y que la vida, contradiciéndose a sí misma, me eligiera precisamente a mí para transmitir una enfermedad producida por un murciélago que se comió alguien en la China.

I. Las causas de la pobreza

El Indio Rómulo, Rómulo Augusto Mora Sáenz (Monguí, 23 de abril de 1931–Bogotá, 24 de julio de 2020), poeta costumbrista colombiano, disfruta de tamales y cerveza en buena compañía.

Un hombre, de ésos que siempre se quejan de su país y elogian los del norte, me decía un día:

—Amigo mío, Colombia no es tan rica como lo era en tiempos del general Rojas Pinilla. ¿Por qué? Porque la tierra no se explota de la misma forma; porque los hombres charlan más de lo que en realidad trabajan, y como es más fácil vivir de la carne de las vacas nunca ganan nada al explotarla, y la dejan inutilizada.

—¿Y son ésos los motivos de la escasez de manos que padece hoy el campo?

—Es que cualquiera que se cree un poco inteligente se desempeña hoy como opinador, como político de profesión, como burócrata de oficio, como especulador financiero, pastor de iglesia o modisto.

”Porque las reformas agrarias han dejado un vacío muy grande en nuestra patria; porque la mendacidad y las misas no han sido nunca gravadas; porque cada cual, en cuanto que ha podido, ha separado la cultura del trabajo campesino, por el cual hemos nacido, pero que hemos convertido en el más ignominioso entre todos los oficios.

”Otra causa de nuestra pobreza está en nuestra necesidad de vivir para los lujos y la cerveza. Hay que pagar a los comerciantes cientos de millones por una mercancía y doscientos más por otra, para destrozarnos el cerebro con unas sustancias que nos vienen de Norteamérica y Europa; la cerveza, el vodka, las drogas de laboratorio y las sintéticas nos cuestan miles de millones de renta. Todo esto no se conocía en tiempos del general Rojas Pinilla; o bueno, sí se conocía, pero casi no se consumía. Tomamos cien veces más cerveza e importamos más de la mitad de la comida del extranjero, porque nosotros despreciamos a la tierra y a su obrero. Se ve ahora cien veces más de oro en las manos, en las orejas y en los cuellos de nuestros ciudadanos, del que se creía que existía bajo todo El Dorado.

Éstas son, en parte, las causas de nuestra pobreza. La esconderemos con bailes y bromas provinciales: somos pobres alegres y amantes de los malos festivales. Existen banqueros, empresarios y narcotraficantes muy ricos; lo son también sus mujeres y sus hijos. Pero, en general, el país es miserable.

”Observe, sobre todo, que pagamos miles de millones al año por concepto de préstamos foráneos, y que nadie, entre tantos pésimos administradores que nos han gobernado, ha podido aligerar siquiera algo de este peso a nuestros estados. Considere que nuestra corrupción ha agotado todas las riquezas que había debajo y encima de nuestra tierra, y que, con nuestras eternas disputas internas, nos hemos quedado sin educación, sin dinero, sin industria y sin buenas empresas.

”Éstas son, en parte, las causas de nuestra pobreza. La esconderemos con bailes y bromas provinciales: somos pobres alegres y amantes de los malos festivales. Existen banqueros, empresarios y narcotraficantes muy ricos; lo son también sus mujeres y sus hijos. Pero, en general, el país es miserable.

El razonamiento de este hombre, equivocado o acertado, me causó una profunda impresión, pues mis libros antiguos, de los que siempre he sido muy amigo, me enseñaron un poco de historia universal, por lo cual me he aficionado a pensar, cosa que es muy rara en mi patria natal.

II. Destierro de Monsieur Tamalè

Estaría muy contento de tener una tierra que me sirviese para pasar mi vejez si no fuera porque en mi país existe un Ministerio de Hacienda.

Aparecieron diversos decretos de hombres que, sin nada mejor en qué ocupar el tiempo, se dedican a ponerle impuestos a lo poco que por su trabajo recibe el obrero. El preámbulo de todos esos decretos dice que el poder del gobierno nace del derecho a quedarse con todo cuanto produce mi suelo, y que yo le debo, por lo menos, las tres cuartas partes de lo que en él devengo. Las dimensiones de la avaricia legislativa y ejecutiva me obligaron a empezar a temer por mi comida. ¡Qué sería si esta avaricia que preside la conducta de toda la clase política tomara lo poco que me ha dejado para ganarme la vida!

Cuando salí del terreno del que sacaba todo mi sustento, sin tener más alimento que la lluvia y el viento, encontré al hombre por el que había votado en las anteriores elecciones al congreso…

El Ministerio decía, además, que no sólo se tenían que tasar las tierras, sino también a las personas que dependían de ellas. Uno de sus funcionarios vino un día a mi casa a hablarme de la guerra; me pidió una cuota de tres cargas de café y siete bultos de panela que, en total, representaban casi todo lo que producía mi tierra, para sostener a nuestras fuerzas armadas en una guerra de la que yo ni sabía por qué era que se peleaba, y de la que en realidad pensaba que era más la miseria que sembraba que la seguridad que nos proporcionaba. Como en ese momento yo no tenía café, ni panela, ni el poco dinero que me pagaron por venderlos, me quitaron el título de mi predio y costearon la guerra como mejor pudieron.

Cuando salí del terreno del que sacaba todo mi sustento, sin tener más alimento que la lluvia y el viento, encontré al hombre por el que había votado en las anteriores elecciones al congreso; tenía nueve guardaespaldas repartidos en tres carros nuevos, a los que supuse que mi trabajo también les ayudaba a pagar el sueldo. Su amante, a quien también ayudaba yo a pagarle las joyas y el maquillaje, iba un par de pasos más adelante; la conocía de tiempo antes, cuando iba a mi casa con su querido a extorsionarme. Fue ella quien me dijo, quizá para consolarme, que mi tierra quedaba en manos absolutamente confiables, y que podía estar seguro de que con ella ayudaría a ganarle la guerra a los bandidos y criminales.

—Bueno, al menos le dio algo al Estado para sostener esta larga guerra que tanto le ha costado.

—¡Contribuir yo a las guerras del Estado! No me haga reír, paisano; mi tierra, con la que según usted ayudé al Estado, todavía se la debo a un banco; ahora no poseo de ella ni un solo palmo, pero aun así he de pagársela en su totalidad a ese banco, que debería cobrarle la deuda al Estado, o al congresista y a la mujer que con ella se quedaron. ¿No ve, por otra parte, que si el Ministerio me exige que le pague es porque también quiere robarme? Pues si no tengo tierra tampoco debería estar obligado a tributarle, tanto más cuanto que ellos mismos se quedaron con mi café, mis panelas, mis ahuyamas y mis platanales, y a cambio suyo no me dieron más que un permiso para empezar a traficar tamales. Comprenda que sería injusto volverme a pedir dinero por el derecho a usar algo que ya no tengo. ¡Qué horror! Que pague, amigo mío, quien me privó de una tierra cultivable y me puso a vender tamales en la calle.

