No queremos dejar de ser ciclistas

Rodar, a pesar de todo

Guadalajara es un lugar peligroso para los ciclistas. En 2022 hubo 16 muertes por atropellamiento y en este año suman diez. Ésta es la crónica de un ciclista que sufrió un grave accidente que pudo haberle costado la vida.

Eduardo, ciclista.

Eduardo

Recuerdo la primera vez que me subí a una bicicleta. Estaba en el parque España, en Guadalajara, muy cerca del parque Metropolitano. Mis padres me habían regalado una de esas máquinas pequeñas con rueditas de color azul metálico, nuevecita.
Incertidumbre fue lo primero que sentí cuando me subí. Y luego miedo, cuando me di cuenta de que mi papá ya no estaba tras de mí.

Euforia es lo que hoy siento cuando ruedo en una bicicleta. Diría mi amigo de la infancia Freddy Turbina: “Alcancé el equilibrio espiritual”. Y, efectivamente, a mis veinticinco años es así como me siento.

Andas en bicicleta y tu mundo cambia. Las calles se transforman. De ser espacios fríos y efímeros se convierten en detallados mapas de muchos colores, con texturas varias, en donde cada cambio de altura se siente en las piernas y el clima se percibe sobre la piel. La ciudad gana un tono vibrante que estimula hasta el rincón más escondido del ser: te descubres meditando en movimiento, con la atención en las calles y el tercer ojo viendo hacia adentro, hacia un sitio de libertad.

Algunas personas valoran la bicicleta porque llegan más rápido a todos lados; otras, porque ya no hacen filas interminables en el tráfico. Otras más valoran el dinero que ahorran e incluso existen individuos que aprecian no ir apilados en el transporte público, compartiendo el sudor con desconocidos. Yo, en lo personal, valoro la libertad que las dos ruedas me dan. Me siento vivo, más humano.

Seguramente toda persona que se ha subido a una bicicleta lo ha percibido, a menor o mayor escala: conectamos con nuestro cuerpo a través de una máquina simple, pero mágica.

* * *

Mi bicicleta la pasó chido antes de morir.

La llevé a rodar saliendo del trabajo por las calles empinadas de Valle Real. Cruzamos Acueducto y sus curvas irregulares.

Llegamos a la glorieta… bajé la cuadra mortal, ésa en la que casi muero cuando empecé a usar mi bici fija. Esta vez lo hice con una maestría que no habría imaginado; haciendo skids y controlando la bajada. Pasé limpio y atento mientras hablaba con Daniela en el altavoz del teléfono que iba en la base para el celular. Íbamos cantando mientras subía una calle empinada que me robaba el aire. Todo iba impecable. Me sentía libre y con el control de mi cuerpo.

Pero cuando esa camioneta blanca se pasó el alto en el cruce de la ciclovía de avenida México y el semáforo de López Mateos, mi bici dio su último suspiro. Una bici por una vida. Fue una excelente última rodada para mi bicicleta, y un primer renacimiento para mí.

Estoy agradecido.

Daniela, ciclista.

Daniela

—Lalo está bien. Está consciente.

Apenas se apagó la frase mi corazón se sumó al corazón que se agitaba de angustia al otro lado de la línea. La voz de la mamá de Eduardo se hacía nudo entre el miedo y las voces indistintas de un montón de extraños. El trabajo del día siguiente, la casa y los pendientes del diario habían pasado a último plano. El pensamiento de Guadalupe estaba ocupado enteramente por la urgencia feroz de que alguien levantara a su hijo del suelo.

—Tuvo un accidente, pero lo están ayudando y ya viene por él la ambulancia.

Pude imaginar su vista brincando del charco de sangre a la bici doblada como si fuera de hule. Visualicé sus manos, por lo general ocupadas, retorciéndose en su regazo, como si entre los pliegues de su suéter se ocultaran las respuestas: qué tipo de heridas, a qué hospital llevar a su hijo, quién habría tomado las placas de la camioneta que se dio a la fuga.

—No sabemos dónde lo van a atender. Te aviso.

