No relataré las confusiones, angustias, abusos, burlas, ataques, suspicacias, descréditos, insidias o limitaciones que un homosexual tiene que enfrentar. ¿Por qué tendrían que estar orgullosos un gay o una lesbiana?, suelen preguntar los críticos del orgullo ajeno.
Iba cruzando la avenida Insurgentes cuando de la estación del Metrobús salieron dos muchachas. Había un no sé qué en su lenguaje corporal. Tal vez los demás transeúntes no percibieran algo extraño: yo lo supe desde antes de ver las manos de una revoloteando sobre la cintura de la otra y luego enlazando los dedos con los de su compañera. “Qué lindas las muchachas que se toman de las manos”, pensé y tuve un impulso de decírselo a ellas.
Quienes no son homosexuales, por muy cercanos y solidarios que fueren, sólo tienen una idea pequeñita de lo que es vivir contraviniendo una norma moral tan primaria y estricta. Desde que nacemos somos clasificados como mujeres u hombres según nuestros órganos genitales; desde ese mismo primer respiro queda definido cuál debe ser nuestro comportamiento sexual. Y aunque hoy sepamos y aseveremos que la genitalidad no necesariamente determina las inclinaciones y atracciones, el peso de esa marca es inconmensurable.
No relataré las confusiones, angustias, abusos, burlas, ataques, suspicacias, descréditos, insidias o limitaciones que un homosexual tiene que enfrentar. ¿Por qué tendrían que estar orgullosos un gay o una lesbiana?, suelen preguntar los críticos del orgullo ajeno, como si no pudiéramos estar orgullosos de lo que nos dé la regalada gana. Por ejemplo, de la valentía para asumir públicamente la especificidad “diferente” de una sexualidad que nos fue dada de manera natural —como a los heterosexuales la suya— y para desafiar el ojo del vecino y la espada flamígera de las autoridades y de las convenciones sociales, o de los esfuerzos para que el ejercicio de esta sexualidad no mengüe la dignidad como personas y como profesionales, o de las contribuciones para que otros niños y niñas, para que otros jóvenes, sepan que no es torcido ni perverso ni enfermo ni condenable no ser heterosexual.
En cierta ocasión coincidía con una compatriota —ahora residente en Nueva York— en que lo que menos extrañamos de Cuba, lo que más celebramos haber dejado en el pasado, son los piropos de aquellos tipos que “susurraban”, a un volumen que lo oía todo el barrio, cualquier cantidad de linduras, seguidas del menú de cómo te meterían todo lo metible y te chuparían todo lo chupable; los mismos que se regodeaban gritándonos “tortilleeeeera”, a veces por el simple hecho de que no les hiciéramos caso.
Aparto ese recuerdo nefasto mientras veo caminar a las muchachas con tanta naturalidad, tan tranquilas y seguras. Y pienso que si para eso sirvió que nos gritaran, que nos acosaran, que nos agredieran hasta nuestros propios parientes, que nos sometieran a juicios y nos expulsaran de familias, escuelas y universidades; si para ello sirvió que tantos crímenes de odio se ensañaran con nuestros hermanos (y recuerdo especialmente aquella terrible película sobre la vida de Teena Brandon, Boys don’t cry); si sirvió para que dos muchachas o dos muchachos puedan ir por la calle tomados de la mano, enamorados y sin miedo… entonces valió la pena. ¡Que no se suelten! ®