III. Aventura con un semi–cura

Me encontraba frente a un monasterio magnífico. Estaba que me moría de hambre, pues el Ministerio se había dado mañas para arrebatarme lo poco que había ganado con los tamales; pero cuando me di cuenta de que el monasterio era de los hermanos franciscanos concebí la idea y la esperanza de que estaba salvado.

—Puesto que estos santos —me dije— son tan humildes que no se preocupan ni por su calzado, serán también caritativos y ayudarán a los necesitados.

Llamé a la puerta y salió uno magníficamente ataviado y maquillado:

—¿Qué quieres, hijo del diablo?

—Algo de comer, reverendo hermano. Un ministro y un senador me han atracado.

Es verdad que nuestro maestro nos ordenó socorrer a nuestros hermanos, lo que ya de por sí constituye un enorme gasto; pero nadie nos ordenó socorrer a los hijos del diablo, y si acaso alguien nos lo ordenara, renunciaríamos a nuestros votos de inmediato.

—Acá recibimos limosna, no la damos.

—¡Cómo! Su maestro les ordenó socorrer a sus hermanos, ¿y le niegan la comida a quien de ella está más necesitado?

—Es verdad que nuestro maestro nos ordenó socorrer a nuestros hermanos, lo que ya de por sí constituye un enorme gasto; pero nadie nos ordenó socorrer a los hijos del diablo, y si acaso alguien nos lo ordenara, renunciaríamos a nuestros votos de inmediato.

—¡Ah! ¿Me dejan morir de hambre, mientras viven con semejante lujo y magnificencia? Ojalá el ministro venga pronto a saldarles cuentas.

—Dios nos guarde de estar obligados a pagarle. Sólo el producto de la tierra trabajada por el campesino, bañada con sus lágrimas y endurecida con sus quejidos, debe pagarle tributo a la ambición del señor ministro. Las limosnas que nos dan las viejas nos han permitido edificar nuestros conventos y nuestras iglesias, pero como esas limosnas no provienen directamente de ellas, sino de los frutos producidos por la tierra, no deben pagar de nuevo una vez aquí se quedan: han santificado a los creyentes, que se han empobrecido para levantar estas paredes, y por eso nosotros continuamos bendiciéndoles y pidiéndoles, para santificarlos aún más y hacerlos todavía más fieles.

Habiendo dicho esto, cerró la puerta y me volvió a condenar al infierno.

Luego pasé ante un grupo de jóvenes anarquistas; les conté mi aventura con el semi–cura: me dieron de comer y me reunieron una pequeña suma. Uno propuso quemar el convento y moler a palos al monje, pero otro más prudente le demostró que la anarquía contaba ya con una fuerza suficiente para quemar monasterios, pero no para golpear monjes, y le rogó esperar a que llegara el momento para dar ese golpe.

IV. Audiencia con el alcalde

Iba yo con mi olla de tamales a presentarme ante el señor alcalde, que ese día hacía una de sus asambleas comunales. Su oficina, no obstante, estaba llena de gente de todas las clases. Había, sobre todo, caras más risueñas, panzas más repletas y miradas más estrechas que las de las personas que se habían quedado afuera, y que no habían madrugado lo suficiente como para que el señor alcalde las recibiera en audiencia. No osaba acercarme, por temor a ensuciarles sus ropas con el sudor de mis tamales.

Un reconocido narco, extorsionador debidamente carnetizado, iba a quejarse de los comerciantes honrados, porque no le pagaban dentro de los plazos por él estipulados. Él tenía ya más capital que aquellos de los que se pretendía quejar y, además, cuando quisiera los podía matar. Pero pretendía que sus víctimas, aun estando al día en todas las cuotas que por el derecho a trabajar les exigía, le debían por dejarlas seguir con vida, así para ellas —y para él mismo— constituyera la misma ruina.

—Como su vida —decía— sigue estando en mis manos, pido que por ella me paguen todos estos bellacos.

El alcalde le dijo:

—Puedo dar fe del progreso que le ha traído su oficio a este pueblo.

Un comerciante, muy inteligente y muy tonto para arriesgarse a reclamarle, le contestó entonces:

—Ilustrísimo alcalde, los comerciantes de este pueblo no podemos pagar lo que tan justamente nos está exigiendo el señor traqueto porque, habiéndonos hecho pagar este año más de la mitad de lo que nos ha dejado nuestro comercio, y habiéndonos condenado a quedarnos casi sin ingresos, la verdad es que ya nos da lo mismo que nos cuente entre sus vivos o entre sus muertos. He hecho vender hasta los muebles de mi casa para pagarle, y aun así hoy le debo más que antes. Me opongo pues a las pretensiones del reverendo traqueto.

—Tiene razón en quejarse —dijo el alcalde— pero no por ello debe dejar de pagarle a este buen traficante. En verdad, es él quien le da a este pueblo seguridad, y lo que pide no es nada si se sopesa con el hecho de que gracias a eso podemos trabajar con absoluta tranquilidad.

Un tercero, dueño y señor de varios predios, de los que venturosamente se había convertido en heredero, aun sin haber tenido trato alguno con el muerto, esperaba que se le reconociera como legítimo poseedor de los bienes de un humilde jornalero, el cual, sin saberlo, había firmado un documento en que desheredaba a su familia en beneficio del que nombraba su testaferro tanto en la tierra como en el cielo.

El alcalde encontró las demandas del testaferro tan justas y ajustadas al derecho como las del traqueto.

Un cuarto, que era notario, presentó un nuevo reclamo, en el cual se justificaba por haber reducido a la indigencia a uno de sus hermanos. Ambos habían heredado un pequeño terreno que sus padres les habían dejado, pero aún tenían que pagar lo que valía el registro notarial del traspaso. El notario le había probado generosamente a su hermano que nunca apreció lo que sus padres le habían asignado, que no apareció el día que él mismo fijó para el traspaso y que, por tanto, su parte había ido a parar a la beneficencia del Estado, que luego la subastó y por fortuna quedó en sus manos. El hermano, juzgándose robado, lo amenazó y por ello fue encarcelado, y así dejó de mendigar el pan diario para pasar a recibirlo sin gastarse un solo centavo.

El alcalde, luego de reflexionar un rato, dijo en voz baja a uno de sus lacayos:

Otro propuso crear un impuesto sobre la risa y el baile, atendiendo a que la nación era la más feliz del mundo y a que sus bailes la consolaban de todos sus males…

—Tendríamos que quitarles la herencia a ambos, pero nos quedaríamos sin notario, y no es todavía el momento de dejar al pueblo sin notarios y abogados, que sin sus cuidados no tendría cómo vivir en este mundo de malvados.