La llamada se cortó antes de que mi okey se quebrara en el silencio de la sala, lejos del sitio en el que mi novio estaría rasgando el oxígeno con la garganta pasmada en el grito que no alcanzó a dar antes de romper el cristal polarizado de la camioneta blanca que se pasó el alto con la cabeza y caer al suelo.

Empecé a guardar mis cosas. Di cuatro o cinco vueltas frente a la cartera hasta que comprendí que debía llevarla. Tenté la ropa y un impermeable amarillo con un par de franjas reflejantes decidió venir conmigo. “Qué irónico”, pensaría después, en la sala de espera de la Cruz Roja, “era para que los carros me vieran de noche”. Lo había comprado para salir con los Bike Punks, un grupo de ciclistas que se reúne todos los miércoles para recorrer la ciudad.

El teléfono sonó de nuevo.

—¿Dany…?

Quedarse helado. Como cuando uno va sudando y sopla el viento. Aventarse a una alberca y sentir el cuchillo del frío en todo el cuerpo. Romperse un diente. Creer que había un escalón más al final de la escalera y poner el pie en el vacío.

—¿Lalo?
—Amor, estoy bien. Tuve un accidente muy feo, pero estoy bien… Estoy bien.

Hay mucho ruido alrededor. Su voz suena rara, como si tuviera un montón de pegamento blanco en la boca. Debe estar en una especie de shock, habla muy rápido.

—Ay, Lalo…
—La neta, sí me oriné. Unas personas me ayudaron y ya están aquí mis papás. Te amo… Estoy bien.

No es hasta que imagino a Eduardo, tan consciente de sí mismo, tan ágil, perdiendo el conocimiento y hasta el control de sus esfínteres cuando entiendo la magnitud del golpe que se metió. Un nudo crispa mi garganta.

—Lalo, te quiero mucho.

Nota mi preocupación.

Lalo, aventuras en la Ciudad de México.

—¿Estás bien?
—Sí, sí. Yo estoy bien. Te amo. Qué bueno que estás bien.
—Yo a ti. Ya me tengo que ir, ya viene la ambulancia. Si vas a los Bike Punks te vas con cuidado.

Me río. Lloro. Me río. Hasta en el peor de los escenarios a Eduardo Slane lo caracteriza esa ocurrencia que me revuelve las tripas. Imagino el universo surreal en el que me iría por chelas con los amigos ciclistas mientras a él se lo llevan al hospital con el cuerpo partido.

Se corta la línea.

Mi hermana me abraza. Desde que empecé a andar en bici, Natalia es la acompañante autodesignada para los accidentes nocturnos, que son varios.

Este año ha muerto un ciclista de mis círculos cercanos y se han accidentado muchos más. A uno lo atropelló un camión cuando quiso esquivar a un vendedor de fruta. Otro terminó en el hospital al evitar a un peatón distraído y no llegó a una sesión con una reportera en la que ¡sorpresa! hablábamos de la poca cultura vial en Guadalajara. Parece chiste, pero es anécdota.

Estos dos accidentes —como muchos más— ocurrieron sobre la ciclovía. El de Lalo también. No es sorpresivo que diarios como El Informador incluyan testimonios como: “Hay más ciclovías, pero la inseguridad aumentó a pesar de la nueva infraestructura. Pedimos más seguridad” (Octavio Navarro, usuario de MiBici).

En medio de tantos accidentes y con un puñado de situaciones en las que por dos o tres pelos de gato flaco me pudo haber arrastrado un coche a una trágica muerte de bicla (aunque ¿qué muerte de ésas no es absurdamente trágica?), no me queda más que reírme —o llorar— cuando leo que en 2019 el Inegi registró apenas siete ciclistas fallecidos en el Área Metropolitana de Guadalajara frente a los veinte que registró el colectivo Bicicletas Blancas, que parecen ser los únicos realmente interesados en llevar la cuenta real de estas tragedias («BiciBlanca GDL», 2023).

