No creo que la literatura sea mejor —dice Alberto Chimal— si se subordina a la actualidad ni que la biografía, o la buena conciencia, sean virtudes de una obra literaria. Y más: No fui cuate ni discípulo de ninguno de ellos: no tengo anécdotas. Los leí, como muchas otras personas comunes; eso basta.
1. Con un día de diferencia, la semana pasada (escribo el 21 de junio), murieron José Saramago y Carlos Monsiváis.
2. Saramago tenía, tiene, fama mundial desde que ganó el Premio Nobel de Literatura en 1998: es el único escritor de Portugal que lo ha ganado hasta ahora. Monsiváis, por su parte, era —como se dice de otros con excesiva ligereza— una institución en México: sin exagerar, el intelectual más influyente y admirado tanto en las élites (que en este país son el campo natural de los intelectuales) como fuera de ellas; una hazaña que no logró ni Octavio Paz.
3. Muchas personas se han dedicado a dar testimonios personales sobre su contacto con uno u otro de estos escritores. De hecho, por un par de días abundaron en periódicos, medios masivos y redes sociales como si se tratara de una competencia: perdía quien no pudiera afirmar que estuvo cerca de ellos, que los tocó, les dirigió la palabra, les pidió un autógrafo.
(Mi propio caso es el siguiente: nada. A Monsiváis lo vi una sola vez, a Saramago nunca. No fui cuate ni discípulo de ninguno de ellos: no tengo anécdotas. Los leí, como muchas otras personas comunes; eso basta.)
No creo que la literatura sea mejor si se subordina a la actualidad ni que la biografía, o la buena conciencia, sean virtudes de una obra literaria.
4. Cada quien los recordará como pueda o quiera. Como cualquier ser humano, ambos tenían adoradores y enemigos y ambos escribieron (e hicieron) disparejo: la crítica de sus escritos y sus vidas se ha hecho con tanto entusiasmo como su elogio. Yo me quedo con textos: de Monsiváis, con muchos de sus artículos y columnas, con Días de guardar, con Escenas de pudor y liviandad, con Amor perdido; de Saramago, con Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, el arranque de Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres.
5. Muchas personas, por supuesto, opinan diferente y dan más valor a los hechos que a las palabras de los dos escritores muertos: a su defensa de causas progresistas como el respeto a la diversidad sexual, a sus ataques contra el autoritarismo de gobiernos e instituciones. Esto nos pone en el debate sobre la ética contra la estética, las buenas intenciones contra la buena literatura, que en su última encarnación mexicana debe remontarse a comienzos de este siglo y que incluso pasó ya por esta bitácora; una idea que se ha repetido con frecuencia en estos pocos días ha sido la de que estas muertes son una pérdida irreparable, sobre todo porque con ellas se pierden dos guías morales que importaban más que cualquier texto: dos “sabios de la tribu”, como se dijo en algún texto que leí de Carlos Montemayor, también recientemente fallecido.
Semejantes afirmaciones implican varias ideas con las que no estoy de acuerdo; sobre todo, no creo que la literatura sea mejor si se subordina a la actualidad ni que la biografía, o la buena conciencia, sean virtudes de una obra literaria.
Por otra parte, la muerte de estos dos escritores es una pérdida política; como la del filósofo Bolívar Echeverría,también reciente, es la de figuras prestigiosas y respetadas de la izquierda que se destacaron por su presencia y su reputación, por supuesto, pero también por su pensar —no siempre de la misma manera; no siempre con los mismos alcances— en cuestiones urgentes de la vida social, de la política, de la convivencia humana que muchas veces se tratan sólo de manera frívola o irresponsable, o bien se invocan para despreciarlas o despreciar a quienes las mencionan.
En esta época en que predomina el desinterés y la orientación de muchos Estados actuales hacia la derecha política (continuando el uso de aquellas etiquetas del siglo XVIII) hacen falta contrapesos que la izquierda “realmente existente” —sobre todo en países como México— parece incapaz de dar; estos dos muertos tenían aún esa habilidad de convocar y, si no siempre de llamar a la acción, sí al menos de conmover, de acabar con la indiferencia de sus lectores. No faltan autores comprometidos y aspirantes a intelectuales y santones mediáticos, pero está por verse si pueden ser a la vez carismáticos y lúcidos. Más nos vale que consigan serlo porque la adoración de la personalidad, muchas veces, nos hace olvidar que los textos siguen aquí y siguen proponiendo que leamos.
Y porque los problemas no son sólo temas literarios: no desaparecen si sólo se deja de hablar de ellos, si pasan de moda o si sus comentaristas nos abandonan. ®