Unos hombres de ciencia le propusieron crear un impuesto sobre la inteligencia:

—Todos —decían— pagarán, nadie querrá que lo llamen ignorante.

—Los declaro —les dijo el alcalde— exentos de ese impuesto de acá en adelante.

Otro propuso crear un impuesto sobre la risa y el baile, atendiendo a que la nación era la más feliz del mundo y a que sus bailes la consolaban de todos sus males; pero el alcalde observó que, con tal de no pagar el impuesto, el pueblo no volvería a bailar y se volvería demasiado serio.

Un sabio ofreció educar mejor al pueblo, haciéndole pagar al Estado tres veces menos. El alcalde mandó que lo llevaran preso.

Por último, llegó un funcionario que representaba a la autoridad ejecutiva de nuestras tierras, es decir, al Ministerio de Hacienda, a llevarse lo que horas atrás nos habían cobrado por no permitirnos hablar en la audiencia. En él reconocí al hombre que me había quitado el título de mis pastizales, el que me arrojó a la calle a vender tamales. Me arrojé pues a los pies del señor alcalde y le rogué que me devolvieran mis pertenencias; me escuchó con suma cortesía, se desternilló de risa y dijo que hiciera algo productivo con mi vida. Ordenó a sus secuaces, no obstante, que me compraran algunos tamales y me libró de la multa que según él debería cobrarme por venderlos en la calle. Le dije:

—Señor alcalde, Dios lo bendiga y le pague.

V. El embarazo de mi mujer

No encontrándome preparado y habiendo reunido el capital más grande que puede reunirse con la venta al menudeo de tamales, un día decidí casarme con una joven que de una noche para otra comenzó rápidamente a engordarse. Entonces busqué al maestro de escuela de la provincia y le pregunté si tendría un niño o una niña. Me respondió que eso sólo podían saberlo las parteras, pues él, con todo y lo maestro de escuela, no dominaba como ellas esos temas. Quise saber enseguida si mi hijo ya tenía alma o conciencia, a lo que respondió que eso no era de su incumbencia, y me mandó a preguntárselo al cura de la iglesia. No queriendo volver a tocar la puerta de semejante tipo, entonces le pregunté al maestro dónde estaba mi hijo:

—En una pequeña bolsa —me dijo— entre la vejiga y los intestinos.

—¡Oh, virgen santa! —exclamé con sorpresa—. El alma de mi hijo, puesta en medio de la orina y la mierda.

—Sí señor. Mejor cuna no ha tenido el alma de nuestro alcalde, aunque con esa misma cuna se viva dando semejantes aires.

—Ah, maestro querido. ¿Me podría decir alguna cosa sobre cómo es que uno se acuesta una noche retozando con su mujer tranquilo, y al día siguiente se levanta preocupado porque va a tener un hijo?

—No, amigo mío; pero, si quiere, puedo decirle lo que al respecto han imaginado los médicos, es decir, la manera en que es seguro que no se desarrolla un feto.

¿Me podría decir alguna cosa sobre cómo es que uno se acuesta una noche retozando con su mujer tranquilo, y al día siguiente se levanta preocupado porque va a tener un hijo?

”Nuestro respetadísimo colegio médico, en su excelente tratado sobre el nacimiento, dice que todo hombre es concebido en el mismo momento en que los fluidos del hombre y la mujer se unen por completo. Ni en un segundo más ni en un segundo menos.

Yo, encontrando esa teoría sumamente ridícula, no encontré, sin embargo, una forma de contradecirla, y mejor me enorgullecí de mi querida, al notar que reunía todas las condiciones médicas requeridas para obsequiarle al mundo una nueva vida.

—Estoy encantado con esta teoría —le dije entonces—, y no creo que haya lugar en ella para ninguna disputa.

—Sin duda. Aunque si la cuestión hubiese sido debatida entre monjes y curas, habría mucha sangre derramada y muchas mujeres acusadas de brujas; pero entre los médicos, por suerte, la paz se hace rápidamente; cada uno se acuesta con su mujer sin pensar en que sus espermatozoides van a empezar o a dejar de correr. Ninguna mujer embarazada, de hecho, piensa en ningún momento en cómo se opera ese misterio. De la misma manera en que usted envuelve sus tamales sin preocuparse de dónde vienen las hojas con que los pone en la mesa de los comensales.

—Sí que lo sé. Me lo dijeron hace mucho tiempo: es porque la providencia así lo ha dispuesto. Ahora me río mucho de lo que me han dicho. Salvo, por supuesto, de lo que digan los médicos y los maestros. Espero, pues, que tenga usted la bondad de seguirme instruyendo.

—¡Caramba! Pero si yo soy tan ignorante como cualquier otro habitante de este pueblo.

VI. De los votos religiosos

Cuando, pasado casi un año, me encontré con que era padre de un muchacho, comencé a creerme un hombre de alguna importancia para el Estado. Esperaba darle a mi país por lo menos cinco hombres que le sirvieran para algo. Ninguno de mis vecinos parecía capaz de hacer tan buenos hijos, y ninguna de sus mujeres parecía superar a la mía en el arte de parirlos. Debe ser porque ella había nacido en un convento de monjes robustos y ricos. A propósito de esto, un día le pregunté al maestro por qué esos señores habían acaparado tanto dinero.

—¿Son más útiles que yo a la patria?

—No, para nada.

—¿Sirven como yo para mantenerla poblada?

—No, a menos que se cuente a las criaturas que milagrosamente siembran las palomas en sus hermanas.

—¿Cultivan el campo? ¿Defienden al país cuando es atacado?

—No, pero rezan fervientemente a Dios por los soldados.

—Valiente gracia. ¿Y si yo rezo con ellos repartirán conmigo sus ganancias?

—No. Para eso debe graduarse como monje mendicante, y estar dispuesto a renunciar antes a todos sus deseos carnales.

—En eso sí que hacen un sacrificio considerable.

—No lo creo, puesto que muchos de ellos saben arreglárselas para ser padres, como lo eran todos los obispos de antes. Una vez que han probado el mundo y la libertad, difícilmente se vuelven a amarrar a las cadenas de la castidad. Pero aun así, dígase lo que se diga, ese tipo de vida no debería despertar ninguna clase de envidia. Es una máxima muy conocida la que dice que los religiosos son personas que se juntan sin conocerse, viven sin quererse y mueren sin extrañarse.

—¿Piensa, entonces, que se le haría un gran servicio al Estado si a todos ellos se les quitaran los hábitos?