Bicicleta Blanca es un colectivo que coloca bicicletas blancas en el punto donde un ciclista murió en un accidente de tránsito para, en sus palabras, “visibilizar la alarmante frecuencia con la que a los ciclistas, peatones y otros usuarios vulnerables nos arrebata la vida la irresponsabilidad de automovilistas, dueños de camiones y gobiernos omisos”.

Ouch. Su página inicial me impacta como el “Lalo está bien” que recibí esa noche por teléfono. Un marcador gigante que reza:

Ciclistas muertos en el AMG / 2023

10

BiciBlanca GDL (2023). Recuperado 1 de agosto de 2023, de Bicicleta Blanca website.

Eduardo

Avanzo por la ciclovía de forma regular a un ritmo decente, tal vez unos 18 kilómetros por hora. Mi semáforo en verde, el viento en el rostro y fuego en mi pecho; voy emocionado por llegar a casa, cenar y alistarme para salir con Daniela y mis amigos ciclistas a rodar por la ciudad.

Volteo al frente y noto a la distancia una camioneta blanca que se pasa el alto. Se detiene a la mitad del cruce, en la intersección del sentido sobre la glorieta de López Mateos y avenida México, fuera de mi rango. Doy una mirada atenta a la derecha para verificar que el paso sea seguro y libre. Cuando regreso la mirada al frente no alcanzo ni a gritar.

La camioneta blanca se ha echado en reversa y me bloquea el paso. A menos de un metro de distancia no puedo hacer nada más que prepararme para el impacto. Doy un último suspiro de asombro y miedo… y todo pasa a negros.

Abro los ojos y no siento mi cuerpo. Lo primero que percibo es un plano horizontal de una calle con luces que se mueven y reflejan su luz en un charco. Noto la humedad entre mis piernas, que pronto se transforma en calor líquido.

Las luces son autos pasando, ese charco es mi sangre tibia y el calor entre mis piernas es orina. Estoy solo en el piso con una bici frente a mí. Recuerdo la camioneta blanca y la busco con la mirada: ya no está. El charco frente a mí expande su rojo oscuro. De pronto la gravedad de la situación se instala en mi pecho: estoy tirado en la calle y pierdo sangre.

Daniela

Los ciclistas atropellados llevan mucho tiempo sin ocupar una primera plana. Si uno busca en internet “ciclista atropellado” o “accidente ciclista” nunca aparecen los nombres de las personas, referidas con un genérico “ciclistas” que bien podría referirse a “autos”, “árboles”.

Un fantasma de sirenas atraviesa las calles hasta mí. La mamá de Lalo llama de nuevo: “Voy con él en la ambulancia. Creo que vamos a pasar al lado de tu casa. Lo estamos llevando a la Cruz Roja del parque Morelos”.

Y allá vamos.

La fiel bicicleta de Lalo.

Eduardo

Veo con un solo ojo. Empiezo a emitir sonidos, como gemidos de un dolor que todavía no siento. Pido auxilio, primero al aire para que llene mis pulmones y luego al viento para que mueva mis palabras, a ver quién las escucha; no parece una noche solitaria. Hay autos que pasan a mi lado. Continúo con mi llamado como un fantasma de la vena vial.

Se detiene un motociclista y, asustado, me pregunta si estoy bien. En ese momento las palabras toman sentido de nuevo, tal vez repitió su diálogo unas tres o cuatro veces hasta obtener una respuesta de mi parte. “No lo sé”, le digo.

Empiezo a recuperar mis sentidos, la adrenalina llega al lado más consciente del cerebro. El motociclista se baja y se acerca. Yo reviso mi cuerpo. El primer paso es ver que todas mis partes sigan conmigo, luego revisar si alguna está rota y, finalmente, de dónde viene la sangre, que es mucha. Tras una rápida revisión me doy cuenta de que viene de mi rostro.

Se paran seis personas más, todos hombres en moto o en bicicleta. Les digo con toda la claridad que puedo que necesito marcar al 911 y a mis padres. Me apoyan con el celular y marcamos los números necesarios. Después de varios intentos veo que lo que impide la marcación es la sangre embarrada entre mi mano y la pantalla. Busco el lado más seco y limpio de mi pantalón y me limpio los dedos. Encuentro como por instinto el número, lo presiono y escucho a mi madre del otro lado de la línea. Como carrusel de nervios le digo todo lo que me ocurrió. Hago énfasis en la frase “Estoy bien”.