—Ellos ganarían mucho, y el Estado, no tanto. Se le devolverían al país miles de zánganos que no saben desempeñar ningún trabajo, que han sacrificado la libertad de sus mejores años para dedicarse a perseguir al diablo; se arrojarían cadáveres a la industria de la nación: sería empeorar su mala situación. La tasa de desempleo sería mayor, y por consiguiente la economía sería peor. No. Es mejor que se sigan enriqueciendo con lo que le sobra al pueblo. ¿Qué haríamos si en lugar de cincuenta mil malos monjes tuviéramos cincuenta mil malos obreros? Se echarían a perder los trabajadores buenos, las empresas producirían menos y, con el paso del tiempo, la industria se acabaría y aumentaría el desempleo. Eso sin tomar en cuenta que, mientras más avance la ciencia, menos necesidad se tendrá de manos nuevas. Ciertamente, existen en los claustros muchos talentos sepultados perdidos para siempre para el Estado, pero es preferible dejarlos perder allí encerrados que mezclarlos con los que no sirven para desempeñar ningún trabajo. Creo que ya tenemos suficiente con la ignorancia y la barbarie de nuestro pueblo como para aumentarla sacando de su encierro a cientos de ladrones y miles de limosneros.

Es una máxima muy conocida la que dice que los religiosos son personas que se juntan sin conocerse, viven sin quererse y mueren sin extrañarse.

—Así, ¿no es por amor a los clérigos por lo que desea seguirlos manteniendo? ¿Sólo es por el desprecio que siente hacia ellos? ¿Por amor al bienestar y al progreso de nuestros obreros? Yo pienso igual. Aunque no querría ni loco que mi hijo se hiciera religioso, y si yo supiera que habría de engendrar hijos para curas o monjas, no me acostaría nunca más con mi esposa.

—Y así pasaría a convertirse en cófrade de esos pobres desgraciados, que ahogan las semillas de su posteridad en sus manos.

—Vamos, señor, basta de los clérigos y de sus costumbres puercas, para su felicidad y la nuestra. Estoy harto de oír decir a mi vecino, padre de tres muchachas y dos pequeños, que no sabrá qué hacer con ellos si no los manda a un monasterio.

—A ese hombre, creo, le gustaría más llamar a su hijo padre reverendo que verlo cultivando algún suelo; quisiera verlo alimentándose a costa de los tontos y los necios antes que desempeñando algún trabajo honesto, pero no sabe que, deseándole eso, lo está condenando a vivir días desgraciados, llenos de enojo y de arrepentimiento.

—¿No se podría decir lo mismo del padre que quiere ver a su hijo enfundado en un uniforme de soldado?

—En cierto sentido. Aunque el soldado es casi siempre un buen campesino, que si de la guerra vuelve vivo lo hace para trabajar en adelante por su mujer y sus hijos. Pero un clérigo, en tanto clérigo, sólo sirve para llegar a viejo como limosnero.

—Y las muchachas señor, las muchachas, hijas de quienes apenas pueden alimentarlas, ¿qué han de hacer?

—Pues educarse para ayudar a sacar adelante sus hogares. Una muchacha trabajadora y educada será más útil para su casa que una monja que malgasta sus días tratando de convertirse en santa.

—Sí, sí, señor, le juro que mis hijas nunca se harán monjas. Aprenderán a trabajar, a pensar, a serle útiles a la sociedad, a gozar de absoluta libertad. Veo los votos religiosos como un insulto a la patria, a sí mismo y a los otros. Pero explíqueme, se lo ruego, cómo es que otro de mis vecinos, contradiciendo lo que hasta aquí hemos dicho, pretende que los clérigos son muy útiles al pueblo, puesto que lo alejan del demonio y los malos libros.

—Proposición rara la de su vecino. Seguro ha querido burlarse, pues sabe perfectamente que hasta ahora el demonio no ha escrito un solo libro. ¿Que hay millones de libros malos? De acuerdo. Pero precisamente por eso es que tenemos que leerlos: para aprender a reconocer los buenos, sin que ningún cura nos diga cómo hacerlo.

VII. El rey de España

Hace unos días el maestro de escuela me vino a buscar, riendo de tal manera que por un momento alcancé a pensar que se había acabado de chiflar. Reía tan a gusto que me puse a reír yo también, aunque sin saber exactamente de qué. Me dijo que acababa de leer una noticia sobre cierto embajador, que enviaba a su país grandes sumas de dinero en nombre de nuestro señor gobernador, para pagar por la hospitalidad del rey español, que lo recibía frecuentemente en su mansión.

—No puede ser cierto —le dije yo.

—La cosa es cierta —respondió de inmediato—, pero, bien pensado, no hay razón para que riamos tanto. Pagamos al año alrededor de cinco mil millones en sobornos de este tipo y, después de dos siglos, le hemos pagado al rey del que nos independizamos casi el triple de lo que se llevó cuando estuvo aquí metido.

—¡Santo Dios! Cuántas veces lo que en tamales vendo yo. ¿Así, pues, ese rey nos subyuga desde hace dos siglos? ¿Es que nos impuso el deber de costearle eternamente sus vicios?

—En verdad, antes nos lo impuso de una manera más inhumana y brutal. Esto es solamente una bagatela en comparación con lo que se llevó hace tiempo de todas las poblaciones ricas de América.

Entonces me contó cómo era que se habían producido aquellos saqueos. Sabía mucho de historia, tanto de la más remota como de la más moderna, y por tanto encontraba siempre la manera de demostrarnos, a sus alumnos y a quienes no habíamos ido nunca a la escuela, que habíamos sido esclavos y todavía nos quedaba un poco de cadena. Habló durante mucho tiempo y con energía contra España y su monarquía, pero con un profundo respeto por la gente allí nacida. ¡Cómo veneraba a un señor de apellido Gracián! ¡Cómo les deseaba que vivieran eternamente en la mayor prosperidad, a fin de que no tuviesen nunca más que salir de su país a saquear los demás!

Deseaba también que todos los pueblos pobres de América tuvieran lo suficiente para poder vivir con decencia:

El desgraciado campesino, que ha pagado ya cientos de veces el mismo impuesto, debería empezar a verlos como ve a quienes en otro tiempo saquearon y degollaron a su pueblo, como verdugos que lentamente le arrancan la poca carne que le queda bajo el pellejo.

—Es triste —decía— que un hombre esté obligado a madrugar a ponerle trampas a un pan. Es vergonzoso que tantos trabajadores sigan esclavizados por quienes se hacen llamar sus libertadores. El desgraciado campesino, que ha pagado ya cientos de veces el mismo impuesto, debería empezar a verlos como ve a quienes en otro tiempo saquearon y degollaron a su pueblo, como verdugos que lentamente le arrancan la poca carne que le queda bajo el pellejo. Debería saber muy bien que, entregándoles más de la mitad de lo que crece sobre su suelo, no hace sino darles más dinero para que vayan y lo malgasten en el extranjero. ¿Y qué le queda a él y a su familia? Las deudas, el hambre, el llanto, la penuria, el descorazonamiento, hasta que finalmente muere en la mayor desesperación y en el más profundo abatimiento.

Este hombre sin tacha se enternecía pronunciando tales palabras; se preocupaba por el bien público y amaba a su patria. ¡Qué nación sería la colombiana si se condenara a la horca a todos los políticos que la desangran!

VIII. La pandemia

Iba de paso por un pueblo cercano, en el que se decía que nadie había tosido por espacio de doscientos quince años. Las relaciones humanas, en aquella porción de tierra casi enteramente inhabitada, eran puras como el aire que la rodeaba. No sabía que mis pulmones pudiesen enfermarse apenas con ir allá a tratar de vender mis tamales, que al regresar a mi pueblo todos los que tuvieran contacto conmigo pudiesen infectarse, y que la vida, contradiciéndose a sí misma, me eligiera precisamente a mí para transmitir una enfermedad producida por un murciélago que se comió alguien en la China. Regresé yo, y todo cambió.

Un simple estornudo mío fue más que suficiente para que se me acusara de diseminar por ese y mil noventa y nueve pueblos más la peste, apenas en dos meses. La mujer del gobernador, que mis tamales jamás olió, fue la primera persona que por culpa suya tosió; su voz además se engrosó; su apetito sexual decayó; sus párpados, fijos y apagados, se cargaron de un color amoratado y por dos semanas no se cerraron para dejarle entrar el descanso a sus miembros cansados.

El consejero médico del departamento, hijo, nieto y sobrino de otros siete médicos, se vio obligado a sugerir el aislamiento inmediato de todo el pueblo. El propio ministro de Salud, llevado siempre por el deseo de socorrer a los enfermos, envió un reclutamiento de pandemiólogos que estropearon por un lado lo que los médicos ya habían estropeado por el otro.

Durante los seis meses que estuvo el pueblo cerrado, ya que no podía seguir comerciando, me puse a leer la historia filosófica de Cándido —traducida al colombiano por un erudito cachaco—, en la que se probaba que, evidentemente, todo iba bien en el mejor de los mundos posibles, y que por tanto era absolutamente improbable que la peste, el dengue, el sarampión, los piojos y las liendres entraran en la composición del universo viviente, de este universo hecho únicamente para los hombres y sus mujeres, reyes de los animales e imágenes de un Dios que todo lo puede, el cual los quiere bien, y al que se parecen como se parecen dos gotas de leche.

Leía en la historia de Cándido que el famoso doctor Pangloss había perdido un ojo y una oreja en el tratamiento de una enfermedad tan contagiosa como la que nos azotaba ahora.

—¡Caramba! —exclamé entonces—. ¿Mi pueblo, mi pobre pueblo, quedará por culpa mía desorejado y tuerto?

—No —me dijo el consejero médico, tratando de consolarme—. Los franceses eran profundamente ignorantes, pero nosotros curamos rápidamente las enfermedades, apenas prohibiéndole al enfermo que salga a la calle a relacionarse con los demás mortales.

En efecto, por lógica precaución, los hombres fueron obligados a quedarse en sus casas viendo televisión, sacando una barriga de tres palmos de espesor, y muriendo en la miseria para no arriesgarse a morir de tos. Durante todo este tiempo, discutíamos así con el consejero médico —gran comedor de tamales, y por tanto frecuente visitante de mi lugar de aislamiento—:

Leía en la historia de Cándido que el famoso doctor Pangloss había perdido un ojo y una oreja en el tratamiento de una enfermedad tan contagiosa como la que nos azotaba ahora.

—¿Es posible que la naturaleza haya sacado semejantes tormentos de las alas de un murciélago, que ese pequeño animal haya arruinado las tres cuartas partes de nuestro comercio, que hoy haya mayor riesgo en salir a la calle sin el rostro cubierto que en quedarse encerrado sin ganarse un peso? ¿Será verdad, para alivio nuestro, que esta peste poco a poco va desapareciendo, y que cada día dejará menos enfermos?

—Al contrario, se esparce cada día más por todo el globo terráqueo; se ha extendido hasta el Círculo Polar Ártico; de ella se han infectado hasta los mismos jefes de Estado, hombres que nos son tan necesarios como los murciélagos asados.

—Dígame, por favor, ¿los animales sufren esa peste?

—No tienen ni esa peste ni ninguna otra que pueda parecérsele.

—Me contaba hace unos días que había sido médico personal del embajador en la China. ¿Todavía hay peste en China?

—No. Allí solamente vive el hombre que se comió el murciélago, quien apenas se conformó con contagiar a cien mil habitantes de su pueblo, para que luego salieran de allí a toser al resto del hemisferio. Conocí a un chino que fue víctima de la enfermedad, pero ella no se arraigó mucho en su ciudad; por fortuna nadie se le acercó cuando tuvo deseos de estornudar. Por lo demás, hay muy pocas tiendas de murciélagos en aquella ciudad. Cada hombre come arroz y papas, dentro de su propia casa, por el gobierno guardada, por el gobierno vigilada, y por el gobierno diariamente fumigada e higienizada. Los suecos, en cambio, hacen de esa enfermedad muy poco caso y no se molestan en prevenirse de sus terribles estragos.

—¿En qué época cree que esa plaga llegó a Europa y América?

—Cuando lo dicen la ciencia médica y la prensa: cuando algún chino se fue a estornudar y toser en las otras latitudes de la tierra. Las otras naciones, tan inocentes, no habían sido atacadas antes por ninguna otra peste, de la misma manera en que nunca transportaron enfermedad alguna de Occidente a Oriente. En Europa encontró la entrada por Italia y España, y por allí se extendió más rápido que por las demás naciones asiáticas, donde empezó a circular sólo hasta después de que en China fue erradicada. La razón es que en todos esos países las mujeres viven encerradas, en casas de las que sus maridos sacan las que les van siendo necesarias. Se puede ver, sólo con esto, con qué orden y método el mal se fue moviendo de pueblo en pueblo.

El parlamento italiano, siempre activo y a disposición del pueblo, fue el primero que dictó una sentencia contra ese mal que le llegó del extranjero. Decretó que todo ciudadano guardase estricto encierro, so pena de linchamiento popular y empalamiento; pero como para el linchamiento del infractor tenía que salir necesariamente el resto del pueblo, y como con ello estaría también desobedeciendo, la sentencia no tuvo más efecto que las que se dieron luego contra la llegada de ciudadanos extranjeros. Es cierto que, si se les hubiese amarrado, en lugar de creer que iban a quedarse encerrados, hoy no existiría un solo contagiado; pero en esto, por desgracia, no pensó nunca el parlamento italiano.

—¿Y no habrá ninguna forma de extirpar esta enfermedad tan contagiosa, que es el azote de América, Asia y Europa?