Dice mi madre que nunca había visto a mi padre conducir su carro rojo tan rápido por López Mateos. En menos de quince minutos cruzan la ciudad desde el pueblo de San Agustín hasta donde estoy. Mientras, me interrogan los seis personajes curiosos y preocupados por mi salud: mi nombre, mi edad, mi trabajo y otras nimiedades de mi vida cotidiana; se dice que esto sirve para evitar una amnesia profunda y anclar a la persona que sufrió la conmoción en la realidad.

Llegan mis padres, me revisan y me preguntan si quiero marcarle a alguien. A Daniela, les digo sin pensarlo un momento. No recuerdo bien qué le digo, más allá de que tenga mucho cuidado si decidía rodar por la ciudad esa noche.

Escucho la ambulancia a lo lejos como un eco creciente. Llegan y me suben a una camilla. Mis padres están conmigo y yo agradezco profunda y emotivamente a mis salvadores, aquellos seis ángeles bondadosos del humo, el ruido y la casualidad.

* * *

“Gabriela, me llamo Gabriela”, me dice la paramédica mientras limpia mis heridas. Reflexiono sobre lo curioso que es escuchar las sirenas desde adentro de una ambulancia.

“Hace unos días me tocó atender a un muchacho delgado como tú. Estuvo inconsciente después de que se cruzara alguien en su camino, su bici era roja”.

¡Seguro fue mi amigo Javier!

El lugar…

Dos semanas antes mi amigo había sufrido un fuerte accidente que lo dejó sin una bici y con un paquete de golpes de recuerdo. Si hubiera podido, me habría reído de la coincidencia: fuimos salvados dos ciclistas por la misma persona, a la misma hora de la noche, el mismo día de la semana.

Llegamos a la Cruz Roja y me suturan las heridas, pareciera que están armando un rompecabezas del lado izquierdo del rostro. Pregunto por los nombres de cada persona que me atendió. Hoy no recuerdo cómo se llamaban ni cómo eran sus rostros, pero sí su cálida forma de atender y sus risas por la forma en la que yo tomaba la situación. Mi padre entra y sale hasta que logra firmar unos documentos que me conceden una alta médica instantánea para llevarme a otro hospital.

Afuera me esperan Daniela, Natalia, mis padres y dos mujeres del trabajo, que representarán un alivio económico importantísimo por la cobertura del seguro de gastos médicos que me proporciona la productora cinematográfica en la que laboro. En silla de ruedas, me apresuro a saludar a mis seres queridos.

Nos dirigimos a un hospital privado, donde me podrán hacer una tomografía.

“He atendido a varios ciclistas que han ido los miércoles a rodar por la ciudad. Al parecer ya van varios que se caen o son atropellados. Tengan más cuidado”, me dice el doctor a cargo de la resonancia magnética.

Es importante descartar algún derrame o daño al cerebro, me dice el doctor. Al parecer los daños que una conmoción deja toman varios meses en ser descartados. Más vale cuidar la cabeza de otra sacudida.

Salgo de los estudios y me llevan a una habitación. Una cirujana plástica me visita y nos indica a mí y a mis seres queridos el procedimiento que se hará a continuación: cirugía reconstructiva y extracción de vidrios atrapados en el tejido facial.

“Suena caro”, pensé.

Las cuatro horas de quirófano me traen muchos piquetes, entre anestesia y agujas. De mi rostro sacan varios vidrios polarizados. Sólo puedo imaginar lo que ha de haber vivido la persona que conducía la camioneta blanca cuando un cuerpo atravesó su vehículo… supongo que la conmoción fue mucha como para que se quedara. Todavía hoy, después de seis meses del accidente, me da escalofrío pensar que esta persona atropelló a otro ser humano y huyó.