Decretó que todo ciudadano guardase estricto encierro, so pena de linchamiento popular y empalamiento; pero como para el linchamiento del infractor tenía que salir necesariamente el resto del pueblo, y como con ello estaría también desobedeciendo, la sentencia no tuvo más efecto que las que se dieron luego contra la llegada de ciudadanos extranjeros.

—Sólo hay un método, y es que todos los gobiernos se confederen entre ellos, como en tiempos de los reyes homéricos. Ciertamente, una expedición contra la peste sería mucho más provechosa que las que se hicieron antiguamente para recuperar a una mujer raptada voluntariamente. Estaría mucho mejor que se entendieran para derrotar al enemigo común del género humano, que estar continuamente ocupados en devastar la tierra y cubrirla con la sangre de sus hermanos, para arrancarles un poco de oro de las manos. Hablo contra mi provecho, pues realmente la guerra y los enfermos son mi fuente de ingresos; pero hay que ser hombre antes que médico.

De esta forma finalmente me formé, como se suele decir, en riqueza, en corazón y en fe. No heredé solamente de un tío indigente, que murió en esos seis meses, sino que, además, obtuve la herencia de un pariente lejano, que había sido propietario de una empresa de lavado de manos, y que había engordado a base de poner a dieta a los gérmenes y gusanos. Este hombre nunca se había casado, había sabido mantener su dinero bien lejos de los bancos, vivió como un desvergonzado y murió en un burdel de un paro cardíaco.

Me vi pues obligado a ir a Bogotá a recoger la herencia de mi familiar, pero me encontré con la dificultad de que el abogado de mi pariente se la quería quedar. Tuve la suerte de ganar el proceso, que apenas tardó treinta y siete meses, y la generosidad de darle al juez del caso, por conducto de mi abogado, parte de la riqueza que entre los tres habíamos ganado. Después me dispuse a satisfacer mi gran pasión: tener una biblioteca y un lugar para leerla sin ningún tipo de interrupción.

Leía desde la mañana hasta bien entrada la tarde, tomaba nota de las mejores frases, y en la noche preguntaba al maestro de escuela si Lilith era más bella o más fea que nuestra madre Eva; si el alma se encuentra en los testículos o en la cabeza; si Jesús estaba drogado cuando lo capturaron los romanos. Qué diferencia específica hay entre la traquetería y la actividad política. Y por qué a los grandes sabios de antaño casi siempre se les pinta el rostro de color blanco. Por otro lado, me propuse no inmiscuirme nunca en asuntos de Estado y no relacionarme jamás con literatos. El poeta del pueblo no me llamó más José, sino Monsieur Tamalè, que según él era mi nombre en francés. Los que antes de enriquecer me conocían seguían rindiendo justicia a mi modestia y a mi alegría, cualidades que cultivé durante toda mi vida.

Mi hijo estaría pronto en edad de ir al colegio, pero quise que fuera al colegio en que enseñaba mi amigo el maestro y no al de los monjes del convento, a causa de que allí escribían discursos violentos, y no está bien que en un colegio de monjes se escriban discursos como ésos.

Mi señora me dio una hija muy hermosa, a la que espero educar para buena persona, puesto que las buenas personas, y más si son pensadoras, no dedican sus vidas a buscar cómo ir a casarse con algún patán de Norteamérica o Europa.

IX. El infierno de Sócrates

Durante mi larga estancia en Bogotá hubo allí una importante querella de orden intelectual. Se trataba de saber si Sócrates había sido un hombre bueno, si estaba en el infierno, en el purgatorio o en el limbo, esperando a que se le juzgara digno de ir o no al cielo. Todos los hombres honestos tomaron partido en favor de Sócrates, diciendo:

—Sócrates fue siempre justo, sobrio, tolerante y amigable. Es cierto que en el cielo no ocuparía un lugar tan bello como el del cruzado San Ernesto, pues tenemos que guardarnos de comparar a un simple ciudadano griego con el guía espiritual de nuestros ejércitos; pero ciertamente el alma de Sócrates no se encuentra en el infierno. Si está en el purgatorio, inmediatamente hay que sacarla; sólo hace falta pagar un par de misas para salvarla. Por otra parte, se debe respetar a una de las cabezas de la religión cristiana; no se le puede condenar a las viejas penas paganas.

Los adversarios de esta idea pretendían, por el contrario, que Sócrates no podía ocupar un lugar junto a los verdaderos santos cristianos; que había sido un pedófilo degenerado; que no esperó trescientos años a que llegara un enviado de Dios a bautizarlo; que había muerto sin arrepentirse de sus pecados; que hacía falta dar ejemplo a los demás paganos; que estaba muy bien condenarle al infierno para enseñarle a vivir a los demás filósofos de su pueblo, a los de China y Marruecos, a los de Egipto, de Turquía, de Rusia y del mar muerto, a los de Inglaterra, de Francia, de Alemania y de los otros pueblos europeos, a los norteamericanos y latinoamericanos, que no morían debidamente confesados, como no lo hizo nunca ningún socrático, y que, finalmente, constituía un oficio divinamente placentero emitir sentencias contra los filósofos muertos, cuando no se pueden emitir contra los que viven, por miedo a que nos arrastren con ellos al infierno.

Se trataba de saber si Sócrates había sido un hombre bueno, si estaba en el infierno, en el purgatorio o en el limbo, esperando a que se le juzgara digno de ir o no al cielo. Todos los hombres honestos tomaron partido en favor de Sócrates…

Un magistrado, excelente ciudadano, invitó a los jefes de los dos bandos a compartir un pedazo de pavo. Era uno de los mejores hombres para invitar a cenar; su palabra era agradable y respetuosa, su risa no era en modo alguno bulliciosa; era honesto y abierto; no tenía nada de aquella clase de autoridad que quiere ahogar la opinión de los demás; la estimación de que gozaba se la debía a su manera de ir por la vida, a su natural alegría y a una fisonomía bonachona que era del todo persuasiva.

Hábilmente, condujo los primeros golpes que tenían preparados los dos bandos, cambiando la conversación y explicando algunos fiascos que había tenido en su labor como magistrado. Finalmente, cuando todos ya estaban borrachos, les hizo admitir que el alma de Sócrates debía estar en la isla de los bienaventurados, justo debajo del océano Atlántico, sin muchas ganas de que Dios o el diablo la llamaran a su lado.

Las almas de los disputantes volvieron a sus casas completamente en paz y completamente borrachas. Este acuerdo dio gran fama al magistrado, y cada vez que surgía un altercado, simple o complicado, entre hombres letrados o no letrados, se decía a los dos bandos:

—Señores, vayan a emborracharse a casa del señor magistrado.