Es muy probable que presente parálisis facial media. Necesitarás recuperación por seis meses con terapia estricta, me dice la cirujana antes de despedirse y firmar los documentos.

Me llenó de una alegría inexplicable ver la carta y las galletas que enviaron mis compañeros del trabajo. Letras variadas, así como las galletas. Me causó una alegría efervescente leer sus palabras, entre burlonas y elegantes. Fuertes deseos de recuperación y atención a mi salud. Reí con un lado de la cara… el otro estaba de vacaciones.

La siguiente jornada estuve envuelto en un nido de amor, calidez y simpatía. Me visitaron algunas personas, pero, sobre todo, mis seres queridos, que estuvieron ahí todo el tiempo que pudieron. Me di cuenta de la bendición que era tenerlos ahí. Una parte de mí renació en esos momentos, estábamos celebrando la vida. Me bañé en esas horas de la esencia de un amor sincero e íntimo.

Desde ese accidente, el concepto de andar en bicicleta engloba más cosas. Entre ellas, la constante noción de la posibilidad de morir en la vía pública. Me pongo a imaginar si la ropa que llevaba puesta ese día hubiera sido la última que usaría, si la comida que traía en mi estómago sería la que revisarían los forenses en una autopsia, o si mis últimas risas hubieran sido por un meme de gatos chistosos en alguna red social. Muchas cosas pasan por tu cabeza cuando te percatas de que estuviste cerca de la muerte. Se expande el panorama.

* * *

En Jalisco, de 2010 a 2021, tenemos casi el doble de transportes motorizados. Para este año ya rebasamos los 4,186,105 vehículos que había en 2021, se lee en la página oficial del Inegi (2023).

Estos números han incentivado la gestión de regulaciones más estrictas. Estamos llegando a los límites de la capacidad urbana para utilizar un coche en una rutina cotidiana, así que cada año somos más personas en bicicleta. La movilidad activa viene a contrastar la realidad sedentaria de los conductores al volante. Sin embargo, los peligros al manubrio siguen llevándose la vida de muchas personas.

¿Somos una bicicleta o un ser humano?

¿Cuánto valen nuestras vidas?

A veces nos da la impresión a los ciclistas de que una vida vale menos para los conductores que una penalización o una multa. La existencia se puede esfumar rápidamente en la vía pública: no queda mucho tiempo para la reflexión mientras agoniza un atropellado. Las consecuencias por escapar de un atropellamiento tienen un costo elevado para todos. Atropellar a alguien y escapar es un delito por lesiones “grave por choque y huida”.

El culpable puede pasar de dos meses a ocho años en prisión, según la gravedad del accidente. Es por eso que mantener la calma y proporcionar apoyo es lo más razonable, pues cumpliendo la obligación de auxilio el hecho se reduce a una infracción o indemnización material.

Si todos los que utilizamos la calle viéramos este escenario con los mismos ojos, nuestro sentido de la movilidad sería más humano. Los conductores podemos convertirnos en máquinas híbridas que parecieran perder cierta noción de su humanidad.

La calle puede ser un espacio de encuentro o una ruta mortal. Es difícil a veces recordar que cuando automovilistas, ciclistas o peatones nos cuidamos, la vida es posible para todos. Aún estamos lejos de lograrlo.

Pero, a pesar de todo, no queremos dejar de ser ciclistas.

* * *

Eduardo realizó la primera denuncia por delito de lesiones el día 9 de febrero de 2023. A la fecha, no se le ha dado conclusión al caso. Desconoce la identidad de la persona que lo atropelló. 

Pueden encontrar la carpeta en la Fiscalía del Estado de Jalisco archivado con el folio D–I /10123 /2023. ®

Referencias

Impunidad y accidentes ciclistas.
Gdl y Zapopan presentan mapa ciclista.
Falta estrategia en la implementación de infraestructura ciclista.
Setrans Jalisco.
Los ciclistas incumplen reglamento de movilidad.
Bicicleta Blanca.

Propuestas de movilidad activa e innovaciones

Pasta Project.
Conoce la pirámide de la movilidad.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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