X. Encuentro con un impresentable

El ejemplo de ese noble hombre como mejor pude imité desde que a mi pueblo regresé. La reputación que adquirí de apagar las disputas ofreciendo suculentas cenas me proporcionó visitas malas y buenas. En una de esas un hombre raquítico, de triste aspecto físico, jorobado, cojo, con los ojos perdidos y el rostro cochino, fue a pedirme que ofreciera una cena con sus enemigos.

—¿Quiénes son sus enemigos, y quién es usted? —le pregunté.

—A mí, señor, se me toma por uno de esos groseros que escriben columnas de opinión, y que en ellas sólo opinan lo que a oídos de algún poderoso le suene mejor. Se me acusa de haber calumniado a hombres verdaderamente sabios, a esos que no escriben a cambio de un salario, a la poca gente honesta que todavía queda en este trabajo. Es cierto que, apurado por el hambre, a veces se me escapan pequeñas falsedades que se toman por verdades, descarríos en los que sólo creen los grandes ignorantes. Los hombres ilustrados consideran mi oficio como una mezcla horrorosa de lambonería y oportunismo. Dicen que, aunque engañe a algunos en su buena fe, soy el desprecio y la execración de los hombres que saben leer.

Alabo su buen sentido, pero no es posible que cene con esos hombres que no pueden ser sus enemigos, puesto que ninguno de ellos ha leído su libro.

Mis enemigos son los hombres letrados, los escritores honrados, y en general los ciudadanos que valen o sirven para algo. Acaba de salir mi libro: Elogio periodístico de mis amigos políticos. Yo sólo tenía buenas intenciones al publicarlo, pero ningún hombre educado ha querido comprarlo. Los que apenas lo han abierto lo han lanzado al fuego, diciéndome que no solamente iba contra la historia del conocimiento, sino que, además, era malintencionado y deshonesto.

—Bueno —le dije cuando dejó sus lamentos—, imite a los que han despreciado su manifiesto, quémelo y que no se hable más de sus desaciertos. Alabo su buen sentido, pero no es posible que cene con esos hombres que no pueden ser sus enemigos, puesto que ninguno de ellos ha leído su libro.

—¿No podría, por lo menos, reconciliarme con el difunto señor Vallejo, a quien he ultrajado para ensalzar a un ministro de gobierno que lo dejó pobre a fuerza de cobrarle impuestos?

—¡Caramba! —exclamé—. Hace mucho tiempo que murió el señor Vallejo; vaya y cene con él en el infierno.

No existe un hombre tan rudo como yo cuando me encuentro en esta clase de situación. Me di cuenta de que aquel pícaro embustero sólo quería cenar con gentes de mérito para iniciar algún pleito, para ir a calumniarlos en algún libelo, para escribir en su periódico contra ellos, para imprimir nuevas falsedades y nuevos desaciertos. Lo expulsé de mi casa de la misma forma en que el señor Vallejo lo habría expulsado del infierno. A mí nadie iba a engañarme. De la misma forma en que aparecía sencillo y amable cuando era vendedor de tamales, me había convertido en un hombre desconfiado desde que empezara a conocer mejor a mis semejantes.

XI. La odisea de la razón

De qué forma aumentaron mis destrezas desde que tuve una biblioteca. Hacía con los autores como con los hombres; escogía a los mejores, no me engañaba nunca con las recomendaciones. ¡Qué placer instruirme y engrandecer mi inteligencia, sin alejarme nunca de mi biblioteca! ¡Y qué felicidad la de tener libros en una época donde las artes y las ciencias están en un periodo de franca decadencia!

Qué feliz hubiese sido si hubiese vivido en la época de Horacio y Virgilio, en la del divino Platón y en la de Diógenes y su zurrón, o en la del señor Newton, del señor Goethe, del señor Molière, o en el tiempo en que se condenaba al olvido a quienes no pintaban como Leonardo o Rafael. La miseria había debilitado los resortes de mi alma, el vivir bien le había devuelto su elasticidad y su confianza. Sé que existen millones de hombres iguales a mí, a quienes les ha faltado suerte para llegarse a convertir en hombres valiosos para su país.

Me parece que la razón viaja hoy en pequeñas jornadas, pero sin sus dos antiguas cortesanas, el sentido común y la tolerancia. La agricultura y el comercio tampoco la acompañan. Por acá alguna vez se presentó, pero la congregación de curas y monjes inmediatamente la rechazó, y desde entonces jamás regresó. En Asia tiene millones de enemigos, mas tiene también allí tan buenos amigos que, al final, regresará a vivir con ellos durante otro par de siglos. Cuando se presentó en Europa encontró a dos o tres idiotas que le dijeron:

—Señora, no hemos oído hablar nunca de usted; no la conocemos ni la queremos conocer.

Me parece que la razón viaja hoy en pequeñas jornadas, pero sin sus dos antiguas cortesanas, el sentido común y la tolerancia. La agricultura y el comercio tampoco la acompañan.

—Señores —les respondió— con el tiempo me conocerán y de nuevo me querrán. Alguna vez fui muy bien recibida en Atenas, en Roma, en Moscú, en Berlín, en París, en Florencia. Hace mucho tiempo que, por el crédito de Shakespeare, de Bacon, de Hume, de Locke, presenté mis credenciales en Inglaterra. Ustedes me conocerán cuando llegue el momento: soy la hija del tiempo, y a los designios de mi padre siempre atiendo.

Cuando pasó por las fronteras de España dio las gracias porque las hogueras de la intolerancia no se encendían más con la leña y por el oro de las tierras americanas. Si hizo algunas tentativas de entrar en Estados Unidos, se cree que lo intentó por uno de sus grandes ríos, a pesar de los vicios que encontró diseminados por su cauce sin duda a causa de sus vecinos latinos.

Se cree que tiene un secreto infalible para descubrir las mentiras de los gobiernos y los curas, yo no sé cuál, pero me consta que con él ha mandado a muchos políticos a alimentar a las mulas.

XII. Una cena entre buenas personas

Cenamos ayer con mi amigo el maestro de escuela, con el magistrado bogotano, el consejero médico, que acababa de renunciar a su cargo, el tendero de mi barrio, su contador y secretario, un trabajador del campo, un estudiante nihilista, dos mujeres de buena vida y tres damas devotas a la filosofía.

La cena se alargó hasta la madrugada del otro día, y en ella no se habló de política, como si ninguno de los asistentes tuviera inclinaciones partidistas, que siempre hacen malas las comidas y apesadumbran a quienes a ellas nos convidan. No pasa lo mismo con el alcalde del pueblo, con el gobernador del departamento, con el ministro de gobierno, y con todos esos animales que no se reúnen sino para envidiar los bienes ajenos. Estos idiotas dicen más estupideces en una conversación de cinco minutos que las cosas agradables y provechosas que puede proporcionar la compañía más amable en una cena de ocho horas, y lo que resulta más indignante es que no osan decir nunca en su cara a nadie lo que tienen la indelicadeza de andar murmurando a sus espaldas en la calle.

La conversación se desarrolló sobre la tesis fundamental de Cándido, donde se dice, a través de lo que a su héroe le va pasando, que el mundo no solamente va empeorando, sino que cada año se va despoblando.

El maestro de escuela aseguró que el mundo, en efecto, ya no está tan poblado como en otros tiempos. Para probarlo citó a Hesíodo y Homero, quienes demuestran que uno solo de los hijos de Zeus —no recuerdo si Heracles o Perseo— procreó de su cuerpo una serie de hombres que ascendía a los doscientos veinticuatro mil setecientos doce muérganos, tan solo contando a los griegos.

El médico entonces le preguntó por qué en tiempos de la incursión persa en las Termópilas y en Maratón, es decir, seiscientos años después de Aquiles y Agamenón, Jerjes lloró por los cuatro millones de hombres que dirigía en su expedición.

—Es que en la tierra ya no quedaban rastros de la simiente de los viejos dioses griegos —le respondió el maestro.

Se habló mucho de Troya, la de inexpugnables murallas, y de los trabajos que se tomaron los reyes del Ática por rescatar a una muchacha voluntariamente raptada.

—Supongo —intervino una de las mujeres de buena vida— que los hombres de hoy pagarían por dar a sus Helenas por perdidas.

El magistrado, hombre muy instruido y sabio, nos dijo que cuando sus antepasados bogotanos quisieron dejar la montaña en que los españoles los habían dejado, para ir a ampararse, como era natural, a un sitio más caliente y agradable, el libertador Bolívar, que no quería gobernar sobre un pueblo de emigrantes, les dijo que abajo estaban los españoles esperándoles, y que su ejército estaba muy diezmado para ayudarles. Decidieron, pues, quedarse, y hoy Bogotá sigue siendo tan fría como antes, es cinco mil veces más grande, y son más los inmigrantes que llegan para quedarse que los que hacen hasta lo imposible por largarse. Después de esto —concluyó el magistrado— los historiadores han hecho cientos de miles de cálculos, siendo todos ellos tan contradictorios como falsos.

En seguida se planteó la cuestión de que si, en tiempos de la Roma imperial, los patricios romanos eran más ricos que los comerciantes de Bogotá, en tiempos del frente nacional.

El estudiante nihilista preguntó por qué la capacidad para componer obras geniales desaparecía en la misma medida en que los siglos transcurrían. El médico respondió que el talento de un escritor debía juzgarse por el tipo de lector del siglo anterior.

—Hablar de eso me corresponde a mí —dijo el tendero del barrio—, pues soy tan bogotano como el señor magistrado. Por lo demás, yo ya era tendero en épocas del frente nacional, y creo que, en realidad, los patricios romanos tenían más. Los ilustres ladrones del partido conservador y liberal ya llevaban más de cincuenta años saqueando la ciudad. Vivían espléndidamente del fruto de sus rapiñas, enseñándole a practicar su oficio a cada heredero de sus familias. Aunque supongo que también había ladrones en Roma, y que entre ellos había quienes gobernaban exclusivamente para su bolsa, como los de acá han gobernado durante toda la historia.

El trabajador del campo hizo una reflexión que me llamó mucho la atención: ya no existen los imperios de Roma, Esparta y Atenas, y en Bogotá ya no hay frente nacional, y en cambio todavía se leen las obras de Eurípides, Platón, Plutarco y Juvenal.

De un salto se pasó de los siglos de Augusto y Pericles a los de Luis XIV y Adolfo Hitler. El estudiante nihilista preguntó por qué la capacidad para componer obras geniales desaparecía en la misma medida en que los siglos transcurrían. El médico respondió que el talento de un escritor debía juzgarse por el tipo de lector del siglo anterior. Era una buena idea y, sobre todo, verdadera; se profundizó sobre ella. En seguida se habló de un periodista que tenía la osadía de criticar los pasajes más bellos de la poesía antigua, sin saber siquiera en qué época había sido escrita. Se trató con mayor severidad a un escritor de novelas, que denigró las obras del divino Platón sin comprenderlas, y que sobre todo censuró lo mejor que había en ellas. Esto hizo recordar la aversión ridícula que algunos estadounidenses sienten hacia Rusia y sus novelistas. Se habló contra esas críticas dictadas por el fanatismo y el odio nacionalista. Todo el que despreciaba las obras antiguas fue tratado como lo merecía, de la misma forma que han hecho los sabios con los necios durante toda la vida.

Se dijo, con mucha sagacidad, que la mayor parte de los libros de nuestro siglo, tanto en su fondo como en su estilo, son imitaciones de lo que se ha escrito durante el anterior siglo. Somos como músicos inexpertos que imitan torpemente los movimientos de sus maestros. Se dijo que la ciencia había avanzado, pero que la lengua y el estilo literario habían degenerado.

Lo mejor de las buenas cenas es que se cambia fácilmente de tema. Todos los objetos de arte, de historia y de ciencia desaparecieron rápidamente ante el espectáculo que Latinoamérica daba a los demás pueblos de la tierra. Acababan de condenar a sus maravillosas y fértiles tierras a dos siglos más de analfabetismo, corrupción y miseria. Este servicio rendido a todos los pícaros, este ejemplo dado a todos los vividores del oficio político, fue también recibido como lo tenía merecido. Se bebió a la mala salud de estos ilustres ladrones, de sus infelices progenitores, y se deseó que tuviesen cada vez menos seguidores.

El maestro de escuela nos enumeró todas las grandes obras que se habían hecho en la antigua Grecia. Se preguntó por qué se prefería leer la vida del cínico Álvaro, que pasó toda su vida matando, y no la del cínico Diógenes, que pasó toda la suya creando. Concluimos que la ignorancia y la simpleza eran la causa de esta preferencia; que Álvaro fue el demagogo Cleón y Diógenes el misántropo Timón; que las mentes perversas preferían el heroísmo extravagante de la guerra a las ocurrencias de un excelente comedor de lentejas; que los detalles de la consumación de una masacre les interesaban más que la integridad de un hombre que de todo sabía burlarse, y que, en resumen, la mayor parte de los hombres prefiere los horrores de que son culpables sus señores a las enseñanzas de que son responsables sus pensadores. De aquí viene el que por cada cien personas que pasan su vida viendo novelas y leyendo noticias exista una que lea media página de un libro de filosofía.

La cena terminó con una canción muy hermosa, que el estudiante nihilista interpretó para las señoras. Yo creo que la última cena del señor no me habría gustado tanto como la que tuvimos en aquella ocasión. Nuestros alcaldes, gobernadores y ministros se habrían aburrido, sin género de duda; pretenden ser ellos los hombres mejor instruidos, pero ni yo ni mis amigos cenamos nunca con semejantes tipos. ®

 * Véase El hombre de los cuarenta escudos